Read Los intrusos de Gor Online
Authors: John Norman
Hubo más vítores y gritos de entusiasmo en la arrasada vivienda de Diente Azul, en medio de cuyas calcinadas ruinas habíanse distribuido los bancos y mesas del festín.
—Svein Diente Azul y yo —dijo Forkbeard levantándose, tirando a Hilda de su regazo—, hemos tenido nuestras diferencias.
Sonaron estruendosas carcajadas.
—Sin duda —continuó—, es posible que volvamos a tenerlas.
Nuevamente hubo carcajadas.
—Un hombre, para ser grande, requiere grandes enemigos. —Entonces Forkbeard elevó su hidromiel hacia Svein Diente Azul—. Eres un gran hombre, Svein Diente Azul —dijo—, y has sido un gran enemigo.
—Ahora —dijo Svein Diente Azul—, si ello está dentro de mis posibilidades, demostraré que también soy un buen amigo.
Entonces Diente Azul se encarama a la mesa y se quedó allí de pie; Forkbeard, asombrado, hizo lo propio. Luego los hombres avanzaron resueltamente el uno hacia el otro y, llorando, se dieron un impetuoso abrazo.
Contados ojos, diría yo, en las ruinas de aquella casa, a la luz de las antorchas, bajo las estrellas, con la cumbre del Torvaldsberg a lo lejos, iluminada por el resplandor de las tres lunas, estaban secos.
Svein Diente Azul, rodeando con sus brazos a Forkbeard, gritó con voz ronca:
—¡Sabed que, de ahora en adelante, Ivar Forkbeard figura entre los Jarl de Torvaldsland!
Nos pusimos en pie y vitoreamos el inmenso honor que Diente Azul le acababa de hacer a Forkbeard.
—¡Los regalos! —gritó Ivar Forkbeard. Sus hombres se adelantaron portando cofres y abultados sacos. Esparcieron su contenido enfrente de la mesa. Era el botín del templo de Kassau, y los zafiros de Schendi. Sus hombres distribuyeron las riquezas. Luego se ordenó a las esclavas recoger los zafiros en copas y llevarlas a todas las mesas, sirviéndolas a los hombres como si se tratara de vino. Ivar Forkbeard se acercó a mí personalmente y me puso en la mano un zafiro de Schendi.
—Gracias, Ivar —dije. Y me lo guardé en la talega. Para mí era un obsequio repleto de significado.
—¡Ivar! —gritó Svein Diente Azul, no bien el botín se hubo distribuido, señalando a Hilda, que, con su collar, desnuda, estaba abrazada al costado de Forkbeard—. ¿No vas a regalar también esta preciosa chuchería?
—¡No! —exclamó Forkbeard, soltando la carcajada—. ¡Esta preciosa chuchería, esta linda bagatela, me la guardo para mí!
—Entonces tomó a Hilda en brazos y la besó. Ella se fundió con él, en el fantástico y total sometimiento de la esclava.
—¡Visitantes! —gritó un hombre—. ¡Visitantes que desean entrar en la casa de Svein Diente Azul!
Miramos hacia donde estuvieran las inmensas puertas de la casa de Svein Diente Azul.
—Dales la bienvenida —dijo Diente Azul, y, personalmente, abandonó la mesa, portando una jofaina de agua y una toalla para recibir a los invitados en el umbral.
—Refrescaos —les invitó— y pasad.
Dos hombres, con séquito, respondieron al saludo de Svein Diente Azul; se lavaron las manos y la cara, y se adelantaron.
Me puse en pie.
—Te hemos buscado —explicó Samos de Puerto Kar—. Temía que llegáramos demasiado tarde.
—¿Cómo es que me hayáis buscado? —pregunté.
—El veneno —contestó—, el que impregna las espadas de los hombres de Sarus de Tyros, se esconde aún en tu cuerpo.
—No hay antídoto —afirmé—. Eso me dijo Iskander de Turia, que conoce la toxina.
—Guerrero —dijo el hombre que iba con Samos—, os traigo el antídoto.
—Tú eres Sarus de Tyros —dije—. Buscabas mi apresamiento y mi vida. Hemos luchado como enemigos en los bosques.
—Habla —dijo Samos a Sarus.
Sarus me miró. Era un hombre flaco, de ojos claros y músculos firmes, marcado por numerosas cicatrices. No era de buena familia, pero había ido ascendiendo de graduación hasta alcanzar la capitanía en Tyros. Su acento no era de casta alta; lo había adquirido en los muelles de la isla Ubarato de la precipitosa Tyros, en la que, durante años, según mis informes, había sido el jefe de pandillas de criminales; tras su detención, lo habían llevado a rastras delante de Chenbar, el Eslín Marino, para que lo condenara al empalamiento; a Chenbar le había agradado su aspecto, y, en vez de eso, había hecho que le enseñaran a manejar la espada; dada su habilidad e inteligencia el joven y robusto bandido había ascendido rápidamente en el servicio del Ubar; eran como hermanos; yo estaba seguro de que no había en Tyros hombre más leal a su Ubar que Sarus.
—Las armas de mis hombres y las mías propias, sin saberlo nosotros, fueron tratadas, antes de que partiéramos de Tyros, con una toxina compuesta por Sullius Maximus, en otro tiempo un Ubar de Puerto Kar. Os juro que es así. Los de Tyros somos guerreros y nada tenemos que ver con venenos. A mi regreso a Tyros, Sullius preguntó si había habido heridos entre nuestros enemigos, y yo le informé de que, en efecto, os habíamos herido a vos con derramamiento de sangre. Su risa, como de loco, al darme la espalda, me asustó. Le obligué a decirme la verdad. Un terrible sufrimiento se adueñó de mí. Era a vos a quien mis hombres y yo, los que habíamos sobrevivido, debíamos la vida. Marlenus nos habría llevado a Ar para allí ser mutilados y empalados públicamente. Vos fuisteis magnánimo al respetamos como guerreros y hermanos de espada. Exigí un antídoto. Sullius Maximus, preso de hilaridad, arreglándose el manto, me informó de que no lo había. Resolví matarle, y luego embarcarme para Puerto Kar para que pudierais, si así lo deseabais, cortarme el cuello con vuestras propias manos. Cuando mi espada estaba a punto de atravesar el corazón del envenenador, Chenbar, mi Ubar, movido por su llanto, me ordenó que no continuara. Con presteza informé a mi Ubar de la deshonra que Sullius Maximus había causado al Ubarato. «¡Os he librado de un enemigo!» —gritó Sullius— «¡Agradecedlo! ¡Recompensadme!» «El veneno —dijo Chenbar— es un arma de mujeres, no de guerreros. ¡Me has deshonrado!» «¡Dejadme vivir!», imploró el envenenador. «¿Conservas todavía, Sarus, la espada emponzoñada?», inquirió mi Ubar. «Sí, mi Ubar», repuse. «Dentro de diez días, miserable Sullius —decretó mi Ubar—, se te cortará la carne con el acero de Sarus. Al décimo día, si de nuevo quieres mover el cuerpo por voluntad propia, sería mejor para ti que hubieras inventado un antídoto». Sullius Maximus, entonces, tembloroso y demudado, con paso incierto, fue conducido sin demora por guardias a sus aposentos, a sus redomas y productos químicos.
Sarus esbozó una sonrisa. Sacó un frasco de su talega. Contenía un líquido purpurino.
—¿Se ha ensayado? —preguntó Samos.
—En el cuerpo de Sullius Maximus —contestó Sarus—. Al décimo día, en sus brazos y piernas, y dos veces, transversalmente, en su pómulo derecho, para que su rostro quede marcado y se conozca su deshonra. Fui yo quien le herí con el acero emponzoñado, derramando sangre con cada corte.
Sonreí. Sullius Maximus era un hombre apuesto, extremadamente vanidoso, todo un lechuguino. No debió de apreciar, la alteración de su fisionomía, producida por la espada de Sarus.
—En pocos segundos —continuó Sarus— el maléfico líquido surtió efecto. Los ojos de Sullius estaban enloquecidos de miedo. «¡El antídoto! ¡El antídoto!» suplicaba. Le sentamos en una silla curui, ataviado como un Ubar, y le dejamos allí. Queríamos que el veneno actuase, que arraigara perfectamente en su organismo. Al día siguiente le administramos el antídoto. Fue eficaz. Ahora vuelve a estar en la corte de Chenbar, muy escarmentado, pero sigue desempeñando el cargo de consejero. No está muy contento, dicho sea de paso, con la desfiguración de su rostro. Se hacen muchas bromas a costa de ello en la corte. Nos tiene poco afecto, tanto a mí como a vos, Bosko de Puerto Kar.
—Te ha llamado «Bosko de Puerto Kar» —dijo Ivar Forkbeard, que se encontraba a mi lado.
Sonreí.
—Es un nombre por el que algunas veces se me conoce —expliqué.
Sarus me ofreció el frasco.
Lo cogí.
—Antes de que se produzca la asimilación —advirtió Sarus de Tyros— se padecen delirios y fiebre, pero, al final, el cuerpo se ve libre tanto de veneno como de antídoto. Os lo doy a vos, Bosko de Puerto Kar, con las excusas de mi Ubar, Chenbar, y las mías, un marinero a su servicio.
—Me sorprende —comenté— que Chenbar, el Eslín Marino, vele tanto por mi bienestar.
Sarus se echó a reír.
—No vela por vuestro bienestar. Guerrero. Más bien vela por el honor de Tyros. Pocas cosas le satisfarían más a Chenbar que batirse con vos en el anfiteatro de Tyros. Él os debe mucho: una derrota, cadenas y una mazmorra, y tiene muy buena memoria, mi Ubar. No, no vela por vuestro bienestar. En todo caso quiere que conservéis la salud y la energía para que pueda batirse con vos, equitativamente, con el frío acero.
—¿Y tú, Sarus? —pregunté.
—Yo velo por vuestro bienestar, Bosko de Puerto Kar —repuso sencillamente—. Vos me disteis la libertad, a mí y a mis hombres, en la costa de Thassa, y nos permitisteis vivir. Esto jamás lo olvidaré.
—Fuiste un buen jefe —dije—, al llevar a tus hombres, heridos algunos de ellos, desde lo alto de la costa de Thassa hasta Tyros.
Sarus bajó la mirada.
—Hay un sitio en mi casa de Puerto Kar —dije— para alguien como tú, si quieres servirme.
—Mi sitio está en Tyros. Bebed, Bosko de Puerto Kar, y restituid el honor de Chenbar, y el honor de Sarus, y de Tyros.
Quité el tapón del frasco.
—Puede ser veneno —dijo Samos.
Lo olí. Su olor era dulce, no muy distinto al de un jarabe de Turia.
—Sí —convine—, puede serlo.
—No lo tomes —me recomendó Forkbeard.
Pero había vuelto a sentir en mi cuerpo, después de la batalla, los efectos del veneno. Poco dudaba que, con el tiempo, éste me obligara a recluirme de nuevo en mi silla.
—Lo tomaré —dije.
Forkbeard miró a Sarus de Tyros.
—Si muere —amenazó—, tu muerte no será ni rápida ni agradable.
—Soy vuestro rehén —dijo Sarus.
—Tú, el llamado Sarus de Tyros —dijo Ivar—, bebe tú primero.
—No hay suficiente —observó Sarus.
—Encadenadle —mandó Forkbeard. Trajeron cadenas.
—Sarus de Tyros —dije a Ivar—, es un invitado en la casa de Svein Diente Azul.
Así, pues, no se inmovilizó a Sarus con cadenas.
Levanté el frasco hacia Sarus de Tyros.
—Brindo —dije— por el honor de Tyros.
Entonces bebí de un trago el contenido del frasco.
Las esclavas, desnudas, acarreando fardos, cargaban el navío de Ivar Forkbeard, el
Hilda
, que estaba amarrado en el muelle de los Prados de la Asamblea. Nos hallábamos sobre las tablas del muelle.
—¿No volverás a Puerto Kar con Sarus y conmigo? —preguntó Samos.
—Creo —dije sonriendo—, que me embarcaré para el sur con Ivar Forkbeard, pues he de aprender todavía a romper el gambito del Hacha del Jarl.
—Quizá cuando llegues a Puerto Kar —dijo Samos— podamos hablar de temas importantes.
Sonreí.
—Quizá.
—Me parece —comentó Samos— que noto una diferencia en ti. Creo que aquí en el norte, de alguna manera, te has encontrado a ti mismo.
Me encogí de hombros.
Un marinero pasó junto a nosotros arrastrando a Telima por el brazo. Estaba desnuda. El pelo le caía sobre la cara. Tenía las muñecas trabadas a la espalda por las toscas manillas del norte. Había pasado los últimos cinco días encadenada en un pequeño cuchitril para esclavas. Miró a Samos, y luego, rápidamente, bajó la vista.
Él miró con furia a la vulnerable muchacha. Ahora sabía muy bien cuál había sido su papel, desempeñado voluntaria y gustosamente, en el plan de los Kurii.
—Procuraré que reciba un castigo ejemplar —dijo.
—Estás hablando de una de mis esclavas —repliqué.
—¡Ah! —comentó.
—Procuraré que reciba un castigo —dije. Ella me miró. Había temor en sus ojos—. Métela en el barco —le ordené al marinero. Éste la empujó delante de él, por la plancha, y la metió en el barco.
En Puerto Kar le quitaría el collar Kur y le pondría uno de los míos. Haría, también, que la azotasen. Después serviría en mi casa, como una de mis esclavas.
Alrededor de la frente lucía un tálmit de Jarl. Esa mañana Svein Diente Azul, delante de entusiasmados hombres, me lo había colocado. «¡Tarl Pelirrojo —había dicho—, accede con su tálmit a la categoría de Jarl de Torvaldsland!» Los hombres, entre vítores, me habían alzado sobre sus escudos. Ahora, si lo precisaba, podría decirles a los valientes hombres del norte: «Seguidme, hay trabajo que hacer». Y ellos, reuniendo armas, desplegando las velas al viento dirían: «Nuestro Jarl nos ha requerido. Ayudémosle. Hay trabajo que hacer».
—Te lo agradezco —le dije a Svein Diente Azul.
—Te deseo ventura, Bosko de Puerto Kar —dijo Sainos.
—Tarl Cabot —rectifiqué.
Él sonrió.
—Te deseo ventura, Tarl Cabot —dijo.
—Te deseo ventura, Samos —repuse.
—Os deseo ventura, Guerrero —dijo Sarus.
—Y yo te la deseo a ti también, Guerrero —repuse—, Sarus de Tyros.
Samos y Sarus dieron la vuelta y abandonaron el muelle. Iban hacia el navío de Samos, en el que habían viajado al norte.
Observé a las muchachas que cargaban el barco. Aelgifu, o Budín, pasó junto a mí, y luego Gunnhild y Olga, encorvadas bajo los cofres que llevaban a la espalda. Morritos y Lindos Tobillos bajaron del navío por la plancha a buscar más fardos.
Miré al cielo. Estaba de un azul radiante.
Durante más de un día había estado acostado, con fiebre y delirios, mientras en mi cuerpo se libraba la batalla del veneno y el antídoto. Había sudado, y gritado, y sufrido dolores atroces, pero, por fin, había rechazado las pieles. «Quiero carne» —había dicho—. «Y una mujer». Forkbeard, que permaneciera a mi lado a lo largo de las horas de la solitaria lucha, me rodeó los hombros con el brazo. Había mandado traer bosko asado y leche caliente, y luego pan amarillo y paga. No bien hube dado buena cuenta de todo ello, arrojaron a Leah a mi lecho.
Leah iba siguiendo a las últimas muchachas, cargada con mis bártulos. Se quedó junto a mí. Luego Ottar, Gorm y los demás hombres de Forkbeard subieron al navío. Rollo ya estaba en él hacía rato, pues había sido el primero en subir, cargado con su hacha y numerosos bártulos, que acarreaba como si nada. Thyri, que también había subido antes, estaba junto al banco de Wulfstan, quien ya sujetaba un remo. Delante del mástil, encadenada a él por el cuello, la mirada baja, se arrodillaba Telima.