Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Su sorpresa al oír tales sonidos suaves y deliciosos era al menos justificable, porque había pasado mucho, mucho tiempo desde la última vez en que había escuchado algo parecido a una melodía. Desde su llegada a Udolfo los únicos instrumentos que habían sonado habían sido la fiera trompeta y el estridente pífano.
Cuando se sintió más tranquila trató de asegurarse de qué parte procedían los sonidos y creyó que venían desde abajo, pero sin que pudiera estar segura de si se trataba de una habitación del castillo o desde alguna terraza. El miedo y la sorpresa cedieron ante el encanto de la melodía que flotaba en el silencio de la noche, con la dulzura más suave y melancólica. Inesperadamente, pareció alejarse en la distancia, y disminuir hasta cesar totalmente.
Continuó escuchando, sumergida en un grato reposo en el que la música dulce envuelve la imaginación, pero no volvió. Sobre esta extraña circunstancia no cesó de pensar durante largo tiempo, ya que era ciertamente raro el escuchar música alguna a medianoche, cuando todos los habitantes del castillo hacía largo tiempo que se habían retirado a descansar, y precisamente en un lugar en el que nada armónico se había oído antes, probablemente desde hacía muchos años. Sus largos sufrimientos la habían hecho particularmente sensible al temor y dispuesta para sentirse afectada por las ilusiones supersticiosas. Le parecía como si en aquella melodía le hubiera hablado su padre muerto, para inspirarla consuelo y confianza en las preocupaciones que habían ocupado su mente. Sin embargo, la razón le dijo que se trataba de una suposición absurda y estaba inclinada a rechazarla; pero cuando la imaginación guía los pensamientos, con inconsistencia tan natural, estaba dispuesta a una creencia tan disparatada. Recordó el singular acontecimiento, relacionado con el castillo, que había provocado el que pasara su posesión a su dueño actual; y, cuando consideró el modo misterioso en que había desaparecido su propietario anterior y que desde entonces nunca se habían tenido noticias de ella, su mente quedó altamente impresionada, al extremo de que pese a que no había razón alguna para unir aquel hecho con la música que acababa de oír, se inclinó por creer que había una relación entre ambos acontecimientos. Esta suposición agitó todo su cuerpo, y miró temerosa las tinieblas de su habitación y el silencio mortal que dominaba en el interior, que llenaba su fantasía con tan triste aspecto.
Finalmente, se retiró del ventanal, pero titubeó en sus pasos, al acercarse a la cama, y se detuvo para mirar a su alrededor. La única lámpara que iluminaba su espaciosa habitación expiraba. Contempló temblorosa la oscuridad, y avergonzada por su debilidad que, no obstante, no pudo dominar del todo, se dirigió hacia la cama, donde su imaginación no logró inmediatamente confortarse con el sueño. Siguió sumida en lo que acababa de ocurrir, y deseó con ansia que llegara la noche siguiente, pues decidió comprobar si volvía aquella música a la misma hora. «Si esos sonidos eran humanos —se dijo—, probablemente los oiré de nuevo».
Entonces, oh, tus benditos ministros de arriba, me dejan en el sufrimiento; y, a su debido tiempo, descubren la maldad que hay aquí envuelta en oposición. SHAKESPEARE |
A
nnette llegó casi sin aliento a la habitación de Emily por la mañana. —¡Oh, mademoiselle! —dijo, con frases entrecortadas—, ¡lo que tengo que contaros! He descubierto quién es el prisionero, pero no era un prisionero, no; el que os dije que estaba encerrado en la habitación. ¡El que creí que era un fantasma!
—¿Quién era el prisionero? —preguntó Emily, mientras sus pensamientos revivían las circunstancias de la noche anterior.
—Os equivocasteis, mademoiselle —dijo Annette—, no era un prisionero, pese a todo.
—Entonces, ¿quién es?
—¡Por todos los Santos! —prosiguió Annette—, ¡cómo me he sorprendido! Acabo de encontrármelo en la muralla, ahí. ¡Nunca me he sorprendido tanto en toda mi vida! ¡Ah! ¡Mademoiselle! ¡Qué lugar tan extraño es éste! No dejaré de asombrarme aunque viva aquí cien años. Pero, como os decía, acabo de encontrármelo en la muralla, y no iba pensando en nadie, y menos en él.
—Este juego es insoportable —dijo Emily—, por favor, Annette, no tortures más mi paciencia.
—No, mademoiselle, adivínelo, adivine quién era. Era alguien que conocéis muy bien.
—No puedo imaginármelo —dijo Emily impaciente.
—No, mademoiselle, os diré algo para que lo adivinéis. Un signor alto, de cara larga, que camina gravemente y que suele llevar una pluma muy larga en su sombrero; y que con frecuencia mira hacia el suelo, cuando la gente le habla; y que mira a la gente frunciendo el ceño. Le habéis visto muchas veces en Venecia. Además es amigo íntimo del signor. Y, ahora que pienso en ello, me asombra de qué puede tener miedo en este solitario castillo en el que se ha escondido. Pero ahora ya sale, puesto que me lo acabo de encontrar en la muralla. Temblé cuando le vi, porque siempre le he tenido miedo, pero decidí que no se diera cuenta de ello, así que pasé a su lado y me incliné cortésmente. «Seáis bienvenido al castillo, signor Orsino», le he dicho.
—¡Así que era el signor Orsino! —dijo Emily.
—Sí, mademoiselle, el mismísimo signor Orsino que causó la muerte de aquel caballero veneciano y que, según he oído, ha estado escondiéndose de una parte a otra.
—¡Dios mío! —exclamó Emily, recobrándose de la sorpresa—, y ha venido a Udolfo. Hace bien en esconderse.
—Sí, mademoiselle, pero si eso era todo, este lugar desolado habría servido para ocultarle, sin necesidad de encerrarse en una habitación. ¿Quién podría venir aquí para buscarle? Estoy segura que iría antes al otro mundo para buscar a alguien que aquí.
—Hay algo de cierto en lo que dices —dijo Emily, que creyó que la música que había oído la noche anterior tenía que proceder de Orsino, porque desconocía que carecía de gusto y de conocimientos en ese arte. Pero, aunque no estaba dispuesta a añadir una nueva a las numerosas sorpresas de Annette mencionando aquel tema, le preguntó si alguien del castillo sabía tocar algún instrumento musical.
—¡Oh, sí, mademoiselle! Venedetto toca el tambor perfectamente; y está además Launcelot el trompetero. Además, el mismo Ludovico toca la trompeta, pero ahora está enfermo. Recuerdo que una vez...
Emily la interrumpió:
—¿Has oído alguna otra música desde que llegaste al castillo... anoche?
—¿Oísteis música anoche, mademoiselle?
Emily evadió la respuesta, repitiendo la pregunta.
—No, mademoiselle —replicó Annette—, nunca he oído música aquí, que no fuera la de los tambores y la trompeta; y, por lo que se refiere a la pasada noche, no hice otra cosa más que soñar que veía al fantasma de mi señora muerta.
—Tu señora muerta —dijo Emily con un hilo de voz—, entonces es que has oído algo. Dime, dímelo todo, Annette, te lo ruego; dímelo aunque sean malas noticias.
—Ya las conocéis.
—No sé nada —dijo Emily.
—Sí, lo sabéis, mademoiselle; sabéis que nadie sabe nada de ella y eso es todo. En consecuencia, se ha ido al igual que la señora anterior del castillo, nadie ha vuelto a saber nada de ella.
Emily apoyó la cabeza en su mano y estuvo largo tiempo silenciosa. Después, le indicó a Annette que quería quedarse sola y ésta salió de la habitación.
La observación de Annette había revivido la terrible sospecha de Emily relativa a la suerte que había corrido madame Montoni y tomó la resolución de hacer un nuevo esfuerzo para asegurarse de ello, recurriendo, una vez más, a Montoni.
Cuando Annette volvió algunas horas después, le dijo a Emily que el portero del castillo deseaba hablar con ella, porque tenía cosas importantes que decirle. Su ánimo había estado tan sometido a las preocupaciones que se excitaba con cualquier nuevo acontecimiento; y este mensaje del portero, cuando superó la primera sorpresa, le hizo caer en la idea de un próximo peligro, más sospechoso quizá porque con frecuencia había considerado el aire desagradable y el rostro de aquel hombre. Dudaba si debía hablar con él, pensando incluso que su petición podía ser sólo un pretexto para llevarla a algún peligro; pero, tras una breve reflexión, consideró la improbabilidad de que fuera así y enrojeció por sus débiles temores.
—Hablaré con él, Annette —dijo—, deseo que venga al pasillo inmediatamente.
Annette salió y no tardó en regresar.
—Bamardine, mademoiselle —dijo—, no se atreve a venir al corredor por temor a ser descubierto tan lejos de su puesto, y ni siquiera está dispuesto a abandonar la puerta ni un momento. Si vos acudís hasta él, a través de unos pasadizos que me ha indicado, sin tener que cruzar los patios, tiene algo que deciros que os sorprenderá. Pero no debéis ir por esos patios, no sea que os vea el signor.
Emily, que ni aprobaba esos pasadizos secretos, ni la segunda parte de su recomendación, se negó rotundamente a ello.
—Dile —dijo—que si tiene algo que decirme, le atenderé en el corredor cuando tenga una oportunidad de venir hasta aquí.
Annette se marchó para dar cuenta del mensaje y estuvo ausente durante bastante tiempo. Cuando regresó, dijo:
—No puede ser, mademoiselle, Bamardine ha estado considerando todo este tiempo lo que podría hacerse, ya que en modo alguno puede abandonar ahora su puesto. Pero, si vos os acercáis a la muralla del lado este en la penumbra de la tarde, tal vez él pueda escabullirse y deciros lo que tiene que contaros.
Emily se sorprendió y se preocupó por el secreto que aquel hombre parecía considerar necesario y dudó si debía encontrarse con él, hasta que, considerando que tal vez la quisiera avisar de algún grave peligro, decidió acudir.
—Inmediatamente después de la puesta del sol —dijo— estaré al final de la muralla del este. Pero entonces enviarán la guardia —añadió recordándolo—, ¿cómo podrá pasar Bamardine sin que le vean?
—Eso es lo que yo acabo de decirle, mademoiselle, y me ha contestado que tiene la llave de la puerta, al final de la muralla, que conduce a los patios, y que puede pasar por ahí y que por lo que se refiere a los centinelas no hay ninguno al final de la terraza, porque el lugar está suficientemente guardado por la altura de los muros del castillo y por la torre del lado este. Ha dicho que los que están en el otro extremo no podrán verle a esa distancia si está bastante oscuro.
—Bien —dijo Emily—, debo oír lo que tiene que decirme; y, en consecuencia, deseo que vengas conmigo a la terraza esta tarde.
—Me ha indicado que quiere que esté todo bastante oscuro, mademoiselle —repitió Annette—, a causa de la guardia.
Emily hizo una pausa, indicándole que estaría en la terraza una hora después de la puesta del sol.
—Y dile a Bamardine —añadió—, que sea puntual, porque yo también puedo ser vista por el signor Montoni. ¿Dónde está el signor? Quiero hablar con él.
—En la habitación de cedro, reunido con otros signors. Va a ofrecerles una especie de agasajo, para compensarles por lo que ocurrió, supongo. En la cocina están muy ocupados.
Emily le preguntó si Montoni esperaba nuevos invitados y Annette le dijo que creía que no.
—¡Pobre Ludovico! —añadió—, se pondría tan contento como todos, si estuviera bien; pero no se ha recobrado del todo. El conde Morano fue tan malherido como él y ya se ha puesto bueno y ha regresado a Venecia.
—¿Ha regresado? —dijo Emily—, ¿cuándo te has enterado?
—Lo oí anoche, mademoiselle, pero olvidé decíroslo.
Emily se hizo otras preguntas y después, deseando que Annette vigilara y la informara cuando Montoni estuviera solo, la despidió para que llevara su mensaje a Bamardine.
Montoni estuvo durante todo el día tan ocupado que Emily no tuvo oportunidad para liberarse de la terrible angustia que sentía por su tía. Annette vigiló sus movimientos y atendió a Ludovico, que con la ayuda de Caterina cuidaban con el mayor esmero; y Emily estuvo, naturalmente, gran parte del tiempo sola. Sus pensamientos se detuvieron una y otra vez en el mensaje del portero, concentrándose en conjeturas sobre lo que pudiera ocasionarlo y, en ocasiones, imaginó que se referían al destino de madame Montoni. Otras, lo relacionaba con algún peligro personal que pudiera amenazarla, pues el cuidadoso secreto que Bamardine había observado en su conducta, la inclinó a creer en esto último.
Su impaciencia fue incrementándose a medida que se acercaba la hora de la cita. Finalmente, a la caída del sol, oyó los pasos de los centinelas que acudían a sus puestos y esperó a que Annette la acompañara a la terraza. Llegó poco después y bajaron juntas. Cuando Emily expresó su temor de encontrarse con Montoni o alguno de sus invitados, Annette le dijo:
—Oh, no temáis por eso, mademoiselle, están todos reunidos en la fiesta y Bamardine lo sabe.
Llegaron a la primera terraza, donde los centinelas preguntaron quién pasaba; y Emily, tras responder, caminó hacia la muralla este, a cuya entrada fueron detenidas de nuevo; y, tras replicar una vez más, fueron autorizadas a seguir. Pero Emily se sintió inquieta al exponerse a la discreción de aquellos hombres a aquella hora, e impaciente por acabar con el asunto, aceleró el paso para encontrarse con Bamardine. Aún no había llegado. Se apoyó pensativa en el muro y esperó. El anochecer se extendía profundamente todo alrededor, mezclando en confusión el valle, las montañas y los bosques, cuyas altas copas, agitadas por la brisa de la tarde, aportaban los únicos sonidos que rompían el silencio, excepto un leve coro de voces distantes que procedía del interior del castillo.
—¿Qué voces son ésas? —dijo Emily mientras las escuchaba temerosa.
—Es el signor y sus invitados, que lo celebran —replicó Annette.
—¡Dios mío! —pensó Emily—, ¿cómo puede estar tan alegre el corazón de ese hombre, cuando es responsable de haber hecho otro tan desgraciado, si mi tía sigue sufriendo aún por su maldad? ¡Oh! ¡Cualesquiera que sean mis sufrimientos, que mi corazón no se endurezca nunca ante los de los demás!
Miró con horror hacia el torreón del este, que estaba próximo a ella. Se veía una luz a través de las troneras de la habitación de abajo, pero las de arriba estaban a oscuras. Advirtió que había una persona que se movía con una lámpara por la habitación inferior; pero el hecho no aportaba esperanza alguna relativa a madame Montoni, a la que había buscado en vano en aquella habitación, que parecía contener únicamente pertrechos de los soldados. Emily, no obstante, decidió acercarse a la puerta exterior del torreón tan pronto como Bamardine se hubiera retirado; y, si estaba sin cerrojos, intentar de nuevo descubrir el paradero de su tía.