Los milagros del vino (27 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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Nana, más animada por este sencillo gesto, prosiguió:

—Quisiera hacer algo por ti. Pero tú eres muy raro, Podalirio. No sé qué hablarías con esa mujer… ¡Por las Moiras!, ¿qué te daba ella además de su cuerpo? Te conozco muy bien y sé que ahí no había solamente placer… ¡Oh, me gustaría saber qué puedo hacer por ti!

Vaciló Podalirio mirando de nuevo hacia la luna y, al cabo, contestó, posando en su esposa unos ojos llenos de ansiedad:

—Yo sólo sé que debo ir a alguna parte. Debo emprender un largo viaje; salir de aquí y buscar algo…

—¿Qué?

—No lo sé, Nana. Debes creerme. Quisiera saberlo de una vez, pero no encuentro la solución a este angustioso dilema que me embarga. Sólo empiezo a comprender que he nacido para descubrir ese algo enigmático.

Nana apostilló, desalentada:

—¿Te das cuenta de lo raro que eres, Podalirio? Nunca había oído decir a nadie que tuviera que ir a un sitio que no sabe dónde está, para buscar algo que no sabe qué es… ¡Si no me vuelvo loca es gracias a Asclepio!

Podalirio sonrió al fin, aunque con pena.

Ella aprovechó la tregua.

—Anda, bajemos de una vez —propuso—. Tenía preparado un caldo, que estará ya frío. Avivaré el fuego, calentaré el puchero y te sentirás reconfortado.

Capítulo 26

Podalirio y su hijo Egimio paseaban conversando por el patio del Asclepion, después de haberse pasado casi todo el día ocupados en la elaboración de medicamentos. Las tareas de la botica, que exigían concentración y paciencia, habían acabado por propiciar una cierta comunicación de espíritus entre ambos; algo de lo que nunca antes habían disfrutado. Esto confortaba mucho al padre y últimamente le proporcionaba un inesperado alivio transmitir no sólo sus conocimientos, sino también sus apreciaciones acerca del mundo, a su primogénito y atento aprendiz.

Sin saber por qué, de repente Podalirio había sentido la necesidad de contarle a su hijo algunas cosas de su lejano pasado.

El joven se detuvo delante del laurel sagrado y se quedó mirando a su padre con sus grandes ojos asombrados, abiertos de par en par:

—Nunca me habías contado nada de mi abuelo —le dijo—. Creí que no habías conocido a tu padre.

Podalirio contestó, a modo de disculpa:

—Muchos de aquellos recuerdos son borrosos para mí y las brumas del tiempo lo envuelven todo. Pero a veces me despierto y me vienen a la memoria los rostros de tus abuelos y nuestra casa de Siracusa, que estaba junto a la muralla, en Ortigia; las ventanas daban al mar. No puedo decir que aquella breve infancia en familia no fuese feliz. Aunque tuvimos que sufrir una gran desgracia: mi padre, que como te he dicho era sacerdote de Apolo Hiperbóreo, enloqueció gravemente y mi madre fue entonces muy desdichada. Pero el alma de los críos no es capaz de ver completamente la cara del dolor y yo, que estaba entonces atento a mis juegos y al descubrimiento del mundo, apenas me daba cuenta de lo que en el fondo estaba pasando. Tal vez por eso no te he contado nunca esta historia: porque cuando eras aún pequeño no quise sembrar de inquietudes tu tierno espíritu. Después te hiciste mayor y ya no supe encontrar la ocasión oportuna. Pero ahora siento que debo hablarte de ello, hijo mío.

Egimio le rogó, animoso:

—¡Cuéntamelo! Me apasiona saber todo eso.

Podalirio dejó perdida la mirada mientras su mente hurgaba en el pasado.

—Tu abuelo se llamaba Ericteo —contó—, y servía en el templo de Febo. A decir verdad, no creo que hubiera sido alguna vez un hombre completamente cuerdo, pues, aunque vagamente, recuerdo que en ocasiones presentaba un misterioso brillo en los ojos y cierta expresión delirante. Su imaginación no tenía límites. A veces, por la noche, se pasaba horas contemplando el firmamento… Oía con frecuencia a mi madre levantarse por ese motivo: temía que los astros o la luna se apoderasen de su espíritu. Pero no fue a causa de ninguna presencia celestial por lo que mi padre perdió la razón, sino por mirar el rostro de una ninfa que, según me contaron, aparecía reflejada ocasionalmente en las aguas de la fuente Aretea. Desde ese momento, mi padre se quedó como ausente; se echaba a llorar repentinamente, sin motivo; o reía con estrepitosas carcajadas… Le recuerdo como un hombre pensativo y melancólico que no se preocupaba ni de su mujer ni de sus hijos… Tenía el alma perdida entre extrañas lucubraciones… Era como si estuviese ciego y no viera nada de lo que realmente tenía ante él…

Podalirio calló de repente y se quedó como en suspenso, meditando sobre esto último que había dicho. Los pensamientos empezaron a sucederse en su mente mientras trataba de aprehenderlos. Entonces pareció que el rostro se le iluminaba súbitamente. Se volvió hacia Egimio y, con un raro entusiasmo, exclamó:

—¡Eso es! ¡Estaba ciego! Aquella locura de tu abuelo era como una ceguera de la mente; lo cual, en realidad, no significaba otra cosa que la incapacidad de ver este mundo, a fuerza de mirar más allá… Había sufrido un deslumbramiento, pero del alma. Tan extraño caso se produce cuando se contempla un ser divino o una imagen no terrenal que no está al alcance de la mirada humana. Digamos que ese «deslumbramiento», producido por las irradiaciones de lo sagrado, afecta a los ojos del alma.

Egimio escuchaba estas apasionadas explicaciones de su padre sin apenas comprenderlas, pero se esforzaba en ello, poniendo toda su atención en sus palabras sabias e inasequibles para él.

Podalirio entonces pareció quedarse sin energía. Se aproximó al laurel y se sentó en un banco de mármol, a la sombra. Como si tuviese necesidad de proclamar en voz alta todas las reflexiones que se suscitaban en su mente, prosiguió:

—No fue la contemplación de ninguna ninfa lo que enloqueció a mi padre. ¡Tales cosas no pasan! Ésa era la forma en que él explicaba su mística enajenación. Lo que le enloqueció fue su empeño en aproximarse a Apolo, quien provee la luz del sol y la mesura; el dios para quien el sentido del orden es fundamental; el arquero cuyas flechas nunca yerran el blanco; el dios de la severa justicia, el que no puede descansar hasta que todos los errores se hayan corregido, lo torcido se enderece y los rincones oscuros sean iluminados… ¿Y quién puede soportar la luz directa en la mirada? ¿Qué alma puede alcanzar tan clara verdad? ¡Es imposible! Pues quien osa percibir tan sagrada y extraña presencia acaba sufriendo ese terror sobrenatural, esa incapacidad… y, finalmente, ese vacío, esa ceguera… y esta gran soledad…

Con los ojos hondos, desmesurados, como los de un niño algo asustado, Egimio permanecía atento; la frente ancha, la cabellera crecida y el asombro prendido en el rostro sereno. En el fondo, después de lo que Podalirio le había contado, el joven empezaba a temer que también su padre enloqueciese, de la misma manera que su abuelo. Y este temor se acrecentó cuando vio que aquél empezaba a derramar lágrimas mientras continuaba con sus reflexiones:

—Después de haber contemplado el esplendor de la divinidad, es como si el alma fuera condenada al destierro y al sufrimiento; y comenzase su viaje a lo largo de las pruebas de la vida, en busca de aquello que ha dejado en ella una impresión inolvidable: aquel ser divino, aquel amante perfecto que sólo recobrará después del sueño de la muerte…

Estas últimas palabras entristecieron a Egimio. Se quedó muy quieto, viendo impotente cómo su padre estaba allí, bajo el laurel, con expresión delirante y el alma perdida entre aquel montón de pensamientos tan elevados. Como no podía hacer otra cosa, el joven sugirió, preocupado:

—¿Voy a preparar un cocimiento de flores de artemisa, padre?

Podalirio alzó hacia él unos ojos delirantes y agradecidos.

—Oh, no hace falta, hijo. Y no hagas caso a estas cosas mías… —sonrió para tranquilizarle.

Entonces Egimio le preguntó:

—¿Quieres contarme lo que le sucedió después a mi abuelo?

—Claro que sí, hijo. En su locura, mi padre vagó una noche sumido en el sueño y cayó al mar. Pero no se ahogó, porque, según dijo, le asistió Asclepio y le libró de morir en los dominios de Posidón. Fue por este motivo por lo que, agradecido, le ofreció al dios que yo, su primogénito, iría a Epidauro para hacerme sacerdote. Cuando cumplí los seis años, me subió a un barco y cruzamos el mar de Jonio y luego la Argólida, para llevarme al santuario, donde me quedé ya hasta que tu madre y yo vinimos a Corinto.

El joven le dijo, mirándole atentamente:

—Gracias por habérmelo contado. Aunque hay muchas cosas que aún no comprendo, has respondido a un montón de dudas que anidaban en mi alma desde que tengo uso de razón.

El rostro de Podalirio resplandeció de felicidad. Abrazó a su hijo al tiempo que le pedía:

—Ahora, sígueme, que quiero mostrarte algo.

Condujo a Egimio hasta la botica e introdujo una llave en la cerradura del arcón donde guardaba sus documentos y sus más íntimas pertenencias. Extrajo un envoltorio de trapos que deslió con delicadeza.

—Mira —dijo, mostrándole a su hijo una tablilla pequeña que tenía unas letras grabadas.

El joven la cogió y leyó lo que estaba escrito:

Podalirio, hijo de Aristeo de Siracusa, siervo de Apolo Hiperbóreo. Soy don para Asclepio, que expulsó misericordiosamente al demonio que afligió a mi padre
.

Emocionados, padre e hijo se miraron.

—¿Sabes una cosa? —dijo Egimio—. Siempre he deseado ir a Epidauro, para aprender todo lo que allí se enseña. Yo te admiro, padre, y nada quisiera más que ser como tú. Hasta hoy creía que no me habías llevado al santuario porque no me considerabas suficientemente inteligente o apto para los misterios de Asclepio. Ahora comprendo que debiste de sufrir mucho allí, separado para siempre de tu familia.

Podalirio sonrió.

—Así fue.

Se hizo el silencio entre ellos. Hasta que Egimio, interesado, preguntó:

—¿No sientes el deseo de ir a Siracusa para saber de tus padres?

Pensativo, Podalirio asintió con un movimiento de cabeza.

—Si quieres —apostilló el joven—, puedo acompañarte.

Caviló el padre un rato y luego observó con franqueza:

—No, hijo. Si emprendo ese viaje, he de hacerlo solo. Además, tú debes cuidar del Asclepion en mi ausencia.

Capítulo 27

Podalirio se dirigía a la biblioteca cuando, en el sendero que atravesaba los almendros, poco antes de llegar a los altos paredones del anfiteatro, se encontró con Ródope, que caminaba rápidamente con sus pequeños pies descalzos, su agitado y esplendoroso tocado de pelo crespo y unos largos y oscilantes pendientes. Iba con ella su esclava, y ambas llevaban faldas abigarradas, mantones y unas grandes cestas colgadas del brazo, de las que asomaban las balanceantes crestas rojas de un par de gallos. Cuando estuvieron frente a frente, los tres se detuvieron y permanecieron mirándose en silencio durante un rato. Después, Ródope habló con timidez:

—íbamos al Asclepion.

Podalirio se fijó en los pies de las mujeres y luego posó sus ojos en los gallos.

Ródope sonrió y explicó:

—En Frigia las mujeres no usan sandalias. Allí me acostumbré a caminar descalza. Nada me importa lo que piense la gente, pues considero que al templo ha de acudirse con reverencia. Al menos, ésa es la costumbre que me enseñaron. He pensado que sería conveniente hacer un sacrificio a Asclepio y por eso traigo estos gallos.

Hacía un día radiante y caluroso de septiembre; el sol quemaba a media mañana y las hojas de los árboles brillaban mojadas después del aguacero de una violenta tormenta de otoño que había tenido en vilo a todo Corinto durante la madrugada.

Repentinamente inquieto, Podalirio alzó los ojos al cielo y dijo:

—Ya es mediodía. El templo está cerrado a esta hora y me voy a mis asuntos. ¿Podéis regresar esta tarde?

Disimulando cierta impaciencia, Ródope contestó:

—Lo del sacrificio no me urge… Pero quisiera decirte algo.

Sintiendo que el sol les abrasaba, allí detenidos, el sacerdote se apartó a un lado del sendero y se situó a la sombra de un árbol.

—Podemos hablar aquí más cómodamente, si no te importa —indicó.

La mujer se volvió hacia la esclava y le ordenó:

—Anda, ve tú al templo y llévale los gallos a la esposa del hierofante. Yo te esperaré aquí mientras converso con él.

Sin rechistar, la sirvienta cogió las dos cestas y se dirigió con apresurado paso hacia el Asclepion, perdiéndose entre la arboleda.

—Tú dirás —dijo con nerviosismo Podalirio—. ¿De qué se trata?

Ródope le miró con ojos mortecinos y respondió:

—El judío ése, de quien te hablé hace un par de semanas, se hospeda ahora en nuestra casa. Hubo problemas en la sinagoga y mi esposo le ofreció alojamiento.

Los ojos de Podalirio revelaban la curiosidad que le invadía. Con una lentitud que trataba de ocultar su excitación, inquirió:

—¿Te refieres al judío a quien tomasteis por un enviado de los dioses?

—El mismo.

Algo se agitó dentro del pecho del sacerdote.

—¿Qué quieres de mí? —preguntó—. ¿Por qué has venido a decírmelo?

—No lo sé. He sentido que debía venir a comunicártelo. Estoy muy preocupada y no sabía a quién acudir. Pensé que lo mejor era ofrecer a Asclepio un sacrificio y solicitar tus consejos… ¡Por favor, ayúdame!

—¿Y qué puedo hacer yo? —contestó Podalirio, displicente— .Tu marido es un hombre libre y tiene derecho a pensar lo que quiera. ¡Cómo voy a meterme yo en eso!

—Somos una familia descendiente de griegos y romanos de linaje antiguo —explicó ella con nerviosismo—. Temo que la afición de Titio Justo a esta nueva forma de creencia acabe causándonos complicaciones. Aunque sé que ya nada en mi casa volverá a ser como antes, quisiera que todo lo que ese judío nos predica tuviese algún sentido dentro de lo que aprendimos desde que adquirimos el uso de razón acerca de nuestros dioses. Tengo la casa llena de gentes e ideas que no acabo de comprender del todo y… ¡oh, voy a volverme loca!

—Me hago cargo de ello —dijo comprensivo Podalirio—. ¿Crees conveniente que vaya allí en este momento?

Los ojos de la mujer se iluminaron al exclamar:

—¡Claro! No tendremos mejor ocasión que ésta. Además, junto con el judío, han venido otros hombres a Corinto, y uno de ellos es un griego de Antioquía, médico asclepiada, como tú.

El entusiasmo relampagueó en la mirada del sacerdote.

—¿Un servidor de Asclepio? ¿Estás segura de eso que dices?

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