No me cabía en la cabeza, a pesar de todo, que se humillasen y degradasen de aquella manera mujeres que estaban en su sano juicio y no eran culpables de crimen alguno. Pero, sobre todo, estaba muy lejos de imaginar que, en muy poco tiempo, yo también iba a quedar reducida a aquella lamentable condición.
Después de esperar unas dos horas frente a un edificio de grandes proporciones, aunque construido muy toscamente, nos quedamos completamente heladas. Luego, un pelotón de soldados nos metió, a empujones. Nos encontramos en el interior de una especie de hangar, de 8 a 10 metros de ancho por unos 30 de largo. A empellones, los guardianes nos convirtieron, en un grupo tan compacto que era verdaderamente doloroso tratar de moverse. Se cerraron las grandes puertas.
Unos veinte soldados, la mayor parte de los cuales estaban borrachos, se quedaron dentro. Nos miraron despectivamente e hicieron a gritos comentarios sarcásticos. Un oficial empezó a ladrar órdenes:
—¡Desnúdense! Dejen aquí toda su ropa. Dejen también sus papeles, objetos de valor y equipos médicos; y fórmense en filas contra la pared.
Surgió un murmullo general de indignación. ¿Por qué habíamos de desnudarnos?
—¡Silencio! ¡Si no quieren ser apaleadas hasta morir, cierren la boca!
Así vociferaba el oficial.
El intérprete fue traduciendo aquello a todos los idiomas.
—De ahora en adelante, no se olviden de que son prisioneras.
Las dos docenas de guardianes que tenían a su cargo la operación de hacer que nos desnudásemos, empezaron su tarea.
En aquel momento, nuestras últimas dudas, las que pudieran quedarnos, se desvanecieron. Comprendimos, por fin, que habíamos sido terriblemente engañadas. Los equipajes que dejáramos en la estación quedaban perdidos para siempre. Los alemanes nos habían despojado de todo, hasta de los más insignificantes recuerdos que nos pudieran traer añoranzas de nuestra vida pasada. A mí, la pérdida de las fotografías de mis seres queridos me sumió en una profunda tristeza. Pero había comenzado la hora de nuestra vergüenza y de nuestra desgracia. En cuanto principiamos a quitarnos la ropa, nos sentimos asaltadas por las sensaciones más extrañas. Muchas de nosotras éramos médicos o esposas de médicos, y nos habíamos proveído de cápsulas de veneno, por si se ponían las cosas peores. ¿Por qué? Porque habíamos vivido en una atmósfera de terror y necesitábamos estar preparadas para cualquier emergencia. Aunque yo me había sentido optimista cuando salimos, y abrigaba todavía esperanzas, y también me había provisto de dicha arma de autodestrucción. ¡Siempre se experimenta un consuelo al pensar en eso como último recurso, y al sentirse amo de su vida o su muerte! Hasta cierto punto, esto representa el valor último de la libertad. Al despojarnos de cuanto teníamos, los alemanes nos estaban exigiendo también estos venenos.
En un momento, la doctora G húngara, agarró su jeringa de morfina y, ante la imposibilidad de ponerse a sí misma una inyección intravenosa, se tragó el contenido de la ampolleta. Sin embargo, el veneno fue absorbido por el conducto bucal y no obró el efecto deseado.
Un pensamiento me consumía y obsesionaba: ¿Cómo me las arreglaría para esconder mi veneno? Se nos ordenó ir a los baños. Teníamos que pasar a otra habitación, completamente desnudas a excepción de los zapatos, y tener las manos abiertas mientras nos inspeccionaban.
La suerte me acompañó. Se nos ordenó quitarnos los zapatos, pero las que los tenían muy viejos podían quedarse con ellos puestos; a los alemanes no les interesaban los artículos sin valor. Yo llevaba botas, lo cual, como estábamos al principio de la primavera, no interesó en absoluto a los guardianes, sobre todo estando cubiertos de cieno y fango como estaban. En un segundo logré esconder mi mayor tesoro, el veneno, en una abertura del forro de mis botas.
—¡Contra la pared! —gritaron los guardianes.
Entonces descargaron sus cachiporras sobre nuestros cuerpos desnudos, como habíamos visto hacer a aquella mujer poco antes con las desgraciadas internas. Algunas vecinas mías intentaron en su desesperación quedarse con sus papeles… otras, hasta con sus libros de rezo o sus fotografías. Pero los guardianes tenían ojos de águila. Las golpeaban con sus garrotes terminados en conteras de hierro, o las tiraban del pelo tan brutalmente que las pobres mujeres se contorsionaban y terminaban por desplomarse al suelo.
—¡Ya no van a necesitar ustedes documentos de identificación ni fotos! —les gritaban burlonamente.
Me coloqué en mi fila, completamente desnuda, pero mi vergüenza estaba superada por mi miedo. A los pies, tenía mis prendas de vestir, y encima de ellas, las fotografías de mi familia. Contemplé una vez más los rostros de mis seres queridos. Mis padres, mi marido y mis hijos parecían sonreírme… me encorvé y metí aquellas imágenes queridas dentro de mi chaqueta arrugada. No quería que ellos presenciasen mi horrenda degradación.
En torno mío, continuaba la temerosa situación, los llantos y los sollozos. En un momento de ira, encontré cierta satisfacción en desgarrar mi blusa y mi vestido. Sería un gesto todo lo estúpido que se quiera, pero no dejaba de consolarme saber que, por lo menos, mis prendas de vestir no iban a poder ser usadas por aquellos repugnantes «superhombres».
Se nos sometió a un reconocimiento a fondo, según la exactitud característica de los nazis, a un examen oral, rectal y vaginal… lo cual constituyó para nosotras otra horrible experiencia. Teníamos que tendernos sobre una mesa, absolutamente desnudas, para dejarnos tantear por ellos. Y todo, en presencia de soldados borrachos, que estaban sentados alrededor de la mesa, haciendo muecas y sonrisas obscenas.
Cuando terminó el reconocimiento, se nos metió en una estancia contigua. Allí tuvimos que esperar otro interminable periodo de tiempo, ante una división sobre la que se veía el rótulo «Duchas». Tiritábamos de frío y de oprobio. A pesar de nuestras tribulaciones y padecimientos, muchas mujeres conservaban todavía la belleza de su rostro y de su cuerpo.
Una vez más, hubimos de desfilar ante una mesa a la que estaban sentados soldados alemanes con expresión burlona. Se nos empujó a otra habitación donde nos esperaban hombres y mujeres, armados de tijeras y maquinillas para cortar el pelo. Nos iban a rapar y a depilar. El cabello cortado era recogido en grandes sacos, indudablemente, para ser utilizado de alguna manera. El pelo humano era una de las materias primas más valiosas que necesitaba la industria alemana.
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Hubo unas cuantas mujeres que tuvieron la suerte de que se las rapase con máquinas rápidas. Eran envidiadas por las que tenían que someterse a esa operación, pero con tijeras; porque nuestros peluqueros y peluqueras apenas conocían el oficio. Y, además, tenían tanta prisa, que marcaban en nuestros cráneos cortes y escaleras irregulares, como si se complaciesen deliberadamente en dejarnos con una facha ridícula.
Mucho antes de que me llegase el turno, un oficial alemán me separó del resto de mis compañeras.
—No cortes el pelo a ésta —ordenó al guardián.
El soldado me apartó y luego se olvidó de mí.
Procuré analizar qué significaba aquello. ¿Qué quería el oficial de mí? Sentí miedo.
¿Por qué había de ser yo la única a quien no cortasen el pelo? A lo mejor, me destinaban a un trato más fino. Pero no, de aquella gentuza no podía una esperar misericordia, como no fuese a un precio sucio. Yo no quería preferencia ninguna; mejor sería correr la suerte de mis compañeras. Por eso desobedecí la orden y me metí otra vez en la cola para que me rapasen.
De repente volvió a aparecer el oficial. Me miró el cráneo liso, se enfureció y me abofeteó en la cara con toda su fuerza. Luego respondió al guardián y le mandó que me propinase unos azotes con un látigo. Aquélla fue la primera vez que me azotaron en el cuerpo. Cada golpe me abría el corazón lo mismo que la carne. Éramos almas perdidas. Dios, ¿dónde estás?
Llegué a un estado tal de insensibilidad, que ya no me importaba el garrote ni el látigo. Viví el resto de aquella escena casi como mera espectadora, pensando únicamente en mis botas y en el veneno que en su forro se escondía. Lo único que me mantenía en pie y vigorizaba mis fuerzas desfallecidas era el pensamiento y la esperanza de que fuera yo quien pronunciase la última palabra.
Terminadas las «formalidades» del registro, se nos empujó como a un rebaño a la estancia de duchas. Fuimos pasando en rueda bajo las regaderas que nos mojaban con un hilo de agua caliente. En todo aquello no empleábamos más que un minuto. Luego nos espolvorearon con desinfectante la cabeza y las partes corrientes del cuerpo. No estábamos secas todavía cuando nos hicieron pasar a la tercera habitación. Las ventanas y puertas estaban abiertas de par en par, pero, debíamos tener presente que nos hallábamos en su poder y que nuestras vidas no significaban nada para nadie.
Allí fue donde recibimos nuestra ropa carcelaria. No encuentro palabras para describir los extraños harapos que se nos entregaron como ropa íntima. Nos preguntábamos qué podrían significar o para qué podrían valer aquellas prendas interiores. No eran blancas ni tenían color ninguno concreto; sólo eran guiñapos gastados de tela basta para quitar el polvo y limpiar. Y ni aquello siquiera quedaba a todas. Sólo unas cuantas favorecidas tuvieron el privilegio de llevar ropa íntima. La mayoría hubieron de contentarse con ponerse el vestido sobre la piel. La indumentaria sugería también una mascarada grotesca. Había unas cuantas blusas del material a rayas destinado a los presos, pero el resto no eran más que trapos que en otro tiempo pudieron haber pertenecido a vestidos de vistosos colores, pero que ahora estaban convertidos en guiñapos.
A nadie le importaba que estos harapos sentasen bien o mal a las prisioneras. Había mujeres corpulentas y de gran busto que tenían que llevar vestidos pequeños, demasiado cortos y demasiado estrechos, que no les llegaban siquiera a las rodillas. En cambio, a las flacas, les tocaban acaso trajes enormes que hasta tenían cola. Sin embargo, a pesar de lo absurdo de aquella distribución, la mayor parte de las internas se negaban a cambiar sus «vestidos» con sus vecinas, aunque tuviesen oportunidad de hacerlo. No había manera de convencerlas. Ni hablar siquiera de botones, hilo, agujas y alfileres de seguridad. Para poner el último toque degradante al estilo, los alemanes pintaban una flecha roja de más de un decímetro de ancha y de medio metro de largo en la espalda de cada vestido. Se nos marcaba como a parias.
A mí me cupo en suerte un equipo corriente. Constaba de uno de esos vestidos de tul que fueron en su tiempo elegantes, desgarrados y transparentes, sin fondo. Con él se me entregaron unos pantalones de hombre de tela rayada. El vestido estaba abierto por delante hasta el ombligo y por detrás hasta las caderas.
Pese a lo trágico de nuestra situación, no pudimos contener la risa al vernos unas a otras tan ridículamente engalanadas. Al poco tiempo, nos costaba trabajo dominar el asco que nos inspiraban nuestras compañeras y nosotras mismas.
Vestidas así, se nos llevó en filas frente al edificio de las duchas. De nuevo, tuvimos que esperar horas y horas. A nadie se le permitía menearse. El tiempo era frío. El cielo se estaba encapotando. Se levantaba el viento. La ropa que nos habíamos puesto cuando todavía no estábamos secas, se mojó. Aquella primera prueba de resistencia iba a producir muchas víctimas.
Pronto habían de aparecer casos de pulmonía, otitis y meningitis, muchos de los cuales iban a ser mortales.
A través de las prisioneras veteranas, nos enteramos de que estábamos a unos sesenta y cinco kilómetros al Oeste de Cracovia. El lugar se llamaba Birkenau, nombre que había recibido por estar cerca del bosque de Birkenwald. Birkenau estaba a ocho kilómetros de la aldea y campo de concentración de Auschwitz, u Oswiecim. El correo quedaba a cerca de trece kilómetros, en Neuberun.
Por fin, nos llevaron en formación a otra parte. Pasamos por delante de un bosque encantador, en cuyo lindero se levantaba un edificio de rojos ladrillos. De la chimenea salían grandes llamaradas. Aquel olor extraño, dulzón y mareante que nos recibiera a nuestra llegada, se intensificó más poderosamente.
A lo largo de cerca de cien metros, había leños apilados contra las paredes. Preguntamos a una de las guías, prisionera veterana, para qué era aquel edificio.
—Es una «panadería» del campo —contestó.
Nos lo tragamos sin la menor sospecha. Si nos hubiese dicho la verdad lisa y llana, no la habríamos creído. Aquella panadería, de la que emanaba el olor repugnante, era el crematorio, al cual iban a parar por igual los pequeños, los viejos y los enfermos, y al que todas nosotras estábamos destinadas a fin de cuentas.
La barraca 26
L
legamos frente al recinto al cual habíamos sido destinadas. Los resplandecientes reflectores instalados sobre la alambrada con púas que rodeaba el campo indicaban que los alambres estaban cargados de corriente de alta tensión.
El gran candado que aseguraba las puertas estaba abierto. Entramos. Cuando las últimas deportadas habían traspuesto el umbral, la chirriante barrera se cerró.
Nuestra vida pasada quedaba del otro lado de aquella portalada. En adelante, ya no íbamos a ser más que esclavas, eternamente hambrientas y heladas, a merced de los guardianes y sin el menor destello de esperanza. Había lágrimas en todos los ojos cuando seguimos a nuestra guía hasta nuestro nuevo hogar, la «barraca 26».