Read Los horrores del escalpelo Online

Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (127 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
10.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Qué le preocupa?

—Lo que siempre me ha preocupado, don Raimundo. Me temo que lo descubierto por Perceval Abbercromby ha superado su resistencia, y no le censuro, no es para menos. El problema es que le creo capaz de cometer una atrocidad. Debo verle de inmediato, antes que...

Marchó con más urgencia de la que yo entendí. Le pedí que por precaución se llevara al señor Juan Martínez, y se negó; debía estar vigilando nuestras ventanas día y noche, a ser posible.

A la mañana siguiente, noviembre ya, seguía solo. Torres no apareció. Yo no había dormido, mis ruedas traqueteaban incesantes en mi cabeza, y no quería pararlas. Había frenado el corazón al mínimo, por si aparecía alguien. Lo aceleré y eché mano de la memoria del Demonio. Sí, sé que usted y cualquiera en mi caso habría hecho igual, la tentación era muy fuerte. Me abrí el pecho. Primero debía instalar mis recuerdos de todo lo aprendido con Torres durante esa semana pasada, que fue mucho. Con toda la información traqueteando dentro de mí, me dediqué a la memoria perdida. La disposición del mecanismo en mí fue algo trabajosa, no difícil; al fin y al cabo todas las piezas, las mías y las ajenas, eran obras de la misma diabólica mano.

Y ahora quiere saber qué recuerda un monstruo, Satán, aquello que trajo el horror sobre Londres y casi sobre todo el mundo. Me temo que no es algo tan dramático como le gustaría. Había una mujer, agradable, no sé si hermosa pero sí cálida. Nuestros recuerdos, los de los muertos, son más precisos que los suyos, el metal no se trasforma y se retuerce con el paso del tiempo, como hace su memoria. Así que lo que recordé lo hice tan vivido como si fueran imágenes propias. Recuerdo el frío, boscosos picos rodeándonos y un hermoso salón que daba a un acantilado. La bella mujer, mi esposa, jugaba al ajedrez conmigo. Una consumada jugadora, y yo disfrutaba orgulloso de su talento. Era extraordinaria, mucho más inteligente que yo, seguro, su condición de mujer la relegaba a demostrar su ingenio en esas partidas, no como yo.

Recordé su piel, su aliento, su juventud casi ofensiva. Recordé el dolor de su muerte, la ira y la impotencia. Vi más ira, vi hombres gritando, llamándome monstruo, alejarse de mi castillo, atemorizados mientras yo buscaba formas de recuperar su voz. Sentí fluidos húmedos mezclarse con el metal y la madera, y creí que ese era el camino. Vi al Ajedrecista, triunfando, vitoreado en teatros y salones de toda Europa y América. Oí cómo el mundo se maravillaba de mi amor, si la conocieran... si supieran lo que era, lo que fue... Lloré cuando sus partes iban muriendo, cuando eran sustituidas por burdas copias de relojería. Pedí más tiempo, mucho más tiempo, y lo conseguí; no para ella, nunca para ella.

Por la tarde llegó Juliette, a jugar con su nuevo amigo. Su nuevo amigo había cambiado. Lo noté nada más verla. Empezó a jugar conmigo, y yo actué como de costumbre, pero al mirarla ya no nacía en mí esa extraña sensación de comunión mágica, como si la niña y yo fuéramos parte de un mundo fantástico, más real que la sólida verdad de que yo estoy muerto y ella no. De pronto era para mí alguien diferente, y hasta cierto sentido peligroso. ¿Por qué? ¿Acaso el haber llevado... el llevar todavía las memorias del maldito me habían afectado? Sin duda. Nosotros modificamos y creamos casi de continuo recuerdos nuevos, como ustedes, sin embargo, hasta entonces había creído que roturábamos sobre los conos de metal lo que veíamos u oíamos, lo que ocurría, como vicarios veraces e inequívocos. ¿Pero qué graban esas agujas de acero en realidad? ¿Acaso en esos puntos queda cifrada el alma, y por tanto ahora la mía había añadido a mis faltas los más terribles pensamientos, propios de Satán?

Me maldije, y a él, pues me había quitado mi recién encontrado paraíso. Ese ha sido el precio por la eternidad, me temo.

El siguiente sábado, tres de noviembre, hacía ya más de un mes del último ataque del Destripador. Torres sacó billetes para el martes próximo.

Oí desde mi enclaustramiento, la triste y cordial despedida de la viuda Arias:

—Lamento las muchas molestias que he traído...

—Amistad, Leonardo, eso es lo que ha traído a esta casa. Espero volver a verle.

—Téngalo por seguro.

—Y venga con su familia.

Sazonada con el berrinche de Juliette:

—No se vaya.

—Juliette, no seas cargante. El señor Torres tiene familia, un hijo, no puede quedarse...

—¿Por qué?

—Te prometo que volveré, Julieta —oí decir a Torres—. Somos compañeros de aventuras.

—Sí... yo puedo seguir ayudando... yo sé...

—Juliette, ya basta.

—... conozco esas calles... —sorbía desconsolada—. Tengo amigas... sé quién es Ma...

—Escucha, Julieta. —Oí cómo el español cargaba a la niña en brazos—. Te escribiré nada más llegar a España. Y todos los meses recibirás carta mía. Y el otoño que viene... quién sabe. A lo mejor consigo que tú y tu madre os vengáis para mi pueblo... es precioso. ¿Qué te parece?

Juliette reía.

Luego vino a comunicarme su decisión de marchar ya, y habló conmigo de mi futuro.

—Don Raimundo. Debo volver a mi casa, mi mujer, los míos me añoran y yo a ellos. Parece que el asesino... ha desaparecido, tal vez haya muerto o... no lo sé. Ya poco puedo hacer aquí. No voy a dejarle abandonado. Hacía dos meses que Torres estaba en Londres, y parecía una vida, en mi caso una vida y una muerte. En todo ese tiempo no estuvimos juntos más de diez o doce días, y vi en sus ojos la pena de abandonar un amigo del alma, y con esa pena, la firme decisión de no hacerlo—. ¿Tiene usted algún... proyecto o... alguna idea de lo que piensa hacer? —Mientras hablaba, percibía él mismo lo absurdo de sus palabras, y fue callando—. He comprobado que puede parar sus funciones... casi completamente. Si lo hace... he encargado un baúl muy grande, podría facturarle para mi casa, y allí...

—Ahora sí soy un monstruo, ¿verdad Torres? —Mi amigo suspiró.

—Monstruo era lord Dembow, usted es una víctima. Su forma de prolongar la vida... no sé hasta qué punto entra dentro de ninguna moral. Sí, he dicho era. Falleció el jueves.

—¿Cree que el señor Abbercromby puede...?

—No sé decirle, don Raimundo, no sé... Esta tarde es el sepelio. Parece ser que tras el miércoles, tras su visita, sufrió otro colapso.

—Que mi presencia desencadenó.

—No se culpe —una muerte más no iba a pesarme mucho, y nada la de Dembow—, sus faltas deben haberse cebado en su débil organismo.

—A menos que el señor Abbercromby hiciera algo.

—Me dijo que esa noche se limitó a subir, a leerle algo y procurar que el doctor Greenwood lo atendiera. El médico dijo que había sido demasiada tensión para su corazón enfermo.

—Lo he matado.

—No... Por si fuera poco, nadie tiene noticia del paradero del señor De Blaise desde el miércoles noche. Quien siembra vientos... Hay quienes criticaban a pobres desgraciados de inclinaciones desviadas, personas que luchaban contra sus pecados, y mientras censuraban el comportamiento ajeno, ellos troceaban a hombres sin su consentimiento, sin rastro de compasión... dejémoslo. ¿Querrá venir conmigo?

—Claro. —¿A dónde iba a ir?

Torres marchó al entierro. Horas después, volvió junto al inspector Abberline, y con malas noticias. Traían tal aspecto que la señora Arias insistió en pedir ayuda, en llamar a un médico, en ofrecerse a lo que fuera. Tuvieron que insistir con vehemencia para que no entrara tras ellos en la habitación donde yo descansaba.

Durante el día anterior se había establecido el velatorio en una capilla ardiente improvisada en el amplio segundo piso de Forlornhope a petición de su hijo, rodeado de todos aquellos artefactos que tanto amó en vida. Por supuesto, el enterramiento de alguien como Dembow, patriarca de familia tan antigua y respetada, o temida, atrajo a un sinfín de personalidades, cuyo lamento se dejó ver en la ya muy sombría casa. A la salida del cortejo se había producido un tremendo incendio.

—¿El Dragón? —pregunté.

—Yo diría que no pudo ser otra cosa —fue el inspector quien me respondió, sin fijar su mirada en mí—, si se refiere a aquello contra lo que el ejército abrió fuego hace dos semanas, o lo que a él hizo... A menos que... usted haya abandonado estas habitaciones.

—Por favor, inspector —intervino Torres, mientras se sacudía hollín de la ropa y ofrecía un cepillo al policía.

—A eso he venido y no a otra cosa. No se altere, sea como fuere, no podría ni creo que desee demostrar nada. —Tomó el cepillo—. Bien, usted estaba allí, ¿vio algo?

—Lo que todos los asistentes; fuego cayendo del cielo. En un minuto prendió en la casa, y en el jardín, fue espantoso.

—Por suerte no ha habido heridos de consideración. Había mucha vigilancia, tropas desplegadas, dada la importancia de los asistentes, e incluso me temo que el señor Abbercromby había preparado guardias, y trató de cazar al agresor. No sabemos si lo consiguió, no he visto restos de nada, pero claro, de haberlos, habrían desaparecido para cuando yo llegué. Ha sido otro ataque fenian, sin duda. —Sonrió con sorna.

—¿La casa ha quedado dañada? —pregunté.

—Mucho, inservible. Cuando llegaron los bomberos ya era tarde.

—¿Y el señor A... lord Dembow?

Esta vez fue Torres quien respondió:

—No pude verle en el jaleo...

—Sí, está con vida —afirmó Abberline—, aunque bastante herido. Dijo haber atacado en persona a ese Dragón. Cargó con sus hombres... en fin, nadie vio nada. Ha perdido el movimiento de un brazo, y tiene tantas cicatrices como su antiguo mayordomo. —Por cierto, no lo he comentado, pero deben suponer ya que Tomkins murió por mi zarpazo, otra muerte a mis espaldas.

—Me alegro. Me alegro de que esté vivo. Entonces, ¿todo ha acabado? Todo con respecto a...

—Roguemos a Dios que así sea.

Los ruegos no fueron oídos. El domingo cuatro nos despertaron los llantos de la señora Arias.

Juliette había sido degollada... degollada... degollada... dego...

____ 57 ____

Residencia de Ntra. Señora del Santo Socorro

Viernes

—Esa cría muerta... vaya, qué triste...

—Sí.

Suena una gotera, agua cayendo muy lejos, cadenciosa. No hay otro sonido. Está atardeciendo, o es un día muy nublado.

—¿Hubo niñas entre las víctimas de Jack el Destripador?

—No... no se conoce... — Lento se ríe sin fuerzas, mientras echa mano de los teléfonos móviles desperdigados sobre el sofá—. No todos los muertos fueron por su causa.

—Claro.

Lento prueba otra decena de baterías de teléfonos móviles, todas descargadas.

—Es el mismo... —dice—. No habría cobertura... —Tira las baterías, sin mucho brío, y alza la vista hacia el techo—. ¿Cómo se siente?

—Bien... cansado. Ya no tengo frío, con la manta que me subió. Y la compañía de mi amigo... es un poco silencioso.

—Si quiere toco concertina...

—No, deje, deje... no tengo intención de jugar acostado con un oso. —Ríen los dos. Luego callan. El agua sigue sonando, como un reloj, o como el mecanismo de un viejo autómata.

—¿Tiene agua?

—Sí... y galletas. No tengo hambre. ¿Usted...?

—Tienen que venir ya...

—No van a venir... ¿está casado?

—No.

—Yo tampoco... ni tengo novia, y apenas familia... creo que nos eligió por eso. Qué extraño... nunca hablamos de nuestra vida fuera de aquí.

—Sí... pienso que no hay, solo esa historia...

—Y si esperamos un poco no llegaremos a... ¿por qué no vuelve con Aguirre?

—No está bien. Ayer repetía lo mismo todo el tiempo.

—Se atrancó.

—Sí, al final de la sesión.

—Supongo que no sabemos mantenerlo.

—El otro está peor...

—Por muy eternos que sean, deben requerir cuidados. En fin. —Deja colgando un brazo por la apertura, coincidiendo justo con la pintura del brazo de un ángel o un santo, interrumpido por el agujero abierto. El viejo fresco parece ahora vivo—. ¿De qué se ríe?

—Nada... me duele el cuello de mirar arriba.

—Yo no puedo hacer otra cosa... claro, que no veo nada. ¿Ha visitado a Jack... Eleanor?

—No. Cuesta mucho bajar escaleras hasta allí. Cuando acabo con Aguirre estoy muy cansado.

—No lo había pensado, ¿cómo...?

—Con mucho cuidado. Por el suelo.

—¿A rastras?

—Ajá... por eso tampoco voy al piso de arriba. Mejor. Creo que el hombre empieza a oler.

—Supongo que todo aquí tiene que oler. Es una pena, porque desde arriba vi a unos niños, ¿se lo dije?

Tengo que ir abajo. No podemos permitir que mueran, o lo que pasa a las máquinas parlantes cuando dejan de funcionar. Necesitamos saber...

—¿El qué? ¿La nota? —Ato busca en su bolsillo aquel papel arrugado—. ¿Esa «vida» que le quitaron? A quien sea...

—Creo que sé lo que es.

—Vaya... Y además sabe quién es Jack el Destripador... todo un éxito.

—Mi libro ya está hecho. —Aplaude como un niño, un niño cansado—. He descubierto quién era Jack... tras tantas mentiras y teorías...

—¿Cree que alguien se tomará eso en serio? No espere publicar nada parecido.

—No creo que tenga oportunidad... y apenas creo yo eso que digo.

El silencio es una pregunta clara, que Lento no parece capaz de identificar.

—Bueno, ¿me lo va a decir?

—¿Eh...?

—Sabe el significado de la nota...

—Es... evidente. Y sé quién la escribe, quién busca... Usted también lo sabe, aunque es escéptico y no lo reconoce.

—Le aseguro...

—¿No cree que lo que buscan es... la memoria perdida de ese Diablo?

—No es que lo crea, es así como nos lo han contado.

—Toda esta historia es la búsqueda larga de esa memoria, la de von Kempelen, ¿cierto?

—Claro...

—Imagine que esa... búsqueda, esa pugna no ha llegado a fin. Kempelen sigue vivo...

—¿Vivo? ¿Después de cinco o seis siglos de...?

—Como quiera, no Kempelen, quién sea Dragón. Ahí abajo tenemos a Aguirre, y a Eleanor. Herr Ewigkeit sigue vivo y enamorado, enamorado de un fantasma que apenas recuerda, y anda buscando ese recuerdo de su pasión tantos años perdido. Qué mejor que coger a dos escritores, uno experto en el caso de Jack el Destripador, y otro, usted, un erudito en la historia de automática e informática y proporciona a ellos la información que dispone, de primera mano, son testigos, vivían en... en ese año, con memorias mecánicas que no se borran...

BOOK: Los horrores del escalpelo
10.04Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Tom Finder by Martine Leavitt
Ortona by Mark Zuehlke
To Make a Marriage by Carole Mortimer
The Closet of Savage Mementos by Nuala Ní Chonchúir
Parthena's Promise by Holmes, Valerie
Absence of the Hero by Charles Bukowski, Edited with an introduction by David Calonne
Lord Foul's Bane by Stephen R. Donaldson