Mientras tanto, las que «gozaban de buena salud» eran víctimas de toda clase de tribulaciones en las
koias
. Las maderas habían sido claveteadas por manos torpes y se abrían fácilmente cuando sobre ellas cargaba un peso o una presión excesiva. Cuando se caía la tercera ringlera, arrastraba consigo a la segunda, y aplastaba a unas sesenta mujeres. Cada accidente ocasionaba muchas lesiones y fracturas. No podíamos atender a las personas heridas, porque no disponíamos de escayola para enyesar los huesos rotos. A veces teníamos ocho y hasta diez accidentes de ese tipo en una sola noche.
Cuando las
koias
estaban atiborradas hasta el punto de quebrarse, surgían con demasiada frecuencia incidentes entre las internas. Durante el día, la baraúnda que reinaba en la barraca nos hacía aborrecernos y detestarnos mutuamente. Hasta los temperamentos más pacíficos sentían a veces arrebatos de ira que las impulsaba a intentar estrangular a sus vecinas. Por la noche, la exasperación llegaba a su punto máximo, debido a la proximidad física. La internada que tenía que trepar hasta la tercera fila de
koias
molestaba acaso accidentalmente a alguna ocupante de la segunda: se armaba entonces una terrible pelotera. Otra dejaba caer quizás un zapato en que había escondido un mendrugo de pan: a ello sucedía una violenta trifulca, en la cual se deslizaban inclusive acusaciones de robo.
Durante la noche, en medio de los sollozos y gemidos, no cesaban las prisioneras de gritar constantemente:
—¡Quítame el pie de la boca!
—¡Imbécil, por poco me sacas un ojo!
—¡Apártate, me estás ahogando!
—Déjenme salir, se los suplico… tengo diarrea. Es necesario que salga.
Pero la
Stubendienst
replicaba:
—¡Estás loca! ¿A quién se le ocurre salir de la barraca durante la noche? Dispararán contra ti. Te matarán a tiros. No se te ocurra ni pensarlo.
En una de las primeras noches, la
Blocova
nos reunió a todas para que presenciásemos la deplorable conducta de una prisionera que padecía diarrea. Había pertenecido antes a lo mejor de la sociedad de su ciudad. Se echó a temblar como un niño a quien pescan haciendo una travesura y se excusó en términos implorantes:
—Perdónenme, por favor. Estoy tremendamente avergonzada, pero no pude remediarlo.
Las patrullas de las
SS
estaban con frecuencia en las barracas a medianoche. Aprovechando gustosos cualquier ocasión para castigar a las responsables del «alboroto», incluso a las que se habían caído de las
koias
. Si se trataba de mujeres que no habían podido evitar su caída, los alemanes las obligaban a limpiar con las manos cualquier rastro de sangre que hubiesen dejado.
Cuando me enteré de que la jefa de nuestra barraca, una polaca llamada Irka, llevaba ya cuatro años en el campo de concentración, me tranquilicé. Lo malo que tenía esta corpulenta y ruda mujer era que nadie podía faltar a lista; el resto de su autoridad lo había delegado en auxiliares, escogidas por ella misma entre las internas más brutales. Pero menos mal, el hecho de que Irka hubiese vivido cuatro años allí indicaba que era posible subsistir en Birkenau. Yo esperaba que no tuviésemos que aguardar cuatro años para salir de aquel infierno.
Sin embargo, cuando le expresé a Irka mis pensamientos, no me dejó muy esperanzada.
—Pero ¿crees que te van a respetar la vida? —se burló—. Te estás empeñando en meter la cabeza en la arena. Todas las que están aquí serán asesinadas, excepto muy raros casos en los que se dará a algunas unos cuantos meses más de vida. ¿Tienes familia?
Le describí las circunstancias en que me había llevado a mis padres y a mis hijos conmigo, y le conté cómo nos habían separado cuando llegamos al campo. Se encogió de hombros con aire de indiferencia y me dijo fríamente:
—Bueno, pues puedo asegurarte que ni tu madre, ni tu padre, ni tus hijos pertenecen ya a este mundo. Fueron liquidados e incinerados el mismo día que llegaron. Yo perdí a mi familia de la misma manera; y otro tanto les ha pasado a todas las internas antiguas que hay aquí.
Me quedé petrificada al escucharla.
—No, no, eso es imposible —murmuré.
Aquella tímida protesta sacó de quicio a la jefa de bloque.
—¡Puesto que no me crees, míralo con tus propios ojos! —me gritó, llevándome casi a rastras a la puerta, con ademán de energúmena—. ¿Ves esas llamaradas? Es el horno del crematorio. Pero te advierto que no lo vas a pasar bien si dejas trascender que lo sabes. Será mejor que lo llames por el nombre que le hemos dado: la panadería. Cada vez que llega un tren nuevo, los hornos no dan abasto en su trabajo, y los muertos tienen que esperar un día o dos a ser quemados. ¡Acaso sea tu misma familia a la que están incinerando en este momento!
Cuando vio que no era yo capaz de pronunciar una sola palabra, tan muda había quedado en mi desesperación, una tristeza voluptuosa asomó a su voz:
—Primero queman a los que no pueden utilizar: a los niños y a los viejos. Todos los que mandan colocar al lado izquierdo en la estación son enviados directamente al crematorio.
Me quedé como muerta. No lloré. Estaba punto menos que inerte, exánime.
—¡Inmediatamente después de llegar!… ¿Cuándo los apartaron a un lado? ¡Dios mío!
Y yo que puse a mi hijo pequeño al lado izquierdo… Con mi estúpido amor maternal, les dije la verdad de que no tenía todavía doce años. ¡Yo quería evitarle los trabajos forzados, y lo que he hecho ha sido matarlo!
No soy capaz de recordar nada de lo que pasó durante el resto de aquel día. Me tiré sobre el fondo de mi
koia
en un estado verdadero de coma. A eso de la medianoche alguien se me acercó y me estuvo sacudiendo un buen rato. Abrí los ojos; era la esposa de un médico que había hecho el viaje con nosotras en nuestro mismo vagón de ganado.
—Nuestros maridos no deben estar lejos —cuchicheó a mi oído—. Esta tarde vi un momento al doctor X.
¡Con qué impaciencia esperé a que llegase la mañana! Había decidido, costase lo que costase, ver a mi marido. Pensaba decirle lo que había averiguado. A lo mejor, él podía desmentir aquel perverso embuste.
Desobedeciendo las órdenes y exponiéndome a que me sorprendiese algún guardián de las
SS
, me escapé de la
koia
al amanecer. A la entrada de la barraca, advertí que había un grupo de prisioneros con uniformes de convictos. Según me acerqué, caí en la cuenta de que eran inspectores. Temerariamente, porque ya entonces no tenía miedo, osé pedirles ayuda. Ellos se negaron a darme información alguna. Si los pescaban dándome cualquier dato, significaba una sentencia de veinticinco azotes.
Pero no desistí por eso. Supliqué. Imploré. Por fin logré convencerlos de que avisasen al doctor X. Cuando apareció, me informó de que mi marido no estaba muy lejos. Aquello me dio ánimos una vez más. Tenía que verlo. Él debía saber lo que yo sabía. Como obcecada, continué vagando por una y otra parte, preguntando por él. Tres veces me golpearon los centinelas alemanes, porque andaba por una sección del campo donde no tenía derecho a estar; pero los golpes no me importaban, tenía que encontrar a mi marido. ¡Por fin…! cuánto tiempo me llevó… ¡lo localicé!
Aunque había perdido mi sensibilidad con las primeras experiencias que me había tocado sufrir en el campo de concentración, la sorpresa que me llevé fue extremadamente dolorosa cuando vi de nuevo a mi esposo. Él, que siempre fuera tan delicado y escrupuloso en su atuendo personal —el doctor Miklos Lengyel, director de un hospital, cirujano, ejemplar humano espléndido—, tenía un aspecto desastroso, sucio y harapiento, amén de demacrado. Le habían afeitado la cabeza y estaba vestido con un uniforme de criminal. Él también me miró con ojos que no daban crédito a lo que veían. Yo llevaba mi vestido andrajoso, que apenas me cubría el cuerpo, mis pantalones a rayas y mi cabeza rapada. Por lo visto, se extrañó más él que yo al verme. Qué lejos estaba yo de aquella mujer que había sido su esposa y compañera en los días felices.
Nos quedamos en silencio, sin lograr dominar nuestras emociones. Por fin, con una voz transida de desaliento, me dijo:
—Mira adonde hemos llegado.
No se expresó con precisión, pero lo comprendí. ¡Veinte años de intenso esfuerzo, de trabajo y de ilusión por el porvenir, para terminar allí, siendo esclavos del
Tercer Reich
!
Estábamos junto a la alambrada de púas y no nos atrevíamos a movernos. En cualquier momento podían descubrirnos los centinelas.
Con las menos palabras que pude, le conté lo que me había dicho la
Blocova
sobre la muerte de nuestros dos hijos y de mis padres. Hablaba sin expresión, en un tono de voz que sonaba con ecos extraños en mis oídos. Mientras pronunciaba estas palabras, la faz de mi hijo más pequeño, Thomas, apareció junto a mí. Una vez había asegurado que nada malo podría ocurrirle jamás mientras su padre y su madre estuviesen con él.
Yo le dije:
—No me cabía en la cabeza que seres humanos, aunque fuesen alemanes, tuviesen entrañas para matar a niños pequeños. ¿Puedes tú creerlo? Si es verdad, ya no hay motivo ninguno para seguir viviendo. No tengo por qué sufrir. Poseo todavía mi veneno. Puedo poner fin a todo ahora mismo.
Un profundo silencio siguió a mis palabras. No abrió siquiera la boca. Sus rasgos fisonómicos fatigados no traicionaron emoción ninguna. Yo no fui capaz de adivinar los tormentos que había podido sufrir.
—Yo no puedo decirte que tengas que vivir forzosamente a pesar de todo —murmuró por fin—. Sin embargo, debes esperar.
Había comprendido la profundidad de mi desesperación. Después de otra pausa añadió con voz ronca:
—¿Quieres darme la mitad de tu veneno? Me encontraron el mío.
Me inclinaba para sacar la cápsula del forro de mi bota, cuando cambió de parecer.
—No, no lo quiero. ¡A lo mejor lo necesitas tú todo! Para mí siempre será más fácil hallar otro procedimiento que para ti, que eres mujer.
En aquel momento, dos guardias alemanes nos divisaron. Nos dieron golpes salvajes y latigazos. Se nos empujó a cada uno hacia su bloque. Ni siquiera tuvimos tiempo de decirnos adiós.
—Ellos están ya derrotados —me gritó, cuando los guardianes se lo llevaron—. ¡Pronto nos volveremos a ver! ¡Valor!
Al día siguiente, los hombres fueron trasladados del campo.
Cuando volví a mi barraca, me encontré con un compañero que había viajado también con nosotras en el tren. Su hijo de dieciséis años estaba junto a él.
—¿Ha visto usted a mi Thomas? —le pregunté, haciéndome vanas ilusiones.
—Sí, lo vi en la estación —me contestó él—. Cuando lo separaron de su abuela, fue mandado con dos niños al otro lado de los andenes, allá. —Me señaló con el dedo en la dirección de la «panadería».
—En el Bloque 2 —añadió el joven—, allí hay una oficina en que los internados son registrados y tatuados. ¡Vaya allá inmediatamente! Dígales que su hijo tiene doce años. Acaso logre que lo vuelvan a admitir en el campo.
Partí en el acto hacia el Bloque 2.
—¿Adónde va con tanta prisa? —me preguntó un prisionero alemán.
Estaba vestido con uniforme de penado y en el pecho llevaba un triángulo verde. El triángulo verde indicaba su origen alemán. Estos eran los criminales comunes, quienes ostentaban muchas veces cargos importantes en el campo.
—Voy a procurar que trasladen a mi hijo a un batallón de trabajo —le contesté.
—¿Dónde está?
—No sé, pero ayer se lo llevaron al otro lado de las vías del ferrocarril.
—Entonces olvídese de ello —me aconsejó con un gesto de resignación.
—Tengo que dar con él.
No exhalé un gemido, pero noté que se me llenaban los ojos de lágrimas.
—Es inútil —me dijo—. No hay quien encuentre a nadie allí.
—¡Necesito encontrar a mi hijo! —repetí obstinadamente.
—Sería mejor que se preocupase por sus tribulaciones personales —me recomendó—. Todavía es usted joven y puede salvar su pellejo. Si da muestras de que es capaz de conducirse razonablemente, pudiera ser que recibiese lo que necesita para comer y para vestirse, eso es lo único que interesa.
Apareció corriendo una mujer con uniforme de las
SS
. Empuñaba una fusta con correas de cuero y alambres de hierro. Reconocí a Hasse, una de las comandantes más temidas del campo.
El criminal alemán extendió una mano para protegerme.
—¡No le pegue! —le dijo—. Es una recién llegada. Está buscando a su hijo. Se lo llevaron ayer del otro lado de las vías.
El criminal le hizo una seña, y la comandante pareció calmarse. Todo lo que tenía ella de gorda y fea, lo tenía el otro de atractivo físicamente. Se olvidó de mí y miró con interés al criminal. A su mirada asomó una expresión de voracidad y deseo. Aquellas cosas se comprendían perfectamente en el campo.
El penado llevaba un traje de preso relativamente limpio y, cosa rara, no tenía afeitada la cabeza. Pero, claro, no era prisionero político, sino un criminal homicida. La mujer se echó a reír y se acercó más a él. Yo corrí, pero de momento me había ahorrado un vapuleo. Mi hermoso protector masculino había conseguido gracia para mí de una mujer de la
SS
El mundo creado por los alemanes no tenía pies ni cabeza.
La «llamada a lista» y «las selecciones»
Y
a sabía que había en el campo de concentración «selecciones periódicas» para mandar nuevas víctimas a los crematorios. Sin embargo, ignoraba todavía que la llamada a lista se utilizaba también para diezmar a los prisioneros.