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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

Los hornos de Hitler (28 page)

BOOK: Los hornos de Hitler
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Carecíamos de sillas. Los únicos sitios en que nos podíamos sentar eran los dos camastros más bajos, los de la doctora «G» y la dentista. Aquellas dos inteligentes mujeres, quienes probablemente habían sido excelentes amas de casa, sollozaban como niñas cada vez que nos sentábamos en sus camas. Hasta cierto punto tenía razón, porque la enfermería estaba sucia y plagada de piojos, Estábamos expuestas a contraer no sólo las enfermedades de nuestras pacientes, sino también sus parásitos.

Por extraño que parezca, ninguna de nosotras fue víctima de una infección grave, aunque eran escasas las precauciones que podíamos tomar contra los gérmenes. La sarna era la única dolencia a que éramos sensibles. Yo estaba constantemente contagiándome de ella por las pacientes. La verdad es que la tuve siete veces. Hice esfuerzos desesperados por conseguirme la medicina necesaria para tratármela. Me hacía padecer tanto la sarna como los palos que me daban. No me dejaba dormir ni trabajar, y tenía todo el cuerpo cubierto de heridas de tanto rascarme. Cuando me conseguía unturas que aplicarme, mis compañeras de cuarto protestaban si las usaba de noche. El emplasto despedía un olor horrible y apestaba la habitación.

Aquella pomada nos dividió en dos bandos. Uno de ellos toleraba que me lo aplicase de noche, para poder aplacar un poco mi tortura; el otro insistía en que lo utilizase únicamente de día, cuando estábamos en la enfermería, porque allí teníamos que soportar muchos olores desagradables, y la peste de la pomada no importaba. Más tarde, Magda y la dentista contrajeron también la sarna, y el hedor se hizo insoportable y mareante en la habitación.

Todas las mañanas se producía una porfía general por el uso de la palangana. Téngase presente que éramos doce. Borka, la pequeña yugoslava, tenía que traer el agua. A veces volvía llorando, porque era tan poca la que se había conseguido, que no iba a haber suficiente para beber, cuanto más para lavarse.

No teníamos espejo. Pero aún nos quedaba el recurso de mirarnos vagamente en el agua, si teníamos agua. Cuando empezó a crecernos el pelo, observamos que se nos estaba poniendo bastante gris. Como carecíamos de cepillos y peines, teníamos la facha de adolescentes descuidadas. La doctora «G» declaró que estábamos hechas unas adefesios. Consiguió convencer a una de nuestras pacientes, que era peluquera y tenía un peine, que nos arreglase el pelo a cambio de dos porciones de pan.

Las cejas me hicieron sufrir mucho al principio. Las tenía ralas por naturaleza, pero en el campo creían que me las seguía depilando como antes. Mis compañeras de cautiverio hicieron numerosas observaciones intencionadas contra mí a propósito de ese detalle. Muchas veces fui apaleada por los alemanes por el mismo motivo. Por fin, llegaron a convencerse de que, en efecto, había yo llegado a este mundo con escasas cejas. Cuando cayeron todas en la cuenta de que tal era el caso, cesaron finalmente de atormentarme a costa de eso.

Todos los días teníamos pendencias a propósito del «pingajo», algo así como el hatillo de un mendigo. El «pingajo» era un pedazo de andrajo, una media o un calcetín, y a veces un sombrero viejo, atado en forma de bolsa, que constituía nuestro maletín, nuestro armario, y nuestra despensa. El contenido de uno de aquellos «pingajos» describe perfectamente cuánta era nuestra pobreza. Allí ocultaba cada prisionera su fortuna: su margarina, su pan y su cucharada de mermelada. Las prisioneras más ricas podían tener hasta un peine sin dientes. Cuando entre los efectos guardados en el «pingajo» había una cajita, se consideraba como signo inequívoco de «prosperidad».

Como los «pingajos» eran lujos, estaban prohibidos. No había lugar en la barraca donde poder esconderlos mientras duraban las revistas, así que los teníamos que ocultar bajo las faldas. Severos castigos, y a veces la muerte, esperaban a quien dejaba caer su hatillo secreto mientras estábamos en posición de firmes. Su descubrimiento atraía la tragedia no sólo sobre su propietaria sino sobre todas las demás, porque justificaba un registro y la confiscación de las posesiones que tantos sudores y fatigas nos había costado conquistar. Cuando nos alojamos en la habitación 13, la cuestión del «pingajo» estaba resuelta. Era verdad que allí también teníamos que esconderlos en los rincones más absurdos, porque la inspección podría descubrirlos igualmente. Cuando llegaba a nuestra noticia que iba a realizarse una inspección, salía cualquiera de nosotras a retirar los hatillos a tiempo. Pero no estaban seguros de las demás prisioneras. Mientras nos hallábamos en la enfermería, se metían a veces en nuestra habitación y robaban nuestros tesoros. La doctora «G» y la dentista, que eran las más «ricas», siempre se estaban lamentando de los hurtos.

La doctora Rozsa era la única que no perdía nunca nada, porque no tenía nada. Era como una niña grande: por lo menos, no tenía deseo de almacenar «riqueza». La doctora «G», quien era una buena médica, procuraba convertir en realidad su mundo de ensueño. Tenía una «doncella», lujo que sólo las
Blocovas
podían permitirse. Todas las mañanas, antes de levantarse, entraba una de sus pacientes, le limpiaba los zapatos, le arreglaba la ropa, y hacía su cama. La doctora «G» era dueña inclusive de un cobertor de seda. Para no inspirarnos envidia, más tarde nos consiguió uno para cada una de nosotras; pero estaban hechos una lástima y eran de calidad inferior. Era la única de nuestro grupo que no lavaba la ropa, ni siquiera en el campo. Su blusa blanca se la lavaba la «doncella», y la
Blocova
le había permitido que se la planchara con su misma plancha. La doctora «G» siempre andaba probándose vestidos. Se los conseguía en el mercado negro o se los regalaban, y ella después los reformaba. Hacia el final de nuestro cautiverio, cuando oíamos los cañonazos de los rusos, la doctora «G» nos dijo:

—Bueno, muchachas, ha llegado la hora de que me confeccione un vestido de viaje.

La pesimista replicaba:

—Pero, querida, nos matarán.

—¿Y si no nos matasen? —insistía la doctora—. Me quedaría sin un vestido de viaje.

Nos echamos a reír. En medio de todo, le estábamos muy agradecidas. Su intensa feminidad nos proporcionaba muchos momentos de distracción.

Los vestidos de «G» fueron aumentando en número, y «L» nos construyó un armario con tres tablas. No era más que para la doctora «G», porque a nosotras no nos hacía falta armario para los miserables andrajos de que disponíamos.

Naturalmente, a cada presa no se le permitía más que un vestido. Por eso «G» siempre andaba afanosa, buscando nuevos escondrijos para sus prendas. Pobre criatura. Cómo se quedó desolada cuando le robaron de su jergón de paja la falda plegada, que era el mejor artículo de su guardarropa. También le desapareció el impermeable azul, que estaba guardando para «salir». De puro sentimiento no pudo comer en todo el día. Oficialmente, la doctora «G» era la ginecóloga del campo, y la doctora «S» su cirujana. «G» se hizo cargo de algunos casos quirúrgicos y se produjo una reyerta entre las dos facultativas. La doctora «S» no necesitaba que se le diesen las gracias por su trabajo, pero a la doctora «G» le hacían falta las alabanzas para seguir soñando y fantaseando. Aunque estábamos muy cerca del crematorio y vivíamos en un estado constante de terror a la muerte, seguían «erre que erre» con su insensata porfía.

A pesar de todo, teníamos unas cuantas almas genuinamente desinteresadas. Por ejemplo: la polaca rubia, que cuando estaba yo para salir del Bloque 26 para ir al Bloque 13, se colocó a la puerta y me llamó.

—No puedes dejarnos así —me dijo—. Tenemos que darte una cena de despedida.

—¿Una cena de despedida? —le pregunté—. ¿Qué tenemos para comer?

—Ayer encontré un tubo de dentífrico. Nos lo comeremos —me contestó.

Y, en efecto, las que dormíamos juntas nos apretujamos en un rincón de la
koia
y untamos nuestro pan de pasta dentífrica. ¿Se imaginan los lectores que estábamos locas?

Las presas de Auschwitz pocas veces saboreamos una comida mejor que la que nos tocó disfrutar aquella noche.

A pesar de las diferencias que se producían de cuando en cuando en la habitación 13, nos teníamos simpatía unas a otras, y frecuentemente demostramos que éramos capaces de sacrificarnos recíprocamente. Tuve la mala suerte de que mis compañeras nunca me perdonasen los paquetes que recibí mientras estuve en la enfermería. Aun con las mejores intenciones del mundo, no podía explicarles aquello de manera razonable y satisfactoria. Lo compartíamos todo, aun las adquisiciones más insignificantes. Sin embargo, yo no podía hablar de aquellos paquetes. Cuando me hacían alguna pregunta, tenía que darles contestaciones evasivas.

Se comprende que se empezasen a molestar y dar pábulo a la fantasía al ver mi comportamiento. Lujza, quien era mi compañera de cama y mi mejor amiga, me comunicó que las demás trataban de adivinar el secreto de aquellos paquetes. Yo no me atreví a decírselo ni siquiera a Lujza. A veces, cuando no podía inmediatamente dar salida a un paquete, me lo quedaba por la noche, guardándolo debajo de la cabeza. De haber sabido ella que lo que yo ocultaba eran explosivos, no hubiese querido pasar la noche allí.

Una tarde, ya al oscurecer, todas se pusieron de acuerdo en que les explicase a qué se debían aquellas visitas furtivas que recibía y las excursiones secretas que hacía a distintos rincones del campo.

—¿Qué quieren todas esas personas de ti, y cómo es que desapareces con tanta frecuencia en los momentos en que estamos más ocupadas?

No me atrevía a decirles nada. Ellas me castigaron, retirándome la palabra durante varios días, excepto en la enfermería, donde era absolutamente necesario.

Afortunadamente, llegó el día de mi santo, y me hicieron el regalo de olvidarse de mi falta de confianza o mi silencio para con ellas.

Recibí otro presente. «L» me trajo un cepillo de dientes usado, al cual le faltaban las cerdas de un extremo; el preso a quien se lo había comprado por tres pedazos de pan lo había estado usando varios meses. Mis compañeras se quedaron estupefactas y encantadas al ver aquel artículo valioso. También causó sensación la pequeña manzana verde que me regaló un miembro de la resistencia. Era una manzana de verdad.

Capítulo XIX

Las bestias de Auschwitz

D
e todos los
SS
que había en nuestro campo, el que adquirió mayor notoriedad fue Josef Kramer, «la bestia de Auschwitz y Belsen», que fue el criminal nº 1 en el proceso de Lüneburg. Pero las internas teníamos escaso contacto con él. Como Comandante en Jefe de una gran parte del campo, rara vez abandonaba las oficinas de la administración, y se presentaba únicamente para realizar determinadas inspecciones o en ocasiones especiales.

Se debía a que Kramer había desempeñado muchos oficios en su vida. Una vez había sido contable. Indudablemente, llevaba los libros sobre las vidas humanas de Auschwitz con toda exactitud, porque era él quien recibía las órdenes de Berlín relativas a la escala de exterminio.

Era un hombre robusto. Tenía el pelo oscuro cortado a la marinera, y sus ojos eran negros y penetrantes. No se olvidaba fácilmente su fisonomía dura y severa. Tenía un andar pesado y sus maneras eran reposadas e imperturbables. Todo lo relativo a su personalidad le daba un aire de Buda.

Lo vi una o dos veces en la estación cuando se realizaban las selecciones de los contingentes recién llegados. Volví a verlo en otras dos ocasiones, en circunstancias que han llegado grabadas indeleblemente en mi memoria. La primera fue durante el verano de 1944. No recuerdo la fecha exacta, pero fue el día después de haber sido liquidado millares de seres humanos del campo checo.

—¡Todo el mundo fuera! ¡Desocupen las barracas!

Aquella orden fue dada a gritos al comenzar la tarde. Se nos reunió en la gran explanada que había delante de las barracas. En aquella ocasión, los alemanes no tuvieron en cuenta los precedentes anteriores, porque nos autorizaron a sentarnos en tierra, privilegio que nos resultó inaudito. En medio de la multitud de mujeres había muchos hombres. Eran deportados que trabajaban en nuestro campo y a los cuales generalmente se nos prohibía dirigir una sola palabra.

De pronto apareció la orquesta del campo. Los músicos, vestidos de uniformes listados de penados, subieron a la plataforma y empezaron a ejecutar piezas de música ligera y aires de baile. Me dio un vuelco el corazón. Todos queríamos descansar y divertirnos, pero me había llevado ya muchas desilusiones para creer en nada que organizasen los alemanes.

¿Qué podía significar aquel concierto popular? Mientras la orquesta tocaba sus números modernos de baile, oía los ecos patéticos de los gritos que exhalaban los hijos de los checos que habían sido asesinados el día anterior.

Inesperadamente, sobre nuestras cabezas aparecieron aviones alemanes. Volaban tan a ras de tierra que parecían amenazar los tejados de las barracas. Comprendí de qué se trataba. ¡Nos estaban filmando! Indudablemente, preparaban algún «documental» sobre la existencia idílica de los campos de concentración nazis. ¿Qué irían a enseñar al mundo?

¡Prisioneros de ambos sexos que tomaban su baño de sol fuera de las barracas, mientras escuchaban la alegre música del jazz! ¡Qué instrumento más eficaz para la máquina de propaganda alemana, que trataba de contrarrestar las espeluznantes historias de que ya se había hecho eco la prensa occidental!

Con una amplia sonrisa en los labios, Kramer, el comandante del campo, se puso a pasear de pronto entre nosotros. Quizás lo estuviesen fotografiando como anfitrión generoso y simpático de aquel «puerto de paz». Por lo visto, quería desempeñar bien su papel en aquella farsa organizada por él.

Pasaron los meses. A medida que el Ejército Rojo avanzaba por las llanuras polacas, en nuestros corazones empezó a florecer de nuevo la esperanza.

Los que vieron a
Herr
Kramer durante sus inspecciones dijeron que cada vez tenía aspecto más preocupado. Cierto día dictó la siguiente orden:

El Campo nº 1 debe ser liquidado mañana al mediodía. Deberá vaciarse completamente para su inspección.

Firmado: Kramer

Ya había sido reducido el número de prisioneros, pero todavía teníamos nosotros 20 000 mujeres. Resultaba casi imposible trasladar aquel gran número de prisioneras a Alemania en tan poco tiempo. Sin embargo, la orden de Kramer se llevó a cabo en el periodo dispuesto.

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