Los misterios de Udolfo (49 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—¿Voy a ser insultado en mi propia mesa y por mis propios amigos? —dijo Montoni con el rostro pálido de ira—. ¿Por qué repetirme las palabras de ese enloquecido? —Verezzi, que había esperado que la indignación de Montoni se volviera contra Morano y que le contestara dándole las gracias, miró con asombro a Cavigni, que disfrutó con su confusión—. ¿Podéis ser tan débil como para dar crédito a las afirmaciones de ese loco? —continuó Montoni—, ¿o lo que es lo mismo, de un hombre poseído por el espíritu de la venganza? Pero ha logrado sus propósitos; habéis creído lo que ha dicho.

—Signor —dijo Verezzi—, creemos sólo lo que sabemos.

—¡Cómo! —interrumpió Montoni, consternado—. Presentadme vuestras pruebas.

—Creemos sólo lo que sabemos —repitió Verezzi—, y no sabemos nada de lo que afirmó Morano.

Montoni pareció rehacerse.

—Soy muy cuidadoso, amigos míos —dijo—, con mi honor; ningún hombre puede ponerlo en duda impunemente. No tuvisteis la intención de ponerlo en duda. Sus palabras no tienen valor suficiente para que las recordéis, o para mi resentimiento. Verezzi, ésta es vuestra primera proeza.

—Éxito en tu primera proeza —repitieron todos en eco.

—Noble signor —replicó Verezzi, contento de haber escapado de las iras de Montoni—, con mi buena voluntad, construiréis vuestras murallas de oro.

—Pasad la jarra —exclamó Montoni.

—Brindaremos por la signora St. Aubert —dijo Cavigni.

—Permitidme que bebamos primero por la dueña del castillo —dijo Bertolini.

Montoni guardó silencio.

—¡Por la señora del castillo! —dijeron sus invitados.

Montoni inclinó la cabeza.

—Me sorprende, signor —dijo Bertolini—, que halláis tenido este castillo abandonado tanto tiempo; es un edificio noble.

—Es conveniente para nuestro propósitos —replicó Montoni—, y es un edificio noble. Parece que no conocéis por qué infortunio pasó a mis manos.

—Un afortunado infortunio, se podría decir, signor —replicó Bertolini, sonriendo—. ¡Me gustaría que uno tan afortunado cayera sobre mí!

Montoni le miró con un gesto severo.

—Si escucháis lo que voy a decir —continuó—, conoceréis la historia.

Los rostros de Bertolini y Verezzi expresaron algo más que curiosidad; Cavigni, que parecía no sentir interés alguno, es posible que ya hubiera oído la narración.

—Hace unos veinte años —dijo Montoni— que el castillo pasó a ser de mi propiedad; lo heredé por línea femenina. La dama, mi predecesora, sólo era un pariente lejano. Soy el último de su familia. Era hermosa y rica. La solicité, pero su corazón pertenecía a otro y fui rechazado. Es probable, sin embargo, que ella a su vez fuera rechazada por la persona, quienquiera que fuera, por la que se inclinaba, ya que una profunda e imborrable melancolía se apoderó de ella; y tengo razones para creer que fue ella misma la que puso fin a su vida. No estaba en el castillo cuando ocurrió, pero como el asunto se vio rodeado de circunstancias singulares y misteriosas, las contaré.

—¡Contadlas! —dijo una voz.

Montoni guardó silencio; los invitados se miraron entre ellos, para saber quién había hablado, pero se dieron cuenta de que todos se hacían la misma pregunta. Montoni, finalmente, se rehízo.

—Nos están escuchando —dijo—; acabaremos este tema en otro momento. Pasadme la jarra.

Los caballeros echaron miradas por la amplia cámara.

—No estamos aquí más que nosotros —dijo Verezzi—, por favor, continuad.

—¿Habéis oído algo? —dijo Montoni.

—Así es —dijo Bertolini.

—Puede ser sólo cuestión de imaginación —dijo Verezzi mirando a su alrededor—. Estamos solos, y me ha parecido que el sonido procedía de dentro de la habitación. Por favor, signor, continuad.

Montoni hizo una pausa y después continuó bajando la voz, mientras los caballeros se acercaban a él para escuchar.

—Debéis saber, signors, que la señora Laurentini había mostrado durante meses síntomas de desequilibrio mental, de una imaginación alterada. Su conducta era irregular; a veces estaba hundida en calma melancólica, y, otras, según me han dicho, mostraba todos los síntomas de locura furiosa. Fue una noche del mes de octubre, tras haberse recuperado de uno de esos ataques de excesos, cuando cayó de nuevo en su melancolía habitual, retirándose sola a su cámara y prohibiendo ser interrumpida. Era la habitación al final del corredor, donde tuvimos la lucha la pasada noche. Desde aquella hora, no se la ha vuelto a ver.

—¿Cómo? ¿No se la ha vuelto a ver? —dijo Bertolini—, ¿no se encontró su cuerpo en la cámara?

—¿Nunca se han encontrado sus restos? —exclamaron los demás al mismo tiempo.

—¡Nunca! —replicó Montoni.

—¿Qué razones pudo haber para suponer que se había destruido a sí misma? —dijo Bertolini.

—Así es, ¿qué razones? —dijo Verezzi—. ¿Qué pasó para que sus restos no hayan sido encontrados? Aunque se matara, no pudo enterrarse a sí misma.

Montoni miró indignado a Verezzi, que empezó a presentar excusas.

—Perdonadme, signor —dijo—, no consideré que la señora era pariente vuestra cuando hablé de ella tan a la ligera.

Montoni aceptó las excusas.

—Pero el signor debe informamos de las razones que le llevaron a creer que la señora se había suicidado.

—Lo explicaré más tarde —dijo Montoni—; por el momento, permitidme que relate una circunstancia más extraordinaria. No volveré a comentar este asunto, signors. Escuchen, por ello, lo que voy a decir.

—¡Escuchen! —dijo una voz.

Se produjo un nuevo silencio, y el rostro de Montoni se alteró.

—Esto no ha sido una ilusión de nuestra fantasía —dijo Cavigni finalmente, rompiendo el profundo silencio.

—No —dijo Bertolini—, ahora lo he oído yo mismo. Sin embargo, no hay nadie en la habitación fuera de nosotros.

—Esto es muy extraordinario —dijo Montoni, poniéndose en pie—. No puede ser tolerado; hay algún engaño, algún truco. Averiguaré de qué se trata.

Todos se levantaron de sus asientos con gran confusión.

—¡Es muy raro! —dijo Bertolini—, porque no hay ningún extraño en la habitación. Si se trata de un engaño, signor, haréis bien en castigar al autor severamente.

—¡Un truco! ¿Qué otra cosa puede ser? —dijo Cavigni, simulando reír.

Llamaron a los criados y la habitación fue registrada, pero no encontraron a nadie. La sorpresa y la consternación de todos aumentó. Montoni estaba descompuesto.

—Saldremos de esta habitación —dijo—, y dejaremos también el tema de nuestra conversación; es demasiado solemne.

Sus invitados estaban igualmente dispuestos a salir del salón, pero el tema había despertado su curiosidad y trataron de convencer a Montoni para retirarse a otra cámara y que acabara. No obstante, no lo consiguieron. Pese a sus esfuerzos por aparentar calma, estaba visible y altamente desconcertado.

—¿Cómo es eso, signor?, vos no sois supersticioso —exclamó Verezzi—; vos, ¡que os habéis reído con tanta frecuencia de la credulidad de los demás!

—No soy supersticioso —replicó Montoni, mirándole con profundo desagrado—, aunque sé cómo responder a las frases comunes que se usan frecuentemente contra la superstición. Me ocuparé con más detalle de este asunto.

Salió del salón; y sus invitados, separándose para pasar la noche, se retiraron a sus habitaciones.

Capítulo VIII
Lleva la rosa de la juventud en sus mejillas.

SHAKESPEARE

V
olvemos ahora a Valancourt, que, como se recordará, permaneció en Toulouse algún tiempo tras la marcha de Emily, inquieto y desesperado. Cada día que se aproximaba pensaba que sería llevado de allí; sin embargo, pasaban los días y siguió recorriendo los escenarios de su felicidad anterior. No era capaz de abandonar el lugar en el que se había acostumbrado a conversar con Emily, o las cosas que habían visto juntos, que le traían a su memoria el recuerdo de su afecto, tanto como una especie de seguridad en su fidelidad; y, más cerca del dolor de su adiós, con las escenas de su marcha que tan poderosamente se fijaban en su imaginación. En ocasiones había sobornado a un criado, que había quedado al cuidado del castillo de madame Montoni, para que le permitiera visitar los jardines y allí había podido pasear, como ellos lo hicieron juntos, conmovido ahora por una melancolía no del todo desagradable. La terraza, y el pabellón al final de ésta, donde se había despedido de Emily en la víspera de su marcha de Toulouse, eran sus escenarios favoritos. Allí, mientras paseaba o se apoyaba en la ventana del edificio, trataba de recordar todo lo que Emily le había dicho aquella noche, recuperar el tono de su voz, que vibraba débilmente en su memoria, y recordar la exacta expresión de su rostro, que a veces acudía de pronto a su fantasía, como una visión; aquel hermoso rostro, que despertaba, como por una magia instantánea, toda la ternura de su corazón, y parecía decirle con elocuencia irresistible, ¡que la había perdido para siempre! En esos momentos, sus pasos rápidos habrían descubierto a cualquier espectador la desesperación de su corazón. El carácter de Montoni, tal como lo suponía por varias insinuaciones y como se lo presentaban sus temores, le llevaban a considerar todos los peligros que parecían amenazar a Emily y a su amor. Se culpaba a sí mismo por no haberla presionado más, mientras estuvo en sus manos, para detenerla, y que sintiera una duda absurda y criminal, como él la calificaba, antes de exponer los razonables argumentos que él había opuesto a aquel viaje. Cualquier mal que pudiera derivarse de su matrimonio le parecía tan inferior a los que ahora amenazaban a su amor, e incluso a los sufrimientos que su ausencia ocasionaba, que se asombraba de que hubiera podido cesar en su solicitud hasta haberla convencido de lo apropiado de la misma; y con seguridad que la habría seguido a Italia si hubiera podido faltar a su regimiento durante un viaje tan largo. Su regimiento no tardó en recordarle que tenía otros deberes que atender que no eran los del amor.

Poco después de su llegada a la casa de su hermano fue llamado para unirse a los oficiales y acompañó a un batallón hasta París, donde se le abrió un escenario de novedades y alegrías de las que hasta entonces sólo tenía una ligera idea. Pero la alegría le disgustó y la compañía fatigó su mente enferma. Se convirtió en un compañero incómodo, apartándose de todos a la menor oportunidad para pensar en Emily. No obstante, el ambiente que le rodeaba y la compañía con la que se veía obligado a mezclarse distrajeron su atención, aunque no llegaron a llenar su fantasía, y así gradualmente debilitaron el hábito de ceder a las lamentaciones, hasta que le pareció un deber para su amor hacerlo. Entre sus compañeros oficiales había muchos que añadían al carácter alegre de los soldados franceses algunas de esas cualidades fascinadoras que demasiado frecuentemente cubren la locura con un velo e incluí suavizan las realidades del vicio con sonrisas. Para aquellos hombres, el comportamiento reservado y pensativo de Valancourt era una especie de tácita censura, que aceptaban cuando estaba presente y se volvía contra él cuando se ausentaba. Se glorificaban en la idea de reducirle a su propio nivel y, considerándolo como una obligación, decidieron acabar por lograrlo.

Valancourt era ajeno al gradual proceso de intriga, contra el que no pudo ponerse en guardia. No estaba acostumbrado a aceptar el ridículo y no podía soportar su marca; se resintió de ello, recibiendo únicamente una carcajada más fuerte. Para escapar de tales situaciones se refugió en la soledad, en la que se encontraba con la imagen de Emily y recibía los desconsuelos del amor y la desesperación. Pensó entonces en renovar sus estudios, que habían sido el encanto de sus primeros años; pero su mente había perdido la tranquilidad que es necesaria para su disfrute. Para olvidarse de la inquietud que le traía siempre el pensar en ella, dejaba su soledad y se mezclaba de nuevo en los grupos, contento de un consuelo temporal y tratando de buscar distracciones momentáneas.

Así pasaron semanas tras semanas, en las que el tiempo fue suavizando gradualmente sus pesares, y el hábito fortaleciendo sus deseos de diversión, hasta que el ambiente que le rodeaba pareció cambiar su carácter, y Valancourt cayó entre ellos desde las nubes.

Su figura y sus maneras le hicieron visitante bien recibido en cualquiera de los lugares en los que fue presentado, y no tardó en frecuentar los círculos más alegres y escogidos de París. Entre ellos estaban las reuniones con la condesa Lacleur, una mujer de gran belleza y maneras cautivadoras. Había pasado la primavera de la juventud, pero su vitalidad prolongó el triunfo de su reinado y mutuamente coincidieron en la fama del otro; los que estaban conmovidos por su belleza hablaban con entusiasmo de su talento; y otros, que admiraban su juguetona imaginación, declaraban que sus gracias personales no tenían rival. Pero su imaginación era eso, simplemente juguetona, y su vitalidad, si así puede llamarse, era brillante más que justa; deslumbraba, y su engaño escapaba a la observación de un momento, porque el acento con el que hablaba y su sonrisa eran como un hechizo sobre el juicio de sus oyentes. Sus
petits soupers
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eran las más deliciosas de todas en París y frecuentadas por literatos de segunda clase. Le gustaba la música, ella misma era una cuidadosa intérprete, y ofrecía con frecuencia conciertos en su casa. Valancourt, que amaba apasionadamente la música y que asistía a veces a estos conciertos, admiraba sus interpretaciones, pero recordaba con un suspiro la elocuente simplicidad de las canciones de Emily y la natural expresión de sus maneras, que no esperaban ser aprobadas por un juicio, sino encontrar su camino en el corazón.

Madame
La Contesse
promovía el juego en su casa, que simulaba restringir pero animaba secretamente; y era bien sabido entre sus amigos que el esplendor de su casa estaba apoyado fundamentalmente en los beneficios de sus mesas. Pero, ¡sus
petits soupers
eran lo más encantadoras que se puede imaginar! Ofrecían todas las delicadezas de las cuatro esquinas del mundo, toda la alegría y la ligereza del genio, toda la gracia de la conversación, las sonrisas de la belleza y el encanto de la música; y Valancourt pasaba sus mejores momentos, así como las horas más peligrosas, en aquellas fiestas.

Su hermano, que había quedado con su familia en Gascuña, se había limitado a darle cartas de introducción para sus parientes, residentes en París, que aún no conocía. Todas eran personas de distinción, y como ni su persona ni el comportamiento de Valancourt suponían un desprestigio, le recibieron con toda amabilidad dentro de los límites de una prosperidad ininterrumpida y endurecida por ello; pero sus atenciones no rebasaron los actos a una amistad real, ya que estaban demasiado ocupados en sus propios asuntos para sentir interés alguno por los de los demás. Así, se vio instalado en medio de París, con el orgullo de la juventud, con un temperamento abierto y confiado y afectos ardientes, sin un amigo que le avisara de los peligros a los que estaba expuesto. Emily, quien, de haber estado presente, le habría salvado de aquellos males despertando su corazón y comprometiéndole en ocupaciones valiosas, sólo servía para incrementar sus peligros, los de olvidar el dolor que el recordarla le ocasionaba y que le llevó a buscar primero la distracción hasta que se convirtió en un hábito y en el objeto de sus intereses abstractos.

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