Los misterios de Udolfo (5 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Durante varios días Emily estuvo ocupada en atenderle, y él, por su parte, analizando lo que sería mejor durante su viaje, lo que le decidió al final a despedir al servicio. Emily rara vez se oponía a los deseos de su padre con preguntas o manifestaciones, ya que en otro caso le hubiera preguntado por qué no llevaba con él a un criado, si hubiera comprendido que su mala salud lo hacía casi necesario. Pero cuando la víspera de su marcha supo que había despedido a Jacques, Francis y Mary, reteniendo sólo a Therese, la vieja ama de llaves, se mostró extremadamente sorprendida y le preguntó las razones que había tenido para ello.

—Para ahorrar gastos, hija mía —replicó—, vamos a hacer un viaje muy caro.

El médico le había prescrito los aires de Languedoc y Provenza; y St. Aubert decidió, en consecuencia, viajar lentamente por las costas del Mediterráneo hacia Provenza.

La noche antes de su marcha se retiraron temprano a sus habitaciones. Emily tenía que recoger algunos libros y otras cosas, y ya habían dado las doce cuando terminó, recordando entonces que algunos de los útiles de dibujo que quería llevarse estaban en el salón de abajo. Al dirigirse a cogerlos, pasó por la habitación de su padre, advirtiendo que la puerta estaba algo abierta, de lo que dedujo que estaría en su estudio, ya que desde la muerte de madame St. Aubert, había sido frecuente que se levantara de la cama al no poder dormir y se refugiara allí a pensar. Cuando llegó al final de las escaleras echó una mirada a la habitación, sin encontrarle. Al regresar, dio unos golpes en su puerta, sin recibir contestación, por lo que entró sin hacer ruido para asegurarse de que estaba allí.

La habitación estaba a oscuras, pero una ligera luz atravesaba unos paneles de cristal situados en la parte superior de una puerta. Emily creyó que su padre estaba en el gabinete y se sorprendió de que siguiera levantado, sobre todo al no encontrarse bien, por lo que decidió preguntarle. Considerando que su entrada inesperada a aquella hora pudiera alarmarle, dejó la luz que llevaba en la escalera y entró de puntillas hacia el gabinete. Al mirar por los paneles de cristal, le vio sentado ante una mesa pequeña, llena de papeles, algunos de los cuales estaba leyendo con la más profunda atención e interés, mientras lloraba o suspiraba en voz alta. Emily, que se había acercado a la puerta para saber si su padre estaba enfermo, se detuvo allí con una mezcla de curiosidad y ternura. No podía verle sufrir sin estar ansiosa por conocer la causa de aquello, por lo que continuó observándole en silencio. Por último, pensó que los papeles serían cartas de su madre. En aquel momento él se arrodilló y con gesto solemne, que sólo en muy raras ocasiones le había visto asumir, y con una expresión mezcla más de horror que de ninguna otra causa, estuvo rezando en silencio bastante tiempo.

Al levantarse, una extraña palidez cubría su rostro. Emily se preparaba para retirarse, pero vio cómo volvía a mirar los papeles y se detuvo. De entre ellos sacó una caja pequeña y de ésta una miniatura. El rayo de luz cayó con fuerza sobre ella y pudo ver que era el retrato de una mujer, pero no el de su madre.

St. Aubert miraba con ternura la miniatura, la puso en sus labios y después en su corazón, lanzando un profundo suspiro. Emily no podía creer que lo que estaba viendo era real. Hasta entonces no había sabido que él tuviera el retrato de una mujer que no fuera su madre, y menos aún que evidentemente lo valorara tanto.

Después de mirarlo repetidamente, para estar segura de que no se parecía a madame St. Aubert, quedó enteramente convencida de que correspondía a otra persona.

Por fin, St. Aubert guardó el retrato en la caja, y Emily, recordando que estaba entrometiéndose en sus problemas privados, salió en silencio de la habitación.

Capítulo III
¡Oh, cómo puedes renunciar a la abundancia infinita
de encantos que la naturaleza a sus votos otorga!
El canoro bosque, la resonante playa,
la pompa de la enramada, y el adorno de los campos;
todo lo que ilumina el alegre rayo de la mañana,
y todo lo que resuena en la canción apacible;
todo lo que resguarda el seno protector de la montaña,
y toda la asombrosa magnificencia del cielo.
¡Oh, cómo puedes renunciar y esperar ser perdonado!
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ...
Estos encantos influirán en la salud eterna de tu alma
y te darán amor, y la dulzura, y felicidad.

THE MINSTREL
[9]

S
t. Aubert, en lugar de tomar el camino más directo, que corre a lo largo del pie de los Pirineos a Languedoc, e ligió uno que, bordeando las alturas, permite vistas más amplias y mayor variedad de escenarios románticos. Se desvió un poco de su camino para despedirse de monsieur Barreaux, al que encontró en sus trabajos de botánica en un bosque cercano a su castillo, y quien, cuando fue informado de los propósitos de la visita de St. Aubert, expresó un grado de preocupación que su amigo nunca hubiera creído posible que sintiera en tal ocasión. Se separaron con mutuo sentimiento.

—Si hay algo que pudiera haberme tentado en mi retiro —dijo monsieur Barreaux— habría sido el placer de acompañaros en esa pequeña gira. No suelo ofrecer cumplidos, por lo que podéis creerme cuando os digo que esperaré vuestro regreso con impaciencia.

Los viajeros continuaron su camino. Según subían, St. Aubert volvió varias veces la vista hacia el castillo, que quedaba en la llanura; tiernas imágenes cruzaron su mente y su melancólica imaginación le sugirió que no regresaría. Así estuvo volviéndose continuamente para mirar, hasta que la imprecisión de la distancia unió su casa al resto del paisaje, y St. Aubert parecía

«Arrastrar en cada paso una prolongada cadena.»

Él y Emily continuaron sumidos en silencio durante algunas leguas, del que Emily fue la primera en despertar, y su imaginación juvenil, conmovida por la grandeza de todo lo que les rodeaba, fue cediendo gradualmente a impresiones más gratas.

El camino descendía hacia los valles, abiertos entre los tremendos muros de roca, grises y áridos, excepto donde los arbustos ocupan sus cumbres o zonas de vegetación cubren sus recesos, en los que es frecuente ver saltar a las cabras.

El camino les llevaba hacia las elevadas cumbres, desde las que el paisaje se extendía en toda su magnificencia.

Emily no podía contener su emoción al ver los bosques de pinos en las montañas sobre las vastas llanuras, que, enriquecidas con árboles, pueblos, viñedos, plantaciones de almendros, palmeras y olivos, se extendían a todo lo largo, hasta que sus variados colores se mezclaban en la distancia en un conjunto armonioso que parecía unir la tierra con el cielo. A través de toda aquella escena gloriosa se movía el majestuoso Garona, descendiendo desde su nacimiento entre los Pirineos y lanzando sus aguas azules hacia la bahía de Vizcaya.

La rudeza de aquel camino nada frecuentado obligaba en ocasiones a los viajeros a bajarse de su pequeño carruaje, pero se sentían ampliamente compensados de estas pequeñas inconveniencias por la grandeza de las escenas; y, mientras el mulero conducía a los animales lentamente sobre el suelo abierto, los viajeros disfrutaban de la soledad y se complacían en reflexiones sublimes, que suavizan, mientras elevan, el corazón y ¡lo llenan con la certeza de la presencia de Dios! No obstante, St. Aubert parecía rodeado de esa melancolía pensativa que da a cada objeto un tinte sombrío y que hace que se desprenda un encanto sagrado de todo lo que nos rodea.

Se habían preparado contra la maldad que puede encontrarse en las posadas, llevando amplias provisiones en el carruaje, de manera que pudieran tomar un refrigerio en cualquier lugar agradable, al aire libre, y pasar las noches en cualquier parte en que se encontraran con una cabaña confortable. Para la mente también se habían provisto de un trabajo sobre botánica, escrito por monsieur Barreaux y de varios de poetas latinos e italianos; mientras el lápiz de Emily le permitía observar algunas de aquellas combinaciones de formas que la ilusionaban a cada paso.

La soledad de aquel camino, en el que sólo de vez en cuando se cruzaban con algún campesino con su mula, o con los hijos de algún montañero jugando en las rocas, ennoblecía los efectos de aquel escenario. St. Aubert estaba tan conmovido por ello que decidió, si se enteraba de la existencia de algún camino, penetrar más entre las montañas, torciendo su dirección hacia el sur, para salir por el Rosellón y costear el Mediterráneo por aquella parte hasta Languedoc.

Poco después del mediodía alcanzaron la cumbre de uno de aquellos riscos que, embellecidos con las ramas de las palmeras, adornan como gemas los tremendos muros de las rocas y desde los que se domina gran parte de Gascuña y parte de Languedoc. Tenían sombra y las frescas aguas de un manantial que corría entre los árboles para precipitarse de roca en roca hasta que sus murmullos se perdían en el abismo, aunque la espuma blanca resaltaba en medio de la oscuridad de los pinos del fondo.

Era un lugar idóneo para descansar y los viajeros se apearon para cenar, y las mulas, liberadas de los arreos, saborearon las hierbas que enriquecían la cumbre.

Pasó algún tiempo antes de que St. Aubert o Emily pudieran retirar su atención de todo lo que les rodeaba para decidirse a tomar un pequeño refrigerio. Sentado a la sombra de las palmeras, St. Aubert le señaló el curso de los ríos, la situación de las grandes ciudades y el límite de las provincias, que el conocimiento, más que la vista, le permitía describir. Tras unos momentos en los que estuvo hablando, quedó silencioso y pensativo y unas lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Emily lo advirtió y la simpatía de su propio corazón le descubrió su causa. La escena que tenían ante ellos se parecía, aunque en mayor escala, a la favorita de la desaparecida madame St. Aubert, que se podía contemplar desde el pabellón de pesca. Los dos lo advirtieron y pensaron cómo habría disfrutado ante aquel paisaje, sabiendo que sus ojos no se abrirían más en este mundo. St. Aubert recordó la última vez que estuvieron juntos en aquel lugar, y también los tristes presagios que asaltaron su mente y que se habían cumplido. El recuerdo le conmovió y se levantó abruptamente, alejándose para que nadie pudiera ver su dolor.

Cuando regresó, su rostro había recuperado su serenidad habitual. Cogió la mano de Emily y la presionó afectuosamente, sin hablar. Al momento llamó al mulero, que estaba sentado a poca distancia y le preguntó algo sobre el camino que conducía al Rosellón a través de las montañas. Michael dijo que había varios, pero que no sabía hasta dónde llegaban ni si eran transitables. St. Aubert, que no tenía la intención de seguir viajando cuando se pusiera el sol, le preguntó a qué pueblo podrían llegar hacia esa hora. El mulero calculó que alcanzarían fácilmente Mateau, que se encontraba dentro del camino que estaban siguiendo; pero que, si se dirigían por el que conducía hacia el sur, hacia el Rosellón, había una cabaña que localizarían antes de que se hiciera de noche.

St. Aubert, tras algunas dudas, se decidió por la última dirección indicada, y Michael, al terminar su comida y colocar los arneses a las mulas, inició la marcha, pero no tardó en detenerse. St. Aubert le vio arrodillarse ante una cruz que había en una roca a un lado del camino. Terminadas sus oraciones, chasqueó el látigo en el aire, y pese a lo accidentado del camino y con pena por sus pobres mulas, se lanzó al galope por el borde de un precipicio que producía vértigo al mirarlo. Emily estaba aterrorizada y casi a punto de perder el conocimiento. St. Aubert, comprendiendo que era más peligroso tratar de detener al conductor inesperadamente, decidió seguir sentado en silencio y confiar su destino a la fortaleza y discreción de las mulas que parecían poseer una gran porción de esto último, más que su amo, ya que condujeron a salvo a los viajeros hasta el valle, deteniéndose a orillas de un riachuelo que lo recorría.

Al dejar el esplendor de los extensos paisajes, entraban ahora en el estrecho valle rodeado por

«Rocas sobre rocas apilad as, como por un mágico encantamiento, aquí sacudidas por los rayos, allí con verde hied ra.»

La escena de aridez se veía interrumpida de vez en cuando por las ramas extendidas de los cedros, que alargaban su sombra sobre rocas u ocultaban el torrente que corría por sus desniveles.

No se veía criatura alguna, excepto una lagartija, escondiéndose entre las rocas o asomándose por los puntos más peligrosos, sorprendida ante la llegada de los visitantes. Era una escena que habría elegido
Salvator
[10]
, de haber existido entonces, para sus lienzos; St. Aubert, impresionado por el carácter romántico del lugar, casi esperó que asomaran algunos bandidos por detrás de los salientes de las rocas, y llevó su mano hacia las armas con las que siempre viajaba.

Según avanzaban, el valle se fue abriendo y suavizando su aire salvaje, y, cuando concluía la tarde, se vieron rodeados de altas montañas que se perdían en la perspectiva lejana, con el solitario sonido de las esquilas y la voz del pastor llamando a su rebaño al acercarse la noche. Su cabaña, bajo la sombra de un alcornoque y de un acebo, que St. Aubert observó que florecía en regiones más altas que otros árboles, fue todo el refugio humano que se presentó ante ellos.

A lo largo del fondo del valle se extendía el más vivo verdor; y en un pequeño claro de las montañas, bajo la sombra de robles y de castaños, una parte del ganado pastaba. Otros grupos se repartían a lo largo de las orillas del riachuelo o lavaban sus costados en la fresca corriente y sorbían su agua.

El sol se ocultaba por encima del valle; sus últimas luces brillaban sobre las aguas y elevaban sus tintes amarillos y púrpura, mientras el calor y el bochorno se extendía por las montañas. St. Aubert preguntó a Michael a qué distancia estaban de la cabaña que había mencionado, pero el hombre no pudo contestarle con certeza, y Emily comenzó a temer que se hubiera equivocado de camino. En aquella zona no había ser humano alguno que pudiera ayudarles o dirigirles; ya habían rebasado al pastor y todo se fue llenando con la oscuridad del crepúsculo, al extremo de que no era posible distinguir casa o cabaña alguna en la perspectiva del valle. La luz del horizonte seguía asomando hacia el oeste y no servía de mucha ayuda a los viajeros. Michael parecía decidido a mantener su valor cantando; su música, sin embargo, no era de las que ayudan a ahuyentar la melancolía. En realidad era una especie de cantinela triste y St. Aubert acabó por descubrir que se trataba de un himno de vísperas a su santo favorito.

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