Los milagros del vino (50 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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—¡Amigos, se acerca la vendimia!

Inmediatamente se hizo el silencio y todas las miradas convergieron en ella.

—Aún bebéis el vino nuevo —continuó—, porque esos vasos que tenéis en vuestras manos contienen el de la última cosecha. Pero la viña ya está en sazón abajo en el valle y reclama al viñador, que reunirá, racimo a racimo, grano a grano, el fruto que nos traerá el vino nuevo una vez más.

Un hombre se alzó y gritó:

—¡Eso es! ¡Como siempre! ¡Brindemos por Susana!

Se organizó un pequeño alboroto. Algunos muchachos atolondrados aprovecharon para llenar sus copas con el vino que se repartía gratis y bebieron con ansiedad. Susana pidió calma con un movimiento de las manos y habló de nuevo:

—¡Divertíos hoy, amigos! Porque dentro de unos días habrá que trabajar duro…

Podalirio la miraba mientras en su pecho se agolpaban decenas de preguntas sobre él mismo, sobre ella. Sentía brotar dentro de sí una alegría luminosa, pero no la llegaba a comprender, y esto le turbaba.

Capítulo 60

Podalirio y Susana conversaban reclinados en divanes, al aire libre, en el jardín de la casa de la viña. Había una mesa con ánforas, vasos, nueces y frutas confitadas. Caía la noche y ella se levantó para encender algunas lámparas. Podalirio la observó. Llevaba Susana una amplia túnica blanca y la cabeza descubierta, lo cual le confería dignidad y atractivo. Una suave brisa agitó su cabello canoso, a la vez que levantó un delicado murmullo de hojas.

Regresó y llenó los vasos. Bebieron el dulce mulsum y se sintieron relajados y vigorizados.

—Es una agradable noche de verano —dijo Podalirio—. ¿Te gusta el verano?

—Cada estación tiene su propio encanto.

El sonrió y observó con satisfacción:

—Me doy cuenta de que eres una de esas personas que están contentas con su vida.

—Sí —respondió ella devolviéndole la sonrisa—. Ya te he contado cómo empecé una nueva vida… Han pasado veinte años y me he olvidado completamente de aquellos demonios. Pero, no obstante, guardo el recuerdo luminoso de muchas cosas que por entonces me pasaron… Me alimento de eso y mi existencia es productiva.

Impulsado por la curiosidad, Podalirio le preguntó:

—¿Hay mucho más que contar?

—Sí. Pero no sería suficiente una vida entera para que yo pudiera transmitírtelo.

—No soy tan torpe —repuso él—. Hasta ahora, creo haber comprendido lo que has tenido a bien contarme.

Susana movió la cabeza con alegría y dijo:

—¡No se trata de eso! Ni se me ocurriría considerarte poco inteligente; no precisamente a ti…

—¿Entonces?

—Es difícil de explicar…

Podalirio escrutó el rostro de Susana, buscando sus sentimientos. Durante unos momentos estuvo ensimismado, en silencio. Luego manifestó con serenidad:

—La historia es sólo tuya y la decisión también. Sabes que estoy deseando conocerla, pero, como nos hicimos propósito al principio, no insistiré pesadamente. Con lo que me has contado hasta ahora estoy satisfecho.

—Todavía no te he contado lo más importante —confesó ella con tristeza.

—Podalirio se incorporó en el diván y la miró anheloso. Bebió y dejó de parecer tan dueño de sí mismo como hacía un momento.

—¡Apiádate de mí! He venido para saber —exclamó.

Susana vaciló, bebió también y alzó la mirada meditativa a los cielos.

—He de ser sincera contigo, Podalirio. Y verdaderamente dudo de que sea capaz de transmitirte todo aquello que me sucedió. Me angustia pensar que puedas hacerte una idea equivocada y…

—¡Por favor! —la interrumpió él con nerviosismo—. Ya sabes que soy un hombre acostumbrado a tratar con los sentimientos humanos; las desdichas, las dudas, los sufrimientos de la gente no me resultan ajenos… Yo también he tenido que luchar contra mis propios demonios y… ¡He sido sincero contigo!

Ella se aproximó y le miró comprensiva.

—Ya lo sé.

—¿Entonces? ¿Por qué no quieres contarme eso que tanto necesito saber? ¿Dejarás que regrese a Corinto sin esa parte de la historia?

Susana suspiró, se llevó la mano al pecho y dijo:

—Debes creerme, amigo; quisiera que esto no fuera tan difícil para mí… No es fácil poner en palabras ciertas cosas. ¿Recuerdas lo que decíamos al principio de nuestras conversaciones? Cada persona es un mundo. He ahí la dificultad: hay algunas vivencias y sentimientos que pertenecen a la misteriosa intimidad del ser…

Podalirio se estremeció y, temeroso, balbució:

—No me lo vas a contar… No importa…

Ella se levantó y atravesó el jardín con los ojos bajos, dirigiéndose hacia el lugar donde crecía una palmera. Desde ese rincón, entre las palmas agitadas suavemente por el aire, se veía el firmamento estrellado y una delicada media luna, cerca de la cual resplandecía un lucero. Miró desde allí a Podalirio, y él comprendió que le reclamaba. Se aproximó a ella con el cuerpo tembloroso. Debía disimular su nerviosismo. Al llegar junto a la palmera, contempló el cielo y recibió la brisa del verano cargada de aromas de heno. Se sintió mejor al comprobar que Susana estaba tranquila y sonriente.

—¿Qué pasó? —preguntó él.

Ella se le quedó mirando confusa mientras bebía; luego propuso, señalando el suelo.

—Sentémonos ahí.

Podalirio extendió gentilmente su manto sobre la hierba seca. Se acomodaron e intercambiaron una larga mirada en silencio. Al cabo, Susana empezó a hablar:

—No resulta fácil ser mujer… Incluso estar aquí, ahora, con un hombre como tú, Podalirio, no es fácil tampoco para mí… También yo, como tantas, me he criado en un mundo en el que las mujeres somos vistas como una peligrosa fuente de tentación y pecado. A pesar de que mi vida y mi educación fueron diferentes, he tenido que vivir entre gentes que no pueden evitar vernos como una propiedad del varón. Aquí, como en tantas otras partes del mundo, las mujeres son para el hogar, para criar hijos, moler el trigo, amasar el pan, cocinar, hilar y lavar el rostro, el cuerpo y los pies del hombre, satisfacerlo sexualmente y darle el ansiado primogénito, varón como él. Fuera de eso, no existimos. Hasta en la religión somos las últimas y las menos consideradas. ¡Y, encima, enamoradas! ¿Conoces a alguna mujer que de una forma u otra, no viva enamorada hasta el último día de su vida? Aunque lo ocultemos, aunque no seamos capaces siquiera de expresar aun mínimamente ese íntimo sentimiento, hemos nacido para vivir enamoradas.

»Algunas veces te engañas a ti misma y alejas esos pensamientos y, a medida que te haces vieja, incluso llegas a creer que eso… ¡ tan humano!, tan divino y sublime a la vez, es como un demonio que te roba el alma… Cuando, sin embargo, sabemos con claridad que brota de un lugar puro, de lo más profundo del alma, y que, cuando aparece, configura maravillosamente tu ser; aunque no seas correspondida ni alcances jamás al amado, a ese que hace latir tu corazón con toda su fuerza… ¡Oh, qué gran misterio éste!

Podalirio la escuchaba estremecido, refugiado en el silencio, sin poderse creer que alguien pudiera abrir su corazón de esa manera; bajo un cielo tan hermoso, delante de aquella delgada y resplandeciente luna menguante. Sintió una tristeza hecha de vergüenza y remordimiento. ¿Quién podría expresarse mejor que ella en ese momento?

Susana prosiguió con entusiasmo:

—Todos sufrimos desdichas, en efecto, hombres y mujeres. Pero a nosotras parece habernos perseguido una maldición desde los orígenes, desde que fuimos hechas de aquella costilla inservible. Cuando resulta que… ¡Dios, qué sería del mundo sin…!

»Y encima, ¿por qué sois tan insensibles…? ¿Por qué nos ha creado el Eterno tan diferentes en eso? ¿Por qué no os percatáis de ciertas cosas? Ya sé que no puedes contestar. No te esfuerces… No te preocupes.

»Me has suplicado que te contara el resto de la historia. Voy a tratar de cumplir ese deseo tuyo. Comprendo que has emprendido un largo viaje; que tu corazón inquieto e interrogante quiere aprehender aunque sea algo del extraordinario misterio que aquí se desveló. ¿Qué otra cosa puedo hacer yo por ti? Al fin y al cabo, nosotras somos así; hay algo inevitablemente complaciente y desinteresado en nuestro ser… Aunque siempre se os escapa a los hombres.

Podalirio le puso la mano en el antebrazo cariñosamente y le dijo:

—Soy tu amigo. ¿Dudas de eso?

Ella le miró con el brillo claro de sus ojos. Contestó:

—Llevamos casi un año juntos. ¡No soy tan injusta como para no darle valor a eso!

—¡Gracias! —exclamó él.

Susana continuó:

—Juana y yo nos pusimos en camino en pos del rabí. Le seguían muchos hombres, pero también muchas mujeres. Ésa fue la primera gran sorpresa. Él nos pareció en principio un nuevo maestro de vida que desvelaba de una manera diferente los secretos del Eterno. Lo llamaban «rabí», como a los demás maestros que enseñaban a cumplir la voluntad del Altísimo, como a tantos otros que interpretaban la ley e impelían a cumplir sus preceptos. De momento, la verdad y la sabiduría de Yeshúa nos hacían pensar como a los demás, como a tantos que enloquecieron de asombro ante sus palabras concisas y claras, ante sus maravillosos milagros que vimos una y otra vez con nuestros propios ojos. No, en eso no estábamos engañadas, ni sufríamos alucinaciones. ¡Yo misma había experimentado la sanación! ¿Pero qué era todo eso ante otras muchas cosas desconcertantes?

«Enseguida nos dimos cuenta de que Yeshúa era en realidad diferente. Sorprendentemente, ¡el rabí era amigo de las mujeres! A él, a diferencia de otros, ni le asustábamos ni le creábamos prevenciones. Nos sentábamos tranquilamente a su mesa, sin que a él le importara la pureza de las leyes, ni lo que pudieran pensar los de siempre, los otros rabís… ¿Te das cuenta? ¿Tú sabes lo que supone en estas tierras seguir a un varón que no es tu abuelo, ni tu padre, ni tu esposo…? ¿Sabes lo que es andar con él por los campos, entrar en las aldeas, estar de fiesta, comer y beber, dormir al aire libre junto a un grupo de hombres? ¡Un escándalo! Una novedad desconcertante, una verdadera locura para nosotras que, aun sintiéndonos privilegiadas y libres, habíamos experimentado ya en propia carne muchas veces la sospecha, las miradas torvas, la suspicacia y el desprecio de los hombres que habían formado parte de nuestras vidas. Algo diferente, en verdad, nos estaba sucediendo.

»En mi caso, para colmo, esto llegaba como la auténtica plenitud de lo que mi corazón desasosegado y ansioso de amor verdadero había soñado toda la vida. Para mí, aquello era el viento limpio y fresco que espantaba mis demonios para siempre.

»¡Oh, Dios, qué conversaciones aquellas con Yeshúa! Qué claridad la suya para hablar, escuchar y comprender; y ¡qué inmensa capacidad de amor…!

Capítulo 61

—Para sorpresa mía, una tarde se presentó aquí sin avisar. Era el tiempo de la vendimia. ¡Ya sabes cómo es este lugar en tales circunstancias! Habíamos concluido una dura jornada de trabajo y nos sentíamos felices porque la cosecha era extraordinaria.

»Yo estaba en el lagar, pendiente del último cargamento de uva del día. Alguien me avisó:

»—¡El rabí está ahí!

»Salí como una loca a su encuentro. Aquí, ¡él!, en mi propia casa. Era como un sueño.

»Lo encontré ahí abajo, junto a la noria. Se refrescaba con el agua clara del pozo. El sol del ocaso le bañaba y su piel atezada parecía desprender luz. Pensarás que es una tontería, pero en ese momento me acordé de Erebo, mi amado pastorcillo. No es que Yeshúa se le pareciera, pero un misterioso e inexplicable presentimiento me devolvió ese recuerdo. O tal vez será porque hay algo en el fondo semejante en todos los cariños… ¡Oh, nunca antes he contado esto…!

»Le dije nerviosa:

»—Bienvenido a mi casa, rabí. Es agradable volver a verte.

»—¡Susana! —exclamó él, sonriendo—. Ya te dije que vendría por aquí…

»Me di cuenta de que estaba solo y eso me pareció algo extraño, pues siempre le acompañaba alguno de sus parientes.

»—¿Nadie ha venido contigo? —le pregunté.

»Me miró y se encogió de hombros. La verdad es que no creo que hubiera nadie que, al ver esa mirada, no pensara que el sol nacía en sus ojos.

»—Necesitaba caminar solo —contestó—. ¡Estoy tan cansado…! Les dije a los demás que debía meditar y me acordé de este valle.

»—¡Oh, has venido caminando! —exclamé al ver el polvo pegado a sus pies.

»—No es nada.

»Me sonrió y yo le dije:

»—Vamos, rabí, entra en la casa.

»El sol se estaba poniendo tras el vasto horizonte, los brezales iban oscureciendo en los montes lejanos y las hogueras de los pastores ya se habían encendido. Él se puso a observar los campos y, mientras íbamos hacia la casa, se detuvo para preguntar por la cosecha, por el mosto y por otros asuntos de la hacienda.

»—Este año no podemos quejarnos —dije—. El Eterno ha sido muy generoso con nosotros.

»—¡Qué bendición! —exclamó.

»Al enterarse de que el rabí estaba allí, la gente de la villa acudió jubilosa. Su fama era ya tan grande que en todas partes le acosaban. Así que, comprendiendo que venía fatigado y que le causarían agobio, mandé que le dejaran. Él no se opuso a esta orden mía, tal debía de ser su agotamiento. Sin embargo, no dejó de sonreír ni un solo momento e incluso me preguntó si había algún enfermo en la casa.

»—Nadie, gracias a Dios —respondí.

»—¡Menos mal! —dijo suspirando—. Vengo con tan pocas fuerzas…

»Le observé compadecida. Nunca le había visto de aquella manera: requemado por el sol, sucio, con las pantorrillas y los talones llenos de heridas, y la voz débil. Tenía cierto delirio prendido en la mirada brillante, ojeras y los pómulos marcados.

»—¿Rabí, estás enfermo? —le pregunté.

»—No —negó—. Sólo necesito algo de reposo; he caminado mucho últimamente… Había demasiada gente que me buscaba y me he dejado llevar por su entusiasmo. La verdad es que no encontraba la manera ni el lugar adecuado para estar tranquilo durante un tiempo. Estuve por los desiertos y, en vez de tranquilizarme, fue peor. Entonces me acordé de ti…

»—Es lo mejor que podías hacer. Toda esa gente acabará matándote… ¿No has oído el dicho: «Médico, cúrate a ti mismo»? ¿Cómo quieres sanar a otros si caes tú enfermo?

»Enarcó las cejas y se echó a reír. Después asintió con pensativos movimientos de cabeza.

»—Tienes razón, Susana. Pero el vino de tu bodega me devolverá las fuerzas.

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