Los misterios de Udolfo (51 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Cuando Annette se recobró, fue ayudada por Emily a entrar en la habitación, pero seguía sin poder hablar y miraba por la habitación, como si sus ojos siguieran a alguna persona en sus movimientos. Emily trató de animarla y evitó, por el momento, hacerle pregunta alguna; pero la facultad de hablar no le había fallado nunca por largo tiempo a Annette, y explicó, con palabras entrecortadas y con su habitual forma tediosa, la causa de su desmayo. Afirmó, con convicción solemne, que casi venció la incredulidad de Emily, que había visto una aparición, cuando pasaba por el corredor hacia su alcoba.

—Había oído antes extrañas historias de esa habitación —dijo Annette—, pero como está tan cerca de la vuestra, no quise deciros nada, porque os habría asustado. Los criados me han dicho una y otra vez que está embrujada, y ésa fue la razón por la que me callé y, aunque toda esta serie de habitaciones están cerradas, puedo deciros que cuando las cruzo oigo a veces ruidos en su interior. Pero, como os decía, según avanzaba por el corredor, sin pensar en el asunto, ni siquiera en la extraña voz que los signors oyeron la otra noche, apareció de pronto una gran luz, y, mirando hacia atrás, vi una figura alta (la he visto tan claramente, mademoiselle, como os estoy viendo en este momento), una figura alta deslizándose a lo largo (¡oh!, ¡no puedo describir cómo!) en la habitación, que está siempre cerrada, y sólo tiene la llave el signor.

—Entonces se trataba sin duda del signor —dijo Emily.

—¡Oh, no, mademoiselle, no podía ser él, porque acababa de dejarle discutiendo acaloradamente en la habitación de mi señora!

—Me traes extrañas historias, Annette —dijo Emily—; esta misma mañana me has atemorizado con las aprensiones del asesinato; y ahora ¡tratas de persuadirme de que has visto un fantasma! Esas historias fantasiosas surgen demasiado deprisa.

—No, mademoiselle, no diré más, sólo que si no hubiera estado aterrorizada no habría perdido el conocimiento. Corrí todo lo aprisa que pude para llegar a vuestra puerta, y lo peor es que no pude llamar. Pensé entonces que algo me ocurría y me vine abajo.

—¿Fue en la habitación donde está colgado el velo negro? —dijo Emily.

—¡Oh no, mademoiselle, es una que está más cerca de ésta! ¿Qué puedo hacer para volver a mi cuarto? ¡No iría por ese pasillo otra vez por todo el oro del mundo!

Emily, cuyo ánimo se había visto severamente afectado, y que, en consecuencia, no aceptaba la idea de pasar la noche sola, le dijo que podía dormir donde estaba.

—¡Oh, no, mademoiselle —replicó Annette—, no dormiría en esta habitación ahora ni por un millar de cequíes!

Preocupada y contrariada, Emily ridiculizó, aunque los compartía, sus temores, y después trató de suavizarlos; pero sus intentos no tuvieron éxito y la muchacha persistió en creer yen afirmar que lo que había visto no era humano. Hasta que Emily no recobró la tranquilidad, no recordó los pasos que había oído en la escalera, recuerdo que le hizo insistir en Annette para que pasara la noche con ella, y con gran dificultad, asistida en parte por el miedo de la muchacha a la idea de salir al pasillo, la convenció.

Por la mañana temprano Emily cruzó el vestíbulo hacia las murallas, cuando oyó cierto bullicio en el patio y el ruido de los cascos de los caballos. Aquellos sonidos nada frecuentes excitaron su curiosidad, y, en lugar de dirigirse a las murallas, subió a una de las ventanas superiores, desde la que vio, en el patio, un gran grupo de hombres a caballo, vestidos de modo singular pero uniforme, y completamente armados. Llevaban una especie de chaqueta corta, compuesta de tela negra y escarlata, y varios de ellos tenían capas, totalmente negras, que les cubrían enteramente hasta los estribos. Al inclinarse uno de ellos hacia un lado, vio, bajo la capa, dagas, aparentemente de diferentes tamaños, sujetas al cinturón del caballero. Observó a continuación que también las llevaban, del mismo modo, muchos de los que no llevaban capa, la mayoría de los cuales empuñaban picas o jabalinas. Llevaban la cabeza cubierta con pequeñas gorras italianas, algunas de las cuales se distinguían por sus plumas negras. Fuera porque las gorras daban un aire fiero a sus rostros, o porque éstos estuvieran dotados de modo natural de esa apariencia, Emily pensó que no había visto nunca, hasta entonces, un conjunto de caras tan salvajes y aterradoras. Mientras miraba, casi se imaginó estar rodeada por bandidos, y le pasó por la imaginación la idea de que Montoni era el capitán del grupo que tenía ante ella y que el castillo era el lugar de su cita. La suposición extraña y horrible fue momentánea, aunque su razonamiento no le proporcionó una más probable, y descubrió, entre la banda, los desconocidos que había visto anteriormente con preocupación y que ahora se distinguían por las plumas negras.

Según estaba mirando, Cavigni, Verezzi y Bertolini salieron procedentes del vestíbulo, vestidos como todos los demás, excepto que llevaban sombrero con una pluma mixta negra y escarlata y que sus armas diferían de las del resto del grupo. Cuando montaban en sus caballos, Emily se sorprendió ante la exultante alegría que expresaba el rostro de Verezzi, mientras Cavigni estaba alegre, aunque con la sombra de algún pensamiento en su rostro; y en el dominio de su caballo, o en la destreza en la gracia de su figura, se exhibía la majestad de un héroe que nunca había descubierto en él. Emily, según le observaba, pensó que se parecía algo a Valancourt, en el espíritu y dignidad de su aspecto; pero buscó, sin encontrarlo, el rostro noble y comprensivo, el alma inteligente que dominaba el gesto de este último.

Sin saber por qué, esperaba que Montoni se uniera al grupo, y en ese momento apareció en la puerta del vestíbulo, pero desarmado. Tras observar cuidadosamente a los caballos, conversar un momento con los caballeros y decirles adiós, el grupo empezó a salir del patio, dirigido por Verezzi, y se encaminaron hacia la gran puerta de entrada. Montoni los siguió hasta la salida y se quedó contemplándolos según se alejaban. Emily se retiró del ventanal y, segura de que no sería molestada, se fue a pasear por las murallas, desde las que poco después pudo ver al grupo de caballeros que acababa de salir por las montañas del oeste, apareciendo y desapareciendo entre el bosque, hasta que la distancia hizo confusas sus figuras, le impidió distinguirlos, y sólo una masa pareció moverse entre las alturas.

Emily observó que no había hombres trabajando en las murallas y que las reparaciones en la fortificación parecían haber sido terminadas. Mientras lo comprobaba cuidadosamente, oyó unos pasos a cierta distancia, y, al levantar los ojos, vio a varios hombres que espiaban bajo los muros del castillo, que evidentemente no eran obreros, sino que parecían concordar con los del grupo que acababa de marcharse. Se preguntó dónde se habría escondido Annette desde hacía tanto tiempo, que tal vez pudiera explicarle algo sobre los últimos acontecimientos, y, considerando que madame Montoni se debía haber levantado ya, fue a su vestidor, donde le comentó lo que había ocurrido. Madame Montoni no pudo o no quiso dar explicación alguna sobre ello. La reserva del signor con su esposa en este tema no era mayor que de costumbre. Sin embargo, para Emily todo tenía un aire de misterio que parecía indicar que había un peligro, si no alguna villanía, detrás de todo.

En ese momento llegó Annette, como de costumbre muy preocupada. A las preguntas de su señora sobre lo que había oído comentar a los criados, contestó:

—¡Ah, señora!, nadie sabe qué es lo que pasa, sólo Carlo. Me atrevería a decir que lo sabe con todo detalle, pero está tan cerrado como su amo. Algunos dicen que el signor quiere asustar al enemigo, como ellos lo llaman; pero, ¿dónde está el enemigo? Otros dicen, que van a tomar otro castillo; pero estoy segura de que éste tiene habitaciones suficientes y que no hace falta coger el de otros. Estoy segura de que preferiría que se llenara éste con más gente.

—Me temo que pronto verás cumplidos tus deseos —replicó madame Montoni.

—No, señora, de esos tipos de mal aspecto no interesa nada. Me refiero a jóvenes galantes, listos y alegres como Ludovico, que está siempre contándome historias tremendas que hacen reír. ¡Ayer mismo me contó una historia tan graciosa que ni ahora me puedo contener de reír! Me dijo...

—Podemos prescindir de esa historia —dijo su ama.

—¡Ah! —continuó Annette—, ¡es que ve mucho más claro que los demás! Él comprende lo que quiere decir el signor, sin saber una sola palabra del asunto.

—¿Qué quieres decir? —dijo madame Montoni.

—Me dijo, pero la verdad es que me hizo prometer que no lo diría, y no le desobedeceré por nada del mundo.

—¿Qué es lo que te hizo promete que no dirías? —preguntó su señora—, insisto en saberlo de inmediato. ¿Qué es lo que le prometiste no decir?

—¡Oh, señora! —exclamó Annette—, ¡no lo diría por nada del mundo!

—Insisto en que me lo digas ahora mismo —dijo madame Montoni.

Annette guardó silencio.

—El signor será informado de esto directamente —prosiguió madame Montoni—, él te obligará a decirlo.

—Ha sido Ludovico el que lo ha dicho —contestó Annette—, pero por piedad, madame, no se lo digáis al signor y lo sabréis todo.

Madame Montoni le aseguró que no lo diría.

—Veréis, madame, Ludovico dice que el signor, mi amo, está..., está..., que está, él así lo cree, y todos, como sabéis, madame, son libres de pensar lo que quieran, que el signor, mi amo, está..., está...

—¿Está qué? —dijo su ama con impaciencia.

—Que el signor, mi amo, va a ser..., un gran ladrón..., que va a robar por su cuenta; que va a ser (no estoy segura de comprender lo que quiere decir) va a ser..., capitán de ladrones.

—¿Te has vuelto loca, Annette? —dijo madame Montoni—. ¿O se trata de un truco para engañarme? Dime ahora mismo lo que te ha dicho Ludovico, sin equivocaciones; ahora mismo.

—¡Oh, madame! —exclamó Annette—, si esto es todo lo que voy a conseguir por decir el secreto...

Madame Montoni continuó insistiendo y Annette protestando, hasta que el propio Montoni apareció haciendo una señal a esta última para que saliera de la habitación, lo que hizo temblando por las posibles consecuencias de su historia. Emily también quiso retirarse, pero su tía la detuvo pidiéndole que se quedara; y Montoni, que ya la había hecho testigo tantas veces de sus discusiones, no tuvo escrúpulo alguno en ello.

—Insisto en saber ahora mismo, signor, qué significa todo esto —dijo su mujer—, ¿quiénes son esos hombres armados, que según me han dicho acaban de marcharse?

Montoni le contestó únicamente con una mirada de reproche; y Emily le susurró algo bajito a su tía.

—No me importa —dijo madame Montoni—, lo sabré, y también para qué ha sido fortificado el castillo.

—Vamos, vamos —dijo Montoni—, he venido por otros motivos. No se puede seguir jugando conmigo. Necesito inmediata solución para lo que pido, esas propiedades me deben ser cedidas sin más demora, o encontraré el camino...

—Nunca renunciaré a ellas —interrumpió madame Montoni—, nunca servirán para tus propósitos. ¿Y cuáles son? Lo sabré. ¿Esperas que el castillo sea atacado? ¿Esperas a tus enemigos? ¿Tendré que quedarme aquí para ser asesinada en un asedio?

—Firma los escritos —dijo Montooi—, y sabrás más.

—¿Quién es el enemigo que va a venir? —continuó su mujer—. ¿Te has puesto al servicio del Estado? ¿Voy a estar encerrada para morir?

—Eso es posible que suceda —dijo Montoni—, a menos que cedas a mi petición; porque, si insistes, no saldrás del castillo hasta entonces.

Madame Montoni estalló en una fuerte lamentación, que contuvo de inmediato, considerando que las afirmaciones de su marido podían ser únicamente trucos que empleaba para lograr que consintiera. Tras esta sospecha, le dijo también que sus propósitos no eran tan honorables como los de servir al Estado, y que estaba convencida de que había comenzado como capitán de bandidos, para unirse a los enemigos de Venecia, y asolar y devastar el territorio.

Montoni se quedó mirándola durante un momento con los ojos fijos, mientras Emily temblaba, y su esposa, por primera vez, pensó que había dicho demasiado.

—Serás trasladada esta noche —dijo Montoni— al torreón del este. Tal vez allí comprendas el peligro de ofender a un hombre que tiene poderes ilimitados sobre ti.

Emily se echó a sus pies, y, con lágrimas de terror, intercedió por su tía, que sentada, temblando de miedo y de indignación, estaba en un momento dispuesta a seguir con sus acusaciones y al siguiente inclinada a unirse a las súplicas de Emily. Montoni no tardó en interrumpir los comentarios con un juramento, y al desprenderse de Emily, dejando la capa en sus manos, ella cayó al suelo, con tal fuerza, que se dio un tremendo golpe en la frente. Pero él abandonó la habitación sin intentar ayudarla a levantarse, y reaccionó al oír un profundo gemido de madame Montoni, que continuó sin embargo sentada en su silla y que no había perdido el conocimiento. Emily corrió a ayudarla, y vio que tenía la mirada perdida y se revolvía en convulsiones.

Le habló sin recibir respuesta y trajo agua. Cogiéndola de la cabeza se la ofreció en los labios, pero sus convulsiones aumentaron de tal modo que Emily se vio obligada a pedir ayuda. En su camino por el vestíbulo, en busca de Annette, se encontró con Montoni, al que informó de lo que había sucedido y le suplicó que regresara para ayudar a su tía; pero él se alejó silenciosamente, con una mirada de indiferencia, y salió a las murallas. Por fin encontró a Carlo y a Annette, y corrieron hacia el vestidor, donde encontraron a madame Montoni caída en el suelo con fuertes convulsiones. La levantaron y entre los tres la llevaron a la habitación contigua, dejándola en la cama. Por la fuerza de su agitación, necesitaron de toda su energía para contenerla. Annette temblaba y sollozaba, y Cario la miraba silencioso y piadosamente, mientras con sus débiles manos restregaba las de su ama, hasta que, volviendo la mirada hacia Emily, exclamó:

—¡Dios mío!, signora, ¿qué es lo que sucede?

Emily le miró con calma y vio que sus ojos se fijaban en los de ella; y Annette, que también se volvió para mirarla, dio un grito; la cara de Emily estaba llena de sangre, que continuaba cayendo desde la frente, pero su atención había estado tan concentrada en la escena que ni siquiera había sentido el dolor de la herida. Se llevó un pañuelo a la cara y, sin preocuparse por ella, continuó vigilando a madame Montoni, cuyas convulsiones iban cediendo hasta cesar, dejándola en una especie de atontamiento.

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