Los milagros del vino (56 page)

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Authors: Jesús Sánchez Adalid

Tags: #Histórico

BOOK: Los milagros del vino
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»—Por lo tanto, pagad a César las cosas de César, pero a Dios las cosas de Dios.

»Por la tarde, volvimos al monte de los Olivos y nos sentamos a descansar, sin dejar de mirar hacia la ciudad, que se veía cada vez más concurrida. Alguien le pidió entonces al rabí que aclarase la inquietante predicción sobre la destrucción de Jerusalén que había hecho por la mañana.

»—Dinos cuándo sucederán esas cosas tan terribles, y cuál será la señal de su llegada y de la conclusión de lo presente.

»En respuesta, Yeshúa hizo un vaticinio todavía más terrible: guerras crueles, terremotos, hambres y plagas. Además, predijo que las buenas nuevas del reino que él anunciaba se predicarían algún día por toda la Tierra.

»—Entonces —advirtió— habrá gran tribulación, como no ha sucedido una desde el principio del mundo hasta ahora, ¡no!, ni volverá a suceder…

»Le escuchábamos atentamente, en silencio, sobrecogidos. Algunos empezaron a preguntar:

»—¿Por qué? ¿Por qué ha de suceder todo eso que dices? ¿Por qué el Padre Eterno ha dispuesto esas cosas…?

»É1 sólo respondió:

»—Cuando suceda todo eso, estad alerta y no perdáis la calma…

»A partir del día siguiente, todo se precipitó con veloz fatalidad. Empezó a ser evidente que los escribas, fariseos y sacerdotes ansiaban prenderlo, pues no deseaban que la popularidad y la presencia del rabí interfirieran con la celebración de la Pascua. Se trataba de evitar un escándalo. La entradajubilosa de Betfagué, con los gritos llamándole «rey» e «hijo de David», acabó de exasperarlos. Se supo que el miércoles había tenido lugar un consejo en casa del jefe de los sacerdotes, en el que habían tomado secretas decisiones.

«Cuando algunos venían a traer estas noticias, la desazón cundía entre nosotros. Nos dábamos cuenta de que algo grave iba a suceder. Y un gran abatimiento pareció haberse apoderado del espíritu de Yeshúa, habitualmente tan alegre y tan sereno. Alguien dijo que le había oído suspirar y exclamar: «¡Mi alma está intranquila!»

»La noche siguiente, jueves día decimotercero de Nisán, la gente estaba ya muy ocupada haciendo los preparativos finales para la fiesta. También el rabí envió a algunos amigos en las primeras horas de la tarde a comprar lo necesario para la cena de la Pascua.

»Ese día, antes de la puesta del sol, se presentaron algunas mujeres de mi familia y me rogaron compungidas que regresara a la colina oriental para pasar la fiesta con ellos, porque estaban muy disgustados todos a causa de la discusión pasada. Decidí que debía ir.

»Por el camino, percibí una delicada penumbra que envolvía Jerusalén al atardecer, cuando la luna llena empezaba ya a elevarse por encima del monte de los Olivos.

»Nada más entrar en la casa, mi tío Daniel, el de la viña de Carmeniel, me besó con cariño en la frente y me rogó meloso:

»—Anda, mujer, baja tú a la bodega y escoge el vino viejo para la cena.

«Obediente, descendí por la escalera al subterráneo donde estaban las tinajas. La puerta se cerró detrás de mí y la llave crujió.

»—Siento hacer esto, Susana —explicó mi tío con voz entristecida—, pero has de comprender que estás poniendo en peligro a toda la familia. Si regresas con ese loco, Antipas puede enterarse… ¡No están las cosas para complicaciones!

»En la completa oscuridad de la bodega me pasé tres días encarcelada, llorando. Me bajaban la comida y el agua por un respiradero que daba a las cocinas, pero no probé bocado. Les rogaba:

»—¡Dejadme salir! ¡Os lo ruego! ¡No me iré…! ¡Lo juro…!

»Pero hasta las mujeres de la casa trataban de convencerme:

»—Es por tu bien, Susana; ¿no te das cuenta?

»—Juana! —gritaba yo—. ¿Dónde está Juana? ¡Que venga Juana!

»Me contestaron escuetamente:

»—Juana ha regresado a Séforis. Así que no la llames más.

»A1 cuarto día, terminadas las fiestas, abrieron al fin y me dejaron salir. Mis criados, que se habían alojado en otra parte, estaban allí para recogerme, como era costumbre el primer día de la semana, pues había que regresar. Mis parientes se encargaron de disponer mis cosas y me sacaron todo a la puerta.

»—Ya sabes que ésta es tu casa —dijo como si tal cosa mi tío abuelo Shoam, sonriendo—. Puedes regresar aquí cuando lo desees.

»Las mujeres me miraban con tristeza. Se acercaron para abrazarme, pero yo las rechacé; me sentía herida y confundida.

«Todavía mi tío Daniel, el de la viña de Carmeniel, quiso congraciarse conmigo con algunos regalos. Los desprecié y me monté en la muía sin decir una sola palabra.

»Abandoné la colina como sonámbula, descorazonada, humillada y llena de vergüenza y odio.

»Las calles de Jerusalén apestaban a orines, y los desperdicios de la fiesta, las basuras y los excrementos de los animales se amontonaban en todos los rincones. Había llovido durante los días anteriores y el barro se mezclaba con la porquería y la ceniza. Salí por la puerta que llaman de las Aguas, con la intención de bordear la muralla por los caminos exteriores y no tener de esta manera que incorporarme al río humano que, cansado y lento, empezaba a salir en todas direcciones, abarrotando las calles.

»A1 descender hacia el valle del Cedrón, miré hacia el monte de los Olivos y me pregunté dónde estaría Yeshúa. Allí mismo indagué, preguntando a las mujeres que salían en las caravanas.

»—¿El rabí de Galilea? —me dijo extrañada una mujerona—. ¡Serás la única en Jerusalén que no se ha enterado!

»—Pues… ¿qué ha pasado? —inquirí con ansiedad.

»—¡Todo sucedió con tanta rapidez! El jueves en la noche supimos que el rabí había sido prendido y atado como un malhechor. Su gente, temerosa y confundida, le abandonó y huyó a esconderse en diversos lugares de la ciudad. El Galileo fue entonces llevado ante los sacerdotes y sometido ajuicio. A primeras horas de la mañana del día siguiente, el Sanedrín le acusó de blasfemia. Luego hicieron que lo llevasen ante el gobernador romano. Éste lo envió a Antipas, que estaba de fiesta con los suyos y se burló del rabí. Devuelto al gobernador romano, fue declarado inocente, pero los sumos sacerdotes y los jefes del pueblo presionaron al procurador para que le condenara a muerte. La gente enloqueció y se volvió repentinamente en contra del rabí… ¡Nadie estaba ya con él! Después de azotarle, insultarle y maltratarle mucho, los soldados romanos llevaron a Yeshúa a un monte, a las afueras de Jerusalén, y le clavaron sin misericordia a un madero de tormento, en el cual sufrió una muerte sumamente espantosa. Era el día catorce del mes de Nisán, viernes, y en toda la ciudad no se hablaba de otra cosa. ¿Has llegado tú ahora? ¡A quién se le ocurre venir aJerusalén pasada la Pascua, mujer!

Capítulo 68

En la dorada fatiga del crepúsculo, se percibía el otoño. Cesárea también olía a uvas y a mosto fermentado, a pesar de que permanentemente soplaba en la ciudad una brisa suave, que traía sobre sus alas el refrescante aliento del mar. Detrás de las torres y los tejados de los fastuosos palacios romanos, resplandecía la dársena del gran puerto, donde se hallaban anclados navíos de todas las ciudades: de la misma Roma, de Siracusa, Cartago, Egipto, Antioquía, Atenas, Corinto… A lo largo de los muelles se alineaban cientos de tabernas con sus puertas abiertas de par en par, atestadas de marineros y mercaderes que hablaban el griego con todos los acentos posibles. Y al final de la vía principal, en el centro de una amplia plaza rodeada de templos, cuarteles y edificios de la administración, se elevaba la enormidad orgullosa de la estatua de Augusto, mirando hacia el mar, esculpida en mármol y colocada sobre un pedestal macizo.

Podalirio acababa de concertar el pasaje del barco que habría de tomar al día siguiente con destino a Corinto. Susana le había acompañado hasta el puerto y ambos cruzaron la vía portuaria y pasaron por delante del magnífico templo de Apolo, antes de adentrarse por el perfecto y cuadrangular trazado de calles que los conducía hacia una posada que conocía muy bien ella. Entraron por una callejuela sin salida y llegaron hasta la puerta grande de un caserón limpio y silencioso.

—Aquí es —dijo Susana.

Los recibió el dueño en persona. Anochecía y se apresuró a acomodarlos en las mejores estancias. Ella pagó el precio por adelantado.

Podalirio, contrariado, le dijo:

—No tenías por qué hacerlo.

—¿Y por qué no? —replicó Susana poniendo en él una mirada vacía de expresión.

—He sido tu huésped durante un año… Siento que estoy abusando.

—Tanto tú como yo estamos de paso —observó ella sonriente.

Dejaron los equipajes y subieron a la terraza. Se dominaba una vasta visión: la parte baja de la ciudad y su prolongación por los puertos menores; la muralla que daba al interior, los macizos bloques de las atarazanas hacia el poniente y, detrás de los tejados, se ponía el sol más allá, en la inmensidad del mar.

Les sirvieron la cena y vieron caer la noche.

—Es mi último vino de Palestina —dijo Podalirio.

Ella no contestó. Se llevó a la boca un minúsculo pedazo de dulce y lo saboreó cuidadosamente, poniendo sus ojos grises en el horizonte.

Un largo silencio acompañó la desaparición del rojo astro en las aguas. Luego Podalirio hizo esta pregunta:

—¿Por qué esa muerte tan absurda?

—La muerte siempre es absurda —respondió ella.

—Eso es difícil de decir… —comento él.

Susana llenó los vasos y suspiró.

—Es tu último vino en Palestina, Podalirio.

Él asintió con un movimiento de cabeza y luego bebió.

—¡El vino! —exclamó meditabundo—. ¡Los milagros del vino!

—El misterioso encanto de vivir… —añadió ella cerrando los ojos—. Resulta difícil comprender eso a veces… Pero… ¡he ahí el mayor milagro!

Podalirio aspiró el aire fresco que enviaba el mar y levantó la cabeza.

—En realidad, el tiempo, la vida toda está hecha de encuentros milagrosos: el de la juventud, el del amor, el de la dicha, el de la separación…

Susana abrió los ojos y le miró. Hizo un lento movimiento con sus manos largas y delicadas.

—Recuerdo todo como si fuera a través de un sueño; mi memoria se desenvuelve entre los numerosos sucesos vividos en aquellos años y, al recordarlos, me veo a mí misma por todas partes. Antes de conocer a Yeshúa, me parecía que la vida era creada en algún sitio lejano, sin que yo fuera capaz de saber por quién ni para qué. Ello producía dentro de mí misma un sentimiento confuso, mezcla de recelo, desencanto y a la vez asombro y melancolía silenciosa… ¡Esperaba algo! O a alguien; eso es, esperaba a alguien. Su semblante, su presencia, sus palabras… Todo su ser estaba como inscrito en mi alma… ¡Y yo le conocí! Tuve esa dichosa suerte. Por eso, hoy únicamente me desazona pensar en los que no han vivido esa oportunidad. Yo experimenté los milagros… ¿No era eso lo que querías saber? ¿No has venido aquí para saber si el gran milagro es posible?

—Sí —asintió Podalirio—. Y de ese milagro me alimentaré el resto de mi vida.

Susana se quedó pensativa durante un rato, sin dejar de mirarle. Después se agrandaron sus ojos, le resplandecieron, le temblaron ligeramente los labios. Bebió un par de sorbos más y dijo:

—Ahora voy a contarte el más extraordinario de todos los milagros…

Podalirio se estremeció:

—¡Lo espero!

—Deseo contártelo —confesó ella con dulzura—. ¡Lo deseo tanto!

Él le cogió la mano, la acarició, y le rogó con prontitud:

—Cuéntamelo ya, Susana.

Susana le dio un fuerte abrazo y ambos quedaron inmóviles por un instante; dos cuerpos y una sola alma, encendida en calmosa amistad.

Después ella se apartó. Por su cara resbalaban las lágrimas. Secándoselas, dijo turbada y con entrecortada voz:

—Me gusta llorar, Podalirio… A las mujeres nos gusta llorar. Lloramos de pena, ¡lloramos de alegría…!

—Yo también lloro de vez en cuando —se sinceró él—. ¡No hay que avergonzarse de eso!

Susana, frotándose los ojos con las manos, exclamó:

—¡Yo le vi! ¡Yo volví a ver a Yeshúa! ¡Pude estar con él y…!

Ella apretaba con fuerza los labios para que no le temblaran, y cerraba los ojos para aguantar las lágrimas.

Podalirio expresó emocionado:

—¡Lo creo! Pero… ¡cómo fue!

En medio de aquel ardiente torrente de confianza, en lo hondo del alma de Podalirio vibraba la ansiedad de la espera. Pero dejaba pacientemente que ella se expresara con la libertad de sus sentimientos.

Capítulo 69

—Nada puede hundirse tan profundamente en el dolor como el alma ante la muerte del ser amado. Se produce un silencio frío, que es como un callar de cuanto hay, un olvido de toda existencia. Para ella, el mundo ya no es otra cosa que muerte. Se despliega la oscura noche en la que no alumbra ni el leve centello del más insignificante astro. Como en un desierto sin esperanza, corre ante ti el mundo desprovisto de toda belleza. Sólo quedan los recuerdos y, lejanos, ¡se vuelven tan amargos!

«Después de aquella terrible noticia, en el vacío delirante de mis sufrimientos, seguramente me dormí mientras iba tendida en el carro cuando salí de Jerusalén, porque contemplé extrañas escenas, como sueños, cuyo recuerdo se me ha borrado… Quizás había salido de una cárcel para meterme en otra; del agujero oscuro de aquella sucia y negra bodega de la casa de mis parientes, para entrar en otra oscuridad peor si cabe.

»Viajé durante toda la noche destrozada y, al amanecer, me encontré delante de mi casa de la viña. Estaba como la había dejado, y curiosamente todo rezumaba belleza bajo el sol matinal.

«Durante algunos días me encerré en mi alcoba, entregada a ese dolor que no tiene igual. Ante el sentimiento ininterrumpido de aniquilación total, perdí todas mis fuerzas y mis demonios regresaron para adueñarse de mi alma a sus anchas. La vida ya había perdido cualquier significado, y el corazón, cuando me hablaba, me decía: morirás y nada quedará de ti, puesto que no has construido nada que te permita dejar un rastro en la tierra. ¿Cómo es posible que lo que hasta hacía una semana era dulce vino se hubiera vuelto agraz? A veces me derrumbaba y caía de rodillas con mis manos retorcidas implorando al Eterno que cambiase mis pensamientos. Pero aquellas desgarradas plegarias apenas se elevaban, lastradas por el peso y la pujanza de los demonios. Cuando trataba de alzar el espíritu, la nada es lo único que había por encima de todo. Cualquier lejanísimo destello de la alegría pasada que quería retornar, enseguida se volvía caos, fermentaba, se pudría y se convertía en vino malo, agriado y turbio. La pena y la angustia eran mis únicas dueñas y me apaleaban día y noche, sin dejarme descansar.

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