El gigante regresó dando traspiés bajo el peso de un peñasco. Chmeee fue a ayudarle, titubeó un instante al considerar el tamaño de la piedra, y luego completó la intención. Volviéndose con ella en los brazos, y aunque se le notaba el esfuerzo en la voz, consiguió articular:
—¿Qué hago con esto, Luis?
Era una tentación: ¡Bah! ¡Hay tantas posibilidades! Dame un minuto para pensarlo… Pero los dioses no meditaban sus mandamientos, y tampoco podía permitir que se le cayera la piedra a Chmeee mientras el gigante estaba mirándole.
—Envolvedla en malla superconductora, y atad el paquete con alambre superconductor, con muchas vueltas y nudos bien apretados. Bien, y ahora necesito un hilo algo más fuerte y capaz de resistir las temperaturas elevadas.
—Tenemos las cadenas moleculares Sinclair.
—Necesitamos menos de treinta kilómetros de eso. Ha de ser más corto que el hilo superconductor.
Luis se alegró de haber realizado una inspección previa. Había descuidado la posibilidad de que el hilo superconductor no tuviese resistencia suficiente para anclar la placa repulsora, una vez el paquete formado con ésta hubiese ganado altura. Pero la cadena Sinclair era un material fantástico, y lo resistiría.
Luis volaba alto y rápido hacia el sentido del giro. La sabana tenía demasiadas manchas pardas; entre los elefantes verdes y los gigantes, a la hierba le costaba reponerse. A proa, una línea brillante al otro lado del mar daba cuenta de la presencia de los girasoles.
El rey gigante miraba a través del cristal de las escotillas.
—Tal vez debí traer mi armadura, después de todo.
Chmeee resopló, despectivo:
—¿Para combatir contra los girasoles? El metal se recalienta.
—¿Cómo conseguiste esa armadura? —preguntó Luis.
—Hicimos una carretera para el Pueblo de la Máquina. Ellos pusieron a nuestra disposición las praderas por donde tenía que pasar; y luego forjaron armaduras para los reyes de las tribus. Pero nosotros continuamos nuestro camino. No nos gustó el aire de esa gente.
—¿Qué tiene de malo?
—Huele mal y deja mal sabor, Luis. Huele como lo que beben algunas veces. Es lo mismo que echan en sus máquinas, pero sin mezcla.
Chmeee dijo:
—A mí me ha extrañado la forma de tu armadura. No te queda a la medida, y me preguntaba el porqué.
—Esa forma pretende atemorizar e infundir respeto, ¿no te parece?
—No —dijo Chmeee—. Es la forma de los que construyeron el Mundo Anillo.
—¡Quién puede saber eso!
—Yo lo sé —dijo Luis, haciendo que el gigante mirase hacia lo alto con nerviosismo.
La hierba, más crecida en aquel lugar, llegaba hasta el lindero de un bosque. El resplandor de los girasoles estaba cada vez más cercano. Luis hizo descender la naveta a unos treinta metros y redujo la velocidad drásticamente.
El bosque llegaba hasta una larga playa blanca. Luis redujo todavía más y el módulo bajó y bajó, hasta casi rozar el agua. Los girasoles se desinteresaron de él.
Siguió acercándose al resplandor, ahora amortiguado. El lago estaba en calma, apenas rizada la superficie por la brisa que les llegaba de popa. El cielo despejado, azul y sin la menor traza de nubes. Sobrevolaron islas diminutas y medianas, con abundancia de playas y de salientes y entrantes costeros. Algunas mostraban picos con las cumbres carbonizadas. Dos de las islas habían sido invadidas por los girasoles.
A ochenta kilómetros de la orilla opuesta, los girasoles volvieron a mostrarse activos. Luis detuvo el módulo.
—No creo que piensen convertimos en abono —dijo—. Volamos demasiado lejos y demasiado bajo.
—Plantas estúpidas —despreció Chmeee.
El rey gigante dijo:
—Son astutas. Incendian los bosques, y cuando los han reducido a cenizas, la planta de fuego esparce su semilla.
¡Pero estaban sobre el agua!… Más valía dejarlo.
—Rey de los Gigantes Herbívoros, ha llegado tu hora. Echa la piedra por la borda, pero no te enredes con el hilo.
Luis abrió la doble compuerta e hizo que descendiera la rampa. El rey gigante salió, exponiéndose al terrible resplandor. El peñasco se zambulló hasta siete metros de profundidad, arrastrando su cola de hilo plata y negro.
Era como si les saludaran con faros lejanos; las plantas se agrupaban en el intento de abrasar la nave, pero luego desistieron. Buscaban cosas que se movieran, pero no iban a lanzar sus rayos por encima, digamos, de las aguas vivas, o de una catarata. Lo mejor para ellas eran los ambientes semiáridos…
—Saca la plataforma repulsora, Chmeee, y ajústala para… unos veintiocho kilómetros de altura, no vayamos a perder el sedal.
El rectángulo negro se elevó, arrastrando los hilos negro y plata. El sedal de cadena Sinclair era tan fino que debía resultar invisible, pero se descubría por su reflejo plateado; un nimbo brillante relucía alrededor de la plataforma repulsora, cada vez más empequeñecida por la altura. Ahora era un punto negro, mucho menos aparente que el halo de claridad que lo rodeaba. A aquella altura constituía un blanco ideal para las hordas de girasoles.
Una corriente eléctrica pasa por un superconductor sin encontrar resistencia alguna. Por esa propiedad resulta muy valioso para la industria. Pero los superconductores aún tienen otra propiedad: su temperatura es siempre uniforme en todos sus puntos.
El aire y las partículas de polvo, así como el hilo de Sinclair, se pusieron incandescentes cuando los girasoles les dirigieron sus rayos; en cambio, la malla superconductora y el hilo conservaban el color negro. Bien. Luis parpadeó, deslumbrado, y dirigió la mirada hacia el agua.
—Entra, Rey del Pueblo de la Pradera, antes de que te hagan daño —dijo.
Alrededor de donde los dos hilos se hundían en el agua, ésta empezó a hervir. Una nube de vapor se elevó en la dirección del resplandor, hacia el giro. Luis dejó que el módulo derivase hacia estribor. La zona de agua en ebullición era ya bastante ancha.
Los Ingenieros del Mundo Anillo habían construido sólo dos mares profundos, los Grandes Océanos, situados en regiones diametralmente opuestas a fin de que se equilibrasen. Los demás lagos y mares del Anillo apenas tenían siete u ocho metros de profundidad en todos sus puntos. A ellos, como a los humanos, sólo les interesaba la superficie del mar. Lo cual ahora favorecía las intenciones de Luis, permitiendo llevar a ebullición todo el lago.
La nube de vapor alcanzaba ya la costa.
Los dioses no prorrumpen en exclamaciones de júbilo, y era lástima.
—Mira, mira, hasta que te canses —le dijo al rey gigante.
—Grrrr —exclamó Chmeee.
El gigante dijo:
—Empiezo a comprender, pero…
—Habla.
—Las plantas de fuego abrasan las nubes hasta conseguir que desaparezcan.
Luis disimuló su incertidumbre.
—Espera y verás. Que nuestro invitado coma unas lechugas, Chmeee. Tal vez os parecerá mejor comer a puerta cerrada.
Estaban ochenta kilómetros a estribor del hilo anclado y a babor de una isla grande y desértica. Ésta les servía para interceptar el cincuenta por ciento del brillo de los girasoles, interesados todavía en incinerar el módulo de aterrizaje… pero la mayoría estaban ya ocupados en otras cosas. Algunos enfocaban el brillo hacia el rectángulo negro que flotaba a gran altura; otros, contra la nube de vapor.
El agua hervía ya en una extensión de varias hectáreas alrededor del hilo y de la roca sumergida. La nube de vapor se extendía sobre todo el lago, en una distancia de ochenta kilómetros hasta la orilla, donde estaba siendo incendiada. La tormenta de fuego llegaba hasta diez kilómetros tierra adentro, y allí desaparecía.
Luis dirigió el telescopio hacia la nube de vapor. Observó cómo hervía el agua. Las plantas empezarían a morir. Una franja de diez kilómetros no recibía luz solar alguna, y alrededor de ella las plantas desperdiciaban su energía luchando contra la nube, en vez de sintetizar el indispensable azúcar. Aunque una franja de diez kilómetros no era nada, nada en comparación con la extensión cubierta por la plaga y que equivalía a todo un mundo.
Entonces vio otra cosa que le hizo volver la mira hacia arriba.
El hilo plateado caía, y flotaba hacia el sentido del giro bajo el empuje del viento. Los girasoles habían quemado la cadena molecular Sinclair. Luis profirió lentamente el monosílabo que denotaba su impotencia. Pero el sedal de hilo superconductor seguía de color negro.
Resistiría. Seguro que resistiría.
Ninguno de sus puntos tendría una temperatura superior a la del agua hirviendo; por más que concentrasen sus rayos sobre él las plantas, eso no serviría sino para que el agua hirviese más deprisa. Y aquel lago era bastante grande, y el vapor de agua no desaparece porque sí; cuanto más se recalienta, más sube.
—¡Qué bien comen los dioses! —se congratuló el gigante, después de merendarse su vigésima o tal vez trigésima lechuga blanca de Boston.
Chmeee estaba a su lado, y ambos contemplaban los acontecimientos exteriores, pero absteniéndose de comentar nada.
El agua hervía con actividad cada vez mayor. Los girasoles, naturalmente, seguían decididos a derribar aquella partícula de posible abono o aquel pájaro devorador de girasoles. Ellos nada sabían de alturas ni de distancias. Su grado de evolución no les permitiría continuar así hasta la inanición. Algunas corolas tendrían que dedicarse a alimentar el nódulo verde para la fotosíntesis, mientras otras se encargaban del turno.
Chmeee dijo en voz baja:
—En la isla, Luis.
Algo corpulento y negro vadeaba cerca de la orilla, con el agua hasta la cintura. No era ni humano ni una nutria, aunque participaba de los rasgos de ambos. Aguardó con paciencia, mientras contemplaba el módulo con sus grandes ojos pardos.
Luis hizo un esfuerzo por aparentar tranquilidad.
—¿Está habitado este lago?
—Nosotros no lo sabíamos —dijo el rey de los gigantes.
Luis acercó el módulo a la playa, sin que el humanoide diese muestras de temor. Le recubría un pelo corto, negro y aceitoso, y sus formas eran aproximadamente hidrodinámicas: cuello grueso, hombros caídos, nariz ancha y chata en un rostro sin barbilla.
Luis activó los micrófonos.
—¿Hablas el idioma de los Gigantes Herbívoros?
—Puedo hablarlo, pero despacio. ¿Qué hacéis aquí?
Luis suspiró.
—Calentamos el lago.
La tranquilidad de aquella criatura era notable. No le asombró en absoluto la idea de calentar el lago, y replicó de cara a la casa volante:
—¿Muy caliente?
—Por esta parte de aquí, sí. ¿Sois muchos?
—Treinta y cuatro, ahora —dijo el anfibio—. Éramos dieciocho cuando vinimos aquí, hace cincuenta y un falans. ¿Se va a calentar la parte de estribor del lago?
Luis suspiró aliviado, al ver que no era cierta su visión de cientos de miles de seres escaldados vivos por culpa de un Luis Wu que quiso jugar a ser Dios. Con la voz ahogada todavía por la angustia, preguntó:
—Dímelo tú. A ese otro lado desagua el río. ¿Podéis resistir mucho calor?
—Bastante. Comeremos mejor, ya que los peces van hacia las aguas calientes. Pero habría sido más educado preguntar, antes de ponerse a destruir parte de una vivienda ajena. ¿Por qué hacéis eso?
—Para exterminar las plantas de fuego.
El anfibio lo meditó.
—Bien. Si desaparecen las plantas de fuego podremos enviar un mensajero aguas arriba, hacia el lago del Hijo de Fuboobish. Deben de creernos extinguidos.
Y añadió:
—Ruego disculpas por haber olvidado las leyes de la hospitalidad. Aceptamos hacer rishathra siempre y cuando declaréis vuestro sexo y si podéis funcionar debajo del agua.
Pasó un rato antes de que Luis recobrara la voz.
—Entre nosotros nadie se acopla en el agua.
—No es muy corriente —contestó el anfibio, sin dar ninguna muestra de contrariedad.
—¿Cómo llegasteis aquí?
—Estábamos explorando aguas abajo, y la corriente nos arrastró hasta el territorio de las plantas de fuego. No se podía salir a la orilla, y dejamos que el río nos condujese hasta este lago, al que he llamado el Mar de Tuppugop, que es el nombre de este servidor. No es mal lugar, aunque hay que precaverse de la plantas incendiarias. ¿De veras creéis que podréis matarlas con la niebla?
—Creo que sí.
—He de evacuar a los míos —dijo el anfibio.
Y desapareció en medio de un chapoteo.
—Creí que ibas a fulminarle por su descaro —dijo Chmeee mirando al techo.
—Estamos en su casa —replicó Luis, y cerró el intercomunicador.
Empezaba a sentirse harto de aquel juego. ¡Estaban hirviendo el hábitat de otros, y ni siquiera poseían la certeza de que fuese a servir para algo!, pensó. Necesitaba el contactor. Ninguna otra cosa le servía, excepto la felicidad vegetativa de la corriente al pasar por los centros de placer del cerebro; ninguna otra cosa podía frenar la rabia ciega que le hacía aporrear los brazos del asiento y lanzar gruñidos de fiera, con los ojos cerrados.
Pero el tiempo, que todo lo cura, hizo que al final, transcurridas algunas horas, volviese a abrirlos.
En aquellos momentos, ya no se veía ni el hilo negro ni el agua en ebullición. Todo estaba envuelto en un inmenso banco de niebla que derivaba hacia el sentido del giro, que se volvía incandescente al llegar a la costa, y que desaparecía unos diez kilómetros tierra adentro. Más allá, se distinguía sólo el resplandor de los girasoles… y dos líneas paralelas en el horizonte.
Una recta blanca arriba, otra negra abajo, sobre unos cincuenta grados de horizonte.
Ocurre que el vapor de agua no se limita a desaparecer. Al recalentarlo había subido, volviendo a condensarse en la estratosfera. La línea blanca era el límite inferior de las nubes, atacado por los girasoles; la línea negra era la sombra que cubría ya una extensión inmensa del campo de girasoles. Para que ambas pareciesen tan próximas era preciso que el frente se extendiese hasta unos mil o mil quinientos kilómetros de distancia en todos los sentidos. Y crecía… con una lentitud exasperante, pero crecía.
En la estratosfera, el aire sería forzado a desplazarse hacia la periferia de la región de los girasoles; parte de la nube se condensaría en forma de lluvia, pero el resto del vapor de agua, mezclado con la nueva aportación del lago hirviente, circularía hacia el interior.