Los misterios de Udolfo (45 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Era una indicación innecesaria porque Emily estaba segura de que sus llamadas no servirían de nada, y el terror había desordenado de tal modo sus pensamientos que no sabía cómo conmover a Morano, y se quedó sentada en la silla, muda y temblorosa, hasta que él avanzó para obligarla a levantarse. Emily se puso en pie y con un gesto de asco en el rostro, y con serenidad forzada dijo:

—¡Conde Morano! Estoy en vuestras manos; pero advertiréis que ése no es el comportamiento del que desea ganar la estima que parecéis tan deseoso de obtener, y de que os estáis decidiendo por un camino lleno de remordimientos, en las desgracias de una huérfana sin amigos, que no podrá abandonaros. ¿Creéis que vuestro corazón está tan endurecido que podréis ver sin emocionaros los sufrimientos a los que me condenaríais?

Emily se vio interrumpida por los gruñidos del perro, que se acercó de nuevo desde la cama. Morano miró hacia la puerta de la escalera, y al no ver a nadie gritó:

—¡Cesáreo!

—Emily —dijo el conde—, ¿por qué me obligáis a adoptar este comportamiento? ¡Con cuánto más placer os persuadiría que obligaros a ser mi esposa! Pero, ¡por el cielo!, no os dejaré para que seáis vendida por Montoni. Un pensamiento que cruza mi mente y me hace enloquecer. No sé cómo explicarlo. Es descabellado, no puede ser... tembláis... ¡os ponéis pálida! ¡Eso es... vos... vos... amáis a Montoni! —exclamó Morano, agarrando a Emily por la muñeca y dando una patada en el suelo.

Un gesto involuntario de sorpresa cubrió el rostro de Emily.

—Si verdaderamente lo pensáis —dijo—, seguid pensándolo.

—Esa mirada, esas palabras lo confirman —exclamó Morano furioso—. No, no, no, Montoni tiene a la vista un premio mejor que el oro. ¡Pero no triunfará sobre mí! En este mismo instante...

Fue interrumpido por los fuertes ladridos del perro.

—Un momento, conde Morano —dijo Emily aterrorizada por sus palabras y por la furia que expresaban sus ojos—, os sacaré de vuestro error. El signor Montoni no es vuestro rival; aunque, si compruebo que cualquier otro medio de salvarme es vano, intentaría que mi voz atrajera a sus criados a mi socorro.

—No es momento para depender de vuestra afirmación —replicó Morano—. ¿Cómo puedo dudar, ni siquiera por un instante, que pueda veros y no amaros? Pero mi primera ocupación será sacaros del castillo. ¡Cesáreo! ¡Cesáreo!

Por la puerta de la escalera apareció un hombre y se oyeron pasos de otro que subía. Emily lanzó un grito, mientras Morano la llevaba por la habitación, y en ese momento oyó un ruido en la puerta que comunicaba con el corredor. El conde se detuvo un instante, como si su pensamiento se viera suspendido entre el amor y el deseo de venganza. La puerta cedió, y Montoni, seguido por el viejo criado y otras personas, irrumpió en la habitación.

—¡Defendeos! —gritó Montoni al conde, quien no se detuvo, y, entregando a Emily a los hombres que habían aparecido por la escalera, se volvió lleno de furia.

—¡Está en tu corazón, villano! —dijo arremetiendo con la espada contra Montoni, que paró el golpe, y le lanzó otro, mientras algunas de las personas que le acompañaban se acercaron a separar a los combatientes y otros a rescatar a Emily de las manos de los criados de Morano.

—¿Qué comportamiento es ése, conde Morano —dijo Montoni en tono frío y sarcástico—, cuando os he recibido bajo mi techo y os he permitido, a pesar de ser mi enemigo, quedaros en él durante la noche? ¿Es así como correspondéis a mi hospitalidad, con la traición a un amigo y el rapto de mi sobrina?

—¿Quién habla de traición? —dijo Morano en tono lleno de vehemencia—. Alguien que pone rostro de inocencia. Montoni, sois un villano. Si hay alguna traición en este asunto, vos sois el autor. Yo el que he recibido las injurias casi más allá de lo soportable. Pero, ¿por qué pierdo el tiempo en palabras? ¡Venid, cobarde, y recibiréis la justicia de mis manos!

—¡Cobarde! —gritó Montoni, desprendiéndose de los que le sujetaban y corriendo hacia el conde. Ambos retrocedieron hacia el corredor, donde la lucha continuó con tal desesperación que ninguno de los espectadores se atrevió a arrimarse a ellos, mientras Montoni juraba que el primero que interfiriera caería bajo su espada.

Los celos y el deseo de venganza movían con toda su furia a Morano, mientras el superior dominio y la templanza de Montoni le permitieron herir a su adversario, a quien sus criados trataban de detener, y, sin preocuparse de la herida continuó luchando. Parecía insensible tanto al dolor como a la pérdida de sangre, y vivo únicamente por la energía de sus pasiones. Montoni, por el contrario, perseveraba en el combate con una fiereza que superaba su valor. Recibió la punta de la espada de Morano en un brazo, pero, casi al mismo momento, le hirió gravemente, desarmándole. El conde cayó hacia atrás, en los brazos de su criado, mientras Montoni le señalaba con la espada y le hizo que rogara por su vida. Morano, hundido en la angustia de las heridas, replicó con un gesto y con pocas palabras, débilmente articuladas que no lo haría, y en ese momento perdió el conocimiento. Montoni avanzó para clavarle la espada en el pecho, según yacía sin sentido, pero Cavigni detuvo su brazo. Cedió sin muchas dificultades a la interrupción, pero su piel pareció cambiar de color, oscureciéndose, según contemplaba a su adversario caído en el suelo, y ordenó que fuera sacado inmediatamente del castillo.

Mientras tanto, Emily, a la que no habían dejado salir de la habitación durante el enfrentamiento, salió al corredor y suplicó con los sentimientos comunes de humanidad para que Montoni accediera a que Morano fuera atendido en el castillo como lo requería su situación. Pero Montoni, que rara vez había escuchado las consideraciones de piedad, parecía deseoso de venganza y, con crueldad monstruosa, ordenó de nuevo que su vencido enemigo fuera sacado del castillo, lo que significaba que no tendría más protección para la noche que el bosque o alguna cabaña solitaria vecina.

Los criados del conde manifestaron que no le moverían hasta que reviviera. Montoni se mantuvo quieto y Emily, sobreponiéndose a las amenazas de Montoni, le ofreció agua a Morano y dio instrucciones para que fuera vendada su herida. Finalmente, Montoni, que sintió el dolor en la herida que había recibido, se retiró para examinarla.

Mientras tanto, el conde, que se había recuperado lentamente, al abrir los ojos, lo primero que vio fue a Emily inclinada sobre él con el rostro expresando claramente su preocupación. La contempló con una mirada de angustia.

—Me lo he merecido —dijo—, pero no de Montoni. Es de vos, Emily, de la que merezco un castigo. Sin embargo, ¡sólo recibo vuestra piedad! —Hizo una pausa, ya que le costaba trabajo hablar. Tras un momento continuó—: Tengo que renunciar a vos, pero no a Montoni. Perdonadme todos los sufrimientos que os he ocasionado. Pero por lo que se refiere a ese villano, su infamia no quedará sin castigo. Sacadme de aquí —dijo a sus criados—, no estoy en condiciones de viajar; en consecuencia, debéis llevarme a la cabaña más próxima, pues no pasaré la noche bajo este techo, aunque expire mientras salgo.

Cesáreo propuso salir y preguntar si había alguna cabaña en la que pudieran recibir a su amo antes de intentar moverlo, pero Morano estaba impaciente por marcharse; la angustia de su mente parecía incluso mayor que la que le proporcionaba su herida, y rechazó con desdén la oferta de Cavigni de convencer a Montoni de que debía pasar la noche en el castillo. Cesáreo se dispuso a avisar para que el carruaje se acercara a la gran puerta, pero el conde se lo prohibió.

—No podría soportar el movimiento de la carroza —dijo—, llama a otros para que te ayuden a llevarme en brazos.

Morano acabó sometiéndose a las razones y consintió en que Cesáreo saliera primero para buscar algún lugar en el que pudieran acomodarle. Emily, al ver que había recobrado el sentido, estaba a punto de retirarse del corredor, cuando recibió un mensaje de Montoni ordenándole que lo hiciera y también que el conde, si aún no lo había hecho, abandonara inmediatamente el castillo. La indignación brilló en los ojos de Morano y enrojeció sus mejillas.

—Decidle a Montoni —dijo— que me marcharé cuando lo crea conveniente; que saldré del castillo, que se atreve a llamar suyo, como lo haría del nido de una serpiente, y que ésta no será la última vez que tenga noticias mías. Decidle que no dejaré que tenga otro asesinato en su conciencia, si puedo evitarlo.

—¡Conde Morano! ¿Sabéis lo que decís? —dijo Cavigni.

—Sí, signor, sé muy bien lo que digo y él comprenderá muy bien lo que significa. Su conciencia le ayudará a comprenderlo en esta ocasión.

—Conde Morano —dijo Verezzi, que hasta entonces le había estado observando en silencio—, si os atrevéis a insultar de nuevo a mi amigo os atravesaré con esta espada.

—¡Sería una acción propia del amigo de un villano! —dijo Morano, mientras el enorme impulso de su indignación le permitió levantarse solo de los brazos de sus criados; pero la energía era momentánea, y cayó exhausto por el esfuerzo. Los hombres de Montoni, mientras tanto, contuvieron a, Verezzi, que parecía inclinado, incluso en aquel momento, a cumplir su amenaza; y Cavigni, que no era tan depravado para compartir la maldad cobarde de Verezzi, trató de llevárselo del corredor. Emily, cuyos sentimientos de compasión la habían detenido hasta entonces, se marchaba con un nuevo terror, cuando las súplicas de Morano la detuvieron, y le pidió que se acercara con gesto débil. Avanzó con pasos tímidos, pero el rostro pálido de Morano despertó de nuevo su compasión y la llenó de temores.

—Me voy de aquí para siempre —dijo—, tal vez no os volveré a ver nunca. Me llevo vuestro perdón, Emily, nada más, también mis mejores deseos.

—Contáis con mi perdón —dijo Emily— y también con mis sinceros deseos de que os recuperéis.

—¿Sólo porque me recupere? —dijo Morano, suspirando.

—Por vuestro bienestar en general —añadió Emily.

—Tal vez deba conformarme con eso —continuó—, realmente no me merezco más. Pero me atrevería a pediros, Emily, que penséis en mí alguna vez, y, olvidando mi ofensa, recordéis únicamente la pasión que la ha ocasionado. Os pediría imposibles: ¡os pediría que me amarais! En este momento, cuando estoy a punto de separarme de vos, quizá para siempre, casi no soy yo mismo. Emily, ¡que nunca conozcáis la tortura de una pasión como la mía! ¿Qué es lo que digo? ¡Oh, que seáis sensible a tal pasión!

Emily le miró impaciente por irse.

—Os lo suplico, conde, preocuparos de vuestra propia seguridad —dijo—. No debéis seguir aquí por más tiempo. Tiemblo por las consecuencias de la pasión del signor Verezzi y por el rencor de Montoni, si sabe que seguís aquí.

El rostro de Morano se cubrió con una pasión momentánea y le brillaron los ojos, pero pareció dominarse y replicó con voz calmada:

—Ya que os preocupa mi seguridad, lo tendré en cuenta y me marcharé. Pero, antes de irme, hacedme oír de nuevo que me deseáis lo mejor —dijo fijando en ella una mirada de tristeza.

Emily repitió sus comentarios anteriores. Morano cogió su mano, que ella no intentó retirar, y puso en ella sus labios.

—Adiós, conde Morano —dijo Emily; y se volvió para marcharse, cuando llegó un segundo mensaje de Montoni y de nuevo suplicó a Morano que si valoraba su vida saliera de inmediato del castillo. La miró en silencio con un gesto desesperado. Pero

Emily ya no tenía tiempo para compasiones y al no atreverse a desobedecer una segunda orden de Montoni, abandonó el corredor.

Montoni estaba en el salón junto al gran vestíbulo, echado en un sofá, sufriendo los dolores de la herida que pocos habían advertido. Tenía un gesto sombrío, pero en calma, que expresaba las oscuras pasiones de la venganza, pero no síntomas de dolor, dolor corporal, que siempre había despreciado y vencido con la fortaleza y las tremendas energías de su alma. Le atendían el viejo Carlo y el signor Bertolini, pero madame Montoni no estaba con él.

Emily tembló al acercarse y recibir su mirada llena de reproches por no haber acudido a su primera llamada; y percibió también que atribuía su estancia en el corredor a un motivo que no había pasado por su mente inocente.

—Estamos otra vez ante un capricho femenino —dijo—. El conde Morano, cuya solicitud has rechazado obstinadamente mientras estuvo apoyada por mí, parece recibir ahora tu favor, cuando yo he desistido.

Emily le miró llena de asombro.

—No lo comprendo —dijo—. Estoy segura de que vuestras palabras no implican que la decisión del conde de visitar la cámara doble haya contado con mi aprobación.

—A eso no tengo nada que decir —dijo Montoni—, pero parece que se trataba de un interés superior al común el que te hizo apoyar tan calurosamente su causa y que te ha detenido tanto tiempo, desobedeciendo mi orden expresa, en presencia de un hombre que has evitado hasta ahora en todas las ocasiones del modo más escrupuloso.

—Me temo, señor, que se trataba de algo más que del interés común lo que me ha detenido —dijo Emily calmosamente—, porque últimamente me inclino a pensar que la compasión no tiene nada de común. Pero ¿cómo podría y cómo podríais vos, señor, ser testigo de las deplorables condiciones del conde Morano, sin desear consolarle?

—Añades hipocresía al capricho —dijo Montoni, frunciendo el ceño—, y un intento de sátira a ambos; pero, antes de que te ocupes de regular la moral de otras personas, debes aprender a practicar las virtudes, que son indispensables en una mujer: la sinceridad, la uniformidad en la conducta y la obediencia.

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