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Authors: Brad Meltzer

Tags: #Intriga

Los millonarios (23 page)

BOOK: Los millonarios
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—¿Ya mismo?

—Eso es lo que estoy tratando de averiguar… en los próximos minutos…

—¿Ya la han puesto bajo vigilancia? ¿Cómo han conseguido las órdenes tan pronto?

—No tengo ni idea —dijo Joey mientras abría la puerta principal del edificio. Cuando una mujer mayor apareció caminando desde el vestíbulo, Joey alcanzó la puerta interior, entró y corrió hacia el ascensor.

En el otro lado de la línea se produjo una breve pausa.

—Por favor, dime que no estás corriendo hacia el edificio…

—No estoy corriendo hacia el edificio —dijo Joey; pulsaba el botón de llamada del ascensor como si estuviese mandando un mensaje en Morse.

—Maldita sea, Joey, esto es estúpido.

—No, lo que es estúpido es tratar de hacer esto después de que los tíos del Servicio tengan controlado este lugar.

—Entonces deberías dejarlo.

—Noreen, ¿recuerdas lo que te dije acerca de la fuerza de los lazos familiares? No me importa lo duros que puedan ser esos chicos, aunque estén huyendo de la justicia, finalmente la sienten. Y en este caso… cuando uno de ellos paga las facturas de su madre y el otro sigue viviendo con ella… Cuando los vínculos son tan fuertes, es como si llevasen un imán en el pecho. Es posible que sólo llamen durante dos segundos, pero cuando eso suceda, tengo intención de oír lo que dicen. Y rastrear la llamada.

Noreen se quedó en silencio nuevamente. Durante medio segundo.

—Sólo dime qué necesitas que yo…

Joey entró en el ascensor y la línea quedó muerta. Eso es lo que sucede con los móviles y los edificios antiguos. Comprobó el vestíbulo una vez más, pero no había nada que ver. Cuando las puertas se cerraron, Joey estaba sola.

23

—¿Estás seguro de que es una buena idea? —pregunto, sin dejar de vigilar los alrededores mientras Charlie marca el número en la cabina telefónica del Hotel Excelsior. Tal vez no sea el mejor hotel de la ciudad, pero es el más próximo y el que tiene la mejor selección de guías telefónicas.

—Oliver, ¿de qué otra manera piensas subir a un avión? —me contesta mientras apoya el auricular en la oreja—. Si utilizamos nuestros verdaderos documentos es que somos unos idiotas; si utilizamos nuestras tarjetas de crédito, nos seguirán la pista.

—Entonces quizá sería mejor mirar otros medios de transporte.

—¿Por ejemplo? ¿Alquilar un coche y conducir hasta Miami? También necesitas una tarjeta de crédito y un documento…

—¿Qué me dices del tren?

—Venga, por favor, ¿realmente quieres pasarte dos días viajando en un Amtrak? Cada segundo que perdamos es una oportunidad para que los tíos del servicio secreto nos aprieten las tuercas. Confía en mí, si queremos salir de la ciudad, ésta es nuestra mejor opción.

No demasiado convencido, me inclino hacia adelante y le obligo a compartir el auricular. En mi oreja, el teléfono suena por tercera vez.

—Venga… —protesta Charlie, mirando las Páginas Amarillas de Nueva Jersey— ¿dónde coño están…

—Bufete de abogados —contesta Bendini sin la menor vacilación—. ¿Qué necesita?

24

Los primeros quince minutos estaban destinados a que se calmara. Nadie a quien gritarle… nadie con quien hablar; estaba sola en una habitación sin nada donde posar la vista salvo una mesa de madera y cuatro sillas de oficina diferentes. Las cuatro paredes que la rodeaban eran completamente blancas —ningún cuadro, nada que pudiera distraerla— excepto por el enorme espejo que se encontraba en la pared derecha. Obviamente, el espejo fue lo primero que llamó la atención de Maggie Caruso. Se suponía que así debía ser. Como el servicio secreto sabía muy bien, con la tecnología de vídeo actual, no existía ninguna razón práctica para seguir utilizando los espejos de dos caras. Pero eso no significaba que, aun cuando no hubiese nadie detrás de ellos, no tuviesen su propio efecto psicológico. De hecho, la sola visión del espejo hacía que Maggie se moviese nerviosamente en la silla. Y así transcurrieron los quince minutos siguientes.

Tratando de eliminarlo de su campo de visión, Maggie utilizó la mano derecha para cubrirse los ojos. Se recordó mentalmente que todo estaba bien. Sus hijos estaban bien. Eso fue lo que Gallo le dijo. Se lo dijo mirándola a los ojos. Pero si efectivamente era así, ¿qué hacia ella en el centro de la ciudad, en el cuartel general del servicio secreto en Nueva York? La respuesta llegó con un ruido de pasos y el movimiento del pomo de la puerta. Se volvió hacia la izquierda y la puerta se abrió de par en par.

—¿Maggie Caruso? —preguntó DeSanctis cuando entró en la habitación. Una carpeta se balanceaba a un costado del cuerpo, estaba vestido con un traje azul pero no llevaba chaqueta. Las mangas remangadas hasta los codos. Serio pero no amenazador. Detrás de él estaba Gallo, quien la saludó con un breve movimiento de cabeza. Maggie, por deformación profesional, vio que el traje le sentaba fatal, un signo evidente de mal gusto, una enorme impaciencia o un ego exagerado (los hombres siempre pensaban que eran más grandes de lo que eran en realidad). A pesar del viaje de cuarenta minutos en coche desde Brooklyn, aún no sabía por qué estaba allí. Pero sí sabía lo que ella quería. Su voz salió entrecortadamente al pronunciar las palabras.

—Por favor… ¿cuándo puedo ver a mis hijos?

—De hecho, esperábamos que usted pudiese ayudarnos precisamente en esa cuestión —dijo DeSanctis. Se sentó en la silla de la izquierda; Gallo ocupó la que estaba a la derecha de Maggie. Ninguno de los dos se sentó frente a ella, advirtió. Tenía a uno a cada lado.

—No lo entiendo… —comenzó a decir.

Gallo miró a DeSanctis, quien deslizó lentamente la carpeta sobre la mesa.

—Señora Caruso, anoche, en algún momento, alguien robó… bueno… una importante cantidad de dinero del Banco Privado Greene. Esta mañana, cuando los ladrones fueron sorprendidos, se produjo un intercambio de disparos y…

—¿Disparos? —le interrumpió ella—. ¿Acaso alguien…

—Oliver y Charlie están bien —le aseguró él, cubriendo con las suyas las manos de Maggie—. Pero durante el tiroteo un hombre llamado Shep Graves resultó muerto por los disparos efectuados por los dos sospechosos, quienes consiguieron darse a la fuga.

Maggie se volvió hacia Gallo, quien se estaba mordiendo un corte que tenía en el labio inferior.

—¿Qué tiene que ver todo esto con mis hijos? —preguntó con voz temblorosa.

DeSanctis se inclinó hacia ella sin soltarle las manos.

—Señora Caruso, ¿ha tenido noticias de Charlie u Oliver en las últimas horas?

—¿Cómo dice?

—Si sus hijos estuviesen escondidos en alguna parte, ¿sabría usted dónde podría ser?

Maggie apartó las manos y se puso de pie de un brinco.

—¿De qué está hablando?

Gallo se puso de pie con la misma celeridad.

—Señora, ¿quiere sentarse, por favor?

—¡No hasta que me diga qué es lo que pasa! ¿Acaso les está acusando de algo?

—¡Señora, siéntese!

—¡Oh, Dios mío! Habla en serio, ¿verdad?

—¡Señora…!

DeSanctis cogió a Gallo de la muñeca y le obligó a sentarse. Mirando a Maggie, le dijo:

—Por favor, señora Caruso, no hay necesidad de que…

—¡Ellos jamás harían algo así! ¡Jamás! —insistió Maggie.

—No estoy diciendo que lo hicieran —dijo DeSanctis, con un tono de voz suave y tranquilo—. Sólo trato de protegerles…

—Pues es curioso… pero suena como alguien que se muere por atraparles.

—Llámelo como quiera —intervino nuevamente Gallo—. Pero cuanto más tiempo pasen sus hijos ahí fuera, mayor es el peligro que corren.

Al oír esas palabras, Maggie se quedó paralizada.

—¿Qué?

Gallo se frotó la cabeza y respiró profundamente. Maggie le estudió detenidamente, sin poder decidir si se trataba de un gesto de frustración o de auténtica preocupación.

—Sólo intentamos ayudarla, señora Caruso. Sólo eso, ya sabe cómo son estas cosas… usted mira las noticias en la tele. ¿Cuándo fue la última vez que un fugitivo se salió con la suya? ¿O vivió feliz para siempre? —preguntó Gallo—. Esas cosas no suceden, Maggie. Y cuanto más tiempo siga con la boca cerrada, más probabilidades hay de que algún poli con el gatillo fácil le meta una bala en la cabeza a uno de sus chicos.

Incapaz de mover un músculo, Maggie permaneció sentada, dejando que la lógica de ese razonamiento hiciera efecto.

—Sé que trata de protegerles y comprendo sus dudas —añadió Gallo—. Pero pregúntese esto: ¿Realmente quiere enterrar a sus propios hijos? Porque desde este momento, Maggie, la elección depende de usted.

Inmóvil, Maggie Caruso vio a través de un mar de lágrimas cómo el mundo se nublaba.

Fuera del edificio de apartamentos de Maggie Caruso, la furgoneta Verizon aparcó en un lugar libre justo detrás de un coche negro abollado. No hubo carreras, o confusión, o frenos chirriando sobre el pavimento. Simplemente, la puerta lateral de la furgoneta se abrió y tres hombres vestidos con uniformes Verizon saltaron del vehículo. Los tres llevaban documentos de identificación de la compañía de teléfonos en el bolsillo derecho y placas del servicio secreto en el izquierdo. Sus movimientos eran tranquilos al descargar las cajas de herramientas. Parte del entrenamiento. Los tíos encargados de las reparaciones de teléfonos jamás se daban prisa.

Como especialistas en seguridad personal de la División de Seguridad Técnica, sólo necesitaban veinte minutos para convertir cualquier casa en un perfecto estudio de sonido. Gallo les había dicho que disponían de dos horas. Aun así, acabarían su trabajo en veinte minutos. Los tres hombres se dirigieron a la entrada del edificio y el más alto de ellos introdujo unos diminutos alicates de tres puntas en la cerradura. Cuatro segundos más tarde la puerta estaba abierta.

—La caja de teléfonos en el sótano —dijo el hombre de pelo negro.

—Yo me encargo —dijo el tercer hombre, alejándose hacia el hueco de la escalera que se abría en una esquina del vestíbulo. Sólo los novatos colocan micrófonos en el aparato que quieren controlar. Gracias a Hollywood, es el primer lugar que todo el mundo examina.

En el ascensor, sus dos compañeros repararon en las puertas metálicas atacadas por el óxido y en los viejos botones. Los edificios viejos siempre daban más trabajo. Paredes más gruesas; perforaciones más profundas. Finalmente, el ascensor se detuvo bruscamente en el cuarto piso. La puerta se deslizó lentamente; Joey estaba esperando en el rellano. Echó un breve vistazo a los hombres con uniformes Verizon y bajó la cabeza.

—Que tenga una buena noche —dijo el más alto al salir.

—Usted también —contestó Joey, pasando a su lado para entrar en el ascensor. El pecho de Joey rozó el brazo del hombre. Él sonrió. Ella le devolvió la sonrisa. Un momento después Joey había desaparecido.

—Lo juro, no he sabido absolutamente nada de ellos —tartamudeó Maggie, enjugándose las lágrimas con el borde de la manga—. Estuve en casa todo el día… todas mis clientas… pero ellos nunca…

—La creemos —dijo Gallo—. Pero cuanto más tiempo pasen Charlie y Oliver ahí fuera, más probabilidades hay de que se pongan en contacto con usted. Y cuando lo hagan, quiero que me prometa que les mantendrá al teléfono el mayor tiempo posible. ¿Me está escuchando, Maggie? Eso es todo lo que debe hacer. Nosotros nos encargaremos del resto.

Mientras recobraba el aliento, Maggie intentó imaginarse ese momento en su cabeza. Había muchas cosas que aún no tenían sentido para ella.

—No sé…

—Comprendo que es difícil para usted —añadió DeSanctis—. Créame, yo tengo dos niñas pequeñas y ningún padre debería encontrarse jamás en esta situación. Pero si quiere salvarles, esto es lo mejor para ellos… para todos.

—¿Qué me dice? —preguntó Gallo—. ¿Podemos contar con usted?

25

Nos llevó casi una hora llegar desde el edificio de Duckworth hasta Hoboken, Nueva Jersey, y cuando el tren PATH entró en la estación, hice un leve gesto hacia el otro extremo del vagón del metro, donde Charlie estaba oculto entre la muchedumbre de jóvenes profesionales que regresaban a casa después del trabajo. No había ninguna razón para comportarse como unos estúpidos.

Con un empellón gigantesco, la oleada humana de pasajeros salió del tren e inundó las escaleras, abriéndose paso hacia la calle. Como siempre, Charlie iba al frente, deslizándose entre la muchedumbre. Se movía con facilidad. Al llegar a la calle continuó acelerando el paso. Yo me mantenía a unos diez metros detrás de él, sin perderle de vista ni un momento.

Siguiendo las indicaciones de Bendini, Charlie pasó rápidamente junto a los bares y restaurantes pretendidamente neoyorquinos que bordean Washington Avenue y, al llegar a la calle Cuatro, giró bruscamente a la izquierda. Ahí, el barrio se transforma. Las cafeterías se convierten en casas particulares… las panaderías se convierten en residencias de tres plantas… y las tiendas de ropa de moda se transforman en edificios de cinco pisos sin ascensor. Charlie mira a su alrededor y se para en seco.

—Tiene que haber un error —dice en voz alta.

Me acerco y no tengo más remedio que darle la razón. Buscamos una tienda; todo el vecindario es residencial.

No obstante, cuando se trata de Bendini, nada puede sorprendernos.

—Sólo debemos buscar la dirección que nos ha dado —susurro mientras un viejo italiano nos observa con curiosidad desde una ventana cercana. Su televisor lanza destellos a su espalda—. Deprisa —insisto.

Finalmente, tres manzanas más adelante lo encontramos: en medio de una fila de casas hay una construcción de ladrillo de una sola planta con un rótulo pintado a mano que dice «Viajes Mumford» encima de la entrada. Las letras son finas y de color gris y, al igual que la placa de bronce que hay junto a la entrada del banco, su cometido es pasar desapercibidas. En el interior, las luces están encendidas, pero la única persona que hay allí es una mujer de unos sesenta años sentada detrás de un viejo escritorio de metal y hojeando un gastado ejemplar de
Soap Opera Digest
.

Charlie está a punto de llamar al timbre. «Por favor llame antes de entrar.»

—Está abierto —grita la mujer sin levantar la vista. Un ligero empujón a la puerta nos permite entrar.

—Hola —le digo a la mujer, quien sigue con la mirada fija en la revista—. He venido a ver a…

—¡Yo me encargo…! —se oye que grita una voz chillona con un fuerte acento de Nueva Jersey. Desde una habitación trasera, un hombre delgado y fibroso vestido con una camisa de golf blanca aparta una cortina roja y se acerca a saludarnos. Tiene los ojos ligeramente saltones y una amplia frente que delata una inevitable calvicie—. ¿Tiene una emergencia…?

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