—Así es. Puede que hayan visitado todos esos mundos.
La luz ambiente cambió y Luis vio que la pantalla de sombra retrocedía hacia el antigiro.
—Va siendo hora de aterrizar —dijo.
—Tú dirás dónde.
Sobrevolaban el campo de girasoles, que empezaba a encenderse con la luz solar.
—Tuerce a la derecha. Sigue la divisoria, y no pares hasta que veas tierra de verdad. Hay que aterrizar antes del amanecer.
Chmeee trazó el recorrido en una gran curva. Luis señaló:
—Allí, ¿ves?, donde la orilla se acerca hacia nosotros y los girasoles se extienden hacia ambos lados. Supongo que esas plantas no podrán cruzar las aguas. Aterrizaremos en la otra orilla.
El módulo entró en la atmósfera. Delante y alrededor del vehículo se alzaron llamas, cubriéndolo todo con un resplandor blanquecino. Chmeee mantenía el módulo con la proa levantada, reduciendo la velocidad poco a poco, para bajar progresivamente. El mar desfiló debajo de ellos; como todos los mares del Mundo Anillo había sido construido en plan de recreo, con una línea costera muy complicada llena de calas y playas de muy poca pendiente, hasta llegar a una profundidad uniforme y no excesiva. Había bosques de sargazos y numerosas islas con playas de blanca y limpísima arena. A contragiro se abría una vasta pradera.
La plaga de girasoles había lanzado sus brazos en dos direcciones para rodear el mar. Entre ellos brillaban los meandros de un río que desembocaba formando un delta. Hacia babor, los girasoles encontraban una zona pantanoso con otro río que desaguaba. A Luis le pareció ver el avance silencioso de la plaga, lento como el fluir de los glaciares.
Los girasoles habían advertido la presencia de la nave.
Una explosión de luz debajo de ellos hizo que los cristales de la nave se oscurecieran al instante. Luis y Chmeee quedaron a ciegas.
—No temas, a esta altura no podemos chocar con nada —dijo Chmeee.
—Estas estúpidas plantas nos habrán confundido con algún pájaro. ¿Ves algo?
—Veo los instrumentos.
—Bajemos ocho kilómetros y dejémoslas atrás.
Al cabo de unos minutos, los cristales recuperaron su transparencia. A sus espaldas, el horizonte se llenaba de destellos: eran los girasoles que todavía intentaban atraparles. Por delante…
—Una población.
Chmeee se acercó más. Era un doble anillo de chozas.
—¿Aterrizamos en medio?
—Yo no lo aconsejaría. Aterricemos cerca, pero no en medio, me gustaría saber qué son sembrados para esa gente.
—Procuraré no quemar nada.
A un kilómetro y medio de la aldea, Chmeee frenó el módulo con el motor de fusión y se posó en la sabana. En el último instante, Luis observó unos remolinos en la hierba y que tres seres parecidos a unos elefantes enanos, pero de color verde, alzaban sus trompas cortas y chatas para lanzar unos barritos de advertencia y echaban a correr.
—Los nativos deben de ser ganaderos —dijo Luis—. Hemos iniciado una estampida.
Un número considerable de aquellos animales verdes estaba emprendiendo el éxodo.
—Feliz vuelo, capitán.
Los instrumentos mostraban que la atmósfera era similar a la terrestre, cosa, por otra parte, nada sorprendente. Luis y Chmeee se endosaron corazas de impacto: el material, de aspecto semejante al cuero y no demasiado rígido, se endurecería como el acero al menor contacto de una lanza, una flecha o una bala. Llevaron paralizadoras sónicas, máquinas traductoras y binoculares, y bajaron por la rampa hasta pisar la hierba que les llegaba a la cintura.
Las chozas se alzaban muy juntas y unidas por un vallado. El sol se hallaba en el cenit, naturalmente. Amanecía y era posible que los nativos aún no hubieran despabilado. Las chozas no tenían ninguna ventana, excepto una cuyo tamaño era el doble de las demás, y que ostentaba una especie de balcón. Quizá les habían visto ya.
Los nativos dieron muestras de su presencia al acercarse Luis y Chmeee.
Una multitud saltó la cerca lanzando chillidos en falsete. Eran bajitos, rojos y de figura humana, y corrían como demonios. Llevaban redes y azagayas. Luis vio que Chmeee sacaba la pistola paralizadora, e hizo lo propio. Los humanoides rojos pasaron de largo y siguieron corriendo. Luis y Chmeee se quedaron solos.
—¿Hemos sido ofendidos? —preguntó Chmeee.
—No. Como es natural, han salido a detener la estampida. No se les puede criticar por su buen sentido. Entremos. Tal vez haya quedado alguien en casa.
Así fue.
Unas docenas de chiquillos pieles rojas les contemplaban desde detrás de la cerca. Eran delgados; incluso los bebés parecían tan flacos como cachorros de galgo. Luis se detuvo delante de la valla y les sonrió. No le hicieron mucho caso, casi todos se habían agrupado alrededor de Chmeee.
El suelo del círculo interior que había entre las chozas era de tierra. Dentro de un ruedo de piedras se veían los restos de una hoguera. Un cojo con muletas salió de una de las cabañas y se acercó con una celeridad más bien propia de un paso gimnástico, según Luis. Llevaba un faldón de cuero provisto de dibujos decorativos. Tenía las orejas largas y salientes, con la marca de una antigua herida en una de ellas. Tenía los dientes limados, al menos en apariencia, ya que los críos sonreían y reían, y también ellos, incluso los muy pequeños, mostraban los dientes limados. A lo mejor era que les crecían así.
El viejo se detuvo junto a la cerca. Sonrió y les hizo una pregunta.
—Todavía no hablo tu idioma —dijo Luis.
El viejo asintió e hizo un gesto con el brazo hacia arriba. ¿Una invitación?
De entre los críos más mayores uno, o mejor dicho una, ya que iban desnudos, se atrevió a saltar sobre el hombro de Chmeee, se acomodó en la pelambrera y empezó a registrarle. Chmeee se quedó muy quieto y preguntó:
—¿Qué hago ahora?
—No lleva ningún arma. Que no se dé cuenta de lo peligroso que eres.
Luis saltó la valla. El viejo se hizo atrás, como consintiéndolo. Chmeee le siguió con precaución, sin dejar de llevar la niña a cuestas, agarrada a su espesa melena.
Luis, Chmeee y el cojo se sentaron junto a la hoguera, rodeados de niños, y se pusieron a enseñar el idioma nativo a las traductoras miniatura. Para Luis era una tarea rutinaria, pero lo más sorprendente fue que también pareciese que era rutinaria para el viejo; ni siquiera se sobresaltó al oír las voces de las máquinas.
Se llamaba Shivith hooki-Furlaree y toda una letanía más. Tenía una voz aguda y cantarina. Su primera pregunta inteligible fue:
—¿Qué coméis vosotros? No lo digáis si no os place.
—Yo como plantas, animales marinos y carne, todo pasado por el fuego. Chmeee come carne sin pasar por el fuego —dijo Luis, y por lo visto fue suficiente.
—Nosotros también comemos carne sin pasar por el fuego. Chmeee es un visitante raro —titubeó Shivith—. He de deciros una cosa, nosotros no hacemos rishathra. No os consideréis ofendidos por eso.
Ante la palabra rishathra la máquina traductora se limitó a emitir un zumbido.
—¿Qué es rishathra? —preguntó Chmeee.
El viejo se mostró sorprendido.
—Creí que se llamaba igual en todas partes.
Inició la explicación. Chmeee guardó un extraño silencio mientras el viejo desarrollaba el tema, procurando evitar las palabras desconocidas.
Rishathra eran relaciones sexuales entre individuos de distintas especies.
Todo el mundo conocía la palabra. Muchas especies la practicaban. Para unos, podía ser un sistema mutuo de control de la natalidad; para otros, la ceremonia inicial de una operación de comercio. Para algunos era tabú. Aquel Pueblo no necesitaba decretar el tabú. Simplemente era que no podían; les fallaban los estímulos sexuales. Quizá fuese cuestión de feromonas distintas.
—Si ignorabais eso, es que venís de muy lejos —dijo el viejo.
Luis habló de sí mismo, de cómo venía de las estrellas, de más allá del Arco. No, ni él ni Chmeee habían practicado nunca rishathra, aunque había mucha variedad dentro de su propia especie. (Se acordó de una muchacha wunderlandesa treinta centímetros más alta que él y seis kilos más ligera, una pluma entre sus brazos). Habló de la diversidad de los mundos y de la vida inteligente, pero omitiendo toda alusión a las guerras y a las armas.
Las tribus del Pueblo criaban muchas especies de animales. Les gustaba la variedad, pero no les gustaba pasar hambre y, por lo general, no era posible tener juntos los rebaños de distintas especies. Por eso las tribus se mantenían en contacto, para celebrar intercambios durante sus fiestas. A veces, hacían permuta de rebaños, lo cual era como mudar de estilo de vida: uno podía pasarse medio falan aprendiendo e instruyendo al vecino antes de despedirse de él. (Unfalan eran diez vueltas, diez rotaciones del Mundo Anillo, a razón de setenta y cinco días de treinta horas cada uno).
¿Se inquietarían los pastores por la presencia de forasteros en su aldea? Shivith dijo que no les importaba, que dos forasteros solos no eran peligrosos.
¿Cuándo regresarían? A mediodía, explicó Shivith.
Llevaban prisa por lo de la estampida, de lo contrario se habrían detenido a parlamentar.
Luis preguntó:
—¿Os coméis la carne nada más haber sacrificado al animal?
Shivith sonrió y dijo:
—No. Mejor al cabo de medio día, porque un día y una noche sería esperar demasiado.
—¿Nunca habéis…?
Chmeee se puso en pie de pronto, depositó con suavidad a la niña en el suelo y desconectó su traductora.
—Necesito ejercicio y soledad, Luis. ¡Tanto tiempo de encierro ha sido perjudicial para mis nervios! ¿Me necesitas para algo?
—No. ¡Eh!
Chmeee ya había saltado la valla, y se volvió. Luis le advirtió:
—No te quites el equipo. De lejos no se adivina que seas inteligente. Y no caces ninguno de los elefantes verdes.
Chmeee hizo un saludo y desapareció por entre la hierba.
—Tu amigo es rápido —dijo Shivith.
—Yo también tengo que irme. Hay algunas cosas que debo solucionar.
Durante la primera visita al Mundo Anillo, sobrevivir y salir de allí habían sido sus únicas preocupaciones. Sólo después, en medio de la seguridad y del ambiente familiar de Resht, en la Tierra, empezó a trabajar la mente de Luis. Recordó que había destruido una ciudad.
Las pantallas de sombra se disponían en un anillo concéntrico con el del Mundo, en número de veinte, mantenidas entre el sol y el suelo por medio de un hilo delgado invisible. El sistema quedaba en tensión porque giraba a más velocidad que el Anillo sobre sí mismo.
El «Embustero», al caer libremente debido a la pérdida de sus propulsores, había chocado con los hilos de una de las pantallas y éste se había desprendido. El hilo, un sedal único de muchos miles de kilómetros de longitud, cayó como una nube de humo sobre una ciudad habitada.
Luis lo había utilizado para remolcar el «Embustero».
Lograron localizar uno de los extremos y amarrarlo a un vehículo de emergencia (la cárcel flotante de Halrloprillalar). Luis no supo exactamente lo que ocurrió con la ciudad, pero era fácil adivinarlo. Aquel material era tan fino como la seda y tan resistente que cortaba el metal de los fuselajes. Cuando sus espiras se contrajeron, debió de hacer añicos las edificaciones.
Aquella vez, los nativos no tendrían que sufrir por la llegada de Luis Wu. Si era malo padecer el síndrome de abstinencia, peor sería añadirle a eso una sensación de culpabilidad. La primera consecuencia de su llegada había sido la estampida del ganado, y Luis se propuso remediar eso.
Fue un trabajo difícil.
En un momento dado decidió tomarse un descanso y se asomó a la cabina de mandos. Le preocupaba el kzin. Incluso un ser humano (un terrícola de hace quinientos años, digamos, llegado a una próspera madurez) quedaría desconcertado si se sintiera de pronto como un adolescente, interrumpida la progresión gradual hacia la muerte, la sangre hirviendo de humores poderosos y desacostumbrados, y cuestionada incluso la propia identidad. El pelo que vuelve a espesarse y cambia de color, las cicatrices que desaparecen…
¿Por dónde andaría Chmeee?
Aquella hierba era extraña, en las proximidades del campamento llegaba hasta la cintura; hacia el sentido del giro había una gran extensión segada casi a ras de tierra. Luis alcanzó a ver la manada que se desplazaba siguiendo la divisoria, conducida por los humanoides pieles rojas, y que dejaba tras de sí un rastro casi de color tierra.
Desde luego, aquellos elefantitos verdes, eran eficientes. Sin duda, los pieles rojas se verían obligados a cambiar con frecuencia el lugar de acampada.
Luego, Luis vio una agitación en las hierbas cercanas. Aguardó con paciencia a verla otra vez y, de pronto, divisó un relámpago anaranjado. En cuanto a la presa de Chmeee, Luis nunca llegó a verla. Menos mal que no andaban los humanoides por allí. Volvió a su trabajo.
Cuando regresaron los pastores encontraron el banquete ya preparado.
Venían en grupo, charlando animadamente. Se detuvieron a examinar el módulo de aterrizaje, pero sin aproximarse demasiado. Algunos de ellos rodeaban a uno de los elefantes verdes (¿para la comida?). Cuando entraron en el poblado, los portadores de azagayas se pusieron en cabeza de los demás, aunque pudo tratarse de una coincidencia.
Se detuvieron, sorprendidos, cuando vieron a Luis y a Chmeee, éste con una criatura en cada hombro, y delante de ellos como media tonelada de carne ya troceada sobre un pellejo limpio.
Shivith presentó a los forasteros con una descripción breve y bastante exacta de lo que habían manifestado. Luis estaba dispuesto a oírse llamar embustero, pero no ocurrió tal cosa. Fue presentado a la jefa de la tribu, una mujer de un metro y medio de estatura que se llamaba Ginjerofer y que se inclinó y sonrió, mostrando unos dientes sorprendentemente afilados. Luis trató de imitar su reverencia.
—Shivith nos ha contado que os gusta la variedad en las carnes —dijo Luis, con un ademán hacia lo que había traído de la cocina del módulo.
Tres de los nativos se llevaron el elefante verde y lo condujeron, empujándolo con las astas de las lanzas, hacia donde pastaba el resto de la manada. La tribu se reunió para el banquete. Otros nativos, salidos de cabañas que Luis había creído vacías, se sumaron al convite. Se trataba de los ancianos, en número como de una docena, y si hasta ese momento Luis había pensado que Shivith era viejo, fue sólo porque no estaba acostumbrado a ver personas con la piel arrugada, las articulaciones deformadas por la artrosis y los cuerpos desfigurados por viejas cicatrices. Se preguntó por qué habrían permanecido ocultos, y supuso que mientras él y Chmeee dialogaban con Shivith y los niños, debieron apuntarles con flechas desde sus escondrijos.