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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (100 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Don Leonardo —era la viuda—, por el amor de Dios, hemos oído...

—No sucede nada...

—Qué pasa, patrón... —Esa era una voz de hombre, que hablaba en español, y en español le respondió el ingeniero.

—Nada, un accidente sin consecuencias. Vuelva abajo.

—¿Seguro? Pa mi que...

—Vaya, Martínez, haga el favor. —Escuché pasos remisos bajando la escalera, y luego, oí ahora en inglés—: Estoy bien, Mary, uno de mis experimentos... Por favor, esperen abajo, yo les explicaré.

—Sabe que estoy a su disposición, y que les he ayudado a usted y a los otros caballeros con lo que he tenido a mi alcance, pero entienda...

—Le prometo que le aclararé todo, aguarde abajo, se lo ruego. Yo estoy bien, nadie está herido. —Y cerró la puerta. Yo había aprovechado el tiempo para incorporarme y comprobar que el disparo solo había abollado mi pecho. Dio la luz—. Qué... ¿Quién le ha hecho esto?

—Señor Torres. Tiene que marcharse. Jack...

—Espere. —Abrió de nuevo la puerta, solo un poco para evitar que los de fuera pudieran verme—. Señora Arias. Necesito que me haga un favor. Llame a la comisaría de la calle Leman. Diga que le pongan con el inspector Abberline o deje recado para él. Dígale que... —me miró—, que venga de inmediato. —Cerró la puerta sin atender a las preguntas de la viuda y volvió a prestarme su atención. Quedó en silencio, solo se escuchaba el traqueteo suave de mi cuerpo—. ¿Necesita sentarse?

—No.

Ya no necesitaba casi nada. Torres no me hizo caso. Acercó dos sillas, avivó la estufa y me invitó a acomodar mis huesos metálicos lo mejor que supiera. Empezó a examinar mi cuerpo, buscando la bala que me había disparado, encontró el impacto en mi costado, fue a su alcoba por herramientas y más luz, y con pericia de relojero se ocupó de restañar el poco desperfecto hecho. Mientras, hablaba como siempre me había hablado, como si aún estuviera vivo. Sin prisas fue contándome todo lo ocurrido en el mundo durante mi ausencia. Poco a poco, el miedo y la sorpresa fueron desvaneciéndose, me convertí otra vez en su testigo, en el receptor mudo de sus deducciones. Poco a poco, estaba otra vez sentado frente a mi amigo, hombre y hombre-máquina, juntos.

Tras ponerme al día de la actualidad, de lo que se respiraba en las calles y entre las páginas de la prensa escrita, hizo una pausa reflexiva.

—Han ocurrido hechos extraordinarios, y muy graves, don Raimundo. Cosas terribles que escapan casi a la comprensión y por completo a la tolerancia del alma más endurecida.

—Y va a contármelas.

—Por supuesto, siendo parte central, tiene el derecho de conocer.

Me miró largo, una vez más. Hombre práctico como era, seguro que calculaba el problema que yo suponía. ¿Qué podía hacer por mí? ¿En qué variaba mi presencia y mi estado la ecuación a la que se enfrentaba? Todo a su tiempo, debió pensar, y comenzó a hablar, a contar los hechos que ocurrieron tras mi muerte. Para referirnos a ellos hemos de retrotraernos varias semanas, de nuevo al lunes uno de octubre de mil ochocientos ochenta y ocho.

Como ya debo haber mencionado, el ingeniero, fruto de sus deducciones, su trabajo con el ajedrecista, la lectura de aquellos planos y demás indicios que fue acumulando, llegó a la conclusión de que el asesino, Jack, utilizaba un mecanismo automático para cometer sus crímenes, o al menos que había una relación entre los autómatas y los asesinatos de Whitechapel. Así se lo dijo al inspector Abberline en la conversación que ya referí, y este, desesperado por encontrar pistas y frustrado por cientos aspectos del caso, decidió ir de inmediato a ver a lord Dembow, poseedor de los planos citados así como de una interesante colección de autómatas.

Fueron los dos entonces a visitar al lord. Se encontraba indispuesto, y les recibió John De Blaise. Torres podía pensar que el joven estaba al tanto de los asuntos de su tío, pero aun así no era el encuentro ideal, querían hablar con el propio lord. Cuando preguntaron, por cortesía, por la señora De Blaise, su esposo contestó:

Desde anteayer no la hemos visto, estoy preocupado, usted sabe que últimamente he tenido problemas con cierto... individuo, no quisiera que hubiera decidido hacerme daño a través de ella.

—Casi podría asegurarle que el señor Bowels no ha hecho nada contra usted —dijo Torres, inquietando a De Blaise, que debió considerar inoportuna la mención de ese nombre ante el policía—. Se trata de un viejo enemigo del señor De Blaise, inspector.

—Entiendo, o creo entender. En todo caso no es esto por lo que hemos venido —eso dijo entonces Abberline. Al día siguiente en un encuentro improvisado no pudo resistirse a su olfato de sabueso, y preguntó—: Por cierto, ¿qué es de ese tal Bowels?

—Está a buen recaudo —respondió Percy Abbercromby, también presente en esa entrevista, a la que más tarde haré referencia—. Es un hombre furioso, mataría a la hiena De Blaise sin dudar. Por cautela, aunque me importe poco la salud de mi querido primo, creo que es mejor tenerlo por ahora a buen recaudo. —Abberline asintió ante esa medida, pero era policía y no iba a dejar pasar su pregunta sin respuesta. Ante su mirada, Abbercromby tuvo que continuar—: Está escondido en una propiedad mía que nadie conoce —afirmación que Torres no desmintió—. Ahí estará seguro y será inofensivo. Creo que estamos de acuerdo, inspector, que viendo las implicaciones de este caso, entregarlo ahora...

—Inspector —terció Torres—, sé que le incomoda esta situación, que es un hombre recto y celoso de su trabajo, por eso le ruego que confíe en nosotros, en mi palabra o si no fuera suficiente, en su intuición; seguro que si se deja guiar por su saber, coincidirá con el señor Abbercromby y conmigo que cuanto menos personas sepan de esto más seguro estamos todos, y al decir todos no me limito a los aquí presentes. —El policía dio por zanjado el tema con un gesto de incomodidad.

—Y... ¿Cynthia? —preguntaba ahora yo. Torres apretó los puños.

—Según el inspector Abberline —contestó—, se encontró el torso de una mujer joven decapitada en Whitehall. No ha habido identificación posible, estaba desnuda, desmembrada... en todo caso, se han estado encontrando miembros cercenados por todo Londres en las últimas semanas... —Dudo que mis facciones puedan ahora expresar intención alguna, pero Torres notó cierta confusión en mí ante lo que decía—. Don Raimundo, la señora De Blaise ha desaparecido... debemos considerar que ha fallecido. Siempre siguiendo la docta opinión del inspector en estas cuestiones, parece que no es desatinado el pensar que el cuerpo hallado en Whitehall son sus restos mortales. En cuanto a lo que vimos en su casa... nada podemos asegurar, si eran... si se trataban de extremidades de la señora De Blaise, no hubo modo de identificarlas. En fin, parece ser que Cynthia había hecho ciertas indagaciones, buscando a una supuesta hermana secreta de Hamilton-Smythe. Tenía una cita con alguien del gobierno esa misma noche, según me informó un amigo con buenos contactos —el señor Ribadavia, no podía ser otro, el cuarto mosquetero en esta conjura de caballeros contra el Monstruo—, a la que no nos consta que acudiera. Puede que esa gentuza se adelantara y la matara allí.

—¿Por qué buscaba entre el gobierno? ¿Qué información...?

—Me temo que en eso tengo yo que ver. —La pausa que vino a continuación era muestra de profunda contrición—. Es algo que no dejaré de lamentar el resto de mis días, y el hecho de que mis actos solo hayan sido impulsados por la mejor de las intenciones no menguan mi pesar. Amigo mío, creo que soy en parte responsable del destino de Cynthia De Blaise, sea este cual sea.

—No entiendo.

—Creemos, es una especulación del inspector y mía, que indagando sobre «la señorita perdida» que yo debía encontrar, una supuesta hermana de Hamilton, Cynthia descubrió algo terrible de su pasado y del de su familia, a lo que sin saberlo ayudé yo. Fue con preguntas a lord Dembow quien debió negarlo, y por algún motivo ella pensó que si su protector tenía información, la habría conseguido de sus poderosos aliados en lo más alto del gobierno del país. El asunto de esos contactos entre lo más alto, también debe ser aclarado. En fin...

—¿Pero qué pasó? —insistí.

—Sí —sentenció Torres—. No es momento de divagaciones.

Abandonó un instante el cuarto y pidió ayuda a la siempre solícita viuda que, sin entrar, obsequio a su inquilino con una botella de vino. Se sirvió un vaso y puso una copa ante mí también, aunque había sido ya privado por toda la eternidad del placer de paladear licores.

Entonces, por fin, Torres volvió a retomar el hilo y contó lo sucedido en el salón principal de Forlornhope, que era tal y como yo lo recordaba. Hizo su aparición el monstruo de Tumblety, Jack, ese al que había abierto yo el paso. Me lamenté por ello.

—No es culpa suya —dijo Torres—. ¿Qué podía saber? Más responsabilidad tengo yo. Debí buscarle, atenderle, en vez de enfrascarme en eso. —Señaló su cuarto, donde aguardaba el Ajedrecista, casi abandonado durante el último mes. Continuó con el relato. Todos quedaron estupefactos al ver el monstruo, en especial el señor De Blaise, que cayó en un lloroso estupor del que apenas había salido. Llegué yo, vi cómo la criatura suplicaba atención a De Blaise y morí.

Tras esto aparecieron Percy y Tomkins. El fiel mayordomo se echó contra el monstruo desoyendo las advertencias de Torres, que mientras trataba de parar el torrente de sangre de mi pecho, pedía calma. Tomkins recibió un golpe que lo tumbó. Abbercromby quedó estupefacto, sujeto por Abberline, horrorizados ambos, incapaces de hacer nada, observando la cabeza muerta que recubría la del monstruo.

—La ha matado —dijo Torres, y Jack contestó:

—No quería matar a nadie. He venido por ti —se refería a De Blaise—, solo por ti. No quiero más muertes, ya estoy cansada. Este pobre hombre... —Se acercó a mí. Abberline y Percy exigieron que se detuviera, pero los ignoró. Torres se apartó asustado y el Destripador cogió mi cadáver—. No más muertes —dijo por último, y se marchó conmigo en brazos. Percy sacó su pistola e intentó abrir fuego sin conseguirlo; en el nerviosismo había olvidado cargar el arma.

Forlornhope era un bastión inexpugnable, cuajado de hombres armados de lord Dembow, así como de agentes «especiales» del Home Office, destacados allí desde el pasado atentado a lord Salisbury. La incursión tan impune de Jack era difícil de explicar, y su salida no podía ser tampoco sencilla. El Monstruo lastrado por mi peso muerto, trepó por las blancas paredes de la casa, que pronto fueron acribilladas a disparos cuando cundió la voz de alarma.

—Repuestos de la conmoción, al menos en parte, salimos al jardín en pos de su raptor —contaba Torres—, los dos. Abbercromby iba armado, Abberline no nos acompañó. Primero debía encontrar el modo de avisar, necesitábamos que se presentaran agentes cuanto...

—¿No estaba lleno de policías?

—No, no de hombres de Scotland Yard. Don Raimundo, todo esto, o parte de esto, tiene más calado del que parece. No es hora de entrar en detalles, sobre todo porque son conjeturas. Baste decir que todos los hombres que estaban allí obedecían a lord Dembow, con independencia de quién pagaba su jornal.

Percy y él vieron trepar a Jack hasta lo más alto, a las negras buhardillas de Forlornhope, brillantes por la suave lluvia que caía, perseguido por el aguijoneo continuo de los disparos. Era noche sin luna, apenas se veía nada pese a las luces que la veintena de hombres que ahora corría por la propiedad portaba, ni los fogonazos de sus armas revelaban demasiado. Desde las alturas, la sombra que era Jack dio un salto imposible por encima de las cabezas de todos, hasta hundirse entre la espesura. Voces, gritos, disparos, hombres corriendo, y junto a ellos Abbercromby y Torres.

—Ni rastro de la bestia. Encontramos a dos cadáveres apuñalados entre los setos. No habían tenido tiempo de abrir fuego, apenas de gritar. Lo que fuera esa criatura, se escapó. Y allí empezó todo. —En efecto, empezó la desazón y el miedo, no solo fue saber que se enfrentaban a lo desconocido, sino que estaban solos. Se organizó una batida por todo el barrio, un barrio tranquilo, acomodado, al que nadie le preocupó importunar sin la menor mesura. Todos bajo las ordenes del señor Ramrod, tanto los hombres de su señor, lord Dembow, como los agentes especiales. Abberline trató de ejercer su autoridad, con el sincero propósito de ayudar, pero se le dio de lado, con amabilidad y firmeza, con la mayor educación fue ignorado—. Desde que nos honró con su presencia lord Dembow, una vez que esa cosa desapareció, el tal Ramrod pareció hacerse con todo, con una autoridad que desde luego no le corresponde, no al menos con el inspector.

—¿Cómo... de donde apareció lord Dembow?

—En opinión del desdichado Abbercromby, su padre debía estar allí desde el principio.

—¿Y él?

—¿Perceval? Según contó acababa de llegar. Andaba ahogando su dolor por Cynthia, pintando todo el fin de semana en su apartado estudio, así se relaja, para al final encontrar al volver aquel espectáculo macabro.

Dejando penurias de amor frustrado, lo importante es que la ley, la Corona, no parecía tener jurisdicción entre los muros de Forlornhope, lo que enfurecía no solo a Abberline, también a Torres, y puede que a Percy Abbercromby, de no ser porque en él la pena y la sorpresa dominaban entonces sobre toda emoción. El inspector llamó por fin a la comisaría, pese a la insistencia (amable por parte de De Blaise y fría por la de Ramrod) de que todo se condujera con la mayor discreción, sin dar causa de a qué obedecía ese secreto. Se presentó el propio comisario Warren, y exigió que el inspector ignorase todo. No había cadáver, no había nada que investigar puesto que el señor de la casa negaba todo.

—Ese Warren —opiné sin saber en realidad de qué hablaba—, también está involucrado.

—Lo dudo mucho. El inspector cree que está siendo presionado para ignorar a la familia, pero no sabe nada. Demasiados problemas tiene.

Tan terrible día terminó sin ninguna conclusión, sin luz alguna para encontrar camino libre en medio de tanto misterio y secretismo. De entre todos los presentes durante el incidente, seguro que el inspector Abberline fue el más turbado, hasta el extremo de quedar citado por la mañana con Torres; necesitaba aclarar todo lo visto esa tarde. El español creyó ver esa tarde algo en Abbercromby, una inquietud similar a la que él sentía, aunque en su caso movida por el amor, que sin duda enturbiaría su juicio. Decidió invitar a esa reunión al joven lord y este ofreció su club, el Marlborough, como lugar para la cita. Así fue, pues el inspector se mostró más que deseoso de ver al noble, y la mañana del martes tuvo lugar ese desayuno tardío del que ya he hablado algo.

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