La teoría megalítica plantea problemas históricos de no escasa envergadura. De entrada, resulta indemostrable que los constructores prehistóricos de Stonehenge, por citar un ejemplo bien conocido, fueran astrónomos y poseedores de una sabiduría esotérica oculta. A decir verdad, hoy por hoy, sólo podemos especular con la finalidad del citado monumento siquiera porque carecernos totalmente de fuentes que puedan aclararnos indubitablemente el enigma.
Aún más inconsistente es la tesis de que los supuestos sabios de Stonehenge transmitieran su saber a Oriente antes del Diluvio Universal acontecido en el cuarto milenio antes de Cristo. Ciertamente, la práctica totalidad de las mitologías y religiones de la Antigüedad contienen referencias a un diluvio y las coincidencias deberían obligar a una reflexión a antropólogos e historiadores, pero de ahí a señalar que antes del mismo llegaron a Oriente sabios constructores de megalitos media un verdadero abismo.
No es menos ahistórica la afirmación de que esa sabiduría megalítica quedó depositada en las manos del sacerdocio judío que construyó el Templo de Salomón. El judaísmo de la época salomónica no contiene el menor vestigio de religiones relacionadas con el culto a los astros —como quizá fue la practicada por los constructores de Stonehenge— y aunque las fuentes históricas nos hablan de la construcción del Templo de Salomón, ésta ni corrió a cargo de los sacerdotes judíos ni estuvo vinculada a ningún rito de carácter ocultista. Sin embargo, éste es un aspecto que, como el de los templarios, abordaremos un poco más adelante.
La teoría egipcia
La teoría megalítica recoge ciertamente algunos elementos de otras explicaciones sobre el origen de la masonería. Sin embargo, dista mucho de ser la más aceptada incluso entre aquellos que insisten en proporcionar a la sociedad secreta un rancio árbol genealógico. Mayor predicamento tienen, por ejemplo, los partidarios de retrotraer el origen de la masonería al antiguo Egipto. Este es el caso de otros autores masones, entre los que ocupa un lugar destacado Christian Jacq. Novelista de éxito, Jacq ha sabido pasar de los libros de esoterismo —esoterismo muy impregnado por la doctrina masónica— a la redacción de novelas situadas en el antiguo Egipto cuyo mensaje masónico resulta, en ocasiones, muy poco sutil. Para Jacq, el origen de la masonería se halla vinculado al país de los faraones en el que no sólo habría surgido como una sociedad secreta encargada de transmitir secretos artesanales, sino, de manera muy especial, una sabiduría esotérica.
Jacq ha desarrollado esa teoría en alguna de sus novelas de manera escasamente velada —
El templo del rey Salomón
, por ejemplo—, pero ha sido aún más explícito en su obra dedicada a la masonería.
[3]
En ella, Jacq, que es masón, afirma tajantemente que el origen de la sociedad secreta no puede fijarse en 1717 con las Constituciones de Anderson como pretenden muchos,
[4]
que su origen es tan antiguo como el propio Adán
[5]
y que, por supuesto, Egipto tuvo un papel esencial en su configuración.
[6]
Los argumentos empleados por Jacq resultan de una enorme endeblez histórica no sólo al referirse a los orígenes egipcios de la masonería sino al conectarla también con distintas religiones mistéricas de la Antigüedad. A pesar de todo, esta teoría resulta de un enorme interés para el historiador, no porque muestre las verdaderas raíces de la masonería, sino porque apunta al origen que, históricamente, la masonería ha afirmado tener. Se trataría de un origen esotérico, conectado con cultos iniciáticos y ocultistas asentados en el seno del paganismo, e impregnado de interpretaciones espirituales que chocan frontalmente con el mensaje contenido en la Biblia. Baste al respecto señalar que, como indica el propio Jacq, Adán no es en la tradición masónica el hombre que desobedeció a Dios y causó la desgracia del género humano, sino, por el contrario, «el antepasado iniciado que dio forma a la tradición esotérica y la transmitió a las generaciones futuras».
[7]
La masonería sería, por lo tanto, no una sociedad filantrópica o humanitaria, sino, fundamentalmente, la conservadora de «ideales "iniciáticos"»,
[8]
unos ideales presentes en la religión del antiguo Egipto, en las religiones mistéricas de la Antigüedad y en movimientos gnósticos y ocultistas históricamente posteriores.
La línea histórica que, supuestamente, uniría fenómenos tan diversos como el mitraísmo, Pitágoras o los albañiles egipcios resulta totalmente indemostrable desde una perspectiva historio-gráfica. Sin embargo, como veremos, ha resultado secularmente una constante nada marginal ni tangencial en el devenir de la ma-sonería.
La teoría mistérica
De hecho, Christian Jacq no es original —tampoco pretende serlo— en su exposición sobre los orígenes de la masonería. En buena medida, sus tesis resulta una variante de una de las teorías sobre las raíces de la sociedad secreta que más predicamento tuvieron durante el siglo XVIII, precisamente aquel en el que vio la luz de manera indiscutible. Nos referimos a la teoría que pretende conectar la masonería con una línea ininterrumpida de religiones paganas y cultos esotéricos que se pierden en la noche de los tiempos. Los masones que han defendido esa tesis son numerosos, pero quizá dos de los más relevantes fueran Thomas Paine en el siglo XVIII y Robert Longfield en el siglo XIX.
La personalidad de Thomas Paine es una de las más sugestivas de finales del siglo XVIII. Nacido en 1737 de origen cuáquero, Paine no tardó en apostatar de la fe cristiana de su familia para abrazar los postulados de la Ilustración en su forma librepensadora. De hecho, participó en la Revolución americana, pasó a Europa para tener un papel destacado en la francesa e incluso se convirtió en un abanderado del anticristianismo con su libro
La Era de la Razón
. Al final de sus días, Paine abjuró de sus posiciones religiosas y regresó a las creencias cuáqueras de su juventud, pero, previamente, había sido iniciado en la masonería e incluso había publicado una obra poco conocida —
Origins of Free-Masonry
—
[9]
donde expresaba su visión sobre los orígenes de la sociedad secreta. Las tesis de Paine tienen una enorme importancia no sólo porque revelan lo que creían muchos masones de su época, sino también porque él mismo se presentaba —y era tenido— como un defensor del racionalismo ilustrado contra la superstición religiosa.
Para Paine, la masonería era ni más ni menos que una religión solar, vestigio de las antiguas creencias de los druidas. Sus «costumbres, ceremonias, jeroglíficos y cronología» ponían de manifiesto tanto ese carácter religioso como esotérico que había sido transmitido también a través de los magos de la antigua Persia y de los sacerdotes egipcios de Heliópolis. En opinión de Paine, ese carácter solar era lo que la masonería tenía en común con el cristianismo. La diferencia estribaba en que «la religión cristiana es una parodia de la adoración del Sol, en la que ponen a un hombre al que llaman Cristo en lugar del Sol, y le dispensan la misma adoración que originalmente era dispensada al Sol». En la masonería, por el contrario, «muchas de las ceremonias de los druidas están preservadas en su estado original, al menos sin ninguna parodia». Paine reconocía que «se pierde en el laberinto del tiempo sin registrar en qué período de la Antigüedad, o en qué nación, se estableció primeramente esta religión». No obstante, indicaba su presunta adscripción a los egipcios, los babilonios, los caldeos, al persa Zoroastro y a Pitágoras, que la habría introducido en Grecia. Finalmente, la masonería habría sido introducida en Inglaterra «unos 1030 años antes de Cristo». Este origen ocultista explicaba, siempre según el masón Paine, que «los masones, para protegerse de la Iglesia cristiana, hayan hablado siempre de una manera mística». Su carácter de religión pagana solar era «su secreto, especialmente en países católicos».
A continuación, Paine citaba en apoyo de sus tesis las simbologías de las distintas logias, párrafos de los ceremoniales de iniciación en la masonería e incluso su calendario, que daba —y da— tanta importancia a una fiesta solar como el solsticio de verano celebrado el 24 de junio, día de San Juan.
Paine aceptaba la tesis más conocida de que la masonería había estado relacionada con la construcción del Templo de Salomón, pero se negaba a situar en ese acontecimiento su origen. En realidad, desde su punto de vista, el Templo no era sino una muestra de ese culto solar encubierto propio de la masonería.
Como en el caso de otras teorías sobre los orígenes de la masonería, parece obligado señalar que su base histórica es nula. Sin embargo, ese hecho resulta relativamente secundario. Lo importante es que un masón de la importancia de Paine podía afirmar con toda claridad que la sociedad era secreta, que su secreto fundamental era su carácter pagano y ocultista, y que semejante secreto debía ser cuidadosamente guardado en países cristianos y, muy especialmente, en los católicos. Seguramente, en la actualidad habrá masones que discrepen de las tesis de Paine, pero no es menos cierto que otros las apoyan, como es el caso de la Gran Logia de la Columbia británica y Yukón, que las reproduce incluso en su página web.
[10]
Por otro lado, esa conexión con ritos paganos a la hora de explicar los orígenes de la masonería distó mucho de quedar circunscrita a Paine que, en realidad, se limitaba a repetir lo que se le había enseñado en las logias. De hecho, Robert Longfield, uno de los eruditos masones de mediados del siglo XIX, repetiría en su
The Origin of Freemasonry
—una conferencia originalmente pronunciada ante los hermanos masones de la Logia Victoria, en Dublín— unas tesis muy similares. Para Longfield, la sabiduría que, presuntamente, comunicaba la masonería ya estaba presente en «las pirámides y el laberinto de Egipto, las construcciones ciclópeas de Tirinto en Grecia, de Volterra en Italia, en los muros de Tiro y las pirámides del Indostán». Las logias masónicas se habían «originado mil doscientos o mil trescientos años antes de la Era cristiana, y algunos siglos antes de la construcción del Templo de Salomón… los jefes fueron iniciados en los misterios de Eleusis, los etruscos, los sacerdotes de Egipto, y los discípulos de Zoroastro y de Pitágoras».
Longfield se detenía en este momento de su exposición en describir los misterios de Eleusis —que, desde su punto de vista, eran «los más antiguos y más estrechamente parecidos a la masonería»— y, acto seguido, indicaba los eslabones de la cadena que conducía desde esa religión mistérica hasta la masonería del siglo XIX. Éstos eran Pitágoras, los adoradores del dios griego Dionisos, los esenios judíos, los druidas, los habitantes de Tiro y Sidón, los constructores del Templo de Salomón y, finalmente, los albañiles de la Edad Media. Una vez más, obligado indicar que las teorías del masón carecían de la menor base histórica. Sin embargo, esa circunstancia resulta secundaria en la medida en que nos permite ver el árbol genealógico de la masonería en que creían los hermanos de la sociedad secreta, por lo menos los que habían alcanzado cierto grado de iniciación a mediados del siglo XIX. Como podremos comprobar en capítulos sucesivos, esa creencia resulta absolutamente indispensable para comprender a cabalidad la esencia de la masonería su comportamiento histórico y también las reacciones que provocó. Sin embargo, de momento tenemos que continuar con la exposición de las teorías sobre sus orígenes y precisamente con una que, a pesar del éxito que estaría llamada a obtener, ni siquiera fue planteada por Paine o Longfield.
La teoría templaria
La cuarta gran teoría sobre el origen de la masonería —imbricada no pocas veces en las dos ya mencionadas— es la que conecta su aparición con los caballeros templarios. De acuerdo con la misma, la sabiduría ocultista expresada en la construcción del Templo del rey Salomón habría sido descubierta en el siglo XII por los caballeros templarios. Ciertamente, la orden de los templarios habría sido disuelta por decisión papal —un episodio en el que la masonería vería la lucha milenaria entre la luz y las tinieblas— pero su sabiduría no habría desaparecido con la orden. De hecho, algunos templarios habrían conservado esos conocimientos iniciáticos —especialmente los emigrados a Escocia en busca de refugio—, conformando con el paso de los siglos la masonería.
La tesis templaria es muy antigua y gozó desde el principio de un enorme atractivo para los masones en la medida en que permitía vincular su pasado con el de una orden militar prestigiosa y perseguida por la Santa Sede, y en que, por añadidura, facilitaba la expansión territorial en una Francia que conservaba una visión extremadamente idealizada de los templarios juzgados y ejecutados en su territorio. Sin embargo, como sucede con la teoría egipcia, una cosa es que haya gozado de predicamento durante siglos en el seno de la masonería y otra, bien distinta, que se corresponda con la realidad histórica.
La peripecia de los caballeros del Temple es, sin ningún género de dudas, uno de los episodios más apasionantes no sólo de la Edad Media sino de toda la historia universal. Orden militar en la que se seguían los votos de pobreza, castidad y obediencia, los templarios eran además combatientes aguerridos —les estaba prohibido retirarse ante el enemigo— que surgieron de las Cruzadas, una gigantesca epopeya encaminada, primero, a garantizar la libertad de acceso a los Santos Lugares que los musulmanes negaban a los cristianos y después a recuperar esas tierras para Occidente. Los templarios eran reducidos en número, pero su peso militar resultó muy notable. Buena prueba de ello es que Saladino, tras la victoria de Hattin, ordenó la ejecución de todos los prisioneros de guerra templarios, dado el pavor que le infundía su valor.
Sin embargo, los templarios no fueron sólo monjes y guerreros. También transmitieron a Occidente no escasa parte de la sabiduría oriental y, de manera bien significativa, terminaron por convertirse en banqueros de Occidente. Su enorme poder financiero acabaría despertando la envidia y la codicia de distintos gobernantes —en especial, el rey de Francia— y, con ellas, su ruina. El 18 de marzo de 1314 era quemado en París el maestre de los templarios, Jacques de Molay, tras un proceso que había durado más de un lustro. Desde su pira mortuoria, de Molay emplazó a Felipe el Hermoso de Francia, a Guillermo de Nogaret, mayordomo del monarca, y al papa Clemente, desarticulador de la orden, para que antes de que concluyera el año comparecieran ante el tribunal de Dios a fin de responder del proceso y la condena de los templarios. De manera escalofriante, los tres emplazados fallecieron antes de que se cumpliera el año y además, en el caso de la dinastía reinante en Francia —una dinastía que no había tenido problemas de sucesión a lo largo de tres siglos—, se produjo una extinción dramática en breve tiempo.