Read Los misterios de Udolfo Online
Authors: Ann Radcliffe
Emily no se había recobrado lo suficiente de la última impresión para soportar la soledad de su cuarto y se quedó en las murallas, ya que madame Montoni no la había invitado a acompañarla a sus habitaciones, a las que se había retirado evidentemente desanimada, y Emily, desde su última experiencia, había perdido todo deseo de explorar los siniestros y misteriosos recovecos del castillo. La muralla era por ello casi su único retiro y allí quedó hasta que las sombras grises de la tarde se extendieron una vez más por el paisaje.
Los caballeros cenaron solos y madame Montoni se quedó en su cuarto, donde Emily la encontró antes de retirarse al suyo. Estaba llorando y muy agitada. La ternura de Emily era siempre tan dulce que rara vez fallaba en proporcionar consuelo a un corazón oprimido; pero el de madame Montoni era duro y los suaves acentos de la voz de Emily se perdieron. Con su habitual delicadeza, no demostró que había observado la desesperación de su tía, pero ello le prestó una gentileza involuntaria a sus maneras y un aire de preocupación a su rostro que madame Montoni consideró vejatorios al sentir la piedad de su sobrina como un insulto a su orgullo y la despidió tan pronto como pudo. Emily no se animó a mencionar, una vez más, lo mal que se sentía en sus habitaciones, pero solicitó que Annette fuera autorizada a quedarse con ella hasta que se retirara a descansar y su petición fue atendida a regañadientes. Annette estaba en aquel momento con los criados y Emily se retiró sola.
Con una luz y pasos rápidos cruzó las largas galerías, mientras los débiles rayos de la lámpara que llevaba sólo le mostraban lo tenebroso del ambiente, y el viento amenazaba con apagarla. El tremendo silencio que reinaba en aquella parte del castillo la atemorizó y de cuando en cuando le llegaron las risas de un punto remoto del edificio, donde los criados estaban reunidos, pero pronto desaparecieron quedando sólo aquel silencio casi irrespirable. Según pasaba por la serie de habitaciones que había visitado por la mañana, le pareció oír murmullos tras la puerta, pero no se detuvo.
Al llegar a su habitación, en la que no había troncos en la chimenea que disiparan las sombras, se sentó con un libro para distraer su atención hasta que llegara Annette y pudieran encender el fuego. Continuó leyendo hasta que la luz casi había expirado, pero Annette-no se presentó, y la soledad y la oscuridad volvieron a afectar su ánimo, más aún por su proximidad a la horrorosa escena de la que había sido testigo por la mañana. Terroríficas y fantásticas imágenes acudieron a su mente. Miró con temor hacia la puerta que se comunicaba con la escalera y comprobó que estaba cerrada. Incapaz de superar la inquietud que sentía ante la idea de dormir de nuevo en aquella remota e insegura habitación, en la que alguien parecía haber entrado la noche anterior, su impaciencia por ver a Annette, con la que no había comentado aquella circunstancia, se hizo extremadamente dolorosa. Quería también preguntarle por lo que había despertado su horror y de lo que Annette parecía estar enterada en parte, según lo que habían hablado la noche anterior, aunque sus palabras estaban bien lejos de la verdad. Para Emily la muchacha había sido mal informada a propósito y por encima de todo le sorprendía que la puerta de la sala que lo contenía hubiera sido dejada abierta. Tal tipo de negligencia le parecía increíble. La lámpara estaba extinguiéndose; los leves rayos que lanzaba hacia los muros influían para crear nuevos terrores en su fantasía, y se levantó para dirigirse a la parte habitable del castillo, antes de que se extinguiera del todo.
Al abrir la puerta oyó voces, y poco después vio una luz al fondo del corredor. Eran Annette y otra criada que se acercaban.
—Me alegro de que hayas venido —dijo Emily—, ¿por qué te has retrasado? Enciende inmediatamente un fuego.
—La señora me necesitaba, mademoiselle —replicó Annette algo confundida—; voy por la leña.
—No —dijo Caterina—, ése es mi trabajo, y salió de la habitación, mientras Annette trataba de seguirla, pero al ser llamada empezó a hablar fuerte y a reír, y parecía desconfiar de cualquier pausa silenciosa.
Caterina regresó de inmediato con la leña y se retiró después de encender el fuego que animó la habitación.
Emily preguntó a Annette si había hecho las investigaciones que le había pedido.
—Sí, mademoiselle —dijo Annette—, pero nadie sabe nada del asunto; y el viejo Carlo, al que vigilé porque dicen que conoce cosas muy extrañas, me miró como no podría deciros y me preguntó una y otra vez si estaba segura de que la puerta estaba abierta. Le dije que tan segura como que estoy viva. Por lo que se refiere a mí, estoy atónita y no sería capaz de dormir en esta habitación, lo haría antes en el gran cañón que hay al final de la muralla del este.
—¿Qué es lo que tiene ese cañón que no tenga el resto? —dijo Emily sonriendo—, lo malo es que sería una cama muy. dura.
—Sí, mademoiselle, cualquiera resultaría dura, pero se dice que allí se ven cosas por la noche, junto a ese gran cañón, como si estuvieran guardándolo.
—La gente no para de comentar historias, tienen suerte en contar contigo para ello, porque me doy cuenta de que te las crees todas.
—Os mostraré el cañón, podéis verlo desde estas ventanas.
—Pero eso no prueba que una aparición lo esté guardando —dijo Emily.
—¡Os mostraré el cañón! No os creéis nada.
—Nada de esas cosas, pero miraré —dijo Emily.
—Lo veréis con solo acercaros a la ventana.
Emily no pudo evitar reírse y Annette la miró sorprendida. Dándose cuenta de sus extremas aptitudes para dar crédito a cualquier maravilla, Emily no le contó cómo pensaba lo que había visto, ante la idea de llenarla de temores y empezó a hablar de un tema cualquiera, las regatas de Venecia.
—Son una maravilla —dijo Annette—, y las noches maravillosas a la luz de la luna son las cosas que más merecen la pena en Venecia. El estar segura de que la luna es más brillante que nunca, y oír esa música dulce, como la que canta Ludovico bajo la ventana en el pórtico del oeste. Fue Ludovico el que me habló del cuadro que queríais ver anoche y...
—¿Qué cuadro? —dijo Emily, tratando de que Annette diera más detalles.
—¡Oh!, ese terrible cuadro tapado con un velo negro.
—Entonces ¿es que nunca lo has visto? —dijo Emily.
—¿Quién, yo? No, mademoiselle, nunca lo he visto. Pero esta mañana —continuó Annette, bajando la voz y mirando por toda la habitación—, esta mañana, cuando era totalmente de día, me dio la idea de verlo, ya que he oído insinuaciones extrañas sobre él, y llegué hasta la puerta y la habría abierto, de no haber estado cerrada con llave.
Emily, tratando de ocultar la emoción que le causaba aquel comentario, le preguntó a qué hora había ido a la habitación, y comprobó que había sido poco después de que ella hubiera estado allí. Le hizo otras preguntas, y las respuestas le convencieron de que Annette, y probablemente el que le había informado, ignoraban la terrible verdad a pesar de que en las observaciones de Annette algo próximo a esa verdad, se mezclaba de cuando en cuando con datos equivocados. Emily empezó a temer que su visita a aquella cámara hubiera sido observada, ya que la puerta había sido cerrada inmediatamente después de su salida y temió más aún que aquello hiciera caer sobre ella la venganza de Montoni. Su inquietud aumentó al pensar en el informe equivocado que había sido transmitido a Annette, ya que Montoni sólo podía desear su silencio y su secreto, pero dándose cuenta de que el tema era demasiado terrible para considerarlo a aquella hora, decidió abandonarlo y conversar con Annette, cuya charla, por su simpleza, era preferible a la quietud de su total soledad.
Así estuvieron sentadas hasta cerca de medianoche, aunque no faltaran muchas alusiones de Annette, que deseaba marcharse. Los troncos casi se habían consumido, y Emily oyó a lo lejos el estruendo de las puertas principales que se cerraban durante la noche. Se preparó para descansar, pero no conseguía decidirse a que Annette la dejara. En ese momento se oyó la gran campana del portal de entrada, ambas escucharon llenas de expectación temerosa, y tras un largo silencio volvió a sonar. Poco después oyeron las ruedas de un carruaje que entraba en el patio principal. Emily se quedó casi sin vida:
—Es el conde —dijo.
—¿Cómo, a esta hora de la noche? —dijo Annette—, no, no puede ser. En cualquier caso, ¡es extraño que alguien llegue a esta hora de la noche!
—No digas nada, Annette —dijo Emily con voz angustiada—, ve y entérate de quién ha llegado.
Annette salió de la habitación llevándose la luz y dejando a Emily en una oscuridad, que unos momentos antes le habría aterrorizado, pero a la que casi no prestó atención. Escuchó y esperó, casi sin respirar, y oyó ruidos distantes, pero Annette no regrjsó. Agotada su paciencia, trató de hallar el camino hacia el corredor, pero pasó largo tiempo antes de que llegara a la puerta de la habitación, y, cuando la abrió, la total oscuridad del exterior la hizo detenerse. Oyó voces y Emily llegó a pensar incluso que distinguía las del conde Morano y Montoni. Poco después oyó pasos que se acercaban y un rayo de luz rompió la oscuridad. Apareció Annette y Emily acudió a su encuentro.
—Sí, mademoiselle —dijo—, teníais razón, es el conde.
—¡El conde! —exclamó Emily, levantando los ojos al cielo y apoyándose en el brazo de Annette.
—¡Dios mío! Os habéis quedado terriblemente pálida.
—¡Así es! —dijo Emily, casi corriendo hacia su cuarto—, no me siento bien, necesito aire. Annette abrió un ventanal y le ofreció agua. Pronto se le pasó el mareo, pero Emily le pidió a Annette que no se marchara hasta que llegara Montoni.
—¡Querida mademoiselle!, estoy segura de que no os molestará a esta hora de la noche; pensará que dormís.
—Quédate conmigo hasta que lo esté —dijo Emily, que se sintió temporalmente liberada con su comentario, que parecía bastante probable, aunque sus temores le habían impedido pensar en ello. Annette, con secreta desgana, consintió en quedarse, y Emily se recuperó lo bastante para hacerle algunas preguntas; entre ellas, si había visto al conde.
—Sí, le he visto, porque fui desde aquí hasta la verja del torreón norte, que está por encima del gran patio, como sabéis. Allí vi el carruaje del conde y al conde dentro, esperando ante la puerta, porque el portero acababa de irse a la cama, con varios hombres a caballo iluminados por sus antorchas. —Emily sonrió por su modo de contarlo—. Cuando abrieron la puerta, el conde dijo algo que no pude oír y bajó del carruaje con otro caballero. Pensé que el signor ya se había acostado y corrí hacia el cuarto de mi señora para tratar de oír algo. En el camino me encontré con Ludovico, que me dijo que el signor estaba levantado, reunido con otros signors, en la habitación al final de la galería norte, y Ludovico levantó un dedo y lo puso en sus labios como diciendo: «Sucede mucho más de lo que puedas pensar, Annette, pero debes cuidar tu lengua». Así que contuve mi lengua y me vine hacia aquí directamente.
Emily le preguntó quién era el caballero que acompañaba al conde, y cómo los había recibido Montoni, pero Annette no pudo informarla.
—Ludovico —añadió—, acababa de avisar al mayordomo del signor Montoni para que le dijera a su señor que habían llegado.
Emily se quedó pensativa y su inquietud se acrecentó de tal modo que deseó que Annette se fuera a las habitaciones de los criados donde era posible que se enterara de las intenciones del conde respecto a su estancia en el castillo.
—Sí, mademoiselle —dijo Annette muy dispuesta—, pero ¿cómo podré ir si os dejo la lámpara?
Emily le dijo que iría con ella para alumbrarla y salieron de la habitación. Cuando llegaron al final de la gran escalera, Emily pensó que podría ser vista por el conde, y, para evitar el gran salón, Annette la condujo por pasillos privados a una escalera trasera que conducía directamente a las habitaciones de los criados.
Al regresar hacia su habitación, Emily empezó a temer que podría volver a perderse en las intrincadas revueltas del castillo y de nuevo verse sorprendida por algún misterioso espectáculo, y, aunque ya estaba confusa por las numerosas revueltas, temió abrir alguna de las muchas puertas que tenía ante sí. Al detenerse para pensar cuál era el camino, le pareció oír un leve quejido a poca distancia, se detuvo de nuevo, y volvió a oírlo clara y distintamente. A la derecha del pasillo había varias puertas. Avanzó escuchando. Cuando llegó a la segunda, oyó una voz, aparentemente quejumbrosa, que procedía del interior, y continuó a la escucha temerosa de abrir la puerta e incapaz de retirarse. Siguieron unos sollozos convulsivos y después los penetrantes acentos de un alma agonizante. Emily se puso pálida y miró a través de las tinieblas que la rodeaban con temerosa expectación. Los lamentos continuaron, la piedad se fue imponiendo al terror. Era posible que pudiera dar algún consuelo al que sufría, o al menos expresarle sus simpatías, y puso la mano en la puerta. Mientras dudaba, le pareció que conocía aquella voz, aunque estuviera desfigurada por la desesperación. Puso la lámpara en el pasillo y suavemente abrió la puerta. En el interior todo estaba oscuro, excepto en una parte extrema en que había una luz, y entró sin hacer ruido. Antes de entrar del todo, vio a madame Montoni apoyada en su tocador, llorando, y tap4ndose los ojos con un pañuelo. Se detuvo.
Había alguien sentado en una butaca junto al fuego, pero no podía distinguir de quién se trataba. Hablaba de cuando en cuando, en voz baja, y Emily no pudo oír lo que decía, pero le pareció que madame Montoni lloraba con más fuerza al oírle. Estaba tan hundida en su propia desesperación que no advirtió la llegada de Emily, mientras que ésta, aunque ansiosa por saber lo que sucedía y quién era la persona que estaba en el vestidor de su tía a tan altas horas de la noche, renunció a añadir la sorpresa de su entrada a sus sufrimientos o a aprovecharse de la situación escuchando una conversación privada. En consecuencia, retrocedió en silencio, y, tras algunas dificultades, acabó por encontrar su propia habitación, en donde sus preocupaciones le hicieron pasar por alto la sorpresa y la angustia que había sentido por madame Montoni.
Annette regresó sin una información satisfactoria, porque los criados a los que había visto no estaban enterados, o así lo simularon, de las intenciones del conde respecto a su estancia en el castillo. Sólo les interesaba comentar las dificultades del camino que acababan de recorrer y los numerosos peligros de los que habían escapado, así como expresar su asombro de que su señor se hubiera decidido a hacer el viaje en la oscuridad de la noche, ya que las antorchas no les habían servido más que para mostrarles las temibles montañas. Annette, dándose cuenta de que no lograría información alguna, les dejó cuando reclamaban más leña para el fuego y más cena en la mesa.