Los misterios de Udolfo (48 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—Vuestra situación tal vez no sea tan desesperada, querida señora —dijo Emily—, como imagináis. El signor puede que presente su situación peor de lo que en realidad es, con el propósito de presionaros con más fuerza en la necesidad de hacerse dueño de vuestras posesiones. Además, mientras las conservéis, podéis tenerlas como un refugio que os proporcionará una tranquilidad si en el futuro la conducta del signor os empujara a plantear una separación.

Madame Montoni la interrumpió con impaciencia.

—Eres cruel y no tienes sentimientos —dijo—, y tratas de persuadirme de que no tengo razones para quejarme, de que el signor está en una situación floreciente, que mi futuro sólo me promete felicidad y que mis pesares son tan fantasiosos y románticos como los tuyos. ¿Es ése el modo de consolarme, el tratar de conseguir que no tenga sentimientos porque tú no los tienes? Pensé que abría mi corazón a una persona que podía comprenderme en mi desgracia, pero descubro que vosotros, la gente de sensibilidad, no sentís nada por nadie como no sea por vosotros mismos. Puedes retirarte a tu habitación.

Emily, sin replicar, abandonó la habitación de inmediato, con una mezcla emotiva de piedad y disgusto, y corrió a la suya, donde se sumió en las tristes reflexiones que había provocado el conocimiento de la situación de su tía. De nuevo le vino a la mente la conversación en Francia del italiano con Valancourt. Sus sospechas referidas a la mala situación de la fortuna de Montoni quedaban ahora plenamente justificadas; las que se referían a su carácter no lo estaban menos, aunque las circunstancias concretas, conectadas con su fama, a las cuales había aludido el desconocido, quedaban aún sin explicación. Reuniendo sus propias observaciones y las palabras del conde Morano, se había convencido de que la situación de Montoni no era como se le había presentado al principio, los datos que acababa de conocer por su tía en este aspecto la conmovieron con toda la fuerza del asombro, en lo que abundaba el considerar el estilo de vida de Montoni, el número de criados que mantenía y los nuevos gastos en los que se estaba metiendo al reparar y fortificar el castillo. Su ansiedad por su tía y por ella misma se vio aumentada con estas reflexiones. Algunas de las afirmaciones de Morano, que en la noche anterior había creído expuestas por su propio interés o por el resentimiento, adquirían en su mente la fuerza de la verdad. No podía dudar de que Montoni había estado anteriormente de acuerdo con el conde en concedérsela por un premio pecuniario; su carácter y sus dificultades justificaban la creencia y parecían confirmar también la afirmación de Morano de que dispondría de ella, con más ventajas para él, frente a un solicitante más rico.

Entre los reproches que Morano había lanzado contra Montoni —había dicho que no abandonaría el castillo
que se atrevía a llamar suyo,
no estaba dispuesto a echar
otro
asesinato sobre su conciencia—, sospechas que podían no tener otro origen que la pasión del momento, pero que Emily se inclinaba a considerar más seriamente, y tembló al pensar que estaba en manos de un hombre al que posiblemente podrían aplicársele. Finalmente, considerando que sus reflexiones no la librarían de su triste situación ni le permitirían soportarla con mayor fortaleza, trató de distraerse y cogió un libro de su pequeña biblioteca, un volumen de su favorito Ariosto; pero la riqueza de imaginación y de invención no lograron atraer su mente; su encanto no llegó a su corazón y sobre él quedaron sus fantasías dormidas, sin despertarse.

Dejó el libro y cogió el laúd, ya que rara vez había dejado de ceder sus sufrimientos ante los dulces sonidos; cuando lo conseguía, estaba oprimida por los pesares que proceden del exceso de ternura, pero hubo ocasiones en las que la música había acrecentado su pena a tal extremo que se hacía difícilmente soportable, y de no haber cesado habría perdido la razón. Momentos semejantes se habían presentado cuando velaba a su padre y oyó los cantos de medianoche que entraban por la ventana cerca del convento en Languedoc la noche siguiente a la de su muerte.

Continuó tocando hasta que Annette le trajo la cena, y Emily se sorprendió, preguntándole quién lo había ordenado.

—Mi señora, mademoiselle —replicó Annette—, el signor ordenó que la cena de ella fuera llevada a su habitación y entonces ella envió la vuestra. Han debido tener algunas diferencias, peor que nunca, me parece.

Emily, aparentando no advertir lo que decía, se sentó ante la pequeña mesa que extendió ante ella. Pero Annette no era fácil de callar. Mientras esperaba, habló de la llegada de los hombres, que Emily había visto desde las murallas, y manifestó sorpresa por su extraña apariencia, así como por sus maneras y del modo en que habían atendido las órdenes de Montoni.

—¿Están cenando con el signor? —preguntó Emily.

—No, mademoiselle, hace tiempo que acabaron en una de las habitaciones del lado norte del castillo, pero no sé a dónde fueron, porque el signor le dijo a Carlo que se ocupara de proporcionarles todo lo necesario. Han estado paseando por los alrededores del castillo y haciendo preguntas a los trabajadores que están en las murallas. Nunca había visto en mi vida hombres de aspecto tan extraño; me asusto cada vez que los veo.

Emily pregunto si había sabido algo del conde Morano y si tenía posibilidades de recuperarse; pero Annette sólo sabía que había sido trasladado a una cabaña del bosque y que todo el mundo comentaba que había muerto. El rostro de Emily descubrió su emoción interior.

—Querida señorita —dijo Annette—, ¡hay que ver cómo cambian las muchachas cuando están enamoradas! Yo creí que odiabais al conde, en otro caso no os habría dicho nada de eso; y por mi parte creo que tenéis razones suficientes para odiarle.

—Espero no odiar a nadie —replicó Emily, tratando de sonreír—, pero lo cierto es que no amo al conde Morano. Me afectaría oír que cualquier persona ha muerto por medios violentos.

—Sí, mademoiselle, pero ha sido por su culpa.

Emily miró con desagrado; y Annette, confundiendo la causa del mismo, empezó inmediatamente a justificar al conde a su manera.

—Lo cierto es que se comportó de modo poco gentil —dijo—, entrar así en la habitación de una dama, y después, cuando descubre que no es del agrado de ella, negarse a marchar. Luego, cuando el señor de la casa llega para decirle que no se mezcle en sus asuntos, se da la vuelta, saca su espada y jura que le sacará el alma del cuerpo. Efectivamente fue un comportamiento muy poco gentil, pero también hay que tener en cuenta que estaba causado por el amor y no sabía lo que hacía.

—Ya está bien —dijo Emily, que comenzó a sonreír ya sin esfuerzo.

Pero Annette volvió a mencionar el desacuerdo entre Montoni y su señora.

—No es nada nuevo —dijo—; ya oímos y vimos lo mismo en Venecia, aunque nunca os hablé de ello.

—Fue muy prudente de tu parte no mencionarlo entonces; sé también prudente ahora, el tema no es muy agradable.

—¡Ah, querida mademoiselle! ¡Sorprende que seáis tan considerada con algunas personas, que se ocupan tan poco de vos! No puedo soportar el veros tan engañada y debo decíroslo. Pero todo es en vuestro favor y no para traicionar a mi señora, aunque, a decir verdad, tengo pocas razones para quererla; pero...

—¿No estarás hablando así de mi tía, supongo? —dijo Emily en tono grave.

—Sí, señorita, pero si supierais tanto como yo no os enfadaríais de ese modo. He oído muchas, muchas veces, hablar al signor y a ella sobre vuestro matrimonio con el conde, y ella siempre le aconsejaba no rendirse ante vuestras locas pretensiones, como le gustaba llamarlas, sino ser decidido y obligaros a la obediencia, os gustara o no. Y estoy segura de que mi corazón lo ha sufrido mil veces y he pensado que, teniendo en cuenta lo infeliz que era ella misma, podría haber sentido algo por los demás y...

—Te agradezco tu piedad, Annette —dijo Emily, interrumpiéndola—, pero mi tía era infeliz entonces y eso quizás alteraba su temperamento. Estoy segura. Puedes retirarte, ya he terminado.

—¡Querida mademoiselle, no habéis comido nada! Intentadlo, tomad un poco más. ¡El temperamento verdaderamente alterado! No lo entiendo, su temperamento siempre está alterado, creo. Y en Toulouse también oí a mi señora referirse a vos y a monsieur Valancourt con madame Merveille y con madame Vaison, con gran frecuencia, de mala manera, según me pareció, hablándoles de los problemas que tenía para que os comportarais bien, y del cansancio y la desesperación que esto suponía para ella, y de que estaba convencida de que os habríais escapado, de no haberos vigilado atentamente, y que convinisteis que él acudiera a la casa por la noche, y...

—¡Dios mío! —exclamó Emily, sonrojándose profundamente—, ¡es posible que mi tía haya hablado así de mí!

—Así es, no digo nada más que la verdad, y no toda. Pero pensé para mí que podía haber encontrado algún tema mejor de conversación que el hablar de las faltas de su propia sobrina, incluso aunque las tuvierais, mademoiselle; pero no creí una sola palabra de lo que dijo. Mi señora no se preocupa de lo que dice contra los demás.

—Sucediera lo que sucediera, Annette —interrumpió Emily, recobrando su compostura—, no es asunto tuyo hablarme de las faltas de mi tía. Sé que lo has hecho con buena intención, pero no sigas. Ya he terminado de cenar.

Annette se puso colorada, bajó la vista, y comenzó a retirar la mesa lentamente.

«¿Es éste, entonces, el premio por mi ingenuidad? —se dijo Emily cuando se quedó sola—. ¡El tratamiento que recibo de un pariente (una tía) que tendría que ser guardián y no infamador de mi reputación, que, como mujer, debería respetar la delicadeza del honor femenino, y, como pariente, haber protegido el mío! Pero para añadir falsedades a un tema tan importante y para acallar sus comentarios, puedo decir con honesto orgullo que atacar con esas falsedades lo apropiado de mi conducta, requiere un corazón tan depravado como nunca pensé que pudiera existir, y tan profundo como mi llanto al descubrirlo en un pariente. ¡Qué contraste presenta su carácter con el de mi querido padre; mientras la envidia y las intenciones bajas forman los trazos principales del suyo, el de mi padre se distinguía por la tolerancia y el saber filosófico! Pero ahora, sólo debo recordar, si es posible, que ella es desgraciada».

Emily se echó el velo sobre el rostro y bajó para pasear por las murallas, el único paseo que estaba abierto para ella, aunque con frecuencia deseaba que se le permitiera corretear por los bosques próximos, e incluso poder explorar en ocasiones las sublimes escenas del paisaje que le rodeaba. Pero, como Montoni no toleraba que cruzara las puertas del castillo, trató de conformarse con las románticas vistas que veía desde los muros. Los campesinos que habían sido empleados en las fortificaciones habían dejado su trabajo, y las murallas estaban silenciosas y solitarias. Su triste apariencia, junto con la melancolía de la tarde, colaboraron en entristecer su mente envolviéndola en una lóbrega tranquilidad, por la que a menudo se dejaba llevar. Se volvió para observar los gratos efectos del sol, cuando sus rayos, apareciendo inesperadamente tras una espesa nube, iluminaron las torres del oeste del castillo, mientras el resto del edificio estaba envuelto en profundas sombras, excepto a través del arco gótico junto a la torre, que conducía a otra terraza y que los rayos marcaban en su completo esplendor. Allí estaban los tres desconocidos que había visto por la mañana. Al darse cuenta de su presencia, se sintió asaltada momentáneamente por el miedo, ya que al mirar por la larga muralla no vio a otras personas. Mientras dudaba, se aproximaron. La puerta del final de la terraza, hacia la que ellos avanzaban, sabía que estaba siempre cerrada, y no le era posible marcharse por el lado opuesto sin encontrarse con ellos; pero, antes de cruzarse, se echó con violencia el velo sobre la cara que malamente ocultaba su belleza. Se miraron entre ellos y cambiaron algunas palabras en un italiano mal pronunciado, de las que sólo consiguió entender unas pocas; pero la fiereza de sus rostros, ahora que estaba lo suficientemente cerca para distinguirlos, la sorprendió más aún que la extraña singularidad de su aire y de sus ropas cuando los vio por primera vez. Fue el rostro y la figura del que caminaba entre los otros dos lo que más llamó su atención, porque expresaba una hosca altanería y una mirada llena de vigilante villanía, que dieron una impresión de horror a su corazón. Lo pudo leer claramente en sus rostros con una simple mirada, ya que al cruzarse con el grupo, sus ojos tímidos sólo se pararon en ellos un momento. Al llegar a la terraza, se detuvo, y advirtió que los desconocidos, que se habían quedado parados a la sombra de uno de los torreones, tenían los ojos fijos en ella y parecían, por su posición, que estaban conversando. Abandonó de inmediato la muralla y se retiró a su habitación.

Por la noche, Montoni estuvo levantado hasta tarde, rodeado por sus invitados en el salón de cedro. Su reciente triunfo sobre el conde Morano, o quizá alguna otra circunstancia, contribuían a llevar su ánimo a una altura nada frecuente. Llenó su copa con frecuencia y se dejó llevar por la alegría y la charla. La animación de Cavigni, por el contrario, se veía de alguna manera ensombrecida por la ansiedad. No dejó de observar a Verezzi, al que, con la máxima dificultad, había contenido en su intención de exasperar más a Montoni contra Morano, mencionando sus últimas palabras.

Uno de los presentes aludió a los acontecimientos de la noche anterior. Los ojos de Verezzi brillaron con fuerza. La alusión a Morano condujo a la de Emily, y todos coincidieron en ensalzarla, excepto Montoni, que guardaba silencio y que finalmente interrumpió la conversación.

Cuando los criados se retiraron, Montoni y sus amigos entraron en una conversación más íntima, que a veces estallaba por el temperamento irascible de Verezzi, pero en la que Montoni mostró la conciencia de su superioridad, por su mirada decidida y por los gestos que acompañaban siempre la fuerza de su pensamiento, al que la mayoría de sus compañeros se sometían, como ante un poder sobre el que no tuvieran derecho a rebelarse, a pesar de que conservaban sus celos escrupulosos por darse importancia frente a los demás. En medio de esa conversación, uno de ellos introdujo imprudentemente de nuevo el nombre de Morano; y Verezzi, más lleno de odio por el vino, ignorando las expresivas miradas de Cavigni, hizo algunas referencias a lo que había pasado la noche anterior. Sin embargo, Montoni pareció no entenderlas, ya que continuó silencioso en su silla, sin mostrar emoción alguna, mientras la cólera de Verezzi crecía con la aparente insensibilidad de Montoni. Finalmente, dijo lo que había sugerido Morano, que aquel castillo no le pertenecía a él legalmente y que no quería cargarle otro asesinato en su conciencia.

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