Los milagros del vino (52 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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»—Es curioso —manifesté—. Pues yo no supe nada de ti hasta aquella boda en Cana. ¿Cómo es posible?

»—Pasé mi mocedad en los desiertos…

»—¡Qué afición a los desiertos! ¿Qué tratabas de encontrar allí?

»—La soledad —respondió con sencillez y expresión soñadora.

»Le miré buscando su alma y le dije inocentemente:

»—Comprendo. Eras un joven de ésos… digno de las palabras ocultas del Eterno.

»—¿Te burlas de mí? —preguntó con candor.

»—Lo digo en serio.

»Yeshúa permaneció en silencio, mirándome como sumergido en profundos pensamientos.

»—No te preocupes —añadí—. Si no quieres hablar de ello lo comprenderé. Pero me encantaría saber qué pasa por esa cabeza… ¡Oh, si pudiera hacer algo por ti, cualquier cosa que fuera!

«Frunció el entrecejo sin decir palabra.

»Yo le miraba ensimismada. Seguía impresionándome mucho su proximidad, su semblante, sus ojos profundos; no obstante procuraba ir más allá de su presencia. Hablé de nuevo, aun a riesgo de importunarle:

»—¿Vas a seguir en silencio?

»Por fin contestó en un murmullo.

»—No nos pongamos tristes…

»—¡Nada de eso! —exclamé acercando mi mano a la suya.

»Sonrió.

»—Es verdad, ¿por qué ponerse tristes hoy? ¡Me siento tan bien!

»—Pues bebamos sólo un trago más.

»—Sí —afirmó con cara de felicidad—. ¡Pero salgamos a ver la luna!

»Afuera el silencio era maravilloso. Caminamos hasta el extremo del jardín, entre las enormes siluetas de los árboles y bajo las innumerables estrellas. Desde el borde del altozano donde se alza la villa puede contemplarse todo el valle. Tanta era la luz de la luna llena que podía hasta leerse. Las frondosas hojas de las viñas brillaban y casi se adivinaban los orondos racimos.

»Me sobrecogió verle mirar fijamente hacia el firmamento y sentí la agitación de su pecho.

»—¿Qué te sucede, rabí? ¿En qué piensas? —le pregunté—. Aquí puedes descargar tus ansiedades… ¿Acaso no has venido para descansar?

«Suspiró y salió de su ensimismamiento.

»—Nada me sacará de mi estado de confusión excepto la benevolencia de mi padre…

«Extrañada, le miré interrogativamente.

»—¿Tu padre…? Yeshúa, ¿qué quieres decir?

»—¿Percibes este viento suave? Oigo su voz… Pero no siempre es así…

»—¡Rabí! —exclamé queriendo abrazarle.

»Se apartó.

»—Todo es efímero… —murmuró—. Y quien se complace en lo efímero será acosado por la tristeza cuando lo efímero llegue a su fin…

»—¡No digas eso, por favor! —supliqué desconcertada, temiendo haberle importunado.

»Me miró con ternura, poniéndome la mano en el hombro.

»—No es por tu causa, mujer.

»Me sentí aliviada.

»—Entonces… ¿qué te pasa? ¡Puedes confiar en mí!

«Habló al fin con soltura, pero como si lo que decía se lo estuviera comunicando a sí mismo. No obstante, yo recibía sus bellas palabras deslumbrada.

»—Incluso todo esto… ¡Esta maravilla! Lo que ven mis ojos asombrados… La inmensidad y la grandeza de este mundo; la hermosura del valle, los montes, el cielo infinito… hasta la emoción del vino, la amistad, el consuelo… ¡Todo es vano! La tristeza y la soledad surgen de mirar todo menos a Él…

»Aunque comprendía, le rogué:

»—Dime por qué.

»—Porque rezamos al Compasivo, al Misericordioso, en nombre de su compasión y su misericordia, en nombre de su eterno e infinito amor… Pero aún no somos capaces de ver su rostro…

»Me puse frente a él. Dije alocadamente:

»—¡Yo sí lo veo!

»—¡Ojalá pudieras verlo! —repuso—. ¡Ojala pudiéramos verlo!

»Me entristecí mucho al oírle decir eso. Lloré con amargura.

»Yeshúa me miró asombrado. Sentí que se enternecía. Al fin me abrazó y después recogió delicadamente mis lágrimas con sus dedos.

»—Mujer, ¿por qué lloras? —me preguntó con dulzura.

«Busqué sus ojos. Sin saber por qué, musité aquella vieja canción:

Lloro porque se han llevado a mi Señor
.

Y no sé dónde lo han puesto
.

¡
Oh, Adón! ¡Mi Adonai
…!

»Mi corazón estaba agitado por diversas emociones. Él seguía observándome con asombro y a la vez compadecido. Exclamó:

»—¡Siento tanto haberte hecho sufrir!

«Voces del pasado amenazaban adueñarse de mi alma. Pero su sola proximidad me protegía de los demonios. Recobré las fuerzas y tuve valor para decirle con firmeza:

»—No has venido a esta casa para consolarme a mí… ¡Ahora mismo vas a contarme todo lo que te sucede! Estoy aquí para escucharte. ¿Por qué has venido si no? ¡Habla de una vez, Yeshúa! ¿Piensas que no te comprenderé? Me has demostrado que no temes a la mujer… Yo sé que tú eres diferente pero a la vez semejante a cualquier hombre… ¡Habla, porque hoy me necesitas!

»Yeshúa abrió su corazón, como inevitablemente se abre la rosa. Nunca sabré si había desgranado sus sentimientos antes con alguien más. Pero yo me sentí dichosa y llena de privilegios al saber y comprender. Su mente estaba agotada y una parte de él había salido de sí. Se había saturado de voces: aclamaciones, alabanzas, entusiasmos, cantos de victoria, fervor de partidarios, gritos de seguidores, preguntas de insatisfechos, gemidos de enfermos, cánticos de fingidores, consultas capciosas, interpelaciones de los hipócritas, consejos innecesarios, súplicas absurdas, palabras vacías… En medio de todo esto, había percibido con extremo dolor la falsedad de la fatua gloria, porque el fondo de su espíritu estaba ya lastimado por la cruel realidad de la mentira, que había visto cómo la máscara torpe que oculta los demonios de los vanos intereses, la crueldad, la tiranía, el avasallamiento y la sangre… ¡Se había agotado!

»Y hasta los cercanos, sus familiares, la gente de su pueblo, los amigos… empezaban a sostener sospechosamente que había perdido el juicio y ya casi le traban como a un loco soñador. Hacía pocos días que algunos nazarenos incluso quisieron matarlo precipitándolo desde un monte escarpado. Con todo, él se había consolado pensando: «Nadie es profeta en su tierra ni entre su gente».

»Pero nada de esto le había desanimado. A pesar de todo, de las sospechas, de las maledicencias, de los agravios y de los rechazos, había seguido recorriendo Galilea, curando a los enfermos, hablando con entusiasmo, tratando de comunicar lo que sentía como un mandato, un impulso del Eterno. Resultaban misteriosos, incluso para él mismo, tanto poder, tanta grandeza, tanto amor…, pero ésta era su vida y no deseaba ninguna otra.

»Justo cuando terminó de contarme todo eso, arreció un viento acariciador que removió las ramas de los árboles y levantó murmullo de hojas y algún gorjeo de pájaros. La luna seguía ahí, recorriendo su camino. Mirábamos hacia ella, extasiados por su luz.

«Arrebatada, proclamé:

»—¡Ahora lo comprendo! Y maldigo esta tierra. Maldigo todo lo que nos han enseñado, a nuestros padres, a los maestros, a los emisores de perniciosos dictámenes, a los charlatanes, a los nobles, a los constructores de la falsedad… También a los despilfarradores, a los juerguistas, a los cantores del lujo… Incluso maldigo esa ridicula túnica que me empeñé en ponerte; maldigo las paredes decoradas y el mobiliario; maldigo los corazones vacíos, las almas locas, las risas, las lágrimas… Maldigo el perfume y… ¡Y maldigo el vino!

»Me miró y vi las lágrimas brillando con luz de luna en sus ojos. Pero enseguida se echó a reír exclamando:

»—¡Mujer! ¡Tampoco es para tanto!

Capítulo 63

—Tres días nada más permaneció el rabí en la casa de la viña. Al cuarto día, de madrugada, se despidió y le vi alejarse por el valle, caminando alegre hacia donde nacía el sol, en dirección a la vieja calzada que descendía desde las montañas hasta las orillas del mar de Galilea. Me quedaba tranquila observando cómo se perdía entre los olivos, aunque seguía embriagada por los sueños de las noches pasadas bajo la bóveda de una profundidad sin fin, ante la faz misteriosa del cielo, observando la claridad de la luna y la majestad incontable de las estrellas. Sentía cierta nostalgia por haber gozado de la dulce y vigorosa pasión de su espíritu puro y luminoso, por haber percibido, con extraña naturalidad, que ese cielo no estaba cerrado, sino que se abría ante la mirada sencilla y serena de un alma verdaderamente extraordinaria, de un ser humano tan fascinante que, por encima de ningún otro, podría ser considerado «divino».

»Apenas pude soportar esa ausencia una sola mañana. Por la tarde, aun estando en plena vendimia, di las órdenes oportunas al administrador para que se continuaran las labores sin mí, y me puse en camino tras los pasos de Yeshúa, atravesando la Galilea de los gentiles, camino del mar…

»Lo encontré muy pronto, cerca de Cafarnaún. ¡Qué maravillosa sensación de libertad! El rabí se pasaba la vida al aire libre con sus seguidores, a los que nos llamaba sencillamente «mis amigos». Aquel grupo alegre íbamos vagabundos: tan pronto nos instalábamos en las montañas que bordean el lago como nos subíamos a las barcas y navegábamos hacia otras orillas, siempre bajo aquel cielo tan azul, donde el aire es puro y el horizonte luminoso.

»Cuando las gentes se enteraban de que él estaba cerca, acudían y se apretaban en torno, ya fuera en la costa o al pie de un monte. Entonces Yeshúa curaba a los enfermos y hacía desvanecerse las ansiedades. Los demonios huían contrariados y furibundos, por el espíritu de mansedumbre y la profundidad del sentimiento que animaba el espontáneo movimiento de los corazones. Porque el bello rabí sabía como nadie engarzar en sus enseñanzas palabras suaves y dulces. Amaba el campo, y de él sacaba sus más sugestivas lecciones. Hablaba de las montañas, del viento, de las flores, de las espigas granadas, de las aves del cielo, de los juegos de los niños… Siempre con una total indiferencia hacia las vanas superfluidades, las meras cosas exteriores, materiales. Aunque bien es cierto que le encantaba la vida, en lo que puede ofrecer de autenticidad: la compañía de los seres amados, la conversación, el gusto por la comida compartida, el vino, la risa e incluso la danza.

»En medio de tanta verdad y de todos aquellos milagros que acontecían diariamente ante nuestros ojos, ¿cómo no convencerse de que el anhelado reino del Eterno se avecinaba? Las visiones de ese reino parecían brotar en todas partes porque su cercanía nos hacía sentir que es el hombre quien las lleva en el corazón. Nuestras miradas llenas de asombro empezaban a contemplar el origen ideal de cuanto es visible y de cuanto está oculto a nuestros ojos, del universo. Y, en medio de todo, aquella maravillosa percepción, el descubrimiento dichoso, la intuición de que se estaba desvelando ante nosotros un secreto guardado desde antiguo: nuestra naturaleza de hijos felices del Eterno, ante cuya faz ya podíamos ser admitidos.

»Para mujeres como Juana o como yo, que nos habíamos criado en la obsesión permanente del dinero, de las herencias y de los pleitos permanentes, sus palabras proporcionaban un sosiego encantador. «No escondáis en la tierra tesoros que los gusanos y la herrumbre devoran y que los ladrones descubren y roban —nos decía—; acumulad más bien tesoros en el cielo, donde no hay ni gusanos, ni herrumbre, ni ladrones… Porque donde esté tu tesoro también estará tu corazón. No se puede servir a dos amos; pues o bien se aborrecerá a uno y se amará al otro, o bien se estará unido al uno y se abandonará al otro. No podéis servir al Eterno y a Mammón a la vez». Porque «Mammón» en estas tierras representa la avaricia, los intereses, la mera utilidad, la riqueza, el egoísmo…

»Y añadía: «No os inquietéis por qué comer, ni por los vestidos con que cubrir vuestros cuerpos. Mirad las aves: no siembran ni cosechan; no tienen bodegas ni graneros, y el Padre de los cielos las alimenta. ¿No estáis vosotros muy por encima de ellas? ¿Cuál es el que a fuerza de cuidados puede añadir un solo codo a su estatura? Y en cuanto a los vestidos, ¿por qué apenaros por ellos? Mirad los lirios del campo; ellos no trabajan ni hilan, y ni siquiera el gran rey Salomón, con toda su gloria, pudo vestirse con más bellos colores. Si el Padre de los cielos se preocupa por vestir de este modo a una sencilla hierba de los campos, que hoy existe y mañana será arrojada al fuego, ¿con qué nos vestirá a nosotros? ¡No tengáis cuidado por el mañana!; el mañana se cuidará de sí mismo. ¡Baste cada día con sus cosas!»

»La grandeza de esas ideas sobre el porvenir era sorprendente para mí. ¿Qué me importaba ya todo lo demás?

»¡Qué alivio tan grande al verse una liberada de tantas absurdas mojigaterías, reglas impuestas, asfixiantes, ridículos cumplimientos, ritos vacíos y mil creencias supersticiosas! Sobre todo, de aquel sábado judío tan agobiante que era la cuestión capital sobre la que se levantaba el edificio de los escrúpulos y las sutilezas de los «piadosos». Atónitos, nos dimos cuenta de que Yeshúa se olvidaba con frecuencia de la observancia del sábado a la hora de curar a la gente y desdeñaba una infinidad de sujeciones tontas de los fariseos. Y cuando se lo echaban en cara, respondía a los reproches con agudas ironías. Aquellos fariseos, propagadores de tantas hipocresías, le enervaban. Los acusaba de hacer más difícil la vida, de inventar preceptos imposibles de cumplir. «Raza de víboras —decía de ellos—; sólo hablan bien, pero en su interior son malos».

»También se enfrentó al servilismo de los poderosos, sobre todo de los herodianos, de esa gente a la que yo pertenecía y que se había pasado la vida entre el temor a perder sus bienes y privilegios, a la vez que le seguían la corriente a los romanos.

»Una misteriosa exaltación animaba todos estos discursos. De momento, todo fluía como si fuera algo esperado y natural. Pero el tono que iba adoptado poco a poco el pacífico rabí no podía ser sostenido sino algunos meses. Pues, aun en medio de tantos seguidores, la situación empezaba a ponerse tirante, amenazando su gran serenidad.

»No sé si será verdad eso de que las mujeres tenemos una intuición especial para atisbar las tormentas de la vida antes incluso de que las nubes aparezcan en el horizonte, pero te aseguro que a mí empezó a brotarme como una desazón. Percibía a un nivel profundo, y casi enigmático todavía, que Yeshúa iba a ser arrastrado por aquella progresión de entusiasmo. Me daba cuenta día a día de que no era ya libre, y de que le dominaba la necesidad de una misión cada vez más exaltada. Su interior se desbordaba y, en cierto sentido, incluso se hubiera dicho algunas veces que su juicio se trastornaba. Una especie de sentimiento áspero de aversión hacia el mundo le embargaba en ciertas ocasiones. Y entonces se olvidaba de las necesidades más legítimas del corazón, aquellas que antes resplandecían en él con tanta grandeza y naturalidad: el mero placer de vivir, el ver, el sentir, el amar…

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