Los misterios de Udolfo (47 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Las sospechas de Montoni recayeron naturalmente sobre el portero y ordenó que fuera llamado. Carlo dudó primero y con pasos lentos acabó por ir a buscarle.

Bamardine, el portero, negó la acusación con el rostro tan firme que Montoni no podía creer que fuera culpable, aunque no acertaba a comprender cómo podía ser inocente. Finalmente, el hombre fue despedido y el culpable no fue detectado.

Montoni se dirigió entonces a las habitaciones de su esposa, a las que Emily llegó poco después. Al encontrarlos discutiendo, se dispuso a abandonar la habitación, pero su tía la hizo volver, expresándole sus deseos de que se quedara.

—Serás testigo —dijo— de mi oposición. Ahora, señor, repetid la orden que con tanta frecuencia he rehusado obedecer.

Montoni se volvió con gesto sombrío hacia Emily, gritándole que abandonara la habitación, mientras su mujer insistía en que se quedara. Emily deseaba escapar de aquella escena, aunque también estaba ansiosa de servir a su tía, pero temía la cólera que apuntaba en los ojos de Montoni.

—Sal de la habitación —dijo con voz de trueno.

Emily obedeció y salió a la muralla, de la que habían desaparecido los desconocidos, y continuó meditando sobre el desgraciado matrimonio de la hermana de su padre y en su propia situación, ocasionada por la ridícula imprudencia de su tía, a la que siempre había deseado respetar y querer. La conducta de madame Montoni había hecho imposible ambas cosas, pero su corazón generoso se veía afectado por su desconsuelo y, avivada su piedad, olvidó el injurioso trato que había recibido de ella.

Según paseaba por la muralla, Annette apareció por la puerta del vestíbulo, miró con precaución a su alrededor, y se acercó a ella.

—Querida mademoiselle, os he estado buscando por todo el castillo —dijo—. Si me seguís, os mostraré un cuadro.

—i Un cuadro! —exclamó Emily, dando un respingo.

—Sí, un retrato de la difunta señora de este castillo. Cario me acaba de decir que era ella y pensé que os resultaría curioso verlo. Como sabéis, mademoiselle, es algo que no podría decirle a mi señora...

—Y por ello —dijo Emily sonriendo— tienes que decírselo a alguien...

—Sí, mademoiselle, ¿qué se puede hacer en un sitio como éste, si no se puede hablar? Si estuviera en un calabozo me dejarían hablar, me serviría de consuelo, aunque si lo hiciera sería sólo a los muros. Vamos, no perdamos tiempo, permitidme que os muestre el retrato.

—¿Está cubierto con un velo? —dijo Emily, tras una pausa.

—¡Querida mademoiselle! —dijo Annette mirando fijamente al rostro de Emily—, ¿por qué os ponéis pálida? ¿Estáis enferma?

—No, Annette, estoy bien, pero no deseo ver ese retrato, regresa al vestíbulo.

—¿Cómo, no queréis ver a la señora de este castillo? —dijo la muchacha—, ¿la señora que desapareció tan extrañamente? Yo habría corrido hasta la montaña más lejana que se pueda ver por lograrlo. Porque esta extraña historia es lo único que me preocupa de este viejo castillo, aunque hace que tiemble cada vez que pienso en ello.

—Sí, Annette, te gusta todo lo maravilloso. Pero, ¿no sabes que, a menos que te guardes de esa inclinación, acabará conduciéndote a la desgracia de la superstición?

Annette sonrió ante la observación de Emily, que podía temblar con temores imaginados, como ella misma, y escuchar casi con el mismo entusiasmo la narración de historias misteriosas. Annette insistió en su petición

—¿Estás segura de que es un cuadro? —dijo Emily—, ¿lo has visto?, ¿está tapado con un velo?

—¡Virgen Santa!, mademoiselle, sí, no, sí. Estoy segura de que es un cuadro. Lo he visto, y no está tapado con un velo.

El tono y la mirada de sorpresa que acompañó a su respuesta despertó en Emily un sentido de prudencia que ocultó su emoción con una sonrisa e hizo un gesto a Annette para que la condujera hasta el cuadro. Estaba en una sala oscura, unida a la parte del castillo habitada por los criados. Había otros retratos colgados en las paredes, cubiertos como éste con polvo y telarañas.

—Ése es, mademoiselle —dijo Annette, en voz baja, señalando.

Emily avanzó y contempló el cuadro. Representaba a una señora en la flor de la juventud y la belleza; su aspecto era hermoso y noble, de expresión fuerte, pero tenía poco de la dulzura cautivadora que Emily prefería y menos aún de la suavidad pensativa que tanto le gustaba. Su rostro hablaba el lenguaje de la pasión más que el del sentimiento. La altanera impaciencia de la desgracia y no la plácida melancolía de un espíritu herido y resignado.

—¿Cuántos años han pasado desde que esta señora desapareció, Annette? —preguntó Emily.

—Veinte años, poco más o menos, según me han dicho. Hace mucho tiempo.

Emily continuó mirando el retrato.

—Creo —continuó Annette— que el signor debería tenerlo colgado en mejor lugar, y no en esta vieja cámara. A mi entender, debería colocar el retrato de una señora, ' que le proporcionó todas estas riquezas en la mejor habitación del castillo. Pero puede tener buenas razones para hacer lo que hace, y se dice que ha perdido tanto su riqueza como su gratitud. Pero ¡silencio, ni una palabra! —añadió Annette, poniéndose el dedo índice en los labios.

Emily estaba demasiado sumida en sus pensamientos para oír lo que decía.

—Ésta es una hermosa señora. Estoy segura —continuó Annette— de que el señor no tendría que avergonzarse de ponerla en una gran habitación, en la que tiene colgado el cuadro cubierto con un velo. —Emily se volvió a mirarla—. En cualquier caso, se la vería tan poco como aquí, porque ya me he dado cuenta de que la puerta está siempre cerrada.

—Salgamos de esta habitación —dijo Emily—, y permíteme que te advierta de nuevo, Annette, que tengas cuidado con lo que comentas, y que no digas nunca que has visto ese retrato.

—¡Santa madre! —exclamó Annette—, no es ningún secreto. ¡Todos los criados ya lo han visto!

Emily se quedó sorprendida.

—¿Cómo es posible? —dijo—. ¡Lo han visto! ¿Cuándo? ¿Cómo?

—Querida mademoiselle, eso no tiene nada de sorprendente; todos somos mucho más curiosos que vos.

—Me ha parecido que has dicho que la puerta está siempre cerrada —dijo Emily.

—Si fuera así —replicó Annette, mirando a su alrededor—, ¿cómo podríamos estar aquí dentro?

—¡Oh!, te refieres a este cuadro —dijo Emily, recobrando la calma—, bien Annette, aquí no hay nada más que me interese. Vámonos.

Cuando Emily cruzaba hacia su habitación, vio a Montoni que bajaba al vestíbulo y se dirigió al vestidor de su tía, en donde la encontró sola y llorando, dolorida y resentida según se adivinaba en su rostro. El orgullo contenía sus quejas. Juzgando la disposición de Emily por la suya y ante la conciencia de lo que su trato para con ella merecía, estaba convencida de que sus pesares serían un triunfo para su sobrina en lugar de despertar su simpatía, de que no la compadecía, de que no sentía piedad por ella. Desconocía la ternura y la tolerancia del corazón de Emily, que había aprendido a olvidar sus propias injurias ante las desgracias de su enemigo. Los sufrimientos de los demás, quienes quieran que fueran, despertaban de inmediato su compasión, disipando cualquier oscura nube que hubiera ocultado en su mente la bondad con la pasión o el prejuicio.

Los sufrimientos de madame Montoni se elevaron, finalmente, por encima de su orgullo, y, cuando Emily hubo entrado en su habitación, se habría confiado a ella de no haber estado prevenida por la presencia de su marido. Ahora que ya no se veía contenida por ello, expresó todas sus quejas a su sobrina.

—¡Oh, Emily! —exclamó—, soy la más desgraciada de las mujeres. ¡Soy tratada con la máxima crueldad! ¿Quién, con todos mis propósitos de felicidad, habría pensado en un destino tan fatal como éste? ¿Quién habría pensado, cuando me casé con un hombre como el signor, que lamentaría mi decisión? Pero no hay modo de juzgar qué es lo mejor, ¡no hay modo de saber qué es lo que nos conviene! Los proyectos más resplandecientes cambian con frecuencia, los juicios más ciertos pueden engañar." ¿Quién podía haber predicho, cuando me casé con el signor, que me arrepentiría de mi generosidad?

Emily pensó que podía haberlo visto, pero no fue una idea de su triunfo. Se sentó en una silla cerca de su tía, cogió su mano, y, con una de esas miradas de apasionada compasión, que pueden caracterizar el rostro de un ángel guardián, le habló en los tonos más tiernos. Pero esto no sirvió de mucho con madame Montoni, cuya impaciencia por hablar la hacían incapaz de escuchar. Quería quejarse, no ser consolada; y a través de sus exclamaciones quejumbrosas Emily conoció las circunstancias concretas de su aflicción.

—¡Hombre desagradecido! —dijo madame Montoni—, me ha engañado en todos los aspectos. Me ha sacado de mi país y apartado de mis amigos, encerrándome en este viejo castillo. ¡Aquí espera obligarme a hacer todo lo que desee! Pero descubrirá que se ha confundido, descubrirá que no hay amenazas que puedan alterar... ¡Quién lo habría creído! ¿Quién podía suponer que un hombre de su familia y apariencia de riqueza no tenía absolutamente fortuna alguna? No, ¡no tiene un céntimo suyo! Lo hice todo por mejorar. Pensé que era un hombre de posición, de grandes propiedades. En otro caso nunca me habría casado con él. ¡Desagradecido, ladino! Se detuvo para tomar aliento.

—Querida señora, recomponeos —dijo Emily—, el signor puede que no sea tan rico como vos teníais razones para suponer, pero seguro que no es muy pobre, puesto que este castillo y la mansión de Venecia son suyos. ¿Puedo preguntaros cuáles son las circunstancias que particularmente os afectan?

—¡Qué circunstancias! —exclamó madame Montoni con resentimiento—, ¿no es suficiente que ya haga tiempo que ha gastado toda su fortuna en el juego y el que haya perdido lo que le di y que ahora quiere obligarme a firmar 1o que me queda (por fortuna la parte más importante de mis propiedades quedó a mi nombre) para que 1o pueda perder también o tirarlo en empresas absurdas que nadie comprende más que él? ¿No es suficiente?

—Sí, así es —dijo Emily—, pero debéis recordar, querida señora, que yo no sabía nada de todo eso.

—¿Y no es suficiente —prosiguió su tía— que esté absolutamente arruinado, que esté profundamente hundido en deudas y que ni este castillo ni la mansión de Venecia serían suyos si todas sus deudas, honorables y deshonestas, fueran pagadas?

—Me dejáis sorprendida con lo que me decís, madame —dijo Emily.

—¿Y no es suficiente —interrumpió madame Montoni— que me haya tratado con negligencia, con crueldad, porque me niego a ceder mis propiedades y en lugar de estar atemorizada por sus amenazas le desafío decididamente y le reprocho su vergonzosa conducta? Pero lo he soportado todo, tú lo sabes, sobrina, nunca he pronunciado una palabra de queja, hasta ahora. ¡No! ¡Nada se puede imponer a mi disposición! Yo, que mis únicas faltas son el tener demasiada generosidad, demasiada condescendencia, me veo encadenada para toda la vida a tan vil, engañoso y monstruo cruel.

La necesidad de respirar obligó a madame Montoni a detenerse. Si algo podría haber hecho sonreír a Emily en aquellos momentos habría sido el discurso de su tía, expresado en un tono de voz ligeramente por debajo del grito y con la vehemencia de gestos y de guiños que lo hacían parecer burlesco. Emily vio que sus desgracias no admitían consuelo, y aparte de los términos de comentarios superficiales se mantuvo silenciosa, mientras madame Montoni, celosa de su propia importancia, confundió el silencio con indiferencia y le reprochó su falta de sentimientos.

—¡Oh!, sospechaba lo que en realidad sería todo ese alarde de sensibilidad —continuó—, pensé que no alcanzaría a enseñarte el sentimiento del deber o del afecto con tus parientes, que te han tratado como a su propia hija.

—Perdonadme, madame —dijo Emily suavemente—, no suelo presumir y menos de sensibilidad, una cualidad que tal vez debe ser más temida que deseada.

—Está bien, sobrina, no discutiré contigo. Pero, como te he dicho, Montoni me amenaza con la violencia si sigo negándome a cederle mis propiedades. Ése era el tema de nuestra discusión cuando entraste antes en mi cuarto. Estoy decidida a que no hay poder en la tierra que pueda conseguir que lo haga. Ni tampoco lo soportaré dócilmente. Le descubriré cómo es verdaderamente. Le diré todo lo que se merece a pesar de sus amenazas y de su trato cruel.

Emily aprovechó una pausa de madame Montoni para hablar.

—Querida señora —dijo—, ¿no servirá eso para irritar al signor innecesariamente? ¿No provocará el duro trato con el que os amenaza?

—No me preocupa —replicó madame Montoni—, no me importa. No me someteré a sus propósitos. ¡Supongo que no me aconsejarás que renuncie a mis propiedades!

—No, madame, no es eso exactamente lo que quiero decir.

—¿Qué es entonces?

—Habláis de reprochar al signor —dijo Emily, dudando.

—¡Cómo! ¿No merece los reproches? —dijo su tía.

—Ciertamente lo merece, pero ¿será prudente, madame, que se los hagáis?

—¡Prudente! —exclamó madame Montoni—. ¿Es momento para hablar de prudencia, cuando una se ve amenazada con todo tipo de violencia?

—La prudencia es necesaria para evitar esa violencia —dijo Emily.

—¡Prudencia! —continuó madame Montoni, sin escucharla—, ¡prudencia con un hombre que no tiene escrúpulos en romper todos los lazos de humanidad en su conducta hacia mí! ¡Merece que considere la prudencia en mi comportamiento hacia él! No soy tan retorcida.

—Es por vuestro propio bien, no por el del signor, madame —dijo Emily con modestia—, por lo que debéis considerar la prudencia. Vuestros reproches, por justos que sean, no pueden castigarle sino provocar una mayor violencia contra vos.

—¡Cómo! ¿Pides que me someta entonces a lo que quiera ordenarme, que me arrodille a sus pies y le dé las gracias por sus crueldades? ¿Quieres que le ceda mis propiedades?

—¡Cómo confundís mis palabras, madame! —dijo Emily—. No estoy preparada para aconsejaros en un punto tan importante como el último que habéis mencionado, pero me perdonaréis que os diga, que si consideráis vuestra propia tranquilidad trataréis de reconciliaros con el signor Montoni, antes que irritarle con vuestros reproches.

—¡Conciliamos! Te lo digo, sobrina, es totalmente imposible. Me repugna intentarlo.

Emily se quedó sorprendida al comprobar la pervertida comprensión y el temperamento obstinado de madame Montoni, pero no por ello menos conmovida por sus sufrimientos y miró a su alrededor tratando de encontrar algún detalle de alivio que ofrecerle.

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