—¿Es tuyo? —pregunto.
—El último regalo de mi padre —dice con evidente orgullo—. Incluso los ingenieros ateos siguen apreciando la majestuosidad de atrapar un pez a la luz del crepúsculo.
Cuando desata los cabos que sujetan la embarcación a los pilotes del muelle puedo ver sus brazos delgados que brillan con gracia a la luz de la luna. Salto dentro del bote sin dudarlo un instante. Gillian enciende el motor y coge la rueda del timón con mano suave pero segura. Deben de ser las cuatro de la madrugada, pero en el mar aún hay unas vistas realmente maravillosas.
Con un brusco giro a la izquierda dejamos la marina e, ignorando los carteles de «No provoque olas», Gillian mueve la palanca del acelerador hacia adelante y nos envía rebotando a través del agua oscura. La accidentada marcha basta para lanzarnos contra nuestros asientos, pero ambos nos aferramos al tablero de instrumentos y hacemos un esfuerzo para mantenernos en pie.
—¡Si no te colocas por encima del parabrisas, no puedes probar el sabor del océano! —grita Gillian por encima del ruido del motor. Asiento y paso la lengua por la sal que el aire deposita en mis labios. Cuando comencé a trabajar en Greene, Lapidus me llevó en su avión privado a Saint Bartholomew y salimos a navegar en uno de los yates de un cliente del banco. Tenían catas de vinos, masaje tailandés y dos mayordomos. Comparado con esto era una mierda.
Gracias a un faro antiniebla instalado en la proa de la embarcación podemos ver a través de la oscuridad, pero con la luna oculta detrás de las nubes, es como conducir a través de un campo abandonado. A la distancia, el océano se desvanece y todo se vuelve negro. Las únicas cosas que se pueden ver con cierta claridad son los espigones paralelos que corren a derecha e izquierda, un pasamanos natural que nos lleva hacia mar abierto.
—¿Preparado para montar en el autobús mágico? —me grita Gillian cuando entramos en el océano. Espero que aumente la velocidad. En cambio, reduce la marcha. Al final del espigón gira nuevamente a la izquierda, rodea las rocas, y apaga el motor.
—¿Qué haces?
—Ya lo verás —bromea, dirigiéndose a proa.
Nos encontramos a unos buenos doscientos metros de la costa, pero aún puedo oír cómo rompen débilmente las olas en la arena.
—¿La gente puede vernos? —pregunto, echando un vistazo hacia un puesto de salvavidas apenas visible.
—Ya no —dice Gillian mientras apaga el faro antiniebla. La repentina oscuridad nos engulle por completo.
Buscando un punto de referencia que me dé seguridad, mis ojos se desvían hacia los letreros de neón rosa, azul claro y verde limón que señalan los techos de los hoteles
art déco
que flanquean Ocean's Drive. Desde esta distancia parecen luces de aterrizaje. Todo lo demás ha desaparecido.
—¿Estás segura de que esto es prudente?
En ese momento se oye el sonido de algo cayendo al agua y la proa de la embarcación se sacude ligeramente. Ahí va el ancla.
—Gillian…
Moviéndose ahora rápidamente hacia la popa, Gillian retira los cojines de los Miami Dolphins que cubren el banco de madera, levanta la parte superior de éste y deja al descubierto el compartimiento para guardar cosas que hay debajo. Saca dos trajes de neopreno, máscaras, aletas…
—Échame una mano con esto —me dice, luchando con algo bastante pesado.
Me acerco y la ayudo a sacar del compartimiento un tubo de metal frío. Luego otro. Botellas de oxígeno.
—¿Estás tratando de decirme algo? —le pregunto, haciendo un gran esfuerzo para dar la impresión de que no me siento intimidado por la situación.
Saca una linterna y me ilumina la cara.
—Pensé que estabas preparado para un poco de aventura…
—Y lo estoy —digo, bloqueando el haz de luz con la mano—. Para eso hemos venido a este bote.
—No, hemos venido al bote para sumergirnos. La aventura comienza aquí. —Con el rostro sonrojado por la adrenalina, Gillian coloca la linterna en un soporte del banco y se concentra en la pila de equipo que tenemos a los pies. Lee los indicadores de presión, ajusta las válvulas, deshace un nudo en los tubos flexibles de respiración…—. Sólo espera a verlo —dice con voz excitada.
—Gillian…
—Esto te abrumará los sentidos, vista, tacto, oído: bum, como si fuese un altavoz gigantesco.
—Tal vez deberíamos…
—Y la mejor parte es que solamente los que vivimos aquí conocemos este lugar. Ya puedes olvidarte de toda esa panda de turistas con la boca abierta en South Beach… Esto es sólo para los nativos. Toma, ponte esto. —Me arroja un traje de submarinista que me golpea el pecho.
Aunque pierda ante ella unos puntos preciosos, no es el momento más indicado para mantener la boca cerrada.
—Gillian, nunca he practicado el submarinismo.
—No te preocupes… todo irá bien.
—Pero no es peli…
Gillian se baja la cremallera de los tejanos y deja que se deslicen hasta los tobillos. Mientras libera los pies, se quita la camisa y la arroja a un lado.
—Relájate —dice, parada frente a mí y cubierta sólo con un sujetador transparente y unas bragas de algodón blanco—. Yo te enseñaré.
Justo por encima del fino elástico de las bragas lleva un diminuto tatuaje de una mariposa morada. No puedo quitar mis ojos de él.
—Ten cuidado, podrías quedarte ciego —bromea, contorsionándose para meterse en el traje de neopreno.
—¿Te he dicho alguna vez cuánto me gusta practicar el submarinismo? —pregunto con la mirada aún clavada en la pequeña mariposa.
Con una sonrisa, Gillian me señala los pantalones. Me los quito rápidamente y me enfundo el traje de submarinista, que resulta ser mucho más ceñido de lo que yo imaginaba. Especialmente en la entrepierna.
—No te preocupes —dice Gillian al ver la expresión de mi rostro—. Se aflojará cuando se moje.
—¿El traje o yo?
—Espero que ambos.
Estiro ambos brazos y prácticamente me precipito hacia ella. En la parte posterior de la embarcación, Gillian apuntala las botellas de oxígeno y las abre haciendo girar una válvula.
—Éste es tu regulador —dice, señalando el extremo superior de la botella, donde fija un pequeño artilugio negro que tiene cuatro tubos flexibles que serpentean en todas direcciones—. Y éste es el regulador —añade, tendiéndome el tubo corto de la derecha.
Siguiendo sus indicaciones me llevo el tubo a la boca y respiro profundamente. Se produce un lento siseo tipo Darth Vader cuando una corriente de aire frío pasa a través de la garganta y llena mis pulmones.
—Eso es… continúa así —dice Gillian mientras yo exhalo el aire y repito la operación—. Suave y lento… parece que lo hayas hecho toda la vida.
Es fácil hacer un cumplido, pero cuando mi respiración silba a través del tubo flexible, la testosterona comienza a debilitarse.
—¿Para qué sirven todos estos otros tubos? —pregunto sin poder disimular mi nerviosismo.
—No te dejes impresionar por esas minucias —dice Gillian mientras sube la cremallera de mi traje y me da unas suaves palmadas en el pecho—. Cuando estás debajo del agua, sólo hay una regla, de vida o muerte: sigue respirando.
—Pero qué hay del regulador y de estos tubos…
—Todo el equipo funciona de forma automática. Mientras sigas respirando, mantiene el flujo del aire y regula la presión. Después, es como conducir un coche: no es necesario que sepas cómo funciona el motor y cómo se produce la combustión y todas esas cosas, sólo necesitas saber conducir.
—Pero nunca antes he conducido…
Gillian ignora mi comentario y me indica que levante las manos en el aire, pone un grueso cinturón amarillo alrededor de mi cintura y lo sujeta con lo que parece una versión en plástico de un cinturón de seguridad de los que se usan en los aviones.
—¿Cuánto pesas? —pregunta, metiendo pesos de plomo en los bolsillos de velero del cinturón.
—Setenta y cinco kilos, aproximadamente. ¿Por qué?
—Perfecto —dice, cerrando herméticamente el último bolsillo—. Eso te llevará al fondo como a un chivato de la mafia.
Negándose a ir más despacio, Gillian se coloca detrás de mí. Giro para seguirla, pero el peso extra que llevo en la cintura y el balanceo del bote me hacen perder ligeramente el equilibrio.
—¿No tendría que haber aprendido antes para hacer esto? —pregunto.
—Te encantan las reglas, ¿verdad? —contesta, colocándose su cinturón de plomo—. Lo único que te enseñan en esas clases es cómo no tener pánico.
Luego me levanta los brazos para colocarme un chaleco salvavidas rojo inflable. La botella de oxígeno y sus tubos tentaculares están sujetos con correas al chaleco salvavidas. Cuando me agacho, ella levanta el chaleco sobre mis hombros y estoy a punto de caer hacia atrás a causa del exceso de peso. Pero Gillian está allí para sostenerme.
—Puedes creerme —me promete, asegurándose de que el chaleco se encuentra bien sujeto en su sitio—. No te llevaría ahí abajo si no fuese seguro.
—¿Qué hay de las embolias? No quiero acabar metido en una de esas cámaras de descompresión de ciencia ficción.
—Sólo bajaremos a diez metros de profundidad. Las embolias no representan ningún riesgo hasta que no has alcanzado al menos los treinta metros.
—¿Y sólo bajaremos a diez metros?
—Sólo diez —repite Gillian—. Quince como máximo. —Arrodillándose se coloca su chaleco y la botella sobre los hombros—. Poco más que el largo de este bote. —Cuando ha terminado de ajustarse el chaleco, coge uno de mis cuatro tubos y aprieta un botón en uno de los extremos. Se produce un agudo siseo. El chaleco se llena de aire y se tensa alrededor de mis costillas—. Si todo lo demás falla, aún te queda el chaleco salvavidas —dice, haciendo que suene como si tuviese miedo de ahogarme en una piscina para niños.
Gillian llena de aire su chaleco, coge una máscara y una linterna, se calza las aletas y sube a la pequeña nevera que hay en popa.
—Gillian, espera…
Ella ni siquiera se gira. Se oye un chapoteo y la barca se balancea por la súbita pérdida de peso. Gillian desaparece de la superficie y vuelve a aparecer un segundo después.
—¡Eh, tienes que sentir esto! —grita.
—¿Está caliente?
—¡Está helada! ¡Es como si tuviera hielo en mis bragas!
Gillian lanza una carcajada como si estuviese celebrando la fiesta del año, y cuanto más la miro, más comprendo que lo es.
—Venga —me dice—. Al menos tienes que probarlo. Si no te gusta, siempre puedes flotar alrededor del bote.
Sé que no es justo lo que hago, pero trato de imaginar a Beth en la misma situación. Odia el frío. ¿Y a estas horas? Ella ni siquiera hubiese subido al bote.
—¡Venga! —grita Gillian mientras busco las aletas y la máscara—. ¡Con suavidad, sólo tienes que subirte a la nevera y saltar!
Me ajusto la máscara sobre la cara y cojo con fuerza todos los tubos.
—¿Estás segura de que ésta es la mejor manera de entrar en el agua?
—Jacques Cousteau no podría hacerlo mejor… un paso de gigante para toda la human…
Cierro los ojos, salto y me sumerjo rápidamente. El peso extra me hunde a plomo pero, gracias al chaleco inflado, salgo despedido nuevamente hacia la superficie. La temperatura es lo primero que siento. Sin el sol sobre el agua… incluso con el traje de neopreno… hielo en los calzoncillos es una buena descripción.
—¿Está lo bastante fría para ti? —pregunta Gillian.
—No, esto es genial, me gusta cuando absolutamente, positivamente no puedo sentir mi pene.
Es un chiste fácil, pero ella sabe perfectamente que no es sólo el frío lo que me provoca estos temblores. El mar está oscuro y desierto, la máscara se ajusta a mis sienes y lo único que oigo es el tema de la película
Tiburón
.
—¿Estás preparado para sumergirte? —pregunta Gillian.
—¿Ahora mismo?
Mirándome fijamente a través de su máscara, Gillian se acerca con un par de brazadas y me coge por los hombros.
—Lo harás de maravilla, estoy segura.
—¿Estás…?
—Totalmente —me promete.
Mientras Gillian se aparta, levanto la mano hacia el hombro derecho y busco el tubo con el regulador.
—¿Todo lo que debo hacer es respirar a través de esta cosa?
—Ése es todo el manual de instrucciones. Respirar y respirar y respirar. De hecho, por qué no das una vuelta nadando alrededor de la manzana…
Como antes, me coloco el regulador entre los dientes y Darth Vader regresa. Después de tres o cuatro inspiraciones, Gillian señala hacia el fondo. Mordiendo con fuerza las puntas de plástico duro que mantienen el regulador en su sitio, me inclino y sumerjo el rostro en el oscuro océano.
Hago una pequeña pausa antes de volver a respirar, pero mi cerebro se concentra en el cursillo intensivo de Gillian. Respirar, respirar, respirar. Abro los pulmones y absorbo una bocanada de aire… y la exhalo rápidamente. Un estallido de pequeñas burbujas sale del regulador. A partir de ese momento, me concentro en hacer respiraciones cortas, y funciona.
Gillian me da unos golpes en la espalda. Saco la cabeza fuera del agua y me quito el regulador.
—¿Preparado para el pistoletazo de salida? —me desafía.
Asiento, esperando que eso sirva para que se tome las cosas con calma. Pero no hace más que acelerarlas.
—Muy bien, éstas son las instrucciones. Primero: si te desorientas, sigue las burbujas… te llevarán siempre hacia la superficie.
—Seguir las burbujas. De acuerdo.
—Segundo: cuando descendamos, no olvides destaparte los oídos, no querrás perforarte un tímpano, ¿no?
Para practicar me aprieto la nariz con el índice y el pulgar y soplo con fuerza.
—Y tercero, que es lo más importante: cuando subas a la superficie sigue respirando. Sentirás la tentación de contener la respiración, pero debes luchar contra ese deseo.
—¿Qué quieres decir?
—Es algo instintivo. Estás debajo del agua… comienzas a sentir pánico. Lo primero que harás —garantizado— es contener la respiración. Pero si subes a la superficie de ese modo, y no estás respirando, tus pulmones estallarán como un globo. —Se pone bien la máscara y me mira rápidamente—. ¿Preparado?
Asiento nuevamente, pero sigo concentrado en una sola imagen. «Mis pulmones estallando como un globo.» Debajo de las olas, mis pies se mueven rápidamente impulsándome hacia atrás.
—¿Qué? —pregunta Gillian—. ¿Ahora tienes miedo?