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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (11 page)

BOOK: Los huesos de Dios
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—Buenos días, Nicolás. Excusadme por la brusquedad del arresto, pero se trata de un asunto delicado y necesito las explicaciones pertinentes de inmediato.

Piero de Tommaso Soderini, que ostentaba el cargo mayor de la República de Florencia, tenía cincuenta y cuatro años. De ojos grandes e inteligentes, su mirada siempre se mostraba bondadosa, hasta el punto de que algunos florentinos, enervados precisamente por tanta prestancia de ánimo, lo tenían por hombre demasiado bonachón o cuando menos estúpido. Maquiavelo lo consideraba en cambio un poco débil de espíritu, pero sin un pelo de tonto, y sabía que si lo había convocado en esas circunstancias, no había sido por mera casualidad, sino porque sucedía algo grave. Entró en la habitación e hizo una ligera reverencia.

—Siempre he servido con humildad a la República.

—Dejemos las fórmulas de cortesía para las cortes reales. Nicolás, vos sois el Primer Secretario y servís a Florencia, como yo. No debería haber secretos entre nosotros...

—No todas las ocupaciones de un Secretario, en especial las menudencias, merecen ser confiadas a vuestros oídos, messer Piero.

El Gonfalonero dejó de sonreír y miró a Maquiavelo de modo inquisitorio.

—¡La muerte de Durante no es precisamente una menudencia! Cuanto ha sucedido me deja en una situación muy incómoda, como podéis suponer: aquel joven regresaba a Florencia llevando consigo una carta de su padre, su futuro era importante y nosotros le apoyábamos, con hombres de su confianza.

—Y yo me mostré digno de tal honor.

Soderini arqueó las cejas y lo señaló con el índice en actitud amenazadora.

—¡Sinvergüenza! ¡Os acostáis con su mujer, con la esposa que tomó en Ferrara!

—No es su mujer. Durante no es... No era un
hombre
.

Ser Piero se transfiguró: se puso de color morado, levantó los brazos al cielo y gritó tan fuerte que consiguió atemorizar a Maquiavelo.

—¿Que no es un hombre? ¿Qué diablos decís? ¡Maldito libertino! ¿Hombre es para vos sólo aquel que se pasa el día copulando con mujeres, como hacéis vos, sin darse tregua?

Nicolás bajó la cabeza, arrepentido de su comentario.

—No, messere, no me refería a eso...

Pero el Gonfalonero parecía no haberle oído:

—¡Según me han contado, vos, de vez en cuando, tampoco hacéis ascos a los jovenzuelos cuando las mujeres escasean! Pero, claro, para vos la turgencia de vuestro miembro es siempre motivo de orgullo, ¿no es así?

Nicolás levantó la cabeza de inmediato. Sus ojos eran de nuevo dos puntos negros y fijos.

—Ni siquiera a vos os permito hablar así. Tenéis razón, era una frase equivocada: pero zanjémoslo aquí, os lo ruego.

Ser Piero pareció calmarse.

—Durante era más hombre que vos y que yo. Morir de ese modo, y con su cuerpo... ¡profanado!

—Entonces lo sabéis todo...

—Sé lo que me cuentan mis más estrechos colaboradores, ser Nicolás, y debo decir que vos me contáis muy poco, por no decir nada.

—Messere, yo...

—Han sucedido demasiadas cosas terribles y extrañas. Así que quiero saber la verdad: ¿qué armas secretas estáis preparando con Leonardo?

—Ningún arma, messere. Si él está preparando algo, lo desconozco.

—Me cuesta creerlo. He recibido un informe completo sobre los simios de Livorno y los cuerpos hallados en la excavación del Arno, aquella diablura en la que vos y Leonardo os obstinasteis, sin contar con nadie...

—Con el beneplácito del Consejo Mayor...

—Por supuesto. ¿Quién puede negarle algo a Leonardo? Pero un simio y cuatro hombres negros, con los cuerpos profanados de forma espeluznante, han sido hallados en una fosa excavada por su máquina infernal. Y los pisanos, al parecer, están mejor informados que nosotros. Más que yo, sin duda... Me han dicho que probablemente esos hombres negros eran guerreros secretos y hechizados, enviados por el maligno... Esta vez no consigo imaginar qué diablos ha planeado Leonardo, pero por desgracia lo conozco a él, y su cinismo y su fantasía me dan miedo. Por otro lado, no se me escapa hasta dónde puede llegar vuestra perenne rivalidad, y que para vos no existen escrúpulos, y que sin duda por el bien de Florencia, o al menos eso espero, los dos sois capaces de construir quién sabe qué invento. Y que os guardáis bien de sinceraros con alguien, y todavía menos conmigo. Pero lo que ha sucedido es demasiado grave, Nicolás, y lo que llevo tolerando ya no es admisible por más tiempo. Luego no puedo dejar de preguntaros, por segunda vez: ¿qué son esas armas secretas?

Nicolás le cogió las manos, las estrechó entre las suyas y respondió, con absoluta sinceridad:

—Nada sé, ser Piero. Por mi honor.

Soderini se quedó pensativo, mientras con la mano se tocaba la barbilla y miraba a su Primer Secretario con una expresión aprensiva y a la vez afectuosa. Nicolás no bajaba los ojos, en apariencia sereno, y al fin el Gonfalonero hizo un gesto afirmativo.

—De acuerdo, quiero creeros. Vos no soléis poner en juego vuestro honor. Pasemos entonces a Filippo Del Sarto, paduano...

—También eso es para mí un inexplicable misterio.

—Igualmente muerto, ahorcado de una forma extraña en su inmundo despacho atestado de huesos de toda clase, más o menos cuando Leonardo había ido a visitarle. Pero lo más grave es que en lugar de ir vos en persona a buscar al maestro mandasteis al joven e inexperto Durante, que en la empresa, tal como habría resultado predecible a ojos de cualquiera, ¡perdió la vida!

—¡Eso no es cierto, messer Piero! ¡Quiso partir en su busca huyendo a solas y de noche! Y perdió la vida en Florencia, no en... —Estuvo a punto de decir dónde, pero se detuvo a tiempo.

Sin darse cuenta estaba alzando la voz, y Pier Soderini lo apremió con igual vehemencia:

—¡Hay quien afirma lo contrario y sostiene que vos lo animasteis a tomar tal decisión, para yacer a vuestro placer con su Ginebra!

Nicolás perdió el control. Cerró los puños hasta que le dolieron y en el ímpetu por defenderse se le hincharon las venas del cuello, como si en lugar de hallarse en las dependencias del Gonfalonero estuviera en el campo de batalla.

—Ya os he dicho que no es su mujer. Y decidme quién os ha contado tales patrañas, quién...

—Que sean mentiras o verdades, ser Nicolás, poco cambia: para vos, como para mí, cuanto ha acaecido es una gran desgracia. A los ojos de todo el mundo habéis mandado a la muerte al joven Durante Rucellai para yacer con más libertad con su esposa Ginebra. Lo habéis hecho bajo la mirada de toda Florencia, cediendo como... como un animal a vuestra libido.

El Secretario levantó el mentón, con orgulloso ademán.

—¿Quién creerá que Nicolás Maquiavelo es tan estúpido como para buscarse la ruina por una mujer?

—Ahí está el problema: los más avisados pensarán que vuestro verdadero objetivo era frenar la ascensión al priorato de Durante. Frenarla para siempre y dejar el puesto libre a...

El rostro de Nicolás se transformó en un acceso de ira:

—¿A quién, Gonfalonero, a quién?

El Gonfalonero lo apuntó con su índice, como si de una espada se tratara.

—¡A vos! Y ya os habéis manchado de adulterio, concubinato, traición, complicidad en prácticas ilícitas y puede que hasta de brujería, en compañía de aquel loco de Leonardo. Y si, por cuanto parece evidente, él es quien ha dado muerte tanto a Durante como a Filippo Del Sarto y quién sabe a cuántos más, sois además cómplice de homicidio. —Soderini hizo una pausa, después suspiró, como si estuviera a punto de decir algo que hubiera preferido callar—: Hay calumniadores que incluso insinúan cierta complicidad vuestra con los Palleschi, para debilitar la Signoria y favorecer el regreso de los Médicis, precisamente con la ayuda de ciertas armas secretas...

Cuando oyó estas palabras, Maquiavelo se asustó de verdad. Contra el poder insinuante de la calumnia, mala hierba que infestaba todos y cada uno de los palacios de Florencia, de nada iban a servir las armas con las que solía defenderse. Para despejar las dudas del Gonfalonero, tenía que confesarle la amenaza de conjura que se cernía sobre su vida y explicarle el plan que él y Violante habían urdido para protegerle a él y la República. Pero si lo hacía la noticia no tardaría en propagarse por todo el Palazzo dei Priori, frustrando cuantos esfuerzos hubieran empleado para mantenerla en secreto. Se limitó a murmurar:

—Esto es una locura.

—Si estos hechos se refirieran a otro, vos, con la mente fría, los juzgaríais como os los estoy exponiendo. Os halláis en apuros, Nicolás, y graves.

—¿Por qué me habéis convocado, entonces? ¿Por qué no me habéis hecho arrestar y me habéis mandado en el acto a los inmundos calabozos del Bargello?

Pier Soderini, inesperadamente, sonrió.

—Porque, a pesar de todo, en realidad creo que no sois culpable: tenéis vuestras ideas y vuestros métodos, en cierto modo discutibles, pero vuestros principios son firmes y vos sois hombre leal a la República. Pero quiero que encontréis a Leonardo, de inmediato, y me lo traigáis: en el más absoluto secreto y el menor tiempo posible. De lo contrario, y estoy seguro de que no necesitáis que me justifique ni que os lo repita, se procederá a una investigación secreta e implacable contra vuestra persona.

En el corredor, ya no le esperaban los guardias que lo habían arrestado: Nicolás fue acompañado por un siervo hasta la salida del palacio, a la luz del día. Tenía la mente confusa y sus pensamientos eran contradictorios. El Gonfalonero quizá no le había mentido: tenía a Soderini por un hombre honesto, y en cualquier caso lo consideraba incapaz de urdir intrigas en primera persona. Pero en Florencia había quien podía engañarlo, proporcionándole información reservada y confundiendo intencionadamente la verdad con la mentira, para convertirle en marioneta de los poderes ocultos.

Mientras cruzaba circunspecto el antiguo centro de la ciudad, en dirección a la casa de Ginebra, iba pensando en todas las implicaciones posibles de cuanto había sucedido, y al final llegó a la conclusión de que los Palleschi se habían enterado por algún medio de la trama que él y Violante habían planeado para que su golpe fracasara. Tenía que parar el eventual ataque de éstos y al mismo tiempo obedecer la orden perentoria de Soderini. Sin duda no iba a ser empresa fácil, pero con un poco de fortuna y la ayuda de todo su ingenio, estaba seguro de poder conciliar la búsqueda del escondrijo de Leonardo con la urgencia de frenar la conjura de los Palleschi. Por otro lado, si lograba dar con el maestro, resolvería el misterio de las armas secretas, que no cejaba de atormentarlo.

Estaba en la plaza del Mercado Viejo cuando, en lugar de regresar a casa de Ginebra, decidió dirigirse a los despachos de Violante. Lo encontró en su escritorio, estudiando ciertas cartas cifradas, y sin perder más tiempo le dio algunas instrucciones precisas. Cinco habilísimos sicarios de profesión, que con los años había seleccionado de entre los asesinos toscanos de la peor calaña, debían partir enseguida hacia Pisa, infiltrarse entre los soldados que llevaban a cabo las incursiones de las que se lamentaba el capomastro Michele Almieri y hallar a un oficial que estuviera al tanto de la historia de los hombres negros y del pasquín que hacía burla de los florentinos. Tenían que capturarlo y llevarlo sano y salvo a las mazmorras del Bargello. Lo mismo tenían que hacer con uno de los jóvenes maestros florentinos de la fosa del Arno, escogido entre los más cercanos a Leonardo, quien solía rodearse de colaboradores casi imberbes. Nicolás tenía sus razones para sospechar que habría resultado más eficaz interrogar en persona y sin miramientos a mastro Michele: pero esto habría malogrado la absoluta confidencialidad que ahora precisaba. Así que sugirió a Violante que simulara una desgracia, de modo y manera que nadie pudiera sospechar que se trataba de un secuestro. Aunque no dejaba de ser una empresa del todo desesperada, porque los espías disponían de apenas unas pocas horas para obedecer las órdenes de Maquiavelo.

Antes de salir, Nicolás mandó a Violante que convocara en el Estudio florentino al filósofo Giovanni Bardini, fiel a la República y amigo personal. Debía encargarle la búsqueda de cualquier tipo de información que pudiera reunir sobre Filippo Del Sarto, el filósofo paduano asesinado en Livorno: sus estudios, amistades, pero sobre todo si había sido interpelado directamente por Leonardo o a través de algún intermediario. Ser Giovanni era el único que podía esclarecer tales asuntos, puesto que estaba en contacto con las universidades de Nápoles, de Bolonia y las del Norte. Violante le aseguró que pondría a disposición de ser Giovanni un veloz correo a caballo por la vía boloñesa, con un salvoconducto para los hombres del duca Valentino. Obtendría las informaciones requeridas en unos pocos días, Dios mediante.

Lo que quedaba por hacer, Nicolás tenía que llevarlo a cabo a solas. Cuando llegó a casa de Ginebra, mandó retirarse con impaciente ademán al siervo que salió a recibirle y se dirigió a los aposentos. La cama estaba sin hacer, pero la mujer se había ido. Abrió un poco los postigos y un rayo de sol entró en la habitación. Las paredes, pintadas de color rojo con lirios florentinos perfilados en oro, parecían moverse con un leve temblor, como si en realidad fueran cortinajes de seda que un viento cálido de primavera agitara. Abrió uno de sus baúles y escogió con esmero los ropajes que podían resultarle útiles para una misión en tierra hostil, como lo habían sido las de la corte de Valentino. Cogió la cota de malla de acero, una prenda muy valiosa que le había regalado el embajador de Francia, y se la puso encima de la camisa. Era lo bastante ligera para no entorpecerle los movimientos y le brindaba la protección necesaria contra el filo de las espadas. Pensó que a lo mejor habría necesitado una cota que lo protegiera también de los disparos de arcabuz, aunque lo más probable era que ni el mismo Leonardo fuera capaz de inventar semejante ingenio. Cogió su puñal corto, apretó su preciosa empuñadura de madreperla y lo sopesó: perfectamente calibrado, amigo fiel y sincero, siempre dispuesto a sacarle de un apuro.

Se volvió para buscar sus guantes de cuero de caballero, y para su sorpresa descubrió a Ginebra a sus espaldas, inclinada sobre él, con las manos en las caderas y los puños cerrados: esa visión le dejó desconcertado. Jamás, ni en cacerías, guerras u otras situaciones de peligro, alguien lo había sorprendido de tal manera.

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