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Authors: Leonardo Gori

Tags: #Histórico, Intriga

Los huesos de Dios (28 page)

BOOK: Los huesos de Dios
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—¿Cómo esconderemos esta nave a ojos enemigos?

—Ahora el sol se está poniendo. Y mañana haremos que se sumerja hasta el fondo, Nicolás. Nadie podrá encontrarla.

Avanzaron todavía durante una hora hasta que se hizo de noche. Después amarraron en un lugar apartado, comieron alimentos secos que Leonardo conservaba en una cesta y durmieron hasta el alba.

Salaì se mantuvo despierto, en guardia bajo el cielo oscuro de la noche.

Al despuntar el sol, también él fue el último en bajar de la nave. Cerró todas las portezuelas y orificios, soltó una amarra y la ató a la punta de una roca que sobresalía del agua. Después giró una manivela: primero se oyó un silbido y a continuación un prolongado burbujeo, y el carro anfibio de Leonardo desapareció lentamente bajo la superficie del agua, para posarse con suavidad en el fondo fangoso. Maquiavelo seguía con atención cada detalle, a sabiendas de que si algo salía mal estaban perdidos, y una mirada de soslayo le bastó para comprender que también el artífice de tanta maravilla observaba la operación con ansiedad. Cuando cesó el último burbujeo, Leonardo les señaló un sendero entre los campos que conducía en línea recta a la presa.

—Todavía estamos lejos del campamento. Pero tendremos que ir a pie, es la única opción.

El alto talud de tierra recordaba las murallas de una ciudad infernal, y a Maquiavelo le vino otra vez a la mente la escena, descrita por Dante, de Florencia como una ciudad de los Infiernos, habitada por el mal. En realidad, la obra gigantesca que se extendía ante sus ojos, que había causado ya centenares de muertes debido al cansancio, las inevitables desgracias y los ataques a traición de los pisanos, le pareció entonces poco más que un monumento a la locura de Leonardo, a la suya propia y a la de la Signoria y el mundo entero.

—Podemos robar unos caballos.

Vieron una casa de campo en las proximidades del camino. Nicolás pidió a la mujer negra que lo siguiera, mientras Leonardo y Ginebra se quedaban esperando bajo el sol, que empezaba a calentar ya la tierra quemada. Llegaron a un recinto pegado a una era de dimensiones modestas, junto a una construcción de ladrillo y madera. Una mujer se agachaba para dar de comer a las gallinas, que correteaban sobre el fondo de ladrillo rojo. La visión de un hombre elegantemente vestido, acompañado por una mujer negra como un tizón e imponente como una reina, debió de parecerle obra del demonio. En lo alto de la casa se abrió un postigo y un hombre se asomó fugazmente.

Al cabo de pocos minutos, Nicolás y la mujer negra regresaban al sendero con dos rocines viejos, que Leonardo y Ginebra recibieron con estupor en la mirada.

—Vayamos, antes de que cambien de idea: les he prometido, en nombre de la Signoria, que les devolveríamos estas bestias antes de la puesta de sol. Sólo tenían dos caballos, y tendremos que montarlos de dos en dos, alternando con Salaì, pero al menos iremos más rápido que a pie.

Los caballos avanzaban por un camino pedregoso que pronto se transformó en un sendero apenas perfilado entre los campos: hallaron otro caserío y a lo lejos vieron a un campesino que sacaba agua de un pozo sirviéndose de un rudimentario juego de poleas para verterla luego en una red de acequias y regar el campo. Leonardo se lo señaló a Nicolás y a Ginebra:

—Es así desde tiempos inmemoriales, y escenas como ésta podían verse en Egipto incluso con anterioridad a los faraones, muchos milenios antes del advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo. Precisamente de la observación de estos simples mecanismos a lo largo del Nilo, Herón elaboró parte de su admirable doctrina hidráulica, que ha hecho posible la construcción de bombas capaces de levantar el líquido a alturas inimaginables.

Aparte del chapoteo que producía el campesino, apenas se oía nada más, a pesar de que se estaban acercando a la presa mayor: sólo el silbido del viento entre los sauces y los ladridos de unos perros en la lejanía. Pero, de repente, como si una mano hubiera abierto de par en par la puerta de una fragua, llegaron a sus oídos los golpes de los picos, los gritos de los maestros de obra, el chirrido de la gran máquina excavadora de Leonardo. Y cuando finalmente se aproximaron a las casetas donde se habían alojado en compañía de Durante hacía diez días, el alboroto y la confusión que reinaba en el campamento les dejó atónitos. Al principio parecía que nadie se percatara de su presencia: los maestros vociferaban las órdenes a los trabajadores, que una vez recibidos los encargos se dirigían con celeridad a los puestos encomendados. Sólo cuando llegaron a la caseta de Michele Almieri, en el centro de una plazoleta, uno de los maestros más ancianos reconoció a Leonardo y se detuvo en seco. Estuvo a punto de caer de bruces, como si se le hubiera aparecido un santo. Su voz sonaba sinceramente emocionada:

—¡Maestro! ¡Vos, por fin! ¡Os envía la Providencia!

El anciano, que llevaba las botas y las calzas recaladas de barro, le abrazó las piernas, tirando de él tan fuerte que casi le hizo caer del caballo, y mientras le pedía con insistencia que lo siguiera, no pudo reprimir las lágrimas:

—Mastro Almieri no está, y ya no podíamos seguir esperando: ¡el dique que hay entre el canal y el Arno está en peligro y podría ceder de un momento a otro!

Leonardo agarró del brazo al viejo maestro.

—¿Habéis preparado las estacas, según lo proyectado?

—¡Por supuesto, maestro! Pero ignoramos en qué orden debemos comenzar a enclavarlas...

—¿Dónde diablos se ha metido mastro Almieri?

—Nadie lo sabe, no lo vemos desde anoche. Además, los pisanos asesinaron al joven Lapo hace seis días y los otros maestros de obra están intentando repartirse sus funciones.

—Tal vez aún estemos a tiempo de evitar una catástrofe. En breve pondremos manos a la obra, capomastro. Pero dadnos el tiempo justo para resolver ciertos asuntos urgentes...

—¡Nada hay más urgente que frenar la destrucción de esta obra! —se desgañitó un maestro más joven, que acababa de llegar a caballo—. ¡Venid con nosotros, maestro! El rocín que montáis con esa madonna no podrá llevaros hasta la presa. Y os necesitamos cuanto antes. Demos gracias a Dios por haberos enviado.

Leonardo desmontó de su caballo, y la mujer negra se afanó a tomar las riendas del animal.

—De acuerdo, entonces. Proporcionadme una montura y traedme mis instrumentos, si es que siguen en mi viejo alojamiento.

Mientras Leonardo era casi raptado por sus propios hombres y se alejaba por el camino que subía por entre curvas cerradas hasta el punto más elevado del terraplén, alrededor de los otros tres jinetes se había congregado tímidamente la muchedumbre, que no tardó en reconocer también a Nicolás. Pero a decir verdad, la mujer negra, envuelta en su capa multicolor, acaparaba toda la atención: seguía pareciendo a ojos de todos una antiquísima guerrera de alguna remota civilización matriarcal.

Nicolás desmontó de su cansado rocín, y Ginebra le siguió.

—¿Nadie vio hacia dónde se dirigía mastro Michele?

—No, messere: a primera hora de la mañana ya no había nadie en su caseta. Pero sabemos que se ha llevado un caballo y que ha quemado muchas de sus pertenencias.

—Llevadme hasta ahí y mostrádmelo, maestro.

Lo acompañaron a las dependencias de Almieri. Era como si unos bandidos lo hubieran puesto todo patas arriba, llevados por la furia y las prisas: los pocos muebles estaban volcados, la lámpara, los manteles y otros objetos por el suelo, de cualquier manera, y muchos de ellos hechos añicos. El viejo maestro les mostró un enorme montón de cenizas, humeante todavía y con piedras alrededor, justo a un lado de la construcción.

—Unos hombres lo han avistado en plena noche: sacaba libros y hojas para quemarlos ahí fuera, para no dejar ni rastro de ellos...

Nicolás se acercó y, en cuclillas, se sirvió de una ramita para remover las cenizas: encontró un diminuto fragmento de papel que se había salvado de las llamas y algunas cubiertas de libro maltrechas, pero le resultó del todo imposible adivinar de qué se trataba.

Sin duda Almieri se había esmerado en destruir cualquier indicio que pudiera vincularlo a sus señores. Nicolás buscó meticulosamente en el interior de su alojamiento, con la esperanza de que al maestro le hubiera pasado por alto algún detalle. Pero no encontró la menor prueba de su verdadera identidad. La única certeza que Maquiavelo podía esgrimir contra él era que, al enterarse de la fuga de Leonardo y sus acompañantes, se había apresurado a huir sin dejar pruebas. Pero ¿hacia dónde? ¿Y solo o con otros traidores armados, según le parecía más probable?

El vocerío y el nerviosismo de los hombres iba en aumento, y también Ginebra y la misteriosa dama negra estaban visiblemente inquietas. El maestro de obras que se encontraba junto a ellas se alejó por unos momentos, y, a su vuelta, fue ya incapaz de seguir conteniendo el pánico:

—¡Debemos salir de aquí enseguida, messere! ¡El dique está a punto de ceder, e ignoramos qué sucederá en estas tierras bajas, cuando la masa de agua se precipite hacia el embalse!

Nicolás asintió, con gravedad. El hombre cogió los dos caballos y los desató de las anillas de hierro de la construcción.

—Venid con nosotros, no hay tiempo que perder.

Se subieron a un rudimentario carro cubierto del que tiraban dos caballos, y el vehículo arrancó en medio de una nube de polvo blanco hacia las tierras altas.

Llegados al punto más alto, el carro se detuvo, y todos asistieron como enajenados a un espectáculo que infundía en sus ánimos admiración y terror. Tal como les había explicado Leonardo, el canal partía en perpendicular de un remanso del Arno, antes de que el río dibujara el último meandro hacia el norte para adentrarse en la ciudad de Pisa. Entre el dique del canal y el lecho del Arno había quedado un talud que apenas alcanzaba los diez brazos de largo, a duras penas suficiente para sostener el brioso empuje del agua que corría río abajo. Vieron al grupo de los maestros más ancianos, que también se habían dirigido a la parte más alta: Leonardo enseguida los avistó y les indicó que se acercaran con un gesto. Nicolás pudo oír, por encima de un fragor constante, al maestro más anciano, que explicaba orgulloso con qué celo y cuidado habían aplicado el sistema que debía derrumbar aquel talud a todas luces ya insuficiente: habían abierto un paso de unos veinte brazos de largo por el que el agua parduzca a causa del barro ya caía en el canal adyacente. Ése era el origen de aquel estruendo persistente que ya habían oído desde las casetas. Bordeando la excavación, también en lo alto, se recortaban incontables siluetas de hombres —excavadores pertrechados como arqueros y arcabuceros—, asomados hacia el lado pisano, preparados para defender la operación de un eventual y temido ataque enemigo. A ambos lados de la abertura practicada, por donde se deslizaba el agua fangosa que se iba expandiendo con rapidez por su misma inercia, se habían clavado ya las enormes estacas de madera, y los hombres, a intervalos regulares, las golpeaban con fiereza, a fin de que quedaran gradualmente encajadas en el terreno. El fragor de esos golpes recordaba el de los tambores de guerra.

Leonardo, lejos de compartir la satisfacción de sus ayudantes, parecía estar bastante preocupado. Era como si todo aquel espectáculo fuera hijo del error y poco o nada tuviera que ver con sus indicaciones: y eso sin duda le hacía temer consecuencias cuando menos trágicas. Con todo, incluso en el trajín de aquella inmensa obra y en el afán de maestros y operarios, todo parecía estar ordenadamente dispuesto. Pero Leonardo, desconfiado, mandó que le trajeran hojas y lápices y, manejando sus misteriosos instrumentos de bronce y de plata, llenó páginas enteras con dibujos y cálculos, sin perder detalle y enviando una y otra vez a los muchachos más ágiles a verificar las medidas de las márgenes, la distancia entre las estacas, la profundidad que éstas habían alcanzado tras los golpes de los trabajadores.

Finalmente levantó la cabeza de los papeles:

—¡Corre el riesgo de derrumbarse! —le gritó al maestro que estaba a su lado, por encima del insistente fragor—. ¡Todo el talud, no sólo la parte que habéis previsto! ¡Hay que asegurar más las estacas, y enseguida!

El hombre extendió los brazos mientras replicaba:

—¡Todos los hombres están trabajando, y no pueden ir más deprisa!

Entonces Leonardo dirigió la mirada a la excavación y señaló su maravillosa máquina, cuyas partes metálicas centelleaban bajo el sol reluciente que ya estaba alto en el cielo:

—¡Subid la excavadora! Puede que estemos a tiempo de modificarla.

Cuando el maestro más anciano dio la orden, todos los hombres disponibles bajaron corriendo hacia la excavadora. Mientras unos empujaban el coloso, otros tiraban de él con gruesas cuerdas de cáñamo, ayudando a la yunta de bueyes para arrastrarlo lo más rápido posible por el camino empinado. Finalmente la excavadora llegó al punto en que se había producido la fractura. Leonardo escogió a dos jóvenes de entre los más ágiles y fuertes y en medio del asombro general trepó por la estructura que él mismo había creado, por entre hierros y listones de madera. Era como si se hubiera transformado en un hombre de treinta años, mientras con una fuerza casi sobrehumana desmontaba algunas piezas y las encajaba de nuevo de otra manera. Nicolás enseguida recordó las palabras de Valentino, cuando se había preguntado si acaso Leonardo no sería el diablo en persona o tal vez una de sus encarnaciones.

La excavadora, convertida ahora en una especie de maza inmensa, fue arrastrada hasta la primera de las grandes estacas, y los hombres la maniobraron, siguiendo las indicaciones de Leonardo, de manera que la pala de acero golpeara la madera con la mayor fuerza posible. La obra se llevó a cabo con éxito y la punta entró de un solo golpe en la tierra, produciendo un ruido atronador. Procedieron a repetir la operación con cada estaca. Todo parecía progresar favorablemente, y el maestro anciano, todavía al lado de Leonardo, daba muestras de aprobación con la cabeza. De repente, alrededor de la primera rueda, se produjo un corrimiento de tierra y el chorro de agua se convirtió en una cascada de una potencia increíble. El estallido retumbó con tal fuerza que ahogó los gritos exultantes de los maestros, operarios y soldados, y el chillido agudísimo de Salaì fue el único sonido humano que se oyó por encima del clamor.

Nicolás seguía fascinado aquel increíble espectáculo, pero no quitaba los ojos de Leonardo. Y fue precisamente él, al mudar de repente la expresión de su rostro, quien le dio a entender que algo no marchaba bien. Leonardo había pasado de la excitación al terror en estado puro. Nicolás siguió con la mirada el dedo del maestro y se dio cuenta de que, desde los puntos donde se habían clavado las enormes estacas, se estaba abriendo una monstruosa telaraña de grietas, mientras una vibración del terreno había empezado a sacudir el talud entero.

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