Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
«por vivos susurros enfriado,
abierto sobre sus cabezas, el verdoso cedro se agita,
y altos palmitos alzan su airosa sombra,
... ellos arrastran
etéreas almas, allí beben vivificantes vientos,
respirando profusamente en las arboledas de pinos
y valles de fragancia; allí, a lo lejos, oyen
las rugientes crecidas y las cataratas».
[12]
St. Aubert revivió con el descanso y con el aire sereno de la cumbre; y Valancourt estaba tan encantado con todo lo que le rodeaba y con la conversación con sus compañeros, que pareció haber olvidado que no le quedaba nada para seguir su camino. Concluida su ligera colación echaron una última mirada de despedida al paisaje y prosiguieron la subida. St. Aubert se sintió más alegre cuando llegaron al carruaje en el que entró con Emily. Valancourt, dispuesto a seguir con la contemplación de las vistas, a las que iban a descender, caminó al lado del coche, soltando a los perros y una vez más moviéndose con ellos por los costados del camino. De cuando en cuando se alejaba o disminuía su paso para contemplar algún aspecto prometedor y recuperaba rápidamente la marcha común.
Ante cada una de esas nuevas imágenes, corría después a informar a St. Aubert, que estaba demasiado cansado para ir caminando y que en ocasiones ordenaba que esperaran a que Emily regresara de alguna colina próxima.
Por la tarde descendieron hacia las zonas bajas que conducen al Rosellón y que forman una barrera majestuosa ante aquel país encantador, que se abre únicamente por el este hacia el Mediterráneo. Los alegres tonos de las tierras de cultivo formaban, una vez más, la belleza del paisaje. Esas zonas bajas se veían coloreadas con los tonos más ricos, debido a su clima y a las gentes industriosas que las cuidan. Los naranjos y los limoneros perfumaban el ambiente y sus frutos asomaban entre las hojas, mientras que en la llanura, los extensos viñedos expandían sus tesoros. Más allá bosques y pastos, y ciudades, y cabañas que se aproximaban al mar, en cuya brillante superficie relucían muchos barcos en la distancia. Todo se veía envuelto en el tono púrpura difuso de la tarde. El contraste de las montañas con aquellos campos, presentaba el cuadro perfecto de la belleza y de lo sublime, de «la belleza durmiendo en el regazo del horror».
Los viajeros, una vez que hubieron llegado a la llanura, se dirigieron entre las plantaciones de mirto y granadinas a la ciudad de ArIes, donde se proponían pasar la noche. Encontraron un lugar sencillo y limpio en el que habrían pasado una tarde feliz, tras las fatigas y delicias del día, si la idea de su próxima separación no hubiera entristecido sus espíritus. St. Aubert se proponía, para la mañana siguiente, bordear el Mediterráneo y viajar por sus playas hasta Languedoc. Valancourt, casi totalmente recuperado y al no pretender continuar con sus nuevos amigos, decidió dejarles allí. St. Aubert, que estaba muy complacido con su presencia, le invitó a seguir con ellos, pero no insistió.
Valancourt tenía suficiente resolución para evitar la tentación de aceptarlo, que hubiera demostrado que no se merecía el favor. A la mañana siguiente, en consecuencia, se dispusieron a separarse. St. Aubert a continuar su camino a Languedoc, y Valancourt a explorar nuevos escenarios entre las montañas, en su regreso a casa. Durante la tarde estuvo silencioso y pensativo. St. Aubert le trató con afecto, pero con seriedad, como Emily, que hizo repetidos esfuerzos para aparentar que estaba muy animada. Después de una de las tardes más melancólicas de las que habían pasado juntos se separaron al llegar la noche.
¡No me interesa, Fortuna!, lo que me niegas; no me puedes quitar la gracia de la naturaleza libre; no me puedes cerrar las ventanas del cielo, por las que la Aurora muestra su rostro brillante; no puedes impedir a mi pie constante que recorra bosques y prados, por la corriente viva, en la noche; deja que mis nervios sanen y fortalezcan fibras más puras, y yo dejo sus juguetes a los niños. De fantasía, razón, virtud, de nada me puedes despojar. THOMSON |
P
or la mañana, Valancourt desayunó con St. Aubert y Emily, ninguno de los cuales parecía haber descansado bien. La languidez de la enfermedad seguía pesando sobre St. Aubert y los temores de Emily por ello se habían incrementado. Le miraba con afecto e inquietud y sus expresiones se reflejaban fielmente en las suyas.
Al comienzo de su encuentro, Valancourt les había informado de su nombre y de su familia. St. Aubert tenía noticia de ambos, ya que las propiedades de la familia, por entonces de un hermano mayor de Valancourt, estaban a poco más de veinticinco kilómetros de distancia desde La Vallée, y en algunas ocasiones se había encontrado con el mayor de los Valancourt en visitas por la región. Este conocimiento le había predispuesto para aceptar su compañía, aunque su rostro y sus maneras habrían ganado la amistad de St. Aubert, que estaba siempre dispuesto a confiar en lo que le descubrían sus propios ojos, pero esos aspectos no le habrían parecido introducción suficiente al ir acompañado de su hija.
En el desayuno estuvieron casi tan silenciosos como en la cena de la noche anterior. Su mutismo se vio interrumpido por el ruido de las ruedas del carruaje en el que se marcharían St. Aubert y Emily. Valancourt se levantó de su silla y se fue hacia la ventana. Se trataba efectivamente de su carruaje, y volvió a su sitio sin decir palabra. Había llegado el momento de la separación. St. Aubert le dijo que esperaba que no pasaría nunca por La Vallée sin favorecerle con su visita. Valancourt, al darle las gracias, le aseguró que nunca lo haría, y al decirlo miró tímidamente a Emily, que trató de sonreírle en medio de la seriedad de su ánimo. Pasaron unos minutos más conversando y St. Aubert se dirigió ya hacia el carruaje, mientras Emily y Valancourt le seguían silenciosos. El último se quedó varios minutos en la puerta después de que se hubieron sentado y ninguno parecía tener valor suficiente para decir adiós. Por fin, St. Aubert pronunció la melancólica palabra, que Emily repitió a Valancourt, el cual la devolvió con una sonrisa contenida y el carruaje emprendió su camino.
Los viajeros continuaron durante algún tiempo pensativos y tranquilos, con una sensación que no era del todo desagradable. St. Aubert la interrumpió observando:
—Es un joven que promete. Hacía muchos años que no me había sentido tan complacido con una persona que acabara de conocer. Me ha traído a la memoria los días de mi juventud, cuando todo era nuevo y encantador.
St. Aubert suspiró, sumiéndose en su sueño. Emily volvió la cabeza hacia el camino que acababan de recorrer. Valancourt estaba allí, a la puerta de la posada, siguiéndoles con la vista. Se dio cuenta de que ella miraba y la saludó moviendo la mano. Ella le devolvió el adiós hasta que una revuelta del camino le hizo desaparecer de su vista.
—Recuerdo cuando tenía su edad —prosiguió St. Aubert— y pensaba y sentía exactamente como él. El mundo se abría ante mí entonces, ahora se va cerrando.
—Mi querido padre, no tengas esos pensamientos tan tristes —replicó Emily con la voz temblorosa—, espero que te queden muchos, muchos años de vida por tu propia felicidad y por la mía.
—¡Ay, Emily querida! —replicó St. Aubert—, ¡por tu felicidad! Bien, espero que sea así. —Se secó una lágrima que caía por su mejilla, sonrió y con voz llena de ánimo añadió—: Hay algo en el ardor y en la ingenuidad de la juventud que resulta particularmente agradable para un viejo, si sus sentimientos no están totalmente corroídos por el mundo. Es reanimante y vivificador, como la llegada de la primavera para una persona enferma, su ánimo recibe por alguna razón el espíritu de la estación y sus ojos se iluminan con un brillo transitorio. Valancourt es como la primavera para mí.
Emily, que presionó afectuosamente la mano de su padre, nunca había escuchado con tanto placer los elogios que le dedicaba, ni siquiera los que hubiera podido decir de ella misma.
Continuaron su camino entre los viñedos, los bosques y los pastos, disfrutando de la belleza del paisaje, que se movía entre la grandeza de los Pirineos, por un lado, y el océano, por el otro. Poco después del mediodía llegaron a Colioure, situada en el Mediterráneo. Allí comieron y descansaron hasta que el día se hizo más fresco, para proseguir su camino por la costa, ¡aquella costa encantadora!, que se extiende hasta Languedoc. Emily contemplaba con entusiasmo la inmensidad del mar, su superficie cambiante, según la luz y las sombras, y sus orillas boscosas, suavizadas por los tintes otoñales.
St. Aubert estaba impaciente por llegar a Perpignan, donde esperaba recibir cartas de monsieur Quesnel, y había sido el deseo de tenerlas lo que le había inducido a salir de Colioure, ya que su cuerpo debilitado habría requerido un inmediato reposo. Cuando habían recorrido unos cuantos kilómetros, se quedó dormido, y Emily, que había puesto en el carruaje dos o tres libros al salir de La Vallée, tenía entonces la oportunidad de mirarlos. Buscó uno, en el que Valancourt había estado leyendo el día anterior con la esperanza de localizar la página sobre la que los ojos de su querido amigo habían pasado tan recientemente, y para entretenerse en los pensamientos que él había admirado, permitiendo así que le hablara con el lenguaje de su propia mente y que le trajera a su presencia. Buscó el libro por todas partes sin encontrarlo, y en su lugar vio un volumen de poemas de Petrarca, que pertenecía a Valancourt, cuyo nombre estaba escrito en él, y del que le había leído con frecuencia algunos pasajes, con toda la expresión patética que caracterizaban los sentimientos del autor. Dudó en creer, lo que hubiera sido suficientemente aparente casi para cualquier persona, que hubiera dejado el libro de modo intencionado, en lugar del que a ella le había desaparecido y que el amor había propiciado el intercambio. Al abrirlo con placer impaciente observó algunos versos subrayados con lápiz, que eran los que él había leído en voz alta, y al repasarlos, le pareció sentir en su oído la ternura delicada con la que los había recitado. Durante algunos momentos tuvo conciencia de haber sido amada, y al recordar las variaciones de su tono y los gestos de su rostro mientras le recitaba aquellos sonetos, se echó a llorar pensando en su afecto.
Llegaron a Perpignan poco después de la caída del sol y St. Aubert encontró, como esperaba, las cartas de monsieur Quesnel. Su contenido le afectó tan profunda y evidentemente que Emily se alarmó, presionándole todo lo que su delicadeza le permitía para que le comunicara las razones de su preocupación. Su única respuesta fueron las lágrimas e inmediatamente empezó a hablar de otros temas. Emily, aunque se prohibió hablarle del que más le interesaba, se quedó muy afectada por el comportamiento de su padre y pasó la noche sin dormir.
A la mañana siguiente continuaron su viaje por la costa hacia Leucate, otra ciudad del Mediterráneo, situada en los límites de Languedoc y Rosellón. Por el camino, Emily volvió a comentar el tema de la noche anterior y pareció tan profundamente afectada por el silencio de St. Aubert, que él cedió en su reserva:
—No estaba dispuesto, mi querida Emily —dijo—, a cubrir con nubes el placer que recibes de todo lo que vemos y, en consecuencia, tenía la intención de ocultarte por el momento algunas circunstancias que, no obstante, habrías llegado a conocer. Pero tu ansiedad ha impedido mi propósito. Estás sufriendo más por ello tal vez que por el conocimiento de los hechos que tengo que contarte. La visita de monsieur Quesnel fue bastante desgraciada para mí; fue a darme parte de las noticias que ahora me confirma. Habrás oído mencionar a un tal monsieur Motteville, de París, pero ignoras que la mayor parte de mis propiedades personales estaba puesta en sus manos. Yo tenía mucha confianza en él y estoy dispuesto a creer que no es del todo indigno de mi estima. Una variedad de circunstancias han ocurrido para arruinarle y yo me he arruinado con él.
St. Aubert se detuvo para ocultar su emoción.
—Las cartas que acabo de recibir de monsieur Quesnel —prosiguió, luchando por hablar con firmeza—, incluyen otra de Motteville, que confirman todo lo que temía.
—¿Tendremos que dejar La Vallée? —preguntó Emily tras una larga pausa.
—No es seguro —replicó St. Aubert—, depende de los compromisos que Motteville pueda establecer con sus acreedores. Mis ingresos, como sabes, nunca han sido importantes y ahora se verán reducidos a muy poco. ¡Y es por ti, Emily, por ti, hija mía, por lo que estoy más afligido!
En las últimas palabras se le quebró la voz. Emily le sonrió con ternura en medio de sus lágrimas y un momento después, tras luchar para sobreponerse a la emoción, le dijo:
—Querido padre, no sufras por mí, ni por ti; podemos seguir siendo felices; si La Vallée sigue siendo nuestra, debemos ser felices. Conservaremos un solo criado y casi no te darás cuenta del cambio producido en nuestros ingresos. Puedes estar tranquilo, no sentiremos la necesidad de esos lujos que otros valoran tanto, puesto que nunca nos han preocupado, y la pobreza no nos puede privar de muchos consuelos. Eso no puede robaos el afecto que nos une o degradaos ante nuestra propia opinión o ante la de cualquier persona que nosotros valoremos.
St. Aubert ocultó su rostro con el pañuelo y no fue capaz de hablar, pero Emily continuó animándole con las verdades que él mismo había puesto en su corazón.
—Además, querido padre, la pobreza no puede privamos de las satisfacciones intelectuales. No puede quitarte el consuelo de enseñarme con ejemplos de fortaleza y benevolencia, ni a mí de la satisfacción de consolar a mi querido padre. No puede anular nuestra preferencia por lo grande, por lo bello, o denegamos la posibilidad de disfrutar con ello. Esas escenas de la naturaleza, cuyo sublime espectáculo es tan infinitamente superior a todos los lujos artificiales, están tan abiertas al disfrute de los pobres como al de los ricos. ¿De qué tendremos entonces que quejamos mientras no nos falte lo más necesario? Los placeres que la riqueza no puede comprar seguirán siendo nuestros. Retendremos el sublime lujo de la naturaleza y perderemos únicamente los frívolos del arte.
St. Aubert no pudo replicar; acercó a Emily hasta su pecho y sus lágrimas se unieron, pero no eran lágrimas de dolor. Tras aquel lenguaje de su corazón, cualquier otro les hubiera parecido débil, y siguieron silenciosos durante algún tiempo. Después, St. Aubert siguió hablando como antes, su mente no había recobrado la tranquilidad natural, pero al menos asumía su apariencia.