Los misterios de Udolfo (12 page)

Read Los misterios de Udolfo Online

Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
8.81Mb size Format: txt, pdf, ePub

El carruaje inició una vez más su lenta marcha; Michael siguió a los campesinos por el sendero que Emily acababa de recorrer, hasta que llegaron al claro iluminado por la luna. El ánimo de St. Aubert se había recuperado con la cortesía de aquel hombre y por la proximidad de alcanzar el reposo, y contempló con especial complacencia la escena bañada por la luna, rodeada por las sombras de los árboles, a través de la cual aquí y allá otros claros admitían el brillo esplendoroso, descubriendo una cabaña o un reluciente riachuelo. Escuchó con emoción nada dolorosa las alegres notas de la guitarra y del tambor, y aunque sus ojos se llenaron de lágrimas cuando vio el desenfadado baile de los campesinos, no eran lágrimas de pesadumbre. Para Emily fue algo distinto; el terror anterior por su padre se había transformado en una dulce melancolía, que despertaba con cada nota al compararla con su situación anterior.

La danza se interrumpió al aproximarse el carruaje, que era una novedad en aquellos bosques, y los campesinos lo rodearon con animada curiosidad. Al saber que traía a un forastero enfermo varias muchachas cruzaron el césped y volvieron con vino y cestas de uvas, que ofrecieron a los viajeros, tratando de que fueran elegidas las de cada una. Finalmente el carruaje se detuvo en la cabaña más próxima y el campesino, que ayudó a St. Aubert a bajarse, le condujo, junto con Emily, a una pequeña habitación iluminada por los rayos de la luna, que entraban por un ventanuco. St. Aubert, anticipando el consuelo del descanso, se sentó en una butaca y se sintió mejorar por el aire fresco, que agitaba ligeramente los tarros de miel y extendía su dulce aliento por la casa. Su anfitrión, llamado La Voisin, salió de la habitación, pero no tardó en volver con frutas, leche y todos los lujos que corresponden a una cabaña de pastores. Dejó todo encima de la mesa, y con una sonrisa de bienvenida se retiró detrás de la silla de su huésped. St. Aubert insistió en que se sentaran con él a la mesa, y, cuando los frutos habían acallado la fiebre de su paladar y se encontró recuperado, comenzó a conversar con su anfitrión, que le facilitó algunos detalles relacionados con él y con su familia, que eran interesantes porque los comunicaba con el corazón y dibujaban el cuadro de la dulce vida en familia. Emily, sentada al lado de su padre, sostenía su mano, y mientras escuchaba al anciano, su corazón se conmovía con afectuosa simpatía por lo que les describía. Rompió a llorar al pensar que la muerte no tardaría quizá en privarla de la mayor bendición que poseía. La suave luz de la luna de una noche otoñal y la música distante, que de nuevo sonaba en el exterior colaboraron en acentuar la melancolía de su mente. El anciano continuó hablando de su familia y St. Aubert se mantuvo silencioso.

—Sólo me vive una hija —dijo La Voisin—, pero es feliz en su matrimonio y eso es todo para mí. Cuando perdí a mi mujer —añadió con un suspiro—, me vine a vivir con Agnes y su familia; tiene varios niños, que ahora están todos bailando ahí fuera tan alegres como los saltamontes, y ¡que sea por muchos años! Espero morir aquí monsieur. Soy viejo y no espero vivir demasiado, pero hay mucho consuelo en morir rodeado por los propios hijos.

—Mi querido amigo —dijo St. Aubert con voz temblorosa—, espero que viváis mucho tiempo rodeado por ellos.

—¡Ah, señor!, ¡a mi edad no puedo esperar que sea mucho! —replicó el campesino, y tras una pausa continuó:— Casi no puedo no desearlo, pero confío en que cuando ocurra iré al cielo, adonde mi pobre mujer fue antes que yo. Todavía me parece verla a veces, en las noches de luna, paseando entre esas sombras que ella tanto quería. ¿Creéis, monsieur, que se nos permitirá visitar de nuevo la tierra cuando nos hayamos separado del cuerpo?

Emily no pudo contener la angustia de su corazón; las lágrimas cayeron de improviso sobre la mano de su padre, que aún tenía entre las suyas. Él hizo un esfuerzo para hablar y por fin dijo en voz baja:

—Espero que se nos permita ver a los que hemos dejado en la tierra, pero sólo puedo hacer eso, esperar. El futuro está vedado a nuestros ojos, y la fe y la esperanza son nuestras únicas guías en relación con él. No estamos inclinados a creer que los espíritus sin cuerpo puedan ver a los amigos que quisieron, pero podemos, inocentemente, confiar en ello. Nunca renunciaré a la esperanza —continuó, mientras secaba las lágrimas de los ojos de su hija—, ¡endulzará los momentos amargos de la muerte!

Las lágrimas empezaron a caer lentamente por sus mejillas; La Voisin también lloró y todos quedaron en silencio. Entonces, La Voisin volvió al mismo tema y dijo:

—Pero usted creerá, señor, que nos encontraremos en el otro mundo a los familiares que hemos querido en éste. Yo sí creo en esto.

—Entonces créalo —replicó St. Aubert—, porque terribles, en verdad, serían los dolores de la separación, si pensáramos que habría de ser eterna. ¡Ánimo, mi querida Emily, volveremos a encontrarnos!

Elevó los ojos al cielo y un rayo de luna, que cayó sobre su rostro, descubrió la paz y la resignación, sobreponiéndose al dolor.

La Voisin sintió que había insistido demasiado en el tema y cambió de conversación.

—Estamos a oscuras. Olvidé traer una luz —dijo.

—No —dijo St. Aubert—, ésta es la luz que me gusta. Sentaos, mi buen amigo. Emily, hija querida, me siento mejor que durante todo el día; este aire me refresca. Puedo disfrutar de esta hora tranquila y de esa música que flota tan dulcemente en la distancia. Déjame ver tu sonrisa. ¿Quién toca tan bien la guitarra? ¿Son dos instrumentos o es el eco?

—Es el eco, monsieur, supongo. Se oye la guitarra por las noches cuando todo está en silencio, pero nadie sabe quién la toca. A veces la oímos acompañada de una voz tan dulce y tan triste que se podría pensar que el bosque está embrujado.

—Efectivamente está embrujado —dijo St. Aubert con una sonrisa—, pero creo que por mortales.

—Lo he oído a veces a medianoche, cuando he estado desvelado —continuó La Voisin, que no parecía haber advertido la observación—, casi bajo mi ventana, y nunca he oído música como ésta. A veces me ha hecho pensar en mi pobre mujer hasta hacerme llorar. En otras ocasiones me he levantado y he mirado por la ventana para ver si veía a alguien, pero al abrirla todo ha quedado en silencio, sin que se viera a persona alguna. Me he quedado escuchando y escuchando hasta que el temblor de las hojas por la brisa me ha hecho reaccionar. Dicen que a veces se oye como aviso a la gente que va a morir, pero lo he oído tantos años que no me lo creo.

Emily, aunque sonrió al oír aquella ridícula superstición, en su estado de ánimo no pudo evitar el sentirse contagiada.

—¿Es que nadie ha tenido el coraje de seguir la pista del sonido? —dijo St. Aubert—. Si lo hubieran hecho probablemente habrían descubierto quién es el músico.

—Sí, señor, lo han seguido por el bosque, pero la música se iba alejando y sonaba siempre a la misma distancia. La gente ha tenido miedo al final de que ocurriera algo y lo han dejado. Pero no es frecuente oírlo tan al principio de la noche. Nos llega normalmente alrededor de la medianoche, cuando ese planeta brillante, que se levanta por encima de aquella torre, se oculta entre los árboles y desaparece.

—¿Qué torre? —preguntó St. Aubert con rapidez—, no la veo.

—Perdonadme, monsieur, tiene que verla porque la está iluminando la luna allí, al final del camino. El castillo queda tras los árboles.

—Sí, padre querido —dijo Emily señalando—, ¿no ves algo que brilla por encima de los árboles? Creo que es como un templo, sobre el que caen los rayos.

—¡Oh, sí! Lo veo. ¿A quién pertenece el castillo?

—El marqués de Villeroi era el dueño —replicó La Voisin enfáticamente.

—¡Ah! —dijo St. Aubert con un profundo suspiro—, ¡estamos entonces tan cerca de Le-Blanc! —se mostró muy agitado.

—En tiempos fue la residencia favorita del marqués —continuó La Voisin—, pero empezó a aborrecer el lugar y hace muchos años que no ha vuelto. Últimamente hemos oído que ha muerto y que el castillo ha pasado a otras manos.

St. Aubert, que había estado en un silencio pensativo, se conmovió al oír las últimas palabras.

—¡Muerto! —exclamó—. ¡Dios mío! ¿Cuándo murió?

—Según han dicho hace unas cinco semanas —replicó La Voisin—. ¿Conocisteis al marques, señor?

—¡Es extraordinario! —dijo St. Aubert sin responder a la pregunta.

—¿Por qué, querido padre? —dijo Emily con curiosidad tímida.

St. Aubert no contestó, se sumió de nuevo en sus pensamientos, y tras unos momentos, en los que pareció recuperarse, preguntó quién era el dueño entonces.

—He olvidado su título, monsieur —dijo La Voisin—; pero mi señor reside casi siempre en París y no he oído que fuera a venir.

—¿Entonces el castillo está cerrado?

—Algo mejor que eso, señor, la vieja ama de llaves y su marido lo tienen a su cargo, pero viven generalmente en una casita que hay al lado.

—Supongo que el castillo será espacioso —dijo Emily—, y tiene que dar un aspecto desolado si sólo viven dos personas en él.

—Más que desolado, mademoiselle —replicó La Voisin—, yo no pasaría una sola noche en el castillo ni por el valor de toda la propiedad.

—¿Por qué? —dijo St. Aubert como despertando.

Al repetir La Voisin su comentario, se le escapó un gemido a St. Aubert y, entonces, como ansioso por ocultarlo, preguntó sin pausa a La Voisin cuánto tiempo llevaba viviendo por allí.

—Casi desde mi infancia, señor —replicó.

—¿Recordáis a la marquesa fallecida? —preguntó St. Aubert con la voz alterada.

—¡Naturalmente, señor! Y hay muchos que la recuerdan como yo.

—Sí... —dijo St. Aubert—, y yo soy uno de ellos.

—¡Ah, señor!, la recordáis. Una dama hermosa y excelente. Se merecía un destino mejor.

Los ojos de St. Aubert se llenaron de lágrimas.

—No sigáis —dijo, con la voz alterada por la violencia de sus emociones—, no sigáis, amigo mío.

Emily, aunque sorprendida por la reacción de su padre, no quiso expresar sus sentimientos haciéndole preguntas. La Voisin empezó a disculparse, pero St. Aubert le interrumpió:

—No es necesario que os disculpéis —dijo—, hablemos de otra cosa. Hablabais de la música que ahora estamos escuchando.

—Así es, monsieur, pero ¡silencio!, suena de nuevo. ¡Escuchad esa voz! —Se quedaron callados;

Por fin, un sonido suave y solemne
se alzó, como una corriente de ricos y destilados perfumes,
y quedó suspendido en el aire, e incluso el Silencio
quedó atrapado donde estaba atento, y deseó
negar su naturaleza, y no estar nunca más
quieto, para ser así desplazado.
[14]

A los pocos momentos la voz murió en el aire, y el instrumento que habían oído antes se expresó en una suave sinfonía. St. Aubert advirtió entonces que producía un tono más lleno y melodioso que el de una guitarra y más melancólico y suave que el del laúd. Continuaron escuchando, pero los sonidos no volvieron.

—¡Es extraño! —dijo St. Aubert rompiendo el silencio.

—¡Muy extraño! —dijo Emily.

—¡Así es! —comentó La Voisin, y los tres volvieron a guardar silencio.

Tras una pausa muy larga, dijo La Voisin:

—Hace ahora unos dieciocho años que oí esa música por primera vez. Recuerdo que fue una noche de verano, parecida a la de hoy, pero más tarde, cuando paseaba solo por el bosque. También recuerdo que estaba decaído porque uno de mis hijos estaba enfermo y temíamos perderlo. Había estado junto a su lecho toda la tarde, mientras su madre dormía porque le había cuidado la noche anterior. Salí a tomar el aire, ya que el día había sido muy caluroso. Según paseaba por las sombras y meditaba, oí a lo lejos esa música y pensé que era Claude tocando la flauta en la puerta de la cabaña, como solía hacer por las tardes. Pero cuando llegué al lugar en el que se separan los árboles, ¡nunca lo olvidaré!, y miré hacia el norte, que elevaba hasta el cielo las grandes alturas, ¡oí de pronto tales sonidos!... sin que pudiera decir desde dónde. Era como la música de los ángeles, y volví a mirar hacia arriba esperando verlos en el cielo. Cuando llegué a casa les conté lo sucedido y se rieron de mí. Dijeron que serían algunos pastores y no pude convencerles de lo contrario. Sin embargo, unas noches después, mi mujer también lo oyó y se quedó igual de sorprendida que yo. El padre Denis la asustó diciendo que era la música que anunciaba la muerte de su hijo, como ya había ocurrido en otras ocasiones.

Emily, al oírlo, tuvo una impresión supersticiosa totalmente nueva para ella y a duras penas pudo ocultar la agitación ante su padre.

—Pero el niño vivió, monsieur, a pesar del padre Denis.

—¡Padre Denis! —dijo St. Aubert, que había escuchado con atención paciente—. ¿Entonces, estamos cerca de un convento?

—Sí, señor; el convento de St. Clair no está muy lejos, allí al lado del mar.

—¡Ah! —dijo St. Aubert como conmovido por un inesperado recuerdo—, ¡el convento de St. Clair!

Emily observó la sombra de pesar que, mezclada con una expresión de horror, pasó sobre su rostro. Se quedó estático y, bañado como estaba por la palidez plateada de la luna, era como una de esas estatuas de mármol de un monumento, que parecen inclinarse en un dolor sin esperanza sobre las cenizas de los muertos,

Por la luz difusa
que la luz borrosa filtra a través del pintado ventanuco.
[15]

—Pero, padre mío —dijo Emily, tratando de disipar sus pensamientos—, olvidas que necesitas reposo. Si nuestro amable anfitrión me lo permitiera, me ocuparía de tu cama, ya que sé cómo te gusta que se te prepare.

St. Aubert, reaccionando y sonriendo afectuosamente, le indicó que no debía aumentar su fatiga, y La Voisin, cuya consideración por su invitado había sido suspendida por lo interesante de su propia narración, se puso en pie y, pidiendo perdón por no haber llamado a Agnes, salió de inmediato de la habitación.

A los pocos momentos regresó con su hija, una mujer joven de rostro agradable, y Emily confirmó lo que ya había sospechado; para acomodarles, la familia La Voisin tenía que cederles sus camas. Lamentó esta circunstancia, pero Agnes, por su contestación, demostró plenamente que había heredado una buena parte de la cortés hospitalidad de su padre. Se decidió que algunos niños y Michael dormirían en una cabaña próxima.

—Si mañana me encuentro mejor, querida hija —dijo St. Aubert cuando Emily volvió a su lado—, tengo la intención de que iniciemos pronto nuestro viaje, para que podamos descansar durante el calor del día en nuestro regreso a casa. En el estado actual de mi salud y mi ánimo no puedo pensar en alargar el viaje y, además, estoy ansioso por llegar a La Vallée.

Other books

Tuna Tango by Steven Becker
Wings of a Dream by Anne Mateer
High Master of Clere by Jane Arbor
Ghost Dog Secrets by Peg Kehret
An Inconsequential Murder by Rodolfo Peña
Northwest of Earth by Moore, C.L.
The Dead And The Gone by Susan Beth Pfeffer
Manipulated by Melody, Kayla