Los misterios de Udolfo (32 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Esos fueron los amigos que Montoni presentó a su familia y en su mesa al día siguiente de su llegada a Venecia. Acudieron otros nobles venecianos, el conde Morano y la signora Livona, que Montoni presento a su m ujer como dama de distinguido mérito y que, al visitarles por la mañana para darles la bienvenida a Venecia, le pidieron que se quedara a la fiesta.

Madame Montoni recibió, con poca satisfacción, los cumplidos de los signors. No le agradaban, porque eran los amigos de su marido; los odiaba, porque creía que habían contribuido a retenerle hasta tan tarde aquella mañana; y los envidiaba, porque, consciente de su propio deseo de influencia, estaba convencida de que Montoni prefería su compañía a la suya. El rango del conde Morano le proporcionaba tal distinción que madame Montoni prefirió dedicarse a él. La altivez de su rostro y sus maneras, la ostentosa extravagancia de su vestido, porque aún no había adoptado las ropas venecianas, formaban un sorprendente contraste con la belleza, modestia, dulzura y sencillez de Emily, que observaba con más atención que satisfacción a los asistentes. Sin embargo, la belleza y el fascinante comportamiento de la signora Livona, atrajeron su atención, mientras que la dulzura de su acento y el aire gentil y amable despertaron en Emily un grato afecto, como hacía mucho tiempo que no sentía.

Con la brisa fresca de la tarde el grupo se embarcó en la góndola de Montoni, dirigiéndose al mar. El tono rojizo del sol que se ocultaba seguía cubriendo las olas y las aguas hacia el oeste, donde los últimos rayos melancólicos expiraban lentamente, mientras el azul oscuro del éter empezó a titilar con las estrellas. Emily se sentó, dejándose llevar por emociones pensativas y dulces. La suavidad de las aguas, sobre las que se deslizaban, los reflejos de un nuevo cielo y el temblor de las estrellas sobre las olas, con las siluetas de sombras de torres y pórticos, conspiraban con la tranquilidad de la hora, interrumpida únicamente por el cruzar de las olas o las notas de alguna música distante, hasta elevar aquellas emociones al entusiasmo. Según escuchaba el sonido medido de los remos, y los remotos murmullos que traía la brisa, su mente recordó a St. Aubert y a Valancourt, y las lágrimas asomaron a sus ojos. Los rayos de la luna, fortalecidos cuando las sombras se hacían más profundas, no tardaron en cubrir su rostro con un brillo plateado, que estaba parcialmente tapado por un ligero velo negro, dándole una dulzura inimitable. Era el perfil de una Madona, con la sensibilidad de una Magdalena y la mirada pensativa, enturbiada con una lágrima que resbalaba por su mejilla y que confirmaba la expresión de su carácter.

El último eco de la música distante desapareció en el aire cuando la góndola se vio envuelta por las olas y el grupo decidió hacer su propia música. El conde Morano, que estaba sentado al lado de Emily y que la había estado observando en silencio desde hacía rato, sacó el laúd y pasó la mano por las cuerdas, mientras su voz de tenor las acompañaba en un rondó lleno de tierna tristeza. Se le podría haber aplicado aquella hermosa exhortación de un poeta inglés, si hubiera existido entonces:

¡Tañe, mi señor,
pero toca las cuerdas con suavidad religiosa!
Enseña a los sonidos a languidecer en el oído sordo de la noche
hasta que la Melancolía se levante de su lecho,
y la Indiferencia despierte su atención al concierto.

Con tales poderes de expresión el conde cantó el siguiente

RONDÓ

Suave como aquel rayo plateado, que duerme
sobre la corriente temblorosa del Océano;
suave como el aire, que arrastra ligero
aquella vela, que se hincha con orgullo majestuoso.
Suave como la nota que escapa al oleaje
que muere en las playas distantes,
o trinar de versos, que se sumergen remotos.
¡Así de suave mi pecho exhala mi suspiro!
Fiel como la ola al rayo de Cynthia,
fiel como el bajel a la brisa,
fiel como el alma al vaivén de la música,
o la música a los mares de Venecia.
Suave como aquellos destellos plateados, que duermen
sobre el seno tembloroso del Océano;
tan suave, tan fiel, tierno Amor llorará,
tan suave, tan fiel, contigo reposará.

La cadencia con la que pasó de la última estrofa a la repetición de la primera; la suave modulación con la que su voz se detuvo en el primer verso, y la energía patética con que pronunció el último, tuvieron la fuerza que sólo puede conseguir un gusto exquisito. Cuando concluyó, entregó el laúd a Emily con un suspiro y ella, para evitar cualquier apariencia de afectación, comenzó a tocar de inmediato. Cantó una pequeña aria melancólica, una de las canciones populares de su provincia natal, con tal sencillez y sentimiento que la hizo encantadora. Pero aquella melodía tan conocida le trajo con tal fuerza el recuerdo de escenas y personas, entre las que la había oído con frecuencia, que se conmovió, le tembló la voz y dejó de cantar mientras las cuerdas del laúd eran tañidas por una mano incontrolada; hasta que, avergonzada por haber revelado sus emocionas, pasó de inmediato a una canción tan alegre y movida que los pasos de la danza casi parecían un eco de las notas. De los labios de su encantada audiencia se disparó instantáneamente un
Bravissimo!
Se vio obligada a repetir el aria. Entre los elogios que siguieron, los del conde no fueron los menos significativos, y cuando concluyeron, Emily entregó el instrumento a la signora Livona, cuya voz lo acompañó con un gusto auténticamente italiano.

A continuación, el conde, Emily, Cavigni y la signora, cantaron
canzonettes,
acompañados por un par de laúdes y algunos otros instrumentos. En ocasiones los instrumentos cesaban de pronto y las voces caían desde su total armonía a un canto apagado; entonces, tras una pausa, se elevaban poco a poco, incorporándose los instrumentos uno tras otro, hasta que el coro completo se elevaba de nuevo hacia el cielo.

Mientras tanto, Montoni, que estaba harto de aquella armonía, pensaba en cómo podría apartarse del grupo o retirarse al casino con aquellos de desearan jugar. En una pausa de la música, propuso que regresaran a la playa, en lo que fue secundado de inmediato por Orsino, pero a lo que el conde y otros caballeros se opusieron apasionadamente.

Montoni siguió meditando cómo podría excusarse de no seguir atendiendo al conde, para él el único ante el que consideraba necesario hacerlo, y en cómo podría regresar a tierra, hasta que el gondolero de un barco vacío, que regresaba a Venecia, saludó a su gente. Sin volver a preocuparse por buscar un pretexto, aprovechó la oportunidad para alejarse de allí y encomendando el cuidado de las damas a sus amigos, se marchó con Orsino, mientras Emily, por primera vez, sintió que se lo hiciera, ya que consideraba su presencia como una protección, aunque sabía que no tenía nada que temer. Montoni desembarcó en San Marcos y se dirigió de inmediato al casino, no tardando en perderse en el grupo de jugadores.

Mientras tanto, el conde había enviado a uno de sus criados en el barco de Montoni para reclamar su propia góndola y sus músicos. Emily oyó, sin estar enterada de su proyecto, la alegre canción de los gondoleros que se aproximaban sentados en el barco, y vio la luz oscilante de la luna en las olas que agitaban su remo. De inmediato oyó el sonido de instrumentos y una sinfonía completa se extendió por el aire. Los barcos se encontraron y los gondoleros se saludaron. El conde explicó cuáles eran sus proyectos y el grupo se trasladó a su góndola, que estaba engalanada con todos los adornos que permite el buen gusto.

Mientras, tomaron un refrigerio de frutos y helados, y la orquesta, que les seguía a distancia en el otro barco, interpretó las músicas más dulces y encantadoras. El conde, que se había vuelto a sentar junto a Emily, le prestó su continua atención y, a veces en voz baja y desapasionada, musitó galanterías que ella no pudo malinterpretar. Para evitarlas, conversó con la signora Livona y su comportamiento con el conde asumió una ligera reserva, que, aunque digna, era demasiado suave para detener su insistencia. No era capaz de ver, oír o hablar con persona alguna que no fuera Emily, lo que era observado por Cavigni con desagrado y por Emily con inquietud. No deseaba otra cosa que volver a Venecia, pero era ya casi la medianoche cuando las góndolas se aproximaron a la plaza de San Marcos, llena de voces y de alegres canciones. Los distintos sonidos les llegaron cuando aún estaban a considerable distancia, y al no haber una luna brillante que les descubriera la ciudad, con sus terrazas y torres, se podría haber creído en las maravillas fabulosas de la corte de Neptuno que surgían desde el fondo de las aguas.

Desembarcaron en San Marcos, donde la alegría del ambiente y la belleza de la noche hizo que madame Montoni se sometiera de buen grado a la propuesta del conde de a él en un paseo para después tomar algo todos juntos en su villa. Si algo podía disipar la inquietud de Emily habría sido la grandeza, alegría y novedad de la escena que les rodea.ba, adornada con los palacios de Palladio y los animados grupos de máscaras.

Finalmente, llegaron a la villa, que estaba decorada con un gusto infinito y en la que habían preparado un espléndido banquete. La reserva de Emily hizo ver al conde que para sus intereses le convenía ganarse el favor de madame Montoni, que, por la condescendencia que ya le habría mostrado, no parecía que fuera un logro difícil. En consecuencia, transfirió parte de su atención a Emily hacia su tía, que se sintió demasiado complacida con la distinción como para ocultar sus emociones, y antes de que concluyeran la reunión, el conde había conseguido enteramente la estima de madame Montoni. Cada vez que se dirigía a ella, su rostro poco agraciado se llenaba de sonrisas y asentía a todo lo que él proponía. La invitó, como al resto del grupo, a tomar café en su palco de la ópera
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a la tarde siguiente, y Emily oyó que la invitación era aceptada. Con gran ansiedad pensó en cómo podría excusarse para no acompañar a madame Montoni.

Era ya muy tarde cuando fue pedida su góndola y la sorpresa de Emily fue tremenda cuando al salir de la villa vio que el sol se elevaba ya por el Adriático, mientras la plaza de San Marcos seguía aún llena de gente. Había sentido sueño, pero la brisa del mar la hizo revivir y se habría marchado lamentándolo de no haber sido porque el conde seguía interpretando su papel y se impuso en acompañarlas a casa. Al llegar se enteraron de que Montoni aún no había regresado; y su esposa, retirándose contrariada a sus habitaciones, liberó finalmente a Emily de la fatiga de seguir atendiéndola.

Montoni regresó a última hora de la mañana de muy mal humor por haber perdido mucho en el juego y, antes de retirarse a descansar, tuvo una reunión en privado con Cavigni, cuyo comportamiento, al día siguiente, parecía indicar que el tema no había sido de su agrado.

Por la tarde, madame Montoni, que, durante el día había observado un sombrío silencio hacia su marido, recibió la visita de algunas damas venecianas, cuyas dulces maneras encantaban particularmente a Emily. Tenían un aire tranquilo y amable hacia los extranjeros, como si hubieran sido amigos íntimos desde hacía tiempo, y su conversación era grata, sentimental y alegre. Madame, aunque no se sentía inclinada a tales conversaciones, y cuya vulgaridad y egoísmo producía a veces un curioso contraste con el excesivo refinamiento de sus visitas, no pudo quedar del todo insensible a lo cautivador de sus maneras.

En una pausa de la conversación, una dama que se llamaba signora Herminia cogió el laúd y comenzó a tocar y a cantar con tanta sencillez y alegría como si hubiera estado sola. Su voz era de un tono muy rico y variado en la expresión; sin embargo, no parecía tener conciencia de su influjo y no trataba de exhibirlo. Cantó desde el fondo alegre de su corazón, según estaba sentada con el velo a medias echado hacia atrás, cogiendo con gracia el laúd, bajo las ramas y flores de algunas plantas que crecían en cestos y que se cruzaban en los balcones del salón. Emily, retirándose un poco del grupo, hizo un dibujo de su aspecto, con el escenario que la rodeaba y logró un cuadro muy interesante, que, aunque tal vez no habría podido superar la crítica, tenía espíritu y gusto suficiente para animar la fantasía y llegar al corazón. Cuando lo terminó, se lo mostró al bello original, que quedó encantada con el regalo tanto como con el sentimiento que lo animaba, y aseguró a Emily, con una sonrisa llena de dulzura cautivadora, que lo conservaría como muestra de su amistad.

Por la tarde, Cavigni se unió a las damas, pero Montoni tenía otros compromisos, y embarcaron en la góndola hacia San Marcos, donde los mismos grupos alegres se divertían como la noche anterior. La fresca brisa, el mar cristalino, el suave sonido de sus olas y el dulce murmullo de la música distante; los hermosos pórticos y arcadas y los alegres grupos que se agitaban bajo ellos, todo aquello con cada detalle y circunstancia de la escena, se unió para complacer a Emily, que no se veía asediada por las oficiosas atenciones del conde Morano. Pero, al levantar la vista sobre el mar iluminado por la luna, ondulándose a lo largo de los muros de San Marcos y al observar durante un momento aquellos muros, cogidos en la canción dulce y melancólica de un gondolero sentado en su barca, esperando a su señor, su mente se volvió hacia los recuerdos de su casa, de sus amigos, y de todo aquello que le era tan querido en su país.

Tras pasear durante algún tiempo, se sentaron a la puerta de una quinta y, mientras Cavigni les obsequiaba con café y helados, se unió a ellos el conde Morano. Miró a Emily con un gesto de delicada impaciencia, y recordando todas las atenciones que había tenido con ella la noche anterior, decidió cambiar su asiduidad por una reserva tímida, excepto cuando conversaba con la signora Herminia y otras damas de su grupo.

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