El carruaje cubierto de Leonardo se abría paso por entre las aguas del Arno, en medio de la corriente, sumergido en sus dos terceras partes. En su interior, a pesar de que se trataba de un espacio estrecho y cerrado por completo, el aire era perfectamente respirable: no podía ser tan fresco como cuando el milagroso vehículo había avanzado por las calles de Florencia tirado por caballos, pero apenas era un poco más denso que el aire natural que se respiraba en el exterior. Nicolás dedujo que el calor que sentía guardaba relación con un extraño ruido, parecido a un ronquido, que procedía de la parte trasera del carro. En cualquier caso, evitó pedir unas explicaciones que sin duda Leonardo se habría guardado para sí y que él, probablemente, tampoco habría entendido. Sólo pudo averiguar que aquel fabuloso medio de transporte podía permanecer mucho tiempo en el agua y que se deslizaba sobre su superficie a una velocidad fantástica: Leonardo les dijo que podrían comprobarlo en persona, una vez se hubieran alejado de la zona habitada, lejos de la mirada de los florentinos. Les informó asimismo de que podían llegar a Pisa, navegando por el río, en un día y una noche de travesía.
Leonardo daba instrucciones a Salaì, que gobernaba el carruaje anfibio con seguridad, en el centro del cauce, sujetando el timón con mano firme y controlando el exterior a través de un pequeño ventanuco armado con un cristal muy grueso, parecido al que habían visto en el refugio subterráneo. Cuando hubieron superado las represas con la ayuda de unas ruedas, el murmullo del interior del carruaje se transformó en un estruendo continuo, parecido al retumbar del trueno, y en su carrera la milagrosa máquina comenzó a dejar tras de sí una larga estela.
Nicolás, fascinado, no quería perderse detalle.
—¿Acaso es ésta tu arma? Porque un vehículo como éste es ciertamente terrible: navega por sí solo, sin remos ni velas, raudo como un caballo a galope... Ahora entiendo por qué los venecianos decidieron pagarte bien, aunque la República no habría tenido reparos en ofrecerte la misma cifra o puede que hasta más...
Leonardo le dirigió una mirada divertida y asombrada.
—¿En serio crees que el fruto de mis investigaciones, el descubrimiento que podría estremecer a toda la Cristiandad, es este pequeño juguete?
Nicolás movió la cabeza:
—No, sé que tu arma nace de la simiente del Hombre y de la oposición de dos filosofías completamente distintas... Aunque todavía me pregunto qué utilidad tienen los huesos, los cuerpos diseccionados, los simios y un libro perdido de medicina, y en qué clase de artefacto pueden encajar todos ellos...
—Pobre Nicolás, cuyas únicas ambiciones consisten en ser siempre más sutil que el adversario político, en saber dar la vuelta a una alianza o aprovechar mejor la muerte de un amigo para aquello que a tus ojos representa el bien de la República...
—¡Y me vanaglorio de ello!
—No te sulfures, Nicolás. El arma terrible procede de las profundidades de la tierra,
Ingenium terribile ex Inferis
, y nada tiene que ver con una máquina construida con madera, hierro y bronce, como mis carros acorazados. Aunque es cierto que a veces los proyecto con el añadido del
architronito
de Arquímedes, por lo que son capaces de posicionarse bajo las murallas de la ciudad y destruirlas a golpe de cañón con más potencia que cualquier explosivo...
Los pequeños ojos de Nicolás chispearon.
—No está nada mal...
—Como tampoco tiene nada que ver, el arma secreta, con la mejora de mi enorme excavadora, en la fosa del Arno...
—¿A qué tipo de mejora te refieres?
—La excavadora podría acoplarse, en lugar de a una gigantesca pala que remueve la tierra, a una hoz de dimensiones portentosas. Y así, invirtiendo el mecanismo y conectándolo a la misma potencia que pone en movimiento este carro anfibio, causar grandes estragos entre las filas enemigas...
—¡También esto me parece magnífico!
—No, mi buen Nicolás: de mi descubrimiento nace un arma que no está hecha de madera ni metal, ni siquiera de pólvora pírica, con la que se puede aniquilar a cien o mil hombres de un solo golpe. Mi arma es algo jamás visto y de una potencia inaudita: alberga la capacidad destructiva de una idea, y puede aniquilar a naciones enteras.
Maquiavelo, puede que por vez primera, intuyó remotamente en qué consistía la naturaleza íntima del arma de Leonardo.
—Así pues, has engendrado una idea que, por sí sola, sin necesidad de una aplicación práctica y técnica, a diferencia de esta maravillosa nave, puede ocasionar muerte y destrucción...
—Indirectamente, sí. Hoy te has escandalizado cuando te he explicado que los antiguos habían descubierto que la Tierra es la que gira alrededor del Sol, y no al revés.
—¡Eso es una herejía grave!
—Entonces imagina que pudiéramos probar esta idea, Nicolás: no con los cálculos y las disquisiciones de Herón, que ni siquiera yo mismo alcanzo a comprender plenamente y que aun así demuestran sus afirmaciones, sino mostrando el fenómeno en sí mismo, en su propia manifestación objetiva.
—¡Pero eso es algo imposible! ¡Para demostrarlo tendrías que traer testimonios de más allá del Séptimo Cielo, de modo que su vista pudiera abarcar a un tiempo el Sol y la Tierra, como minúsculas piedras en el lecho de un río!
—Y por supuesto crees que no sería capaz de hacerlo, a menos que fuera Dante Alighieri resucitado en persona. Pero imagina qué sucedería si pudiera demostrarse en la práctica la rotación de la Tierra alrededor del astro.
Nicolás estaba madurando en su interior las palabras de Leonardo y comenzaba a comprender:
—Una terrible subversión de las almas y las mentes...
—Te he hablado de cuán inmenso es el saber que contienen los libros perdidos de Alejandría que han llegado hasta mí por diversas vías. Sólo he comprendido algunas pocas de esas ideas, y muchas menos son las que he logrado poner en práctica, siempre en el más absoluto secreto. Pero mi mente sí ha comprendido una intuición de Herófilo, transmitida por Erasístrato, y ha penetrado en su estructura profunda, gracias a la providencial casualidad y a la oportuna excavación del Arno. Ahora estoy en posesión de la prueba auténtica de una idea más revolucionaria que la de la rotación de la Tierra alrededor del Sol. Y esta idea puedo defenderla ante quien se tercie, en batalla dialéctica, y estoy dispuesto a emplear mi vida entera en ello. Puedo ponerla a prueba, o mejor dicho, podría...
—¡No puedes, porque te faltan los libros de Herófilo y Erasístrato!
Leonardo, con semblante triste, hizo un gesto afirmativo.
—Tal vez tengas razón. He podido subsanar la destrucción de los simios y los hombres negros, he renunciado también a los huesos que en Livorno custodiaba para mí ser Filippo Del Sarto. He hallado fragmentos de Herófilo en obras de autores más recientes que apenas comprendían algo de la ciencia exacta de Alejandría. Pero puede que todo ello no me baste para corroborar, con números y con las pruebas del puro intelecto, mi teoría basada en una hipótesis inquebrantable...
—Hablas de teoría: luego una idea volátil, que se invalida por sí sola...
—No, Nicolás, teoría según lo entendían los antiguos: un proceso deductivo de lógica férrea que parte de una hipótesis o de un sólido fundamento. Galeno ya no comprendía los razonamientos de Herófilo, y se le antojaba absurdo que partiendo de una misma hipótesis éste admitiera distintas deducciones, con lo que negaba la veracidad en términos absolutos de cualquiera de las soluciones halladas...
—Admitirás que cuando menos es contradictorio, Leonardo...
—Al contrario, porque Herófilo había alcanzado un conocimiento que con el tiempo se perdió, y que demostraba que no es posible conocer la verdad de las cosas, sino sólo tener una percepción de ellas, que muy bien puede ser falaz. Lo ejemplifica con dos cuerpos que se ven uno al otro y que se mueven en un espacio libre de referencias externas: ninguno de los dos sabrá decir quién está quieto y quién se mueve, o si ambos lo hacen. Sí, Nicolás, las teorías de Herófilo, observadas con espíritu límpido e inteligencia resuelta, pueden proporcionarnos la solución más cercana a la verdad, o al menos la explicación más plausible del fenómeno. Debemos aceptar sus teorías como si las leyéramos en las Sagradas Escrituras.
—No sigo el hilo de tus razonamientos, Leonardo. Pero, incluso aceptando que el libro de Erasístrato se haya perdido irremediablemente, ¿si te hubieran entregado el de Herófilo, dispondrías de pruebas convincentes para probar tu misteriosa teoría?
—Si te mostrara
la simiente del hombre
, Nicolás, no darías crédito a tus ojos...
—Te creo, Leonardo, como creo haber comprendido el alcance de tu descubrimiento. Eres el más extraordinario de los hombres jamás nacidos y tu inteligencia es soberana: los alejandrinos, cuyos textos tanto admiras, quizá te superaran en sus doctrinas, pero no en ingenio, en capacidad y mucho menos en arte. Pero debo decirte también que eres el hombre más ingenuo que conozco...
—¿En qué se basa tu afirmación?
—En que un maestro como ser Michele Almieri, cuya mente apenas alcanza a contar ladrillos y a calcular la capacidad de carga de un arco, te ha tomado el pelo a su antojo y te ha utilizado a su placer como si fueras una mujer.
Leonardo le lanzó una mirada circunspecta a Maquiavelo, no sin una chispa de vaga incertidumbre.
—¡Almieri me proporcionó cuanto le pedí!
Nicolás movió enérgicamente la cabeza:
—Dime, maestro, ¿es cierto que esta máquina puede llevarnos a la excavación del Arno en un solo día?
—Sí, siempre y cuando no hallemos demasiados obstáculos en nuestra travesía. Por otra parte el camino es directo: en estos momentos deberían estar a punto de allanar el último talud de tierra que separa mi canal del río Arno, de modo que estas aguas por las que avanzamos desviarán en breve su curso y dejarán Pisa desabastecida, como vuestro Consejo decretó.
—Entonces da a la nave la máxima potencia.
Dispusieron de mucho tiempo para reflexionar, mientras las aguas del Arno rompían veloces en los flancos del milagroso carro anfibio, y para Nicolás fue como si todas las noticias que había ido recogiendo fragmentariamente, casi todas ellas contradictorias en apariencia, de repente encajaran unas con otras en un cuadro comprensible. En primer lugar estaba Violante, quien le había preguntado en más de una ocasión dónde se escondía Leonardo, a pesar de que tal particular no era en ningún caso de su incumbencia. Luego la conjura contra ser Piero, cuyo fracaso planeado debía redundar en un bien para la República y que, en cambio, a punto estuvo de consumarse, ya que Violante era un espía de los Médicis. Pero ¿estaba seguro de ello? ¿De verdad que ser Piero debía morir? Reconstruyó de nuevo cada uno de sus movimientos, visualizando al detalle las acciones de los Piagnoni y de los guardias, en aquellas horas y aquellos minutos terribles. ¡Sólo había una persona que había arriesgado su vida, en la conjura, y no era otra que él mismo! Únicamente la aparición de la esplendorosa mujer negra, en el milagroso carruaje de Leonardo, le había permitido escapar a su suerte.
Una idea fulminante y clara conquistó de improviso la imaginación de Nicolás: ¿y si él, Secretario de la República, no había sido más que un anzuelo para dar finalmente con el escondite de Leonardo?
El paisaje del Arno se transformó: las orillas ordenadas y florecidas dieron paso a zarzales ensombrecidos y cerrados que escondían bestias salvajes y perros rabiosos que ladraban a sus plomizas aguas. Nicolás miraba pensativo aquel abandono, que alimentaba su melancolía. Así pues, Leonardo había hallado algunos huesos y sobre ellos había levantado su teoría, origen de un arma terrible cuyas raíces había que buscar en las profundidades y que era de naturaleza inmaterial. Además, San Marco le había brindado los medios necesarios para llevar a cabo su obra, a través del maestro Almieri. Y otra potencia, enemiga de los venecianos, había intentado por todos los medios detener sus planes, y, sirviéndose de sicarios, había dado muerte en Livorno a ser Filippo y en las marismas de Maremma a Durante, con objeto de robarles los libros de Herófilo y de Erasístrato. Y esa potencia quería también la muerte de Leonardo, y la suya propia, a toda costa.
El escenario seguía cambiando velozmente, y los melancólicos árboles esqueléticos se fueron espaciando hasta que sólo quedaron las rocas escarpadas de la Gonfolina, el despeñadero por el que el río desfilaba alejándose de la llanura de Florencia y Pistoia para correr libremente hacia el mar. Nicolás reflexionaba sobre ser Filippo Del Sarto y Durante, ambos colaboradores y mensajeros de Leonardo. Cada cual con un libro clave: ser Filippo, el de Erasístrato; Durante, el de Herófilo. El primer códice procedía de los derrotados califatos de España, el segundo de las bibliotecas de Constantinopla, desvanecidas en la ruina del Imperio de Oriente. Pero sus raíces estaban en otro lugar, mucho más antiguo: ambos libros, desconocidos para Occidente, se remontaban a la destruida Biblioteca de Alejandría, sede de un vastísimo saber que con el tiempo había sido olvidado. ¿De verdad era el Dux quien trenzaba los hilos que unían Florencia con todos esos lugares y tiempos remotos? Era como si unos brazos increíblemente largos lograran abrazar y remover las aguas de todo el mar Mediterráneo para hurgar en sus tierras. Y como si, a través de Portugal, y por consiguiente pasando por la costa española, consiguieran llegar hasta el periplo del África y hasta los negros de piel oscurísima que habitaban más allá del inmenso desierto libio.
El horizonte se abrió por fin en una llanura baja circundada por campos fértiles y granjas, por la que el Arno se prodigaba, apaciguando su curso y describiendo mansamente meandros y bancales en forma de herradura, ensanchando su cauce, ya no como el torrente impetuoso y traidor que discurría imprevisible por entre las tierras florentinas. Maquiavelo estaba cavilando un plan para el futuro inmediato, cuando Leonardo le llamó, exaltado.
—¡He aquí el canal! En este punto el cauce del Arno se extiende hacia el norte, antes de entrar en la ciudad de Pisa. Y esa sombra alargada que proyecta el ocaso y que arranca del promontorio de la presa, hermosísima y directa como una lanza, es mi excavación, ¡la nuestra, Nicolás!
Era como si Leonardo se hubiera olvidado de su misteriosa y devastadora teoría: ahora sólo tenía ojos y palabras para su enorme obra proyectada, a esas alturas ya próxima a la primera prueba de su efectividad. Pero Nicolás tenía la mente despierta y sus pensamientos no se alejaban de sus perseguidores: a pesar de que los habían despistado y que les llevaban mucha ventaja, el peligro seguía acechando para todos ellos.