Read Los millonarios Online

Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (24 page)

BOOK: Los millonarios
2.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—De hecho, nos envía…

—Sé quién les envía —interrumpe, mira por encima de nuestros hombros y controla la calle a través del escaparate. Lo hace instintivamente, forma parte de su trabajo. La seguridad ante todo. Convencido de que estamos solos, nos hace señas para que nos reunamos con él en la otra habitación.

Cuando le seguimos hacia la parte trasera del local veo los posters desteñidos y pasados de moda que cubren las paredes. Bahamas… Hawai… Florida, en todos los anuncios aparecen mujeres de llamativas cabelleras y tíos con bigote. La fuente de agua tiene fecha de finales de los ochenta, pero estoy seguro de que este lugar no ha sido visitado en años. Agencia de viajes, y una mierda.

—Ustedes primero —dice el hombre, manteniendo abierta la cortina que nos lleva a la habitación trasera.

—No hagan caso del hombre de detrás de la cortina —dice Charlie, tratando de crear un ambiente distendido.

—Lo ha adivinado —asiente el hombre—. Pero si yo soy Oz, quién es usted… ¿el León Cobarde?

—No, él es el León Cobarde —dice Charlie, señalando en mi dirección.

—¿Yo? Yo me veo más como Toto… o quizá un mono volador; el jefe, naturalmente, no uno de esos lacayos primates que siempre están en segundo plano.

Oz lucha con su sonrisa, pero aún sigue allí.

—Me han dicho que necesitan viajar a Miami —dice, acercándose a su escritorio, que se encuentra justo en el centro de la sucia y desordenada habitación. Tiene el mismo tamaño que la habitación del frente, pero aquí hay una fotocopiadora, una trituradora de papel y un ordenador conectado a una impresora de última generación. A nuestro alrededor, las paredes están cubiertas con pilas de cajas marrones sin etiquetas. Ni siquiera me interesa conocer su contenido.

—Humm… ¿podemos empezar? —pregunto.

—Eso depende de ustedes —dice Oz, frotando el pulgar contra el indicé y el dedo corazón.

Charlie me mira y yo saco el fajo de billetes que llevo en el bolsillo del abrigo.

—Tres mil, ¿verdad?

—Eso es lo que dicen —contesta Oz, ahora con expresión seria.

—Realmente le agradezco su ayuda —añade Charlie.

—No se trata de un favor, chico. Es sólo un trabajo.

El hombre se inclina hacia adelante, abre el cajón inferior del escritorio, saca dos pequeñas cajas y las desliza hacia nosotros por encima del escritorio. Yo cojo una y Charlie la otra.

—Tinte para el pelo de Clairol —lee Charlie en voz alta. En la parte frontal de su caja hay una mujer con el pelo rubio y sedoso. En la mía, el pelo de la modelo es negro azabache.

Oz nos señala el baño que hay en una esquina de la habitación.

—Si realmente quieren desaparecer —explica—, tienen que comenzar por la cabeza.

Veinte minutos más tarde, me contemplo en un espejo inmundo, asombrado ante la magia de un tinte barato.

—¿Qué aspecto tengo? —pregunto, peinando mi nuevo pelo negro.

—Como Buddy Holly —dice Charlie, mirando por encima de mi hombro—. Sólo que más desmañado.

—Gracias, Carol Channing.

—Cabeza de Bala.

—Aquamán.

—Eh, al menos no me parezco a las amigas de mamá —dice Charlie.

Vuelvo a mirarme en el espejo.

—¿Quién eres…?

—¿Están listos? —interrumpe Oz—. ¡Vamos!

De vuelta a la realidad, Charlie y yo salimos del baño. Sigo jugando con mi nuevo pelo. Charlie no ha tocado el suyo. Está acostumbrado a estas cosas. Después de todo, no es la primera vez que cambia de color. Rubio en décimo grado, morado oscuro a los doce años. En aquella época, mamá ya sabía que Charlie quería estar fuera del sistema. Me pregunto qué diría ahora.

—Quiero que se coloquen allí y bajen la persiana —dice Oz, señalando la ventana que hay en la pared del fondo. En el suelo hay una pequeña X formada con cinta adhesiva sobre la alfombra. Charlie tira de la cuerda de la cortina.

—¿Azul? —pregunta, advirtiendo el color azul claro del lado interior de la persiana.

En el ordenador de Oz, la pantalla parpadea y aparece una imagen digital de un permiso de conducir de Nueva Jersey en blanco. El fondo para la foto es azul claro. Igual que la persiana. Sonriendo ante la exhibición tecnológica, Oz se coloca delante de Charlie con la cámara digital en la mano.

—A la de tres, diga, «Departamento de Vehículos Motorizados…».

Charlie pronuncia las palabras y yo cierro los ojos ante el flash blanco y brillante.

26

Estirando el cuello hacia el cielo, Joey contempló el edificio de treinta pisos que se alzaba en el Upper East Side de Manhattan.

—¿Estás segura de que ella está en casa? —preguntó Joey, casi mareada por la altura.

—He hablado con ella hace diez minutos haciéndome pasar por una encuestadora —contestó Noreen—. Es la hora de cenar. No irá a ninguna parte.

Asintiendo para sí, Joey se volvió debajo del toldo rígido y miró a través de las puertas dobles de cristal que conducían al vestíbulo. En el interior, un portero estaba inclinado sobre el mostrador principal hojeando el periódico. Sin uniforme; sin corbata; ningún problema. Sólo el primer apartamento de otra niña de papá.

Dibujando una amplia sonrisa, Joey cogió el móvil que llevaba sujeto en el cinturón, se lo llevó a la oreja y abrió la puerta.

—¡Oh, odio cuando hacen eso! —gimoteó en el teléfono—. Los panties son tan de clase media.

—¿De qué estás hablando? —preguntó Noreen.

—¡Ya me has oído! —gritó Joey. Pasó rápidamente ante el portero agitando la mano y se dirigió directamente hacia el ascensor. El hombre sacudió la cabeza. Típico.

Veintitrés pisos después, Joey llamó al timbre del apartamento 23H.

—¿Quién es? —preguntó una mujer.

—Teri Gerlach, de la Asociación Nacional de Corredores de Valores —explicó Joey—. Hace unos días Oliver Caruso presentó su solicitud para obtener su licencia de Serie 7 y, puesto que la incluyó a usted como una de sus referencias, nos preguntábamos si podríamos hacerle unas preguntas.

Mientras pronunciaba su breve discurso, Joey sabía perfectamente que no había comprobación de referencias para la Serie 7 de valores, pero ese detalle nunca la había detenido.

Hubo un suave sonido metálico y Joey percibió claramente que la estaban estudiando a través de la pequeña mirilla. Una vez que anochecía, las mujeres de Nueva York tenían un montón de razones para no abrir sus puertas a desconocidos.

—¿A quién más incluyó Oliver en esa lista? —preguntó la voz.

Para causar efecto, Joey sacó un pequeño bloc de notas de su bolso.

—Veamos… una madre llamada Margaret… un hermano, Charles… Henry Lapidus del Banco Greene… y una novia llamada Beth Manning.

Se oyó el ruido de cadenas y pestillos que se abrían. Cuando la puerta se abrió, Beth asomó la cabeza.

—¿No ha conseguido Oliver ya su Serie 7?

—Se trata de una renovación, señorita Manning —dijo Joey tranquilamente—. Pero, aun así, nos gusta verificar las referencias. —Volvió a señalar el bloc de notas y sonrió amablemente—. Le prometo que se trata sólo de unas simples preguntas… acabaremos enseguida.

Beth se encogió de hombros y retrocedió unos pasos.

—Tendrá que disculpar todo este desorden…

—No se preocupe —dijo Joey, echándose a reír mientras entraba en el apartamento y apoyaba ligeramente la mano en el antebrazo de Beth.

—Mi apartamento es cincuenta veces peor.

Francis Quincy no era uno de esos hombres ansiosos que se pasean arriba y abajo por las habitaciones. Tampoco era un hombre que se preocupara más de lo estrictamente necesario. De hecho, cuando la tapa de la olla a presión amenazaba con salir disparada, mientras todos los demás recorrían ansiosamente la lujosa alfombra del despacho de Lapidus, Quincy permanecía inmóvil en su sillón, calculando en silencio las posibilidades. Incluso cuando su cuarta hija nació tres meses antes de la fecha prevista para el parto, Quincy se apartó y se consoló pensando que el ochenta por ciento de recién nacidos prematuros conseguían vivir. En aquella época, los números estaban de su parte. Hoy estaban completamente fuera de su control. No obstante, no se dedicaba a pasear por la habitación como los demás.

—¿No dijo nada más? —preguntó Quincy secamente.

—Nada… menos que nada —dijo Lapidus, golpeando intermitentemente los nudillos sobre el escritorio—. Sólo quieren que mantengamos la boca cerrada.

Quincy asintió, de pie junto a la ventana que había en una esquina del despacho. Mientras contemplaba la eléctrica línea del cielo, extendió la mano y se apoyó en la parte superior de la persiana
shoji
cubierta con motivos de mariposas.

—Tal vez deberíamos esperar un día antes de hablar con los socios.

—¿Has perdido la cabeza? Si llegan a descubrir que estuvimos ocultándoles información… Quincy, se beberán nuestra sangre con el desayuno.

—Bueno, odio decirte eso, Henry, pero pedirán sangre de todos modos, y hasta que no encontremos a Oliver y el dinero desaparecido, no hay nada que podamos hacer.

Los nudillos de Lapidus aceleraron el ritmo.

—Ya he llamado dos veces. Gallo no ha contestado.

—Si eso puede facilitar las cosas, Henry, no tengo inconveniente en hacer un par de gestiones.

—No comprendo…

—Tal vez Gallo necesite oírlo por ambas orejas —dijo Quincy—. Sólo para inclinar un poco la balanza.

Lapidus reflexionó durante unos segundos, estudiando a su socio.

—Sí… no… eso sería genial.

Quincy se dirigió hacia la puerta del despacho sin perder un minuto.

—Sólo recuerda de qué lado están Gallo y DeSanctis —dijo Lapidus—. Cuando llega el momento, los agentes de la ley son como cualquier otro cliente… sólo les interesa qué pueden sacar.

—No tienes que recordármelo —dijo Quincy mientras abandonaba el lujoso despacho—. Lo sé todo acerca de este negocio.

—¿Qué es lo que estamos buscando? —preguntó DeSanctis, sosteniendo el auricular con la barbilla.

—No es fácil saberlo. Obviamente hemos topado con algunos obstáculos, pero creo que pronto todo irá sobre ruedas —explicó su socio—. ¿Cómo van las cosas por allí? ¿Cómo se está portando Gallo con la madre?

Mirando a través del espejo de una sola cara, DeSanctis vio que Gallo estaba ayudando a la señora Caruso a ponerse el abrigo.

—Lo tenemos controlado —dijo DeSanctis fríamente.

—No pareces muy seguro…

—Estaré seguro cuando les hayamos cogido —insistió.

Charlie y Oliver se habían librado esta vez, pero eso no volvería a suceder. No con esta clase de apuestas.

—¿Has pensado en llamar a otros agentes?

—No… imposible —replicó DeSanctis—. Puedes creerme, no queremos más dolores de cabeza.

—¿Entonces piensas que Gallo y tú podéis mantener esto controlado?

—Personalmente, no veo demasiadas alternativas… para ninguno de nosotros.

—¿Y qué se supone que significa eso?

—Nada —dijo DeSanctis secamente. Tras el cristal, Gallo acompañó a la señora Caruso fuera de la sala de interrogatorios—. Tú haz tu trabajo y nosotros haremos el nuestro. En la medida en que eso sea así, ellos no tienen la menor posibilidad.

27

—Aquí tenéis —dice Oz, golpeando el pecho de Charlie con un sobre azul y blanco de la Continental Airlines. Abro el mío; Charlie hace lo mismo con el suyo. Vuelo 201. Esta noche, directo a Miami.

—¿No nos habrá puesto el uno junto al otro, verdad? —pregunto.

Oz me atraviesa con la misma mirada acaso-te-parezco-un-imbécil que habitualmente recibo de Charlie. Aun así, no es momento de correr riesgos.

—25C —le digo a mi hermano.

El mira su billete.

—7B. —Volviéndose hacia Oz, Charlie añade—. Me ha metido en uno de los asientos del medio, ¿verdad?

Oz pone los ojos en blanco. Ese ha sido siempre el mejor truco de magia del amplio arsenal de Charlie. Hacer que sigan hablando. Inclinándose hacia la máquina de plastificar que está sobre una pila de cajas, Oz recoge el envoltorio de papel metalizado y lo abre.

—¿Se acuerdan de aquellos documentos de identidad lamentablemente falsificados que les permitían comprar cerveza cuando estaban en el instituto? —fanfarronea—. Bueno, pues aquí tienen una obra maestra…

Como un policía que muestra su placa en un segundo, Oz agita la tarjeta plastificada ante nuestras narices. No hay duda de que se trata de un perfecto permiso de conducir de Nueva Jersey, con mi fotografía y mi flamante nuevo pelo negro.

—Excelente —dice Charlie.

Oz nos dice que debemos elegir nombres que resulten fáciles de recordar. Charlie elige Sonny Rollins, maestro y leyenda del jazz. El mío será Walter Harvey, primero y segundo nombres de mi padre. Física y nominalmente Charlie y yo hemos dejado de ser hermanos.

Charlie besa su fotografía.

—Mmmmmmm, mmmmm… qué niño tan adorable…

—Pero no son documentos infalibles —nos advierte Oz con su mejor acento de Hoboken—. Como acostumbro a decirle a todo el mundo, no tienten demasiado la suerte con este documento de identidad. Puede meterles en el avión… y tal vez en un motel… pero sólo les llevará tan lejos como…

—¿Qué quiere decir? —le interrumpo.

—Es sólo la forma en que gira el mundo —explica Oz—. No importa lo rápidos que piensen que son, hay tres cosas que siempre acaban delatando: el ego, la codicia y el sexo. —Consciente de que tiene toda nuestra atención, su voz aguda se acelera—. El ego: te vas de la lengua con el camarero; eres un pelmazo con el
maître
. Así es como un tío en el restaurante se acuerda de ti y le da tus señas a la policía. La codicia: te compras un reloj grande y caro; te comes cinco langostas en una cena. Así es como reconocerá tu foto el tío que está detrás de la barra. Y el sexo: chico, ésa es la razón de que todos los tópicos sean ciertos. No hay nada como una mujer despechada.

—¿Ve este pelo rubio oxigenado? —pregunta Charlie, señalándose la cabeza—. ¿Y su horrible nido de mirlos? —añade, señalándome—. A partir de este momento, las mujeres son la menor de nuestras preocupaciones.

—Entonces incluyendo el viaje y todo lo demás —interrumpo— ¿cuánto tiempo cree que tenemos antes de que la gente descubra que nos hemos largado de la ciudad?

Oz se vuelve hacia el ordenador y examina el permiso de conducir falso de Charlie, que sigue mirándonos desde la pantalla.

—Es difícil decirlo —contesta Oz mientras el tono de su voz se vuelve más grave—. Según de quién estén huyendo.

BOOK: Los millonarios
2.53Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Ships of Merior by Janny Wurts
Music Makers by Kate Wilhelm
White Cloud Retreat by Dianne Harman
Flutter by Amanda Hocking
Mr. Calder & Mr. Behrens by Michael Gilbert
Forbidden Forest by Michael Cadnum
Heat in the Kitchen by Sarah Fredricks
Sweet Waters by Julie Carobini