—¡Qué bella es!
Si se tratase de un novelista que quisiese describir una escena, los lectores lo atribuirían a una imaginación desbordada. Pero las páginas de la vida real son muchas veces más horribles que las imaginadas en las novelas.
Aquella mujer de veintidós años era consciente del poder de su belleza y no despreciaba nada que pudiese contribuir al realce de sus encantos. Se pasaba muchas horas acicalándose delante del espejo y ensayando los gestos más seductores. Donde quiera que fuese, dejaba la estela de su delicado perfume. La cabellera se la perfumaba con una gama completa de olores embriagadores: a veces, ella misma se preparaba sus mezclas.
El uso inmoderado del perfume era acaso el refinamiento supremo de su crueldad. Las presas, que habían caído en un estado de degradación física, inhalaban aquellas fragancias con delicia. Y cuando nos abandonaba y nos dejaba en medio del hedor nauseabundo y rancio de la carne humana quemada, que cubría el campo como un sudario, la atmósfera se hacía más irrespirable e intolerable que antes. Sin embargo, nuestro «ángel» de trenzas de oro, sólo empleaba su belleza para recordarnos más y hacernos más conscientes de nuestra horrible situación.
Lo mismo de refinados eran sus vestidos. Y, a decir verdad, sus uniforme de las
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le sentaban mejor que el atuendo civil. Tenía particular cariño a una chaqueta de lana azul celeste que entonaba con el color de sus ojos. Con aquel equipo llevaba una corbata más oscura en el cuello de su blusa. La fusta, que tan frecuentemente usaba, golpeaba sonoramente la pernera de su bota.
Tenía un guardarropa bien surtido. Yo conocía bien a su modista; antes de la guerra había estado al frente de un establecimiento famoso de Viena. Irma no le dejaba un solo momento de reposo. La pobre mujer tenía que trabajar desde por la mañana hasta por la noche, y todo lo que recibía en pago era un mendrugo de pan. Para Irma en cambio, jamás había escasez de géneros, aun de tejidos ingleses. Las cámaras de gas proporcionaban abundantes zapatos y vestidos, y todos los países martirizados de Europa rendían tributo a su colección. Tenía los armarios atiborrados de vestidos, procedentes de las casas más elegantes de París, Viena, Praga, Amsterdam y Bucarest.
El «ángel» de la faz pura corrió muchas aventuras amorosas. En el campo se murmuraba que Kramer y el doctor Mengele eran sus dos principales amantes. Pero su aventura mayor fue la que tuvo con un ingeniero de las
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, con el que se veía frecuentemente por las noches. Para poder volver a su puesto a la hora necesaria, siempre lo dejaba en plena noche. Cuando estaba él en compañía suya, Irma se mostraba radiante de orgullo.
—¡Miren! —parecía decir cuando clavaba sus ojos en nosotras—. Éste es mi reino. Tengo poder omnipotente de vida y muerte sobre este rebaño.
Y era verdad, poseía aquel poder, como lo demostraba cuando hacía la selección.
Un día entró Irma en nuestra enfermería. Con una orden breve y seca, mandó salir de la habitación a las pacientes y trabó conversación con la cirujana, que era una de mis mejores amigas.
—Necesito sus servicios —le dijo lacónicamente—. Tengo entendido que es usted muy hábil.
Le explicó detalladamente lo que deseaba. La situación requería mano delicada. Era peligroso negar nada a Irma Grese; sin embargo, si las autoridades y jerarquías superiores se enteraban de que estaba llevando la contraria a las leyes de la naturaleza, porque se trataba de una operación ilegal, hubiese sido igualmente peligroso para nosotras.
Mi amiga titubeó. Grese le hizo promesas tentadoras.
—Compartiré mi desayuno contigo. Tomarás un chocolate magnífico o un buen café con leche. ¡Y pastel, y pan con mantequilla!
Luego añadió:
—También te regalaré un abrigo de invierno, que da mucho calor.
Sin embargo, la cirujana no acababa de decidirse. El peligro era muy grande. Entonces Irma Grese enrojeció y sacó su revólver.
—Te doy dos minutos para que te decidas.
—Haré lo que usted mande —le contestó la doctora, rindiéndose.
—¡Muy bien! Te espero mañana a las cinco, en la barraca 19. Y te advierto que no estoy dispuesta a tolerar ningún retraso —terminó secamente y se fue.
Mi amiga llegó con puntualidad. Me rogó que la acompañase como enfermera. ¡Qué espectáculo presencié! Irma Grese, la verdugo, estaba sudando de puro miedo. Temblaba, gemía y no era capaz de dominarse. Ella, que había mandado a millares de mujeres a la muerte con toda sangre fría, y que las trataba brutalmente sin sentir jamás remordimiento ninguno, no podía resistir sin llorar el más mínimo dolor.
En cuanto terminó la operación, empezó a charlar:
—Después de la guerra, me propongo dedicarme al cine. Ustedes verán mi nombre en un luminoso en las marquesinas. Conozco la vida y he visto mucho. Las experiencias que he tenido me van a ser muy útiles para mi carrera artística.
Nos sentimos felices de que nos dejase retirar en paz. Porque podía habernos matado allí mismo. No tenía más que dar la orden de que nos llevasen a las cámaras de gas, y allí terminaría todo. No sé por qué no lo hizo.
Desde aquellos días, Irma Grese ha aparecido, cómo no, en las películas. Pero no de la manera que se había ella imaginado. No era heroína de un drama de amor, ni su hermoso rostro y figura salían a escena para decorarla. Apareció en los noticieros mientras se desarrollaban los procesos de Lüneburg. Y cuando fue sentenciada a muerte por sus innumerables crímenes, no la recibió con los brazos abiertos ni salió a su encuentro. Sus guardianes tuvieron que arrastrarla hasta el lugar de su ejecución. ¡Pero de cuantos horrores fue responsable aquella mujer hasta que le llegó la hora!
De todos los jefes de las
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que conocí, el que más me desorientó fue el doctor Fritz Klein. Era
svab
, oriundo de Transilvania. Cuando trabajaba a toda velocidad la fábrica exterminadora, era director médico del campo y uno de los más entusiastas del proyecto nazi de aniquilación. Me quedo corta si digo que merecía la pena capital cien veces. Sin embargo, contra lo que ocurría con los otros miembros de las
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, el doctor Klein era un asesino «correcto».
Para ser exacta y en honor a la justicia, debo decir que era menos sádico que sus colegas. Me daba la impresión de que lo que hizo se debió también a que era víctima de las circunstancias. Quizás tuviese conciencia. De todos modos, fue el único verdugo de las
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en quien vi reacciones humanas con respecto a los deportadas.
Acaso estuviese impresionada por su afabilidad y por el hecho de que a veces parecía sinceramente interesado en las enfermas. Muchas prisioneras eran sensibles a tales manifestaciones de benevolencia.
No dudó en mandar millares de gente enferma al «hospital», pero también fui testigo de cómo salvó a algunas pacientes.
Cierto día, la doctora de una barraca le entregó una lista de internas sospechosas de haber contraído difteria. Al reconocerlas, el diagnóstico quedó confirmado en dos o tres de ellas. Pero, tras un rápido examen, el doctor Klein descartó la cuarta.
—Éste no es un caso para el hospital —declaró—. Son anginas corrientes.
El doctor Mengele, por el contrario, mandaba a todas las sospechosas al hospital, sin molestarse en reconocer a ninguna.
Ya he relatado cómo el doctor Klein fingió irritarse ante el aspecto de la enfermería con las médicas de la barraca, para tener un pretexto con qué evitar que fuesen seleccionadas bastantes enfermas. En otra ocasión, observó que había un gran número de seleccionadas esperando en los lavabos para ser trasladadas al «hospital».
—¿Por qué tienen que esperar tanto tiempo? —preguntó al guardián.
—Es que la ambulancia no está libre —le contestó el otro—. ¡Está siendo utilizada para trasportar cajas!
Yo sabía que se refería a las cajas de polvo de gas, que solían cargar siempre en la ambulancia.
Se endureció la cara del doctor Klein.
—Si es ése el caso —repuso—, la selección se llevó a cabo demasiado aprisa. No vale la pena retener a esta gente aquí todo el día.
¿A qué sentimientos se debió aquella reacción? ¿A compasión? ¿O fue, sencillamente, indignación por la actitud negligente de los guardianes?
En otra ocasión, mientras lo acompañaba en su ronda médica le llamé la atención sobre el hecho de que las internas estaban plantadas muchas horas delante de las barracas bajo una lluvia espesa. No me contestó, pero se dirigió a aquel sitio y ordenó a las internas que volviesen a sus barracas.
Como era de origen transilvano, el doctor Klein me hablaba muchas veces en mi lengua nativa. Me preguntaba por mi ciudad y por mi hogar. Un día me espetó a bocajarro la pregunta de si no sería yo miembro de la familia de un doctor famoso de la misma ciudad, que dirigía un sanatorio. Se refería a mi marido, del cual hacía ya semanas que no había vuelto a saber.
Al recordar cosas pasadas, sentí un arrebato de cólera. ¿Cómo iba a poder decirle la verdad? Allí estaba yo, cubierta de barro, con la cabeza rapada, andrajosa y calzando dos zapatos de pares distintos y maltrechos. No, yo no era la esposa de un cirujano respetable. Yo era una miserable criatura pisoteada por los tacones de un oficial de las
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—No —le respondí apretando los dientes—. No sé a quién se refiere usted.
Pero el doctor Klein no era tonto.
—¡Vaya, vaya, qué cosa más extraña! —exclamó—. ¡Parece increíble! Pero, de todos modos —añadió, cambiando la voz—, vaya unos pasos detrás de mí. Las reglas de la etiqueta no están vigentes en este campo.
Unos meses después, giró una visita por sorpresa a nuestra enfermería y expresó sus deseos de visitar el hospital. Yo me coloqué unos pasos detrás de él, como me ordenara la última vez que nos vimos. Me señaló con el dedo su bicicleta y me dijo:
—¡Me han retirado el coche y no tenemos más gasolina! Escúcheme. Voy a comunicarle algo que la va a hacer sumamente feliz. La guerra se terminará en seguida, y todos podremos irnos otra vez a nuestras casas.
Eché una mirada furtiva alrededor. Siempre que estaba con Klein, nos rodeaban guardianes de las
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Afortunadamente, nadie había lo suficientemente cerca para oír lo que tratábamos.
—Se lo agradezco mucho —le dije—. Jamás he oído hablar así a nadie de las
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—¡Oh, el agradecimiento! —exclamó el doctor Klein, encogiéndose de hombros—. No me hago ilusiones. Cuando se acabe la guerra, ni usted ni las demás tendrán la más mínima consideración conmigo.
Hasta aquel momento no llegué a comprender lo que estaba insinuando. Con más vista y criterio que los demás, hacía ya mucho tiempo que venía sospechando que los alemanes habían perdido la guerra. Su «benevolencia» con las pobres prisioneras no era más que simple cálculo. Acaso se estaba ya preparando testigos para los procesos que veía venir.
Además de Klein, debo mencionar nuevamente a Capezius, otro transilvano. Había sido uno de los directores de la Compañía alemana Bayer de Transilvania.
Los representantes de aquella firma habían visitado frecuentemente a mi marido en nuestro hospital de Cluj. Por Navidad, solíamos recibir perfumes, licores y libros médicos, como parte del proceso de conseguir mayor clientela. Sobre nuestras mesas, siempre había lapiceros anunciando la Casa Bayer.
Yo conocía a Capezius desde antes de mi cautiverio. Cuál no sería mi sorpresa cuando averigüé que era
Hauptsturmführer
de Birkenau, y que ostentaba el cargo importante y poderoso de jefe de las estaciones farmacéuticas de los campos de concentración circunvecinos. Pero estábamos teniendo pocas medicinas; mi paisano no era excesivamente generoso.
El
Hauptsturmführer
abandonaba con frecuencia el campo para ir a «ver a su familia» a Segesvar. Al regresar de una de esas visitas, se presentó en nuestra enfermería y habló con la doctora Bohm, que había sido deportada de la ciudad de Capezius.
—Vi a su hermano hace dos días en Segesvar. Le prometí que la cuidaría a usted.
La pobre mujer rompió a llorar.
—Le dije que estaba usted bien —continuó explicando Capezius.
La doctora se miró a los trapos que llevaba encima y se quedó sorprendida de lo magníficamente que estaba. Pero, a pesar de todo, dio gracias a aquel hombre «bondadoso». Semanas más tarde, volvió otra vez a la enfermería e informó a su protegida que la ciudad había sido ocupada por el «enemigo», y que su hermano había sido nombrado alcalde.