Los misterios de Udolfo (29 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Al descender por el lado italiano, los precipicios se hicieron más tremendos y el ambiente más salvaje y majestuoso, sobre los que las luces cambiantes lanzaban toda la pompa del color. Emily estaba encantada al contemplar las cumbres nevadas de las montañas bajo el peso del día, enrojeciendo por la mañana, relumbrando en la brillantez del mediodía o coloreadas de púrpura por la tarde. El paso del hombre no sólo puede ser descubierto por la cabaña del pastor o del cazador, o por el primitivo puente de pinos acomodado sobre el torrente, para ayudar a este último en su persecución de la gamuza por despeñaderos, sino que sin este vestigio del hombre se podría creer que sólo la gamuza o el lobo se atreven a recorrerlo. Mientras Emily miraba uno de esos peligrosos puentes, con la espuma de una catarata bajo el mismo, una serie de imágenes cruzaron su mente que, poco después, combinó como sigue:

SONETO LEGENDARIO

El fatigado viajero que, toda la noche,
ha escalado las inmensas pendientes de los Alpes,
orillando el precipicio sin sendero, donde se apiñan
indómitas formas de peligro; según se desliza hacia adelante,
si por ventura, su mirada angustiada ve en la distancia
el hogar solitario del pastor de la montaña,
asomando entre los árboles iluminados por la luna,
¡qué inesperado arrebato surge en su pecho!
Pero, si entre alguna espantosa sima abierta,
en la que el pino hendido despliega un dudoso puente
en medroso silencio, en el borde, desamparado,
se detiene, y contempla, a la desfallecida luz,
lejos, alfando, el oleaje creciente del torrente,
y oye el estruendo salvaje,
con los ojos fijos en la profundidad, estremecido aún en la orilla,
teme volver, y no se aventura a seguir.
Desesperado prueba al final el tablón vacilante,
su débil paso resbala, se contrae, se abate, ¡muere!

Emily, según caminaba entre las nubes, observaba con frecuencia en silencio las agitadas corrientes que se movían en el fondo del valle; a veces, cubriendo todo el paisaje, se le aparecían como un mundo en caos, y, otras, abriéndose ligeramente, permitían una vista incompleta del paisaje. El torrente, cuyo permanente rugido no cesaba nunca, caía por los verdes de las rocas desde las cumbres blancas con nieve por los bosques de pinos que se extendían hasta el pie de las montañas. Pero, ¿quién podría describir su emoción, cuando tras cruzar un mar de vapor, vio por primera vez tierra italiana; cuando al borde de uno de esos tremendos precipicios que caen desde el monte Cenis y que guardan la entrada de aquel país encantador, miró a través de las nubes más bajas, según flotaban hacia la distancia, y vio los valles cubiertos de hierba del Piamonte a sus pies, y, más allá las llanuras de Lombardía extendiéndose en el punto más alejado, en las que aparecían, en el difuminado horizonte, las dudosas torres de Turín.

La solitaria grandeza de todo aquello que la rodeaba, la parte montañosa elevándose hacia arriba, los profundos precipicios, al otro lado la naciente oscuridad de los bosques de pinos y robles, que se extendían a sus pies, o contenían en sus laderas los fuertes torrentes que descendían desde las cumbres, levantando a veces nubes de bruma y otras cortinas de hielo, éstas eran las imágenes que recibía en contraste con la reposada belleza del paisaje italiano que se extendía hasta perderse en el horizonte, donde el mismo tono azul parecía unir el cielo y la tierra.

Madame Montoni se limitaba a temblar cuando miraba por aquellos precipicios, cerca de cuyos bordes los silleros trotaban ligeros y alegres mientras pasaban las gamuzas. Emily también pensaba en los peligros, pero se mezclaban con emociones de dicha, admiración y sorpresa que nunca había sentido.

Mientras tanto llegaron a una meseta y los silleros se detuvieron para descansar. Los viajeros se sentaron en unas rocas. Montoni y Cavigni reanudaron una discusión sobre el paso de Aníbal por los Alpes. Montoni aseguraba que entró en Italia por el monte Cenis, y Cavigni, que había pasado por el monte de San Bernardo. El tema trajo a la imaginación de Emily los desastres que sufrió Aníbal en su increíble y peligrosa aventura. Vio a sus vastos ejércitos extendiéndose por los desfiladeros y sobre los tremendos acantilados de las montañas, iluminados en la noche por sus fuegos o por las antorchas que mandó llevar cuando inició su marcha infatigable. Con los ojos de su fantasía, percibió el brillo de las armas a través de la oscuridad de la noche, los resplandores de sus corazas y sus cascos y los banderines flotando inciertos en el crepúsculo; mientras, de vez en cuando, el sonido distante de una trompeta se repetía en eco por el desfiladero y la señal era contestada por el ruido momentáneo de las armas. Miró con horror a los montañeros, colgados de los picos más altos, asaltando a las tropas del fondo con fragmentos arrancados a la montaña; a los soldados y a los elefantes cayendo cabeza abajo por los precipicios y, según oía los rebotes en las rocas que siguieron a su caída, los terrores de la fantasía cedieron a los de la realidad y tembló para mantenerse en las alturas que despiertan el mareo, donde había dibujado la caída de los demás.

Mientras tanto, madame Montoni, en su acercamiento a Italia, recreaba su imaginación en el esplendor de los palacios y en la grandeza de los castillos, ya que se creía que iba a ser la señora de Venecia y, en los Apeninos, se hizo a la idea de que sería poco menos que una princesa. Ya no estaba bajo los temores que le proporcionaban las bellezas que asistían a las fiestas de Toulouse, que Montoni había mencionado con más gloria para su propia vanidad que crédito a su discreción, o consideración a la verdad. Decidió dar conciertos, aunque no tenía ni oído ni gusto para la música;
conversazioni,
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aunque no tenía talento alguno para conversar; y superar, si era posible, en las elegancias de sus fiestas y en la magnificencia de sus libreas, a toda la nobleza de Venecia. Este sueño desafortunado se vio oscurecido cuando recordó que el signor, su marido, quien, aunque no era contrario al beneficio que en ocasiones producen tales fiestas, se había mostrado siempre contrario a los grupos frívolos que a veces asisten a ellas; hasta que consideró que su orgullo podía verse satisfecho mostrando entre sus propios amigos, en su ciudad natal, la riqueza que él no había mostrado en Francia, por lo que volvió a sumirse en las ilusiones en las que antes se había deleitado.

Los viajeros, según descendían, fueron cambiando gradualmente aquella región invernal por el calor y la belleza de la primavera. El cielo comenzó a presentar ese tinte sereno y hermoso peculiar del clima de Italia; zonas llenas de verde, de plantas olorosas y de flores alegres que surgían entre las rocas, con frecuencia abriéndose camino entre sus grietas o cayendo en manojos por sus lados abiertos, y las ramas de los robles y los cedros que extendían su follaje. Más abajo, los naranjos y el mirto y de vez en cuando, en algún rincón soleado, capullos amarillos brotando entre el verde oscuro de las hojas, mezclándose con las flores rojas de la granada y las más pálidas de los madroños, mientras, más abajo aún, se extendían los pastos del Piamonte, donde los rebaños tempranos se movían entre las exuberantes hierbas de la primavera.

El río Doria, que surgiendo de las cumbres del monte Cenis, baja durante muchas leguas sobre los precipicios que bordean el camino, adoptaba ahora un aire menos impetuoso aunque no menos romántico, según se aproximaba a los verdes valles del Piamonte, a los que los viajeros descendieron con el sol de la tarde; y Emily se encontró de nuevo rodeada por la belleza tranquila de un paisaje pastoral; entre los rebaños y el césped con los bosques cubiertos de hojas y los arbustos, ahora florecientes, que había visto arriba en los Alpes. El verdor de los pastos se mezclaba con los tonos de las flores tempranas, entre las que aparecía el amarillo de los botones de oro y las violetas de delicioso perfume, que nunca había percibido tan profundamente. Emily casi deseó convertirse en un campesino del Piamonte, vivir en alguna de aquellas gratas casas que vio desde los acantilados y pasar horas de tranquilidad en paisajes románticos. Pero las horas, los meses que habría de pasar bajo el dominio de Montoni, sólo despertaban miradas de temor; mientras que de los paisajes de los que se había alejado le venía el recuerdo y la tristeza.

En aquellos escenarios venía con frecuencia a su imaginación la figura de Valancourt, al que veía en algún punto de las colinas, mirando con admiración la grandeza que le rodeaba o paseando pensativo a lo largo del valle, deteniéndose con frecuencia para mirar lo que dejaba a sus espaldas, o veía su rostro iluminado con el fuego del poeta, siguiendo su camino a otra de aquellas alturas. Pensó entonces en el tiempo y en la distancia que los separaba, que se acrecentaba a cada paso que daba y sintió que se turbaba su corazón y el paisaje perdió todo su encanto.

Los viajeros, tras pasar por Novalesa, llegaron, al término de la tarde, a la pequeña y antigua ciudad de Susa, que había servido para custodiar el paso desde los Alpes al Piamonte. Las alturas que la rodeaban, después de la invención de la artillería, habían hecho sus fortificaciones inservibles; pero aquellas románticas alturas, vistas a la luz de la luna, con la ciudad abajo, rodeada por muros y torres de observación, y parcialmente iluminada, ofrecieron un cuadro interesante para Emily. Allí descansaron durante la noche en una posada, que no tenía muchas comodidades; pero los viajeros aportaron el hambre que da un delicioso sabor a las más simples viandas y les proporcionó el necesitado reposo. Allí Emily tuvo la primera impresión de la música italiana en tierras italianas. Sentada después de la cena ante una pequeña ventana, que se abría sobre el paisaje, y mientras observaba el efecto de la luz de la luna en la silueta irregular de las montañas y recordaba que en una noche como aquella había estado, con su padre y Valancourt, descansando en una de las cumbres de los Pirineos, oyó desde abajo las notas de un violín, de tal tono y delicadeza de expresión como para armonizar exactamente con las tiernas emociones en las que se complacía, encantándola y sorprendiéndola. Cavigni, al aproximarse a la ventana, sonrió al verla.

—No es nada extraordinario —dijo—, lo oiréis quizá en todas las posadas en nuestro camino. Estoy seguro de que toca alguien de la familia del patrón.

Emily, mientras escuchaba, pensó que debía tratarse por lo menos de un profesor de música; y la dulzura de aquellos sonidos la sumió en un sueño, del que fue despertada por las bromas de Cavigni y por la voz de Montoni que daba órdenes a un criado para que tuvieran los carruajes preparados a primera hora de la mañana siguiente, añadiendo que tenía la intención de cenar en Turín.

Madame Montoni mostraba con exceso su satisfacción por encontrarse de nuevo en terreno llano; y, después de dar un detallado informe de los momentos de terror por los que había pasado, olvidando que se los describía a los compañeros de sus peligros, añadió la esperanza de que pronto perdería de vista aquellas horribles montañas, «que por todo el valor del mundo —dijo— no intentaré cruzar de nuevo». Se quejó de estar cansada y no tardó en retirarse. Emily' se fue a su habitación, donde se enteró por Annette, la doncella de su tía, que Cavigni casi tenía razón en sus conjeturas sobre el músico, que había tocado el violín con tan buen gusto, porque era hijo de un campesino que vivía en el valle vecino.

—Va a ir al carnaval de Venecia —añadió Annette—, porque dicen que toca muy bien y puede ganar mucho dinero. El carnaval está a punto de empezar, pero por mi parte preferiría vivir entre estos gratos bosques y colinas que ir a una ciudad que, según dicen, mademoiselle, no tiene ni bosques ni colinas ni campo, ya que Venecia está construida en medio del mar.

Emily estuvo de acuerdo con el comentario de Annette y que aquel joven iba a cambiar a peor y no pudo evitar el lamentar silenciosamente que abandonara la inocencia y la belleza de aquellos escenarios por los corrompidos y voluptuosos de la ciudad.

Cuando se quedó sola, sin poder dormir, los paisajes de su tierra natal, con Valancourt, y las circunstancias de su marcha, hechizaron su fantasía; imaginó cuadros de felicidad social entre la gran simplicidad de la naturaleza, de los que temía haberse despedido para siempre. La idea de aquel joven piamontés, ignorante de su propia felicidad, volvió a su pensamiento y feliz de poder escapar por un momento de las presiones de sus propios problemas, se entretuvo en componer los siguientes versos:

EL PIAMONTÉS

¡Ah, feliz zagal, que reías por los valles,
y con tu alegre caramillo hacías repicar las montañas!
¿Por qué abandonas tu cabaña, tus bosques y vientos con olor a tomillo,
y a los amigos queridos, por la nada que trae la riqueza?
¡Vas a despertar el collar en los mares a la luz de la luna,
oro veneciano tu ignorante fantasía proclama!
Pese a estar fuera de casa, canta su sencillo villancico,
y su paso se detiene, cuando escala el límite de los Alpes.
Una vez más se vuelve a ver el escenario de su niñez,
lejos, abajo, en la distancia, según se alejan las nubes,
divisa su cabaña entre las copas verdes de los pinos,
los bosques familiares, el claro arroyo y los alegres pastos;
y piensa en los amigos, y en los parientes que dejó,
en las fiestas campesinas, en las danzas, y en las canciones;
y se oye el tenue caramillo que dilata el viento,
¡sus tristes suspiros prolongan las notas distantes!
Así iba el zagal, hasta que cayeron las sombras de la montaña,
reduciendo el paisaje a su doliente perspectiva.
¿Debe dejar los valles que tanto ama?
¿Puede la riqueza ajena deleitar su corazón?
¡No, valles felices!, vuestra rocas salvajes seguirán oyendo
su caramillo, sonando ligero en la brisa de la mañana;
seguirá llevando sus rebaños al riachuelo claro,
y los vigilará de noche bajo los árboles del oeste.
¡Vete, oro veneciano, tu hechizo terminó!
Y ahora su paso ligero busca la enramada de la llanura,
donde, a través de las hojas, su cabaña aparece de nuevo,
le conduce a amigos felices, y horas de júbilo.
¡Ah, feliz zagal!, que ríes por los valles y
con tu alegre caramillo haces repicar las montañas,
tu cabaña, tus bosques y tus vientos con olor a tomillo,
y amigos queridos, ¡más regocijo que el que puede traer la riqueza!

Capítulo II

Titania:

Si pacientemente bailaras a nuestro alrededor
y vieras nuestras fiestas a la luz de la luna, vendrías con nosotros.

MIDSUMMER NIGHT'S DREAM

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