Los hornos de Hitler (11 page)

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Authors: Olga Lengyel

Tags: #Bélico, #Biografía

BOOK: Los hornos de Hitler
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Tanto Birkenau como Auschwitz son nombres infames que constituyen una mancha para la historia de la humanidad, por eso es necesario explicar en qué se diferenciaban. Estaban separados por el ferrocarril. Cuando los seleccionadores ordenaban a los prisioneros colocarse a la derecha o a la izquierda del andén de la estación, significaba que estaban destinados a Birkenau o a Auschwitz. Auschwitz era un campo de esclavos. Pero por dura que fuese la vida en Auschwitz era mejor todavía que en Birkenau. Porque este último era definitivamente un campo de exterminación, si bien nunca se mencionó como tal en los informes. Constituía parte del crimen colosal de los gobernantes alemanes, y rara vez se refería nadie a él, ni su existencia fue jamás confesada hasta que las tropas aliadas y liberadoras hicieron este secreto del dominio del mundo.

En Auschwitz había numerosas fábricas de guerra en pleno funcionamiento, como la D. A. W.
Deutsches-Aufrustungswerk
, la Siemens y la Krupp. Todas estaban dedicadas a la producción de armamentos. Los prisioneros destinados a trabajar allí vivían en condiciones de singular privilegio con respecto a los que no ostentaban tal empleo. Pero aun los que no trabajaban productivamente eran más afortunados que los presos de Birkenau. Éstos no hacían más que esperar sencillamente su turno para perecer en las cámaras de gas y ser consumidos luego en los crematorios.

La ingrata tarea de tratar a los que pronto iban a ser cadáveres, y más tarde cenizas, estaba confiada a grupos llamados «
kommandos
». Lo único que tenía que hacer, el personal encargado de Birkenau era camuflar la verdadera razón de aquel campo, a saber, la exterminación. Cuando ya no eran considerados útiles los internados de Auschwitz, o de otros campos de concentración situados en aquella región, eran mandados a Birkenau para morir en los hornos. Ni más ni menos: así era de sencillo y así estaba planeado con perfecta sangre fría.

Fui descubriendo poco a poco estos detalles a medida que iban transcurriendo las semanas. Durante nuestros primeros días en el campo de concentración seguíamos creyendo que se nos iba a destinar a trabajar. ¿No habíamos visto por ventura letreros que proclamaban
Arbeit macht freí
«El trabajo crea la libertad»? Pero aquello no era más que un señuelo para las pobres víctimas de los alemanes. Siempre jugaron con nosotras, como el gato juega con el ratón al que terminará por matar.

La «barraca 26» era un gran hangar de maderas toscas que habían sido unidas para formar una especie de establo. En la puerta había una placa de metal que expresaba el número de caballos destinados a ocupar aquel portalón.

«Los animales sarnosos deben ser separados inmediatamente», decía. ¡Qué suerte habían tenido los caballos! Nadie se había molestado por tomar precaución ninguna con respecto a los seres humanos encerrados allí.

El interior estaba dividido en dos partes por una gran estufa de ladrillo, de más de un metro de alto. A cada lado de la estufa había tres filas de camastros. Para hablar con exactitud, eran jaulas de madera que llamábamos «
koias
».

En cada una de esas jaulas, que medía tres metros por poco más de uno y medio, se apretujaban de diecisiete a veinte personas. Poca comodidad podía pedirse en aquellos «camastros».

Cuando llegamos, las
koias
no tenían más que las simples maderas. Sobre ellas dormíamos cuando podíamos. Un mes después, nuestros amos nos proporcionaron mantas. Para cada
koia
, dos mantas miserables, sucias y apestosas; lo cual quiere decir que tocábamos a diez personas por manta.

No todas las ocupantes podían dormir al mismo tiempo, porque la falta de espacio era extrema. Algunas tenían que pasarse la noche entera en cuclillas y en las posturas más extrañas. Una vez dentro de la
koia
, era tremendamente complicado hacer cualquier movimiento por pequeño que fuese, porque requería la participación, o por lo menos el acuerdo de cuantas dormían allí.

Para complicar más las cosas todavía, el techo de la barraca estaba en un estado deplorable. Cuando llovía, el agua se filtraba, y las prisioneras que estaban en los camastros altos quedaban inundadas literalmente. Pero eso no quería decir que las instaladas a ras de tierra gozasen de ningún singular privilegio. El piso estaba sólo pavimentado de cemento alrededor de la estufa. Por lo demás, no había más suelo que la tierra pisada, sucia y fangosa, que se convertía en un mar de cieno al menor chaparrón. Además, en el nivel inferior el aire era absolutamente sofocante.

La suciedad de la barraca excedía a la imaginación más poderosa. Nuestra principal tarea consistía en conservarla limpia. Cualquier infracción de las reglas de la higiene estaba castigada con severas sanciones. Sin embargo, resultaba ridículo querer conservar limpia una barraca en la que se albergaban de 1400 a 1500 mujeres, cuando no disponíamos de una escoba, ni de un trapo, ni de una cubeta, ni siquiera de unos andrajos para limpiar un poco. Este último problema lo resolvimos. Decidimos que la mujer cuyo vestido fuera demasiado largo, debería cortárselo por abajo. Con aquel harapo hicimos algo parecido a una fregona. Ya era hora, porque la porquería que cubría el piso estaba contaminando hasta el mísero aire que respirábamos.

Más difícil resultó el problema de los platos. El segundo día, recibimos unas veinte vasijas… ¡veinte recipientes para 1500 personas! Cada recipiente tenía una capacidad de litro y medio. Nos dieron además una cubeta y un perol con capacidad de cinco litros.

La internada que fue elegida jefa de la barraca, o «
Blocova
», destinó inmediatamente el perol a evacuatorio. Sus camaradas se apoderaron en el acto de los demás recipientes para el mismo uso. ¿Qué podíamos hacer las demás? Parecía que los alemanes se proponían en todo momento enfrentarnos unas con otras, haciéndonos la vida porfiada, aborrecible y despreciable. Por la mañana, teníamos que conformarnos con limpiar las vasijas lo mejor que podíamos para poner en ellas nuestras mezquinas raciones de azúcar de remolacha o margarina. Los primeros días, nuestros estómagos se sublevaban ante la idea de utilizar lo que en realidad no eran más que bacinicas por la noche. Pero el hambre obliga, y estábamos tan agotadas que éramos capaces de comer cualquier clase de alimento. No podíamos evitar utilizar los recipientes para la comida. Durante la noche, muchas teníamos que emplearlos en secreto para aquellos menesteres. Sólo se nos permitía ir a los retretes dos veces al día. ¿Cómo íbamos a poder aguantar? Por apremiante que fuese nuestra necesidad, si salíamos por la noche corríamos el peligro de ser atrapadas por las
SS
, quienes tenían órdenes de disparar primero y preguntar después.

Capítulo IV

Las primeras impresiones

H
asta dos días después de quedar instaladas en las
koias
, recibimos nuestra primera comida matutina… que sólo era una taza de cierto líquido insípido y negruzco, al que pomposamente llamaban «café». A veces nos daban té. A decir verdad, apenas se advertía diferencia entre las dos bebidas. No estaban azucaradas, aunque en eso consistía toda nuestra comida, sin una miga de pan, mucho menos un miserable mendrugo.

Al mediodía tomábamos sopa. Era difícil averiguar cuáles eran los ingredientes que integraban aquella pócima. En circunstancias normales, hubiese sido absolutamente imposible tragársela. Su olor resultaba repugnante. A veces, no teníamos más remedio que taparnos las narices para poder consumir nuestras raciones. Pero había que comer, y teníamos que dominar nuestro asco. Cada mujer se tragaba el contenido de la vasija que le tocaba de un golpe… porque, dicho sea no teníamos cuchara… como niños que pasan una medicina amarga.

Lo que integraba la sopa, variaba, indudablemente, en conformidad con la estación. Pero el sabor era siempre el mismo. Allí había sopas de «sorpresa». En aquel líquido pescábamos de todo: botones, maraña de pelo, hilachas, latas, llaves, y hasta ratones. Un buen día, alguien encontró ¡un pequeño alfiletero, en el cual había hilo y unas cuantas agujas!

Por la tarde recibíamos el pan nuestro de cada día, una ración de seis onzas y media. Era pan negro con una proporción extraordinariamente alta de serrín. Resultaba doloroso e irritante para las encías, que se nos habían ablandado por la mala alimentación. La carencia total de cepillos de dientes y de dentífricos, por no decir nada del uso asqueroso de los recipientes, hubiese hecho inútil cualquier tratamiento. Además de la ración diaria de pan, recibíamos por la noche un poquitín de compota de remolacha o una cucharada de margarina. Como favor excepcional, nos daban a veces una rebanada, más delgada que el filo de un cuchillo, de salchichón de origen sumamente dudoso.

Lo mismo la sopa que el café era transportado en calderas enormes de cincuenta litros, que, con su contenido y todo, debían pesar unos setenta kilos. Eran cargadas por dos internas. Para dos mujeres, un peso como aquel bajo la lluvia, la nieve o el hielo, y a veces chapoteando en el lodo, era sin duda una tarea sumamente dificultosa. De vez en cuando, las cargadoras derramaban el líquido hirviente y se producían quemaduras graves.

Aquel trabajo hubiese resultado duro para hombres, y estas mujeres no estaban acostumbradas a labores manuales y, además, su condición física dejaba mucho que desear. Pero a los administradores alemanes les encantaban tales paradojas. Con frecuencia colocaban a los analfabetos para desempeñar trabajos de oficina y reservaban las tareas de trabajos forzados a los intelectuales más débiles.

En cuanto llegaba la caldera, la «
Stubendienst
», que tenía a su cargo la responsabilidad del servicio dentro del bloque, procedía a la distribución de la sopa o del café. Para tales puestos, la
Blocova
elegía a las internas más corpulentas y brutales, sobre todo si sabían manejar el garrote. Las
Stubendiensts
, dignatarias temidas de las barracas, siempre tenían oportunidad de darse el gustazo de ensayar sus cachiporras sobre la espalda de sus compañeras de cautiverio, cuya «conducta dejaba algo que desear». Porque, al ver el perol, algunas mujeres no eran capaces de dominarse y se abalanzaban a la bazofia, como animales que luchan por su vida.

El líquido que contenía el perol era vertido en las veinte vasijas de cada barraca. Cada vasija era a su vez repartida entre las ocupantes de una
koia
. La cuestión de quién sería la primera daba pie a muchas trifulcas. Por fin se estableció un sistema. La que ocupaba el primer puesto, o a la que se le concedía, cogía la vasija bajo los ojos ansiosos de sus diecinueve vecinas de
koia
. Celosamente iban contando ellas cada trago, vigilando el más mínimo movimiento de su nuez y de su garganta. Cuando había consumido los tragos que le correspondían, la segunda le arrebataba la cacerola de las manos y trasegaba vorazmente su ración de pestilente líquido.

¡Qué espectáculo más bochornoso! Porque nadie conseguía calmar su hambre. Sólo había una cosa que me desconcertase más que eso; era ver a una mujer buena e inteligente agacharse sobre un charco de agua y beber con ansiedad para aplacar su sed. No podía ignorar el peligro que corría al beber aquel líquido impuro, pero muchas prisioneras habían caído ya tan bajo que todo les resultaba totalmente indiferente. La muerte no significaba más que una liberación.

Cada vez que recuerdo los primeros días que pasamos en el campo de concentración, me pasa un escalofrío de indescriptible terror por la espalda. Era un terror que se sentía, aunque no hubiese motivo concreto para ello, y que estaba constantemente estimulado por acontecimientos extraños cuyo significado yo trataba en vano de descifrar. Por la noche, el resplandor de las llamas de las chimeneas que se elevaban sobre la «panadería» misteriosa, se advertía por los resquicios de las paredes. Los gritos de los enfermos o de los heridos, hacinados en los camiones dirigidos a un destino desconocido, nos atacaban los nervios y hacía nuestra vida más desgraciada todavía. A veces oíamos tiros de revólver, porque los guardianes de las
SS
utilizaban sus armas a placer. Por encima de aquellos ruidos se escuchaban las órdenes transmitidas a gritos.

Nada era capaz de hacernos olvidar nuestro estado de esclavitud. ¿Cómo era posible que existiesen condiciones así en la Europa del siglo veinte?

Nuestros corazones se escapaban tras los seres queridos de los cuales habíamos sido separadas. Los administradores del campo comprendían nuestras añoranzas. Dos días después de haber llegado, se nos dieron tarjetas postales con el permiso de informar a las personas que habíamos dejado detrás de que «estábamos en buen estado de salud». Pero se nos obligaba a dar un dato equivocado. En lugar de indicar que las tarjetas estaban fechadas en Birkenau, teníamos que fecharlas en Waldsee. Aquello me olía mal inmediatamente, y renuncié a mi privilegio de escribir.

Sin embargo, la mayor parte de mis compañeras aprovechaban la ocasión para comunicarse con el mundo de fuera. Había quienes inclusive recibían contestación cuatro o cinco semanas después. Hasta agosto no caí en la cuenta de a qué se debía el que interesase a las autoridades alemanas aquella correspondencia. Había llegado otro tren de Auschwitz-Birkenau, y muchos de los deportados abrigaban la esperanza de que las buenas noticias que habían recibido del campo cuando estaban en su casa fuesen verdaderas, con lo cual se confiaron y no tomaron ciertas precauciones que pudieran haberles evitado la deportación. Otros aseguraban que las tarjetas recibidas por ellos de los internados habían servido a las autoridades alemanas para seguirles la pista. Por tanto, el truco de las tarjetas postales había surtido un triple efecto. Había engañado a las familias de los prisioneros, que ya de por sí eran muchas veces candidatas a la deportación; había descubierto el paradero de muchas personas que buscaba la
Gestapo
; y, gracias a la falsificación geográfica, desorientaba a la opinión pública en las regiones de los prisioneros y a los países extranjeros en general.

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