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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (18 page)

BOOK: Los millonarios
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—Por supuesto que no sé quién robó ese dinero —gritó Lapidus—. ¿Qué clase de estúpida pregunta es ésa?

Estúpida, quizá, pensó Joey, pero debía hacerla de todos modos. Aunque sólo fuese para ver su reacción. Si estaba mintiendo, habría algún indicio. La mirada que se desvía, una sonrisa nerviosa, una mirada vacía que ella podría advertir en sus ojos. Mientras se apartaba de la frente un mechón castaño rojizo, pensó que ése era su don —concentrar el foco de atención y encontrar alguna pista— y lo había aprendido jugando al póquer con su padre; más tarde lo pulió en la Facultad de Derecho. A veces estaba en el lenguaje corporal. A veces estaba… en otra parte.

Cuando Joey entró por primera vez en el despacho de Lapidus, lo primero que llamó su atención fue el complicado pomo de bronce de estilo Victoriano. Grabado en relieve con un motivo de óvolo, era frío al tacto, difícil de girar y no hacía juego con ningún otro pomo en todo el edificio. Pero como Joey sabía —cuando se trataba de presidentes de empresa— ésa era precisamente la cuestión. Cualquier cosa para impresionar.

—¿Hay alguna otra cosa, señorita Le…?

—Es Joey —le interrumpió, alzando los ojos color chocolate de su bloc de notas amarillo. Aunque tenía una pluma entre los dedos y el bloc en el regazo, no había escrito una sola palabra; desde que su primer bloc de notas fue citado como prueba en un caso, había aprendido la lección. No obstante, la presencia de ese bloc ayudaba a que la gente se abriese. También usar el nombre de pila—. Por favor, llámeme Joey.

—De acuerdo, sin ánimo de ofender, Joey, pero si no recuerdo mal, fue contratada para encontrar nuestros trescientos trece millones de dólares perdidos. De modo que, ¿por qué no volvemos a ello?

—De hecho, eso es precisamente lo que estaba a punto de preguntar… —comenzó a decir, al tiempo que sacaba del bolso una cámara digital—. ¿Le importa si hago algunas fotografías? Sólo para el archivo de la compañía de seguros…

Lapidus asintió y ella tomó cuatro rápidas instantáneas. Una en cada dirección. Para Lapidus, era sólo una pequeña molestia. Para Joey era la manera más sencilla de documentar una posible escena del crimen. «Que todo quede registrado en una película», le habían enseñado hacía tiempo. «Es lo único que no miente.» A través del objetivo, Joey estudió las paredes forradas en madera de cerezo y la alfombra Aubusson que llenaba la habitación con sus intensos tonos vino tinto. Todo el despacho estaba lleno de objetos asiáticos: a su izquierda, un rollo de caligrafía enmarcado en el que había un poema japonés que celebraba la primavera; a su derecha, un mueble anterior a la segunda guerra mundial que era un simple baúl de madera con pequeños cajones; y justo delante, detrás del escritorio de Lapidus, el evidente orgullo de su colección: un casco de samurái del siglo XIII perteneciente al período Kamakura. Era de madera tallada, lacado en negro brillante y con una luna creciente de plata incrustada en la frente. Como Joey sabía por una vieja clase de historia en la facultad, los shogun —antiguos gobernadores militares del Japón— acostumbraban a usar las insignias plateadas para identificar a sus samuráis y ver cómo actuaban en la batalla. «Otro jefe al que le gusta mantener las distancias», pensó Joey.

—¿Cómo se lleva con sus empleados, señor Lapidus? —preguntó Joey mientras guardaba la cámara en su maletín.

—¿Cómo me…? —Se interrumpió y la observó fijamente—. ¿Está tratando de acusarme de algo?

—En absoluto —se apresuró a responder. Pero era obvio que había dado en el clavo—. Sólo intento imaginar si alguien podía tener un motivo para…

En ese momento la puerta del despacho de Lapidus se abrió de par en par. Quincy entró en la habitación pero no dijo nada. Sólo agarraba con fuerza el pomo ovalado.

—¿Qué? —preguntó Lapidus—. ¿Qué sucede?

Quincy miró a Joey, luego a Lapidus. Algunas cosas era mejor hablarlas en privado.

—¿Está allí? —gritó una voz ronca desde el corredor. Antes de que Quincy pudiese contestar, los agentes Gallo y DeSanctis irrumpieron en el despacho. Joey sonrió ante la interrupción. Traje abombado por el uso… vientre prominente… zapatos baratos y arañados por la carrera. Estos dos no eran banqueros. Lo que significaba que eran de seguridad o…

—Servicio secreto —dijo Gallo, mostrando la placa que llevaba en el cinturón—. ¿Puede perdonarnos un momento?

Joey no pudo evitar mirar el corte que Gallo tenía en la mejilla. No lo había visto cuando entró en el despacho.

—En realidad creo que todos estamos en el mismo barco —dijo Joey, esperando parecer amable—. Represento a Chuck Sheafe.

No mencionaba con frecuencia el nombre de su jefe, pero Joey sabía muy bien cómo funcionaba la confianza cuando se trataba de los organismos encargados de hacer cumplir la ley. Hacía quince años, Chuck Sheafe había sido el tercero al mando en el servicio secreto. Para los agentes eso significaba que era de la familia.

—¿Está trabajando para la compañía de seguros? —preguntó Gallo.

No era la reacción que ella esperaba, de modo que se limitó a asentir.

—Entonces sigue siendo una civil —dijo Gallo bruscamente—. Como ya he dicho: Por favor, discúlpenos.

—Pero…

—Adiós, señorita, no…

—Puede llamarme Joey.

Gallo giró la cabeza con una mirada carroñera, revelando nuevamente el feo corte en la mejilla. No le gustaba que le interrumpiesen.

—Adiós, Joey.

Joey, demasiado lista para insistir, metió el bloc de notas debajo del brazo y se dirigió hacia la puerta. Los cuatro hombres la observaron mientras cruzaba la habitación, algo que no sucedía con frecuencia. Con su complexión relativamente atlética, era una mujer atractiva, pero no de una belleza que quitara el aliento. No obstante, no dio señales de percibir las miradas. Se ganaba la vida hundida hasta las rodillas en el ego masculino. Habría tiempo suficiente para luchar más adelante.

Cuando la puerta se cerró detrás de Joey, Lapidus se frotó la palma de la mano contra la calva.

—Por favor, decidme que tenéis buenas noticias.

Quincy intentó responder, pero no le salió ningún sonido. Metió las manos en los bolsillos para impedir que siguieran temblando.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó Lapidus.

—Shep está muerto —dijo DeSanctis.

—¿Qué? —preguntó Lapidus con los ojos como platos—. ¿Está…? ¿Cómo…?

—Tres disparos en el pecho. Entramos al oír el ruido, pero ya era demasiado tarde.

La habitación quedó nuevamente en silencio. Nadie se movía. Ni siquiera Lapidus. Tampoco Quincy. Nadie.

—Lamento su pérdida —añadió Gallo.

Cogiéndose del pecho, Lapidus se desplomó en su sillón.

—¿Fue por el dinero?

—Eso es lo que estamos tratando de averiguar —explicó Gallo—. No estamos seguros de cómo lo consiguieron, pero todo parece indicar que quizá ellos recibieron ayuda de Shep.

Lapidus alzó la vista.

—¿Qué quiere decir con ellos?

—Esa es la otra parte… —dijo DeSanctis, interviniendo nuevamente en el diálogo. Miró a Gallo como si le estuviese pidiendo permiso. Cuando Gallo asintió, DeSanctis cruzó la habitación y acomodó su cuerpo alto y delgado en uno de los sillones que había delante del escritorio de Lapidus—. Hasta donde sabemos, Shep fue asesinado por Charlie u Oliver.

—¿Oliver? —preguntó Lapidus—. ¿Nuestro Oliver? Ese chico no pudo…

—Pudo… y lo hizo —insistió Gallo—. De modo que no me salga ahora con chorradas de niño inocente. Gracias a esos dos tengo a un hombre con tres agujeros en el pecho y una investigación financiera que se ha convertido en homicidio. Añada eso a trescientos trece millones de dólares y tendrá uno de esos casos por los que se celebran audiencias en el Congreso.

Lapidus permaneció abatido en su sillón, mientras las consecuencias de lo que acababa de oír se instalaban pesadamente sobre sus hombros. Estaba perdido en sus pensamientos y evitaba mirar a ninguno de los presentes, mantenía la mirada fija en el abrecartas de bronce japonés que tenía encima del escritorio. Entonces, súbitamente, saltó de su sillón. Hablaba a toda prisa.

—El viernes, Oliver utilizó mi contraseña para transferir dinero a una cuenta de Tanner Drew.

—Bien, eso es algo que deberíamos saber —dijo Gallo, sentándose junto a DeSanctis—. Si existe algún indicio de malvers… —Gallo interrumpió su discurso al notar que había algo en el cojín del asiento. Metió la mano debajo del muslo y sacó una pluma azul y amarilla que llevaba el logotipo de la Universidad de Michigan. «Michigan», pensó. «El mismo lugar al que asistió Chuck Sheafe, el jefe de Joey…»

»¿De dónde ha salido esto? —preguntó Gallo, agitando la pluma delante de Lapidus—. ¿Es suya?

—No lo creo —dijo Lapidus—. No, nunca la había visto…

Gallo le quitó el capuchón, desenroscó furiosamente el depósito de la pluma y agitó ambas piezas sobre el escritorio. Cayeron un recambio de tinta… un pequeño muelle metálico… y de la parte posterior de la pluma: un tubo de plástico transparente lleno de cables, una pila diminuta y un transmisor en miniatura. Un orificio en la base alojaba el micrófono incorporado.

—¡Hija de puta! —estalló Gallo. Lanzó la pluma contra la pared, donde no alcanzó por centímetros el rollo de caligrafía japonesa.

—¡Tenga cuidado! —gritó Lapidus cuando Gallo saltó de su asiento.

Gallo arrojó el sillón al suelo, corrió hacia la puerta, cogió el pomo ovalado y tiró con todas sus fuerzas.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó la secretaria de Lapidus desde su lugar habitual detrás del escritorio.

Gallo pasó rápidamente delante de ella y miró en el pasillo… cerca de los lavabos… junto al ascensor. Había llegado demasiado tarde. Hacía rato que Joey se había marchado.

15

El asiento trasero del taxi del gitano negro está cubierto con una toalla marrón llena de manchas que huele a pies. En circunstancias normales bajaría las ventanillas de cristales ahumados para que entrase un poco de aire, pero en este momento —después de haber oído todas esas sirenas— estamos mucho mejor con las ventanillas oscuras cerradas. Agachados de modo que nadie pueda vernos, Charlie y yo no hemos abierto la boca desde que subimos al taxi. Obviamente, ninguno de los dos se arriesgaría a hablar delante del conductor, pero cuando miro a Charlie, que está acurrucado junto a la puerta y con la mirada perdida fuera de la ventanilla, sé que no es sólo porque quiera intimidad.

—Gire a la derecha en la esquina —le digo al taxista, atisbando por encima del apoyacabezas para tener una mejor visión de Park Avenue. El tío gira bruscamente en la calle 50 y conduce aproximadamente hasta la mitad de la manzana—. Perfecto. Aquí mismo.

Cuando el coche se detiene, lanzo un billete de diez dólares entre los asientos delanteros, abro la puerta y me aseguro de que no pueda vernos bien. Estamos a pocas manzanas de la estación Grand Central, pero es mejor no echarse a correr en plena calle.

—Vamos —le digo a Charlie, que ya me sigue a pocos pasos. Me dirijo resueltamente hacia la puerta de la panadería italiana que se encuentra a pocos pasos del taxi. Pero en el momento en que el coche acelera, doy media vuelta y me alejo. No es momento de correr riesgos. No conmigo… y mucho menos con Charlie.

—Vamos —digo, corriendo nuevamente hacia Park Avenue. El frío viento de diciembre trata de lanzarnos hacia atrás, pero lo único que consigue es que la multitud que nos rodea y que acaba de almorzar forme una piña y avance encorvada. Mejor para nosotros. Tan pronto como llegamos a Park Avenue, comienzo a subir los escalones de hormigón. Detrás de mí, Charlie mira la ornamentada estructura de ladrillo color rosa y finalmente comprende. Instalada entre los bancos de inversión, las firmas de abogados y el Waldorf, se encuentra la única isla de misericordia en medio de un océano de ostentación. Y más importante aún, es el lugar más cercano del que nadie nos echará a patadas, no importa el tiempo que deseemos quedarnos.

—Bienvenidos a la iglesia de San Bartolomé —susurra una voz suave cuando accedemos al vestíbulo de piedra abovedado. A mi izquierda, desde detrás de una mesa cubierta con biblias y otros libros religiosos, una abuela entrada en carnes nos saluda con la cabeza y luego aparta rápidamente la vista.

Meto un par de dólares en la caja de los donativos y me dirijo hacia las puertas del santuario principal donde, al instante de abrirlas, me golpea ese olor característico a incienso y madera vieja de las iglesias. En el interior, el cielo se eleva hasta formar una cúpula dorada, mientras que en el suelo se extienden cuarenta filas de bancos de madera de arce. Toda la nave está en penumbra, iluminada apenas por unos pocos candelabros colgantes y la luz natural que se filtra a través de los vitrales a lo largo de las paredes.

Ahora que el almuerzo ha terminado, la mayoría de los bancos están vacíos, pero no todos. Aproximadamente una docena de fieles están distribuidos entre las filas, y aunque estén rezando, sólo se necesita un rápido vistazo para darse cuenta de que cualquiera de ellos podría ser el Luchador contra el Crimen de la Semana. Examino detenidamente el santuario, para buscar algo menos concurrido. Cuando una iglesia tiene este enorme tamaño, habitualmente hay… Allá vamos. En la pared de la izquierda, aproximadamente a la altura de la mitad de la nave, hay una puerta sin ninguna placa.

Charlie y yo mantenemos el paso normal, tratando de no llamar la atención. La puerta se abre con un sonoro crujido. Me encojo de forma instintiva y la abro de golpe para silenciar el chirrido. Entramos tan deprisa que trastabillo en la habitación de piedra, que tiene el tamaño justo para albergar unos pocos bancos de madera y un pequeño altar votivo lleno de velas encendidas. Aparte de eso, estamos solos en la capilla privada.

La puerta se cierra y Charlie permanece en silencio.

—Por favor, no te hagas esto a ti mismo —le digo—. Sigue tu propio consejo: lo que le sucedió a Shep… no es culpa mía y tampoco tuya.

Charlie no contesta y se derrumba sobre un banco de un rincón. El cuerpo se hunde y el cuello se sacude inerte. Aún está conmocionado. Hace menos de media hora vi cómo mataban a un compañero de trabajo. Charlie vio morir a alguien a quien consideraba su amigo. Y aunque ambos apenas se conocían, aunque lo único que hicieran fuese hablar de algunos partidos disputados en la época del instituto, para Charlie eso significa toda una vida. Se inclina hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas.

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