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Authors: Daniel Mares

Tags: #Histórico, Intriga, otros

Los horrores del escalpelo (69 page)

BOOK: Los horrores del escalpelo
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—Iré mañana a su casa, si le parece bien. Siguen residiendo con su tío, ¿verdad?

—Gracias, pero... si viene a casa y habla con él allí... me temo que no se abrirá a usted. Ya conoce su forma de ser, fingirá fortaleza y lucirá su personalidad y su sentido del humor para eludir el tema.

—No alcanzo a entender...

—Oculta sus debilidades de todos, de mí. Cree... no sé, supongo que trata de evitar dañarme. Si pudiera hablar con él cuando se encuentra... vulnerable.

—¿No le sería más fácil a usted...? —Antes de acabar la pregunta, Torres conocía la respuesta, a la vista de la inusitada frialdad de ese matrimonio.

—No. Sé que se permite bajar la guardia de su fortaleza en ciertos locales en los que no sería decoroso que yo entrara. —Torres abrió los ojos y fue a protestar. Cynthia se le adelantó—. No, me refiero a que acostumbra a... «cabalgar sobre el dragón», creo que así lo llaman.

¿Opio?, sí parecía que la pena era más profunda de lo recomendable. Por lo que le contó Cynthia, frecuentaba demasiado a menudo cierto local en Limehouse, allí donde se amontonaban los fumaderos de todo Londres.

—¿Cómo conoce usted un sitio así? Si me permite la pregunta, no creo que él le haya dicho...

—Fue Nana. A ella se lo comentó Tomkins, o se lo sonsacó... ella y usted son mis únicos amigos. —Desde que le dispararon, dijo, su marido era acompañado por un par de guardaespaldas, dos detectives privados que contrató el mayordomo en nombre de lord Dembow, sin duda los mismos dos que viera Torres en la pasada visita que le hizo, y estos hombres reportaban al mayordomo un pormenorizado recorrido de sus paseos y salidas nocturnas. La señorita Trent se ablandó ante los ruegos de Cynthia, y le reveló a dónde iba De Blaise casi a diario, a alejar sus miedos. Sin más que decir y con la promesa de Torres de que hablaría con su esposo, ella se fue, dejando en la mano de Torres la foto de la que pudo ser su cuñada.

—Espere —dijo Torres ya en la puerta—, pediré un coche. —Miró a la viuda Arias, que allí estaba, y quién se dispuso a hacerlo de inmediato—. ¿Cómo ha venido?

—Caminando —dijo ella—. Hace un día agradable.

—Qué locura, vamos, yo mismo la...

—No se moleste. Le dije a Albert que pasara por aquí a esta hora, más o menos.

—Hay un coche en la acera de enfrente, esperando —atestiguó la señora Arias.

—Excelente.

En efecto, ahí estaba el coche de lord Dembow, con Albert en el pescante, el mismo joven audaz que salvara a De Blaise y puede que al premier el día del atentado.

—Una fortuna que Albert estuviera tan vivo el sábado pasado —dijo Torres al ver al chofer, mientras la acompañaba a cruzar la calle hasta el coche.

—Albert y usted, Leonardo, no lo olvide. Sí, la verdad es que se portó muy bien, y ha sido recompensado por mi tío.

—¿Y su anterior cochero?

—¿Anterior? No le entiendo...

—Sí, recuerdo que hace diez años tenían otro...

—Oh... ¿se refiere a Charles?

—Supongo, no sé...

—Un sujeto mezquino y desagradable. No duró mucho, llevaba con nosotros tres meses y... por cierto, apenas días después de su marcha mi tío lo echó.

—¿Y se acuerda de su nombre?

—Sí. Se le despidió por no llamar a la policía.

—¿Qué hizo?

—Robarnos, o intentarlo al menos.

—Vaya, que desagradable.

—Sí, más cuando se trataba del marido de Nana, ¿sabe? Por consideración a ella mi tío no tomó medidas más severas.

—¿De la señorita Trent? Vaya, no tenía idea.

—Sí, ella lo trajo a casa, y tuvo que aguantar la vergüenza cuando le sorprendieron. Además la maltrataba, sabe. Un auténtico drama. Pobrecita Nana, ha tenido mala suerte con los hombres... ya es hora de que se rehaga. Es una mujer muy guapa, siempre me lo ha parecido. ¿No lo cree?

—Sin duda... no se ofenda, pero viéndola siempre así, tan... en su papel de la perfecta cocinera, ama de llaves... no la hago casada.

—Viuda. Por suerte ese sinvergüenza la abandonó hace años, y luego llegaron noticias de su muerte. Espero que no me considere despiadada, quiero mucho a mi Nana, y ese hombre le hizo sufrir tanto...

—Lo entiendo.

Se despidieron. Torres quedó mirando cómo se alejaba el coche calle abajo, perdiéndose en la bonita mañana. Dio un paso atrás y a punto estuvo de tropezar con la viuda Arias, que les había acompañado en silencio hasta allí.

—Oh, disculpe. No me he dado cuenta de que estaba aquí.

—Ya lo veo —dijo la viuda afeando su cara pecosa con el mismo gesto agrio que había mantenido durante toda la visita de la señora De Blaise—. No se preocupe.

—Una mujer fascinante —dijo Torres dirigiendo otra vez su mirada calle abajo.

—Fascinante y entera. —El español giró en redondo—. Es algo extraño que una mujer de su posición y sana, se mantenga así a su edad. —Torres se limitó a asentir—. Es mayor que yo. —Ni ante el pelotón de fusilamiento se hubiera atrevido mi amigo a dudar de tal afirmación—. No me extraña que esté enferma y emplee... esos chismes. He leído algo de ellos en los anuncios.

—Señora... cuando dice «mantenerse así» se refiere al hecho de que haya tardado tanto en casarse.

—Por supuesto, señor Torres, ¿a qué otra cosa podía ser? Algo extraño debe tener esa mujer, si no...

En efecto. La agudeza femenina de la viuda Arias ponía en palabras lo que la caballerosidad de Torres soslayaba: Cynthia era una mujer rica, sana y, aunque el corazón del ingeniero pertenecía por completo a su Luz, era lo más hermoso que nunca había visto. ¿Entonces, qué causaba esta castidad exagerada, más aún, estando ya casada? Almacenó el dato en su mente ordenada y se ocupó de lo que ahora acuciaba.

Cynthia no pretendía de él una simple charla con su marido. De Blaise ya le había manifestado sus remordimientos, hasta cierto punto, sin necesidad de buscar ambientes como los de un fumadero de opio. Por tanto, la astuta mujer quería que Torres indagara sobre la relación de su esposo con la hermana de Hamilton-Smythe, incluso es posible que tuviera la esperanza de que los encontrara juntos. No tenía otros medios, viviendo siempre bajo la tutela de su tío, quien sin duda protegería a De Blaise, que ahora era su hombre de confianza como prueba que hubiera sido este quien le hiciera oferta tan singular de parte de lord Dembow dos días atrás. Así que había utilizado todas sus armas de seducción, y apelado a la caballerosidad de Torres para conseguir sus servicios como improvisado detective.

Puede que los ardides femeninos de Cynthia De Blaise fueran obvios para Torres, y que no se sintiera impelido por ellos a hacer nada, sin embargo algo tuvo que animarle a seguir la petición de la mujer. Su altruismo innato, la atracción del misterio, lo que fuera hizo que el domingo estuviera en Limehouse, en busca de John De Blaise. Sin duda había simpatizado con ese caballero, e incluso «empatizado» con su situación, y tratando de aliviarla decidió acudir a su buen amigo y benefactor, el señor Ribadavia, antes de su delicada visita al antro de opio. No tenía contacto alguno en el mundo castrense inglés, y esperó que el diplomático, que como ya he mencionado era hombre de muchos y diferentes recursos, pudiera ayudarlo. Su intención era obtener una versión oficial del proceso del incidente de Kamayut, una versión más objetiva, distante de toda mediatización.

Ribadavia se aplicó a la cuestión y el domingo por la mañana invitó a Torres a un desayuno en la embajada española, nutritivo tanto en lo alimenticio como en cuanto a la información que disponía para el ingeniero. El diplomático se presentó elegante como era siempre, tal vez algo demasiado atildado. No confundan ustedes tampoco su gusto por los excesos al vestir, pues en lo tocante a su profesión era hombre nada frívolo, y hecho su trabajo, debía ver si tras de él había razones morales que lo justificaran. Educado con esa mezcla de cordialidad y desplante propia del caballero español, no tardó en preguntarle por la razón de su curiosidad. Torres tampoco anduvo con tapujos o medias palabras, no tenía por qué. Le aclaró que el oficial implicado en aquel incidente, De Blaise, era su amigo, y que su interés solo era en razón a esa amistad, y siendo esta algo que Ribadavia valoraba por demás, pasó a contarle lo que sabía, que no difería en lo esencial a lo que el propio protagonista contara a Torres.

Los hechos fueron tal y como se lo contara De Blaise días antes, sin diferencias mayores a parte de la comprensible apreciación personal de quien estuvo presente allí, donde ocurrió todo. Ribadavia aclaró que, según entendía él, el Alto Mando no dudaba de la competencia y del buen hacer en aquella situación del mayor De Blaise, pero como muchas veces ocurre, prefirieron curarse en salud y alejar de sus filas de la forma más honorable a un oficial que, sin haber hecho nada censurable en rigor, despertaba comentarios maledicentes. Un dato que no conocía Torres era la importancia del papel que jugó el propio lord Dembow. Este, como es natural, tomó cartas en el asunto y se apresuró a mover sus hilos en el Ministerio de Defensa para conseguir que De Blaise abandonara el ejército sin mayor perjuicio.

«Como es natural...» Me va a perdonar que intercale ahora una opinión personal: yo no veo nada natural en esa actitud. Verá, no se trataba de ningún familiar, tan solo del amigo del prometido de su pupila, puede que le unieran ciertos lazos de amistad, no demasiados, que fue el fallecido con quién en todo caso tendrían contraída una deuda de honor... no sé, cosas mías, mi suspicacia natural. La de Torres era de diferente género. La información que traía Ribadavia, carente en sí de novedad, suscitó preguntas a la despedida, también inocuas en un principio.

—Pues gracias por todo. Pensaba que los británicos serían un tanto reticentes a hablar de este tema con un extranjero.

—Lo son, amigo Leonardo, claro que lo son. El tiempo que llevo ya aquí me ha enseñado a conocerles, sé cómo tratarlos. Considero la amistad como un valor esencial en cualquier situación, y a lo largo de todo este tiempo en esta lluviosa ciudad he hecho algunos amigos, por ejemplo, el coronel Barstow, que ha vuelto de allí, de Birmania, hace dos meses. A él acudí en cuanto me contó usted la cuestión, y por respuesta me ha remitido esta extensísima carta. —La sacó del bolsillo, y la epístola llegaba a las seis cuartillas—. Barstow es un gran tipo, excelente jugador de bridge, algo pesado y amigo de enviar interminables epístolas a sus conocidos, y quien mucho habla, mucho dice. Aunque no contáramos con la locuacidad del buen coronel, tampoco es un asunto del que sea difícil obtener información. Verá, aun siendo una acción un tanto emborronada esta del paso al fuerte Kamayut, todos los que allí estuvieron han muerto, salvo su amigo De Blaise, así que, se piense de un modo u otro, se diga esto o lo de más allá, poca gente queda ya perjudicada o susceptible de ser dañada por lo que sea...

—¿Todos muertos?

—Eso creo. —Consultó un momento la carta de su amigo—. Aquí me lo hace saber: «de los cuatro que llegaron a Kamayut, los suboficiales Jones y Canary fallecieron a finales del pasado año...» no, no menciona el paradero del sargento Bowels, puede estar vivo.

—¿Muertos? —Ya, ya sé que la gente muere de habitual, pero estoy seguro que comparte la sorpresa de Torres—. ¿Sabe cómo fue? ¿Cuándo...?

—Mmmm... un accidente ferroviario, en el Punjab...

—Y con eso queda cerrado el asunto.

—¿A qué se refiere, señor Torres?

—Los supervivientes del incidente: dos muertos, el tercero en paradero desconocido, el que por cierto fue responsabilizado de la muerte del teniente por los fallecidos, y mi amigo De Blaise cargando con la culpa y el deshonor.

—Si no me equivoco, quedó libre de toda acusación...

—Obligado a abandonar el ejército por la puerta de atrás. Usted y yo sabemos que eso es decir que no pueden probar nada, no que quede libre de sospecha, ni lo que es peor, de los malos pensamientos de la gente.

—La mala fe es algo permanente en el hombre, imposible de combatir.

—Sí. Bien, don Ángel, se lo agradezco mucho. Espero no abusar de su amistad si le ruego que siga proporcionándome toda la información que pueda al respecto.

—Veo que tiene intención de ayudar a su amigo en serio.

—En lo que esté en mi mano. No solo me interesaría el proceso, sino la estancia del mayor De Blaise y el teniente Hamilton-Smythe en Birmania, me gustaría saber si el comportamiento de Hamilton se deterioró tanto como me han dicho.

—Haré lo que pueda, ya le digo que gracias a mi amigo Barstow he podido obtener esta información tan rápido, puede que el resto no sea igual de fácil. Lo que sí quisiera es que a cambio usted hiciera algo por mí, algo que no le costará el menor esfuerzo.

—Ya está concedido. Dígame, si puedo ayudarle...

—Claro que puede. Le estaría agradecido si pudiera encontrar el modo de propiciar un encuentro con la señora De Blaise.

—¿Qué interés tiene...? —Torres fingió sorpresa, aunque esperara la respuesta.

—No creo que haya nadie en esta ciudad que no quiera frecuentar a la dama más adorable de Inglaterra.

—No tengo que recordarle que se trata de una mujer casada...

—Querido Torres, no tengo intención alguna de emparentarme con familia tan complicada, y con ese pasado tan poco presentable. Nunca me uno a gente con peor reputación que yo, me sentiría menospreciado, es cuestión de orgullo. Y déjeme que le diga que el casorio es siempre el estado perfecto para una mujer.

Con estos datos en mente se plantó el domingo por la tarde en un pintoresco local inmerso en el laberinto de Limehouse, siguiendo la guía de Juliette, que por supuesto había presenciado la visita de la señora De Blaise con su habitual discreción. En qué cabeza cabe que Torres permitiera a Juliette acompañarlo, no lo consintió pese a todos los pucheros y chantajes de los que se valió la niña para convencerlo. Bastaron unas oportunas indicaciones y sin mayor dificultad se encontró frente a una casa de ladrillo oscuro, fea y triste en la entrada, como lo eran en todo el barrio, que ocultaba un paraíso oriental en su interior. Reconoció en la puerta a los detectives que acompañaban a De Blaise. Ambos guardaespaldas observaron con atención a Torres como a todo el que pasaba por la calle o entraba en el establecimiento. No hicieron ademán alguno de acercársele, si lo reconocieron, lo disimularon bien.

Llamó a la puerta vieja. Un joven oriental abrió y sin mediar palabra lo condujo a través de un pasillo mal iluminado, atravesando una selva de cortinas y miradas de ojos rasgados. Entró sin problemas en el fumadero. El consumo de opio no era ilegal en Inglaterra entonces, aunque sí se mantenía relegado a barrios apartados y guetos orientales como este. Por fin un chino, diría que de mayor rango, saludó muy servicial a Torres, inclinándose e invitándolo a seguirlo terminado el laberinto que daba paso al establecimiento.

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