Los misterios de Udolfo (50 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Figuraba también una marquesa Champfort, una joven viuda, en cuyas reuniones pasó gran parte de su tiempo. Era hermosa y más aún astuta, alegre y dedicada a la intriga. La sociedad que la rodeaba era menos elegante y más viciosa que la de la condesa Lacleur, pero tenía temperamento suficiente para correr un velo, aunque no muy tupido, sobre los peores aspectos de su carácter, y seguía siendo visitada por muchas personas de las que se llaman distinguidas. Valancourt fue presentado a sus fiestas por dos oficiales de entre sus compañeros, cuyas últimas bromas había perdonado y a las que a veces se unía para reír de su anterior comportamiento.

La alegría de la corte más espléndida en Europa, la magnificencia de los palacios, entretenimientos y ambientes que los rodeaban, todo conspiraba contra su imaginación y reanimaba su ánimo, y el ejemplo y máximas de sus compañeros de armas a engañar su pensamiento. La imagen de Emily seguía aún allí, pero ya no era el amigo, el monitor que podría salvarle de sí mismo, al que se entregaba para llorar las dulces y sin embargo melancólicas lágrimas de ternura. Cuando se acordaba de ello, a su rostro asomaba un suave reproche, que oprimía su alma y que despertaba sus lágrimas; su única escapatoria era olvidar el objeto causante, y se esforzó en pensar en Emily tan poco como pudo.

En estas peligrosas circunstancias estaba Valancourt al mismo tiempo que Emily sufría en Venecia la persecución del conde Morano y la injusta autoridad de Montoni cuando le dejamos.

Capítulo IX
La imagen de una culpa perversa, nefanda, vive en sus ojos; ese secreto semblante suyo
refleja el talante de un corazón muy agitado.

KING JOHN
[26]

D
ejamos las alegres escenas de París y volvemos a las lóbregas de los Apeninos, donde los pensamientos de Emily seguían siendo fieles a Valancourt. Pensando en él como en su única esperanza, recordó con cuidada exactitud todas las seguridades y pruebas de su afecto, de las que había sido testigo; leyó una y otra vez las cartas que había recibido de él; pesó, con intensa inquietud, la fuerza de cada palabra que hablaba de su lealtad.

Mientras tanto, Montoni había hecho una investigación estricta en relación con las extrañas circunstancias de su alarma, sin obtener información; y se vio obligado a aceptar la razonable suposición de que fue un truco malintencionado realizado por alguno de sus criados. Sus diferencias con madame Montoni, relativas a las propiedades, se hicieron más frecuentes que nunca; la confinó totalmente a su propia habitación y no tuvo escrúpulos en amenazarla con una mayor severidad si insistía en no acceder.

Si hubiera consultado con su razón, se habría visto sorprendida por elegir la conducta que había adoptado. Habría comprendido el peligro de irritar con su continuada oposición a un hombre que se había manifestado como Montoni y a cuyo poder se hallaba; totalmente sometida. También habría comprendido la extrema importancia que tenía para su futura seguridad conservar aquellas posesiones, que le permitirían vivir con independencia de Montoni, si en algún momento pudiera escapar a su inmediato control. Pero se orientaba por una guía más decisiva que la de la razón; el espíritu de venganza, que la impulsaba a oponer violencia a la violencia, y obstinación a la obstinación.

Totalmente confinada en la soledad de su cuarto, se veía ahora reducida a solicitar la compañía que había rechazado últimamente, ya que Emily era la única persona, excepto Annette, con la que se le permitía conversar.

Generosamente ansiosa por su tranquilidad, Emily, no obstante, trató de persuadirla, cuando no pudo convencerla, y buscó todos los medios amables posibles para inducirle a evitar la aspereza de sus réplicas, que tanto irritaban a Montoni. El orgullo de su tía se suavizó a veces por la tierna voz de Emily e incluso en algunos momentos consideró sus atenciones afectuosas con buena voluntad.

Las escenas de terrible contención, que Emily se vio frecuentemente obligada a presenciar, agotaron su ánimo más que cualquiera de las circunstancias que se habían presentado desde su marcha de Toulouse. La gentileza y la bondad de sus padres, junto con las escenas de su anterior felicidad, acudían con frecuencia a su mente, como las visiones de un mundo mejor, mientras que las personas y circunstancias que pasaban ahora ante sus ojos excitaban tanto el terror como la sorpresa. No podía imaginar que existieran pasiones tan fuertes y tan variadas como las que conmovían a Montoni y que se hubieran concentrado en un solo individuo; sin embargo, lo que más la sorprendía era que, en las grandes ocasiones, pudiera dominar esas pasiones, pese a ser tan salvaje, cuando se trataba de su interés, y que generalmente pudiera disimular en su rostro la actividad de su cerebro; pero le había visto ya demasiadas veces en momentos en los que no consideraba necesario disimular su naturaleza, para dejarse engañar en tales ocasiones.

Su vida parecía como el sueño de una imaginación deformada, o como una de esas ficciones atemorizadoras en las que a veces se recrea el genio de los poetas. La reflexión sólo producía lamentaciones, y la anticipación terror. ¡Cuántas veces deseaba «robar las alas de la alondra, y elevarse con el más fuerte viento», de modo que el Languedoc y el reposo pudieran ser suyos una vez más!

Preguntó en varias ocasiones por la salud del conde Morano, que no había muerto, pero Annette sólo recibía vagos informes sobre su estado de peligro y que el cirujano había dicho que nunca saldría vivo de la cabaña. Emily no podía evitar sentirse afectada por la idea de que ella, aunque hubiera sido inocentemente, pudiera ser la causa de su muerte; y Annette, que no dejó de observar su emoción, la interpretó a su modo.

Pero no tardó en suceder algo que apartó totalmente la atención de Annette sobre este tema y despertó la sorpresa y la curiosidad tan naturales en ella. Al llegar a la habitación de Emily un día, con el rostro lleno de importancia, dijo:

—¿Qué puede querer decir todo esto, mademoiselle? Si me viera de nuevo a salvo en Languedoc, ¡no volverían a pillarme para ningún viaje! ¡Ya sé que es una cosa importante, verdaderamente, salir al extranjero y ver otros lugares! ¡Qué poco pensé en lo que iba a venir para llegar a estar en este viejo castillo, entre estas horribles montañas, con posibilidades de ser asesinada o, lo que es lo mismo, degollada!

—¿Qué quieres decir con eso, Annette? —dijo Emily, asombrada.

—¡Ay! Os sorprenderéis, pero no lo creeréis, quizá hasta que os hayan asesinado también a vos. ¡No creeréis en el fantasma del que os he hablado, aunque os muestre el verdadero lugar donde suele aparecer! No os creeréis nada, mademoiselle.

—No, hasta que te expliques más razonablemente, Annette. ¿Qué quieres decir? ¡Hablas de asesinato!

—¡Ay, mademoiselle!, han venido para asesinamos a todos, quizá; pero, ¿qué significa explicar? No me creeréis.

Emily le pidió de nuevo que le relatara lo que había visto u oído.

—¡Oh!, he visto bastante y he oído demasiado, como puede probar Ludovico. ¡Pobre hombre! ¡También le asesinarán a él! ¡Qué poco lo podía pensar cuando me cantó aquellos dulces versos bajo mi ventana en Venecia!

Emily la miró impaciente y con desagrado.

—Como iba diciendo, mademoiselle, estas preparaciones en el castillo y esas gentes de aspecto extraño, que llegan aquí cada día, y el cruel comportamiento del signor con mi señora, y las extrañas andanzas de él, todo esto, como le he dicho a Ludovico, no pueden traer nada bueno. Y él, que guardara mi lengua. Sí, el signor está extrañamente alterado, le he dicho yo a Ludovico, en este tenebroso castillo, de como estaba en Francia, siempre tan alegre. Nadie era entonces tan galante con mi señora y él, además, podía sonreír a veces con un pobre criado. Recuerdo una vez que me dijo, cuando iba a salir del vestidor de mi señora, «Annette, me dijo...»

—No me importa lo que dijo el signor —interrumpió Emily—, sino que me digas de una vez lo que te ha alarmado.

—¡Ay, mademoiselle! —prosiguió Annette—, eso es precisamente lo que dice Ludovico; dice él, no me importa lo que te ha dicho el signor. Así que le dije lo que pensaba del signor. Está tan extrañamente alterado, dije yo: ahora está tan altanero y tan ordenante y tan seco con mi señora; y, si se cruza con alguien, casi no le mira, a menos que lo haga frunciendo el ceño. Mucho mejor, dice Ludovico, mucho mejor. Y para ser sincera, mademoiselle, pensé que era una manera muy poco natural de hablar en Ludovico; pero yo seguí; y entonces, dije, está siempre arrugando las cejas; si no le habla, no oye; y luego se sienta por la noche con los otros signors y están allí hasta después de medianoche, discutiendo juntos, y dice Ludovico, tú no sabes de lo que tratan. No, dije yo, pero me lo puedo imaginar, se refieren a la joven señorita. Al decir esto, Ludovico se echó a reír, bastante fuerte; así que me puso furiosa porque no me gusta que se rían de mí o de vos, mademoiselle. Me volví rápido, pero me detuvo. «No te ofendas Annette —dijo—, pero no puedo dejar de reír», y con esas siguió riendo. «¡Cómo! —dijo—. ¿Piensas que los signors se sienta ahí noche tras noche, sólo para hablar de tu joven señorita? No, no, hay algo más en el viento que eso, y esas reparaciones en el castillo, y esas preparaciones por las murallas, no tienen nada que ver con señoritas». «Seguro —dije yo—, el signor, mi amo, ¿no irá a hacer la guerra?» «¡Hacer la guerra! —dijo Ludovico—, ¿en ¡as montañas y en los bosques?, porque aquí no hay un alma al que hacer la guerra, que yo vea». «¿Entonces para qué son esas preparaciones? —dije yo—; ¡es seguro que nadie va a venir a llevarse el castillo de mi amo!» «Vienen demasiados tipos de mal aspecto al castillo cada día —dijo Ludovico, sin contestar a mi pregunta—, y el signor los ve a todos, y habla con ellos, y todos se quedan en la vecindad. ¡Por San Marcos!, algunos de ellos tienen el aspecto de degolladores que nunca he visto en mi vida». Volví a preguntar a Ludovico si pensaba que venían a llevarse el castillo de mi amo; y dijo que no, no pensaba que lo fueran a hacer, pero no estaba seguro. «Ayer —dijo, pero no debéis decir nada de esto, mademoiselle—, ayer vino un grupo de esos hombres y dejaron todos sus caballos en los establos del castillo, donde, parece, se van a quedar, ya que el signor ordenó que fueran atendidos con las mejores provisiones; pero los hombres están, la mayoría de ellos, en las cabañas próximas». Así, mademoiselle, he venido a informaros de todo esto, ya que nunca había oído algo tan extraño. ¿A qué pueden venir esos hombres malencarados si no es a asesinaos? Y el signor lo sabe, o ¿por qué tendría que fortificar el castillo y consultar tanto a los otros signors, y estar tan pensativo?

—¿Eso es todo lo que tienes que decirme, Annette? —dijo Emily—, ¿no has oído nada más que pueda preocuparte?

—¡Nada más, mademoiselle! —dijo Annette—. ¿No es suficiente?

—Bastante para mi paciencia, Annette, pero no lo suficiente para convencerme de que todos vamos a ser asesinados, aunque reconozca que hay suficientes elementos para despertar la curiosidad —evitó hablar de sus temores, porque no quería agravar el terror de Annette; pero la situación del castillo le sorprendía y le preocupaba. Después de contar su historia, Annette dejó la habitación en busca de nuevas maravillas.

Por la tarde, Emily había pasado algunas horas tristes con madame Montoni y se retiraba a descansar, cuando se asustó por un extraño y fuerte golpe dado en la puerta de su cámara, tras lo cual oyó la caída de un gran peso sobre ella, que estuvo a punto de abrirla. Preguntó quién estaba allí y nadie contestó. Repitió su pregunta, y fue seguida de un escalofriante silencio. Pensó, porque en aquel momento no pudo razonar otras posibilidades para aquella circunstancia, que alguno de los desconocidos llegados últimamente al castillo habría descubierto su habitación y viniera con la intención, que podía esperarse de su aspecto, de robarla o quizá asesinarla. En el momento en que admitió esta posibilidad, el terror suplantó el lugar de la convicción y el recuerdo instintivo de su remota habitación alejada del resto de la familia, lo aumentó de tal modo que casi perdió el conocimiento. Miró hacia la puerta que conducía a la escalera, esperando que se abriera, y escuchando, en temeroso silencio, oír de nuevo el ruido, hasta que empezó a pensar que procedía de esa puerta, y el deseo de escapar por la opuesta la dominó por completo. Se acercó a la que conducía al corredor y en ese momento se detuvo temiendo que alguna persona pudiera estar esperándola silenciosamente al otro lado, pero con los ojos fijos en la que conducía a la escalera. Así, según se mantenía quieta, oyó una ligera respiración cerca de ella, y se convenció de que alguna persona estaba al otro lado de la puerta, que ya estaba cerrada. Buscó otro medio de asegurarla, pero no había ninguno.

Mientras seguía escuchando, la respiración se oía claramente, y su terror no cedió cuando, al mirar alrededor de la habitación, consideró de nuevo su remota situación. Dudó si debía llamar o no pidiendo ayuda, y su ánimo se habría animado por la quietud que la rodeaba de no haber seguido oyendo la respiración que la convenció de que, quien fuera la persona que estuviera allí, no se había apartado de la puerta.

Por fin, dominada por la ansiedad, decidió pedir ayuda por la ventana. Se dirigía hacia ella, cuando, fuera por el terror que confundió a su mente con sonidos imaginarios, o porque eran reales, creyó oír pasos que subían por la escalera privada; y, esperando ver cómo se abría la puerta, olvidó todos los otros motivos de alarma y se dirigió hacia el corredor. Confiaba en poder escapar, pero al abrir la puerta estuvo a punto de caer sobre una persona que yacía en el suelo. Gritó, y hubiera pasado, pero su cuerpo tembloroso se negó a sostenerla, y en ese momento, al apoyarse en el muro de la galería, pudo ver la figura que tenía ante ella, reconociendo la de Annette. El miedo se cambió al instante por la sorpresa. Habló en vano a la pobre muchacha, que seguía inconsciente en el suelo, y entonces, perdiendo toda conciencia de su propia debilidad, corrió a ayudarla.

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