Los misterios de Udolfo (41 page)

Read Los misterios de Udolfo Online

Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
12.47Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Por supuesto que lo guardaré para mí, Annette —dijo Emily, sonriendo.

Annette replicó muy seria que confiaba en ello y prosiguió:

—Este castillo, seguro que lo sabéis, mademoiselle, es muy viejo y muy fuerte. Según dicen, ha soportado muchos asedios. Pero no ha sido siempre del signor Montoni, ni de su padre. Pero, por alguna que otra ley, tenía que pasar a las manos del signor, si la señora moría soltera.

—¿Qué señora? —dijo Emily.

—Todavía no he llegado a eso —replicó Annette—, es de esa señora de la que voy a hablaros, mademoiselle. Como iba diciendo, esa señora vivía en el castillo y todo estaba muy bien dispuesto, como podéis suponer. El signor solía venir con frecuencia a verla. Estaba enamorado de ella y ofreció casarse, porque aunque eran algo parientes, el asunto no tenía importancia. Pero ella estaba enamorada de otra persona y no quería aceptarlo, lo que le enfadó muchísimo, según dicen, y ya sabéis, mademoiselle, qué desagradable se pone cuando está enfadado. Tal vez ella le vio en algún momento de esos y por tanto decidió no aceptar. Pero, como iba diciendo, ella era muy infeliz y estaba siempre melancólica, y todo eso durante mucho tiempo, y... ¡Virgen Santa! ¿Qué ha sido ese ruido? ¿No habéis oído algún sonido?

—Ha sido el viento —dijo Emily—, pero sigue con tu historia.

—Como iba diciendo... , ¿dónde estaba? .. , como iba diciendo, estuvo triste y melancólica durante mucho tiempo, y solía pasear por la terraza, ahí bajo las ventanas, sola, ¡y sin dejar de llorar! Habría sido bueno para vuestro corazón haberla oído. Quiero decir, no bueno, sino que os habría hecho llorar también, según me han dicho.

—Todo eso está muy bien, Annette, pero cuéntame el tema de tu historia.

—Todo a su debido tiempo. Lo que os he contado lo había oído antes, en Venecia, pero lo que viene ahora no lo he sabido hasta hoy. Todo pasó hace muchos años, cuando el signor Montoni era muy joven. La señora, la llamaban signora Laurentini, era muy hermosa, pero solía tener grandes arrebatos, también, a veces, como el signor. Al darse cuenta de que ella no le correspondía, ¿que hizo él? ¡Abandonar el castillo y no volver durante mucho tiempo!, pero para ella daba igual. Era igual de desgraciada cuando él estaba como cuando se fue, hasta que una tarde... ¡Santo San Pedro!, mademoiselle —gritó Annette—, mirad esa lámpara, ¡ved que su llama es azul!

Miró llena de temor por toda la habitación.

—¡No seas ridícula! —dijo Emily—, ¿por qué te dejas llevar por esas fantasías? Te ruego que me acabes de contar tu historia, estoy impaciente.

Annette seguía con los ojos fijos en la lámpara y prosiguió bajando la voz.

—Dicen que una tarde, cerca del fin de año, puede que fuera a mediados de septiembre, creo yo, o comienzo de octubre; podría incluso ser noviembre, ya que también entonces es a finales del año, pero no lo puedo decir con certeza, porque tampoco ellos me lo han dicho así. No obstante, fue en la última parte del año, cuando esta señora se fue paseando desde el castillo hasta los bosques que hay debajo, como había hecho antes con frecuencia, sola, acompañada únicamente por su doncella. El viento era frío y movía las hojas por el suelo, silbando desmayadamente entre esos grandes y viejos castaños por los que hemos pasado, mademoiselle, según nos acercábamos al castillo... Benedetto me los ha mostrado mientras hablaba... el viento era frío, y la doncella trató de persuadirla para que regresaran. Pero no le hizo caso, porque le gustaba pasear por el bosque a la caída de la tarde, y si las hojas caían a su alrededor, mucho mejor.

»Bien; vieron cómo entraba en el bosque, pero vino la noche y no regresó; las diez, las once, dieron las doce y ¡la señora no vino! Bien, los criados pensaron que lo más seguro es que hubiera sufrido algún accidente y acudieron a buscarla. Registraron todo a lo largo de la noche, pero no pudieron encontrarla, ni vieron señales de ella. Desde aquel día hasta hoy, mademoiselle, no se ha sabido nada más de ella.

—¿Es cierto, Annette? —dijo Emily totalmente sorprendida.

—¡Cierto, mademoiselle! —dijo Annette con una mirada de terror—; sí, es verdad. Pero también dicen —añadió bajando la voz—, también dicen que la signora ha sido vista varias veces desde entonces paseando por el bosque y alrededor del castillo durante la noche; varios de los más viejos criados, que se quedaron aquí durante algún tiempo después de aquello, declaran haberla visto. Desde entonces ha sido vista por algunos de los vasallos que han venido al castillo por la noche. Cario, el viejo mayordomo, dice que podría contar muchas cosas, si quisiera.

—¡Eso es contradictorio, Annette! —dijo Emily—, dices que no se ha sabido nada de ella y, ¡sin embargo, que la han visto!

—Todo esto me lo han contado como un gran secreto —prosiguió Annette sin prestar atención a la observación—, y estoy segura, mademoiselle, que no seréis capaz de obligarme a mí o a Benedetto a contároslo de nuevo.

Emily guardó silencio y Annette repitió su última frase.

—No tienes que temer indiscreción alguna por mi parte —replicó Emily—, y permíteme que te aconseje, mi buena Annette, que tú también debes ser discreta y que no debes mencionar nunca que lo has contado a persona alguna. El signor Montoni, como has dicho, pudiera enfadarse si se entera de ello. Pero, ¿qué investigaciones hicieron en relación con la señora?

—¡Oh!, muchísimas, verdaderamente, mademoiselle, porque el signor reclamó el castillo de inmediato, por tratarse del heredero más próximo, y dicen que los jueces, o los senadores, o alguien parecido, dijo que no podía tomar posesión de él hasta que hubieran pasado muchos años, siempre que la señora no fuera encontrada y que cuando fuera como si estuviera muerta, el castillo sería suyo, y así es ahora. Pero la historia se comentó por todas partes y se contaron detalles muy extraños que no os diré.

—Todo sigue siendo raro, Annette —dijo Emily sonriendo y apartando de su mente lo que imaginaba—. Pero, cuando la signora Laurentini fue vista cerca del castillo, ¿nadie habló con ella?

—¡Hablar con ella! —gritó Annette aterrorizada—; no, naturalmente que no.

—¿Por qué no? —preguntó Emily deseando conocer más detalles.

—¡Virgen Santa! ¡Hablar con un espíritu!

—¿Por qué dedujeron que se trataba de un espíritu, a menos que se acercaran a ella y hubieran tratado de hablarle?

—¡Oh, mademoiselle, no os lo puedo decir! ¿Cómo podéis hacer esas preguntas? Nadie la vio venir o salir del castillo; y estaba en un lugar en un momento y al minuto siguiente en otra parte del castillo. Además, nunca habló. Si estaba viva, ¿qué podía hacer en el castillo si nunca habló? Varias partes del castillo se han caído desde entonces, por esa misma razón.

—¿Por qué, por qué nunca habló? —dijo Emily tratando de reír para ahuyentar el miedo que había empezado a atenazarla.

—No, mademoiselle, no —replicó Annette algo enfadada—, sino porque algo había sido visto en esas partes. También dicen que hay una vieja capilla junto al lado oeste del castillo en la que a medianoche ¡se pueden oír gemidos! ¡La sola idea hace temblar! Y se han visto cosas extrañas allí...

—Por favor, Annette, dejemos estas tontas historias —dijo Emily.

—¡Tontas historias, mademoiselle! Os diré algo, si queréis, que me ha contado Caterina. Era una noche fría de invierno cuando Caterina... (según me ha dicho, solía venir con frecuencia entonces por el castillo para hacer compañía al viejo Carlo y a su mujer, que la recomendaron después al signor y se quedó a vivir aquí desde entonces) ... Caterina estaba sentada con ellos en el zaguán pequeño, cuando dijo Carlo: «Me gustaría tostar algunos higos de los que tenemos en la despensa, pero está lejos y soy demasiado viejo para ir por ellos. Tú, Caterina, que eres joven y ligera, podrías traer algunos, ya que el fuego es un buen lugar para tostarlos. Están en una esquina de la despensa, al final de la galería norte; toma, coge la lámpara y cuida, según subes la gran escalera, que el viento que entra por el tejado no te la apague». Así que Caterina cogió la lámpara... ¡Silencio!, mademoiselle. ¡Estoy segura de haber oído ruido!

Emily, a la que Annette había llenado con sus propios temores, escuchó atentamente, pero todo estaba silencioso, y Annette prosiguió:

—Caterina fue a la galería norte, que es ese pasillo que pasamos antes de llegar a éste. Según iba con la lámpara en la mano, sin pensar en nada... ¡Ahí está, otra vez! —exclamó Annette de pronto—, ¡lo he vuelto a oír! ¡No son fantasías, mademoiselle!

—¡Silencio! —dijo Emily temblando.

Se quedaron escuchando, sentadas y sin moverse. Emily oyó un ligero golpe dado contra el muro. Lo oyeron varias veces. Annette dio un grito y la puerta de la habitación se abrió lentamente. Era Caterina que venía a decirle a Annette que la señora la necesitaba. Emily, aunque se dio cuenta de quién era, no pudo sobreponerse de inmediato a su terror; mientras Annette, medio llorando y riendo, regañó a Caterina por haberlas asustado; pero también estaba asustada por la idea de que hubiera podido escuchar lo que hablaban. Emily, afectada profundamente por las informaciones de Annette, no estaba dispuesta a quedarse sola en aquel estado de ánimo, pero, para evitar el molestar a madame Montoni y para no traicionar su debilidad, luchó para sobreponerse a sus temores y se despidió de Annette por aquella noche.

Cuando se vio sola, sus pensamientos volvieron a la extraña historia de la signora Laurentini y después a su propia situación, en las montañas salvajes y solitarias de un país extranjero, en el castillo, y en manos de un hombre para el que sólo unos pocos meses antes era totalmente desconocida, un hombre que ya había ejercido una autoridad usurpada sobre ella, y cuyo carácter contemplaba con terror, aparentemente justificado por los temores de los demás. Sabía que aquel hombre tenía inventiva suficiente para la ejecución de cualquier proyecto y temió que su corazón estuviera vacío de sentimientos al extremo de llevar adelante cualquier empresa que pudiera sugerirle su propio interés. Hacía tiempo que venía observando la infelicidad de madame Montoni y había sido testigo a menudo del desdén y el lamentable comportamiento que recibía de su marido. A estos hechos, que se reunían para causarle una profunda preocupación, se añadían ahora aquellos miles de terrores que existen sólo en las imaginaciones activas y que desafían tanto a la razón como al frío análisis.

Emily recordó todo lo que le había contado Valancourt el día anterior de su marcha de Languedoc en relación con Montoni y también su intención de disuadirla a aventurarse a aquel viaje. Sus temores se le habían presentado con frecuencia como proféticos y ahora parecían confirmarse. Su corazón, al recordar la figura de Valancourt, se sumió en un vano pesar, pero la razón no tardó en consolarla, ya que, aunque débil al principio, acabó adquiriendo vigor con la reflexión. Consideró que, fueran los que fueran sus sufrimientos, no le complicaría con su desgracia y que de ese modo en sus futuras penas se vería al menos libre de autorreproches.

Su melancolía se veía acompañada de los siniestros silbidos del viento por el pasillo y por todo el castillo. Las llamas de los troncos se habían extinguido hacía tiempo y se quedó sentada con los ojos fijos en las brasas, hasta que una ráfaga, que barrió por el pasillo e hizo temblar puertas y ventanas, la asustó, ya que su violencia hizo que se moviera la silla en la que estaba sentada, y la puerta que conducía hacia el pasadizo de la escalera se abrió a medias. Su curiosidad y sus temores se despertaron de nuevo. Cogió la lámpara y se dirigió hacia los escalones quedándose en la duda de si bajar o no. De nuevo el profundo silencio y lo siniestro del lugar la vencieron y decidió dejarlo para otra ocasión, cuando la luz del día le pudiera ayudar en su registro. Cerró la puerta y puso contra ella una defensa más fuerte.

Se retiró a la cama, dejando la lámpara encendida sobre la mesa; pero su luz tenebrosa, en lugar de disipar sus temores, los incrementaba, ya que sus rayos inciertos le hacían ver sombras en las cortinas y en la remota oscuridad de la habitación. El reloj del castillo dio la una antes de que cerrara los ojos para dormir.

Capítulo VI
Creo que es la debilidad de mis ojos,
la que da forma a esta monstruosa aparición.
¡Viene hacia mí!

JULIUS CAESAR

L
a luz del día disipó de la mente de Emily las tinieblas de la superstición, pero no las de sus temores. La primera imagen que vino a su mente al despertar fue la del conde Morano y con él una serie de males anticipados que no podría vencer ni evitar. Se levantó, y para liberarse de las ideas que la atormentaban se inclinó por observar todo lo que la rodeaba. Desde la ventana contempló la belleza salvaje del paisaje, cerrado casi por todas partes por las cumbres de los Alpes, que parecían sobreponerse unas a otras, iluminados por la neblina, mientras que los promontorios inferiores se veían oscurecidos por los árboles que se extendían hasta su base, reuniéndose en los estrechos valles. Para Emily la rica pompa de aquellos bosques era especialmente encantadora, y contempló con asombro las fortificaciones del castillo, que se extendían a lo largo de la roca, en parte derruidas, la grandeza de los baluartes y las torres y almenas que asomaban por encima. Desde ellas contempló los riscos y arboledas que se hundían hacia el valle, al mismo tiempo que saltaba la espuma de las rápidas corrientes que caían por la montaña opuesta, iluminadas un momento por los rayos del sol o ensombrecidas por los pinos, hasta desaparecer totalmente en el espeso follaje. De nuevo surgían en la oscuridad con una nueva capa de espuma y caían atronadoras hacia el valle. Más cerca, hacia el oeste, se abría la visión de las montañas, que Emily había contemplado con sublime emoción al acercarse al castillo; una capa ligera de vapor, que surgía desde el valle, se extendía por todas partes con una tenue oscuridad. En su ascenso quedaba iluminada por los rayos del sol y adquiría un tinte de belleza exquisita que extendía por árboles y rocas, que sobrepasaba ascendiendo hasta la cumbre de las montañas. Al avanzar el día, era encantador ver todo iluminado y las formas que se hacían visibles por el valle, los pastos verdes, los oscuros troncos, los pequeños salientes rocosos, algunas cabañas de campesinos, la corriente espumosa, un rebaño y otras imágenes de belleza pastoril. Entonces se iluminaron las forestas de pinos y los amplios contornos de las montañas hasta que, finalmente, la neblina que rodeaba sus cumbres quedó iluminada por los rayos del sol. Todo se veía más claro, más definido, y las profundas sombras que producían las colinas más bajas, daba un mayor efecto de esplendor a todo lo que estaba por encima; mientras las montañas, gradualmente emergiendo en la perspectiva, parecían confundirse con el mar Adriático porque eso fue lo que Emily imaginó ante el azul en que terminaba el paisaje.

Así trató de distraerse, consiguiéndolo. También la revivió la fresca brisa de la mañana. Elevó sus pensamientos en una oración, lo que casi siempre necesitaba cuando contemplaba lo sublime de la naturaleza y su mente recobró toda su fuerza.

Al volverse de la ventana, sus ojos se fijaron en la puerta que había guardado tan cuidadosamente la noche anterior y decidió examinar a dónde conducía. Al acercarse para quitar las sillas, percibió que ya habían sido movidas un poco. Su sorpresa no puede imaginarse fácilmente cuando, un minuto después, comprobó que habían corrido los cerrojos. Se sintió como si hubiera visto una aparición. La puerta que conducía al pasillo estaba cerrada como ella la había dejado, pero la otra, que sólo podía ser cerrada desde fuera, había sido atrancada con los cerrojos durante la noche. Se sintió seriamente inquieta ante la idea de volver a dormir en una habitación en la que otros podían entrar, alejada además de las del resto de la familia, y decidió comentarlo con madame Montoni y solicitar que la cambiaran a otra.

Tras unos momentos de duda, encontró el camino hacia el vestíbulo grande y entró en la habitación en la que había estado la noche anterior, en la que ya estaba dispuesto el desayuno, y encontró a su tía sola, ya que Montoni estaba recorriendo los alrededores del castillo, examinando las condiciones de la fortificación y hablando con Carlo. Emily advirtió que su tía había estado llorando y su corazón se inclinó a su favor, con un afecto que le quiso demostrar con su comportamiento y no con palabras, puesto que evitó cuidadosamente que se advirtiera que lo había notado. Aprovechó la oportunidad de la ausencia de Montoni para comentar la circunstancia de la puerta, solicitar que le fuera permitido pasar a otra habitación y para preguntar de nuevo por las razones de aquel viaje inesperado. A la primera pregunta su tía le indicó que hablara con Montoni, rehusando intervenir en el asunto; a la última, insistió en su ignorancia.

Entonces Emily, con el deseo de que su tía se sintiera mejor, alabó la grandeza del castillo y del paisaje en que se encontraban, ocultando todas las circunstancias desagradables. Pero, aunque la desgracia había suavizado en parte la aspereza del temperamento de madame Montoni, y al sentirse preocupada por sí misma había llegado a sentir algo por los demás, su amor caprichoso por mandar que la naturaleza le había proporcionado y que la costumbre había despertado en su corazón, no cedió. No supo negarse la satisfacción de tiranizar a la inocente y desprotegida Emily, ridiculizando gustos que no podía compartir.

Sin embargo, sus comentarios satíricos fueron interrumpidos por la llegada de Montoni, y su rostro asumió de inmediato una expresión a medias de temor y a medias de resentimiento, mientras él se sentaba a la mesa, como si no tuviera conciencia de que había otras personas además de él en la habitación. Emily, al observarle en silencio, vio que su rostro estaba más sombrío y preocupado que de costumbre. «¡Oh, si pudiera —se dijo a sí misma—, saber lo que pasa por su cabeza; si pudiera conocer sus pensamientos, los que tiene ahora mismo, no me vería condenada a esta duda torturante!» El desayuno transcurrió en silencio, hasta que Emily se decidió a solicitar que le fuera concedida otra habitación y relató las circunstancias que la hacían desearla.

—No tengo tiempo para ocuparme de esos temas —dijo Montoni—, esa habitación ha sido preparada para ti y debes contentarte con ella. No es probable que alguien se tome la molestia de ir hasta esa remota escalera con el propósito de correr los cerrojos. Si no estaba cerrada cuando entraste, tal vez el viento movió la puerta e hizo saltar esos cerrojos. Pero no sé por qué tengo que preocuparme de un incidente tan insignificante.

La explicación no bastó en modo alguno a Emily, que había observado que los cerrojos estaban enmohecidos y que, en consecuencia, no se podían mover con facilidad; pero no se decidió a decirlo y repitió su petición.

—Si no eres capaz de liberarte de esos temores —dijo Montoni en tono desagradable—, al menos evita el molestar a los demás mencionándolos. Debes superar ese comportamiento y decidirte a fortalecer tu mente. No hay existencia más amarga que la de quien está dominado por el miedo.

Al decirlo, sus ojos se fijaron en madame Montoni, que se ruborizó, pero guardó silencio. Emily, herida y contrariada, pensó que sus miedos eran en esta ocasión

demasiado razonables para merecer ser ridiculizados; pero, comprendiendo que al margen de lo que la conmovieran, debía superarlos, procuró distraer la atención del tema.

Poco después entró Cario con algunas frutas:

—Vuestra
Excellenza
ha de estar cansado después de ese largo recorrido —dijo mientras colocaba la fruta sobre la mesa—, pero todavía hay mucho que ver después del desayuno. Hay una parte en el pasaje abovedado que conduce a...

Montoni frunció el ceño mirándole y le hizo una indicación con la mano para que saliera de la habitación. Cario se detuvo, bajó la vista y añadió acercándose a la mesa y cogiendo el cesto de frutas:

—He hecho un esfuerzo,
Excellenza,
para traer algunas cerezas para mi distinguida señora y mi joven señorita. ¿Queréis probarlas, madame? —dijo Cario ofreciéndole el cesto—, y son muy finas, aunque las he cogido yo mismo de un árbol viejo al que alcanza el sol del sur; son tan grandes como ciruelas.

—Muy bien, viejo Carlo —dijo madame Montoni—, te lo agradezco.

—Y la joven signora, también, puede que le gusten —continuó Carlo acercando el cesto a Emily—; para mí será un placer ver que come algunas.

—Gracias, Cario —dijo Emily cogiendo algunas cerezas y sonriendo amablemente.

—Vamos, vamos —dijo Montoni impaciente—, ya está bien. Sal de la habitación, pero espérame. Es posible que te necesite.

Cario obedeció, y Montoni salió poco después para seguir examinando el estado del castillo. Emily se quedó con su tía, soportando con paciencia su mal humor y tratando con la mayor dulzura de suavizar su aflicción en lugar de resentirse de sus efectos.

Cuando madame Montoni se retiró a sus habitaciones, Emily intentó entretenerse con una vista del castillo. A través de una puerta pasó del gran vestíbulo a las murallas, que se extendían a lo largo del borde del precipicio, rodeando tres lados de la construcción; el cuarto estaba guardado por los altos muros de los patios y por el portalón de la entrada, por la que había pasado la noche anterior. La grandeza de las anchas murallas y el variado paisaje sobre el que se extendían, excitaron su admiración, ya que la extensión de las terrazas permitía ver el exterior desde varios puntos de vista, de tal modo que parecían formar nuevos paisajes. Varias veces se detuvo para examinar la gótica magnificencia de Udolfo, su orgullosa irregularidad, sus tremendas torres y almenas, sus ventanales cerrados por arcos, y las espigadas torres de observación que surgían en los esquinazos de la torretas. Se apoyó en el muro de la terraza y sintió un escalofrío al medir con la vista la profundidad del precipicio que se extendía hasta las copas de los árboles. A todos los lados a los que se volvía su vista se aparecían las cumbres de las montañas, los bosques de pinos, los estrechos valles que se abrían entre los Apeninos y se ocultaban a la vista en regiones inaccesibles.

Mientras estaba apoyada, Montoni, seguido por dos hombres, apareció subiendo por un sendero tortuoso, cortado en las rocas bajo ella. Se detuvo en un tajo y, señalando hacia las murallas, se volvió a sus seguidores y les habló con impaciencia y gesticulando. Emily vio que uno de aquellos hombres era Cario; el otro llevaba ropa de campesino y era el único que parecía recibir las indicaciones de Montoni.

Se retiró de los muros y prosiguió su paseo, hasta que oyó en la distancia las ruedas de un carruaje y después la campana de la entrada. Instantáneamente pensó que había llegado el conde Morano. Según avanzaba hacia su habitación, varias personas entraron en el vestíbulo por la puerta opuesta. Los vio en el otro extremo de las columnas y se detuvo inmediatamente, pero la agitación de su ánimo, la extensión y la oscuridad del vestíbulo impidieron que distinguiera de quién se trataba. Sin embargo, sus temores se concentraron en una sola idea y creyó que había visto al conde Morano.

Cuando pensó que ya habían cruzado el vestíbulo, se aventuró de nuevo por la puerta y llegó sin ser vista a su habitación, donde quedó agitada por los temores y escuchando todos los distantes sonidos. Por fin, al oír voces en la muralla, corrió hacia la ventana y vio a Montoni que caminaba con el signor Cavigni, conversando con gran interés y deteniéndose de vez en cuando para mirarse, momentos en los que su charla parecía ser mucho más interesante aún.

De las personas que habían cruzado por el vestíbulo, sólo había visto a Cavigni, pero la alarma de Emily se acentuó al oír pasos en el corredor y pensar que le traían algún mensaje del conde. Un momento después apareció Annette.

—¡Ah!, mademoiselle —dijo—, ha llegado el signor Cavigni. Estoy segura de que os alegrará ver a un cristiano en este lugar. Es una persona tan agradable. ¡Siempre se fija en mí! También ha venido el signor Verezzi y ¿quién pensáis que ha venido también, mademoiselle?

—No lo sé, Annette; dímelo rápido.

—No, madame, diga un nombre.

—Como quieras —dijo Emily asumiendo serenidad—, supongo que se trata del conde Morano.

—¡Virgen Santa! —exclamó Annette—. ¿Estáis enferma? ¡Os vais a desmayar! Traeré agua.

Emily se dejó caer en una silla:

—Quédate, Annette —dijo débilmente—, no me dejes sola. No tardaré en recuperarme; abre la ventana. Así que ha sido el conde. ¿No has dicho eso?

—¿Quién, yo? ¡El conde! No, mademoiselle, no he dicho eso.

—¿Entonces, no ha venido? —dijo Emily inquieta.

—No, mademoiselle.

—¿Estás segura?

—¡Dios me bendiga! —dijo Annette—, os habéis recobrado de inmediato. No es posible. Pensé que os estabais muriendo.

—Pero el conde, ¿estás segura de que no ha venido?

—Sí, totalmente segura. Estaba mirando por la verja del torreón norte cuando los carruajes entraban en el patio y nunca esperé ver tanta animación en este viejo castillo. Pero aquí están, amos y criados, los suficientes para que este lugar se anime de nuevo. ¡He estado a punto de atravesar los barrotes enmohecidos! ¿Quién podía pensar en ver el rostro de un cristiano en esta enorme y horrible casa? Habría podido besar hasta a los caballos que los han traído.

—Bien, Annette, ya me siento mejor.

—Ya lo veo. Para los criados va a ser muy entretenido. Cantaremos y bailaremos en el zaguán pequeño, porque allí el signor no nos oirá y nos contaremos historias. ¡También ha venido Ludovico, Ludovico estaba con ellos! ¿Os acordáis de Ludovico, alto, guapo, joven, el lacayo del signor Cavigni que lleva siempre su librea con tanta gracia, que extiende su brazo izquierdo 'con su tocado colocado con tanta elegancia a un lado y...?

—No —dijo Emily que estaba abrumada con su locuacidad.

—¿Es posible? ¿No recordáis a Ludovico, que remó en la góndola del cavalier en la última regata y ganó el premio? ¿Y que suele cantar versos tan dulces sobre Orlando y sobre los moros y Carlo..., Carlo... magno, sí, ése era su nombre, bajo mi ventana, en el pórtico del oeste, en la noches de luna en Venecia? ¡Le he escuchado tantas veces!

—Me temo, para tu desgracia, mi buena Annette —dijo Emily—, que esos versos han robado tu corazón. Déjame que te aconseje que, si es así, lo guardes en secreto: no dejes que él lo sepa.

—¡Ah, mademoiselle! ¿Cómo se puede guardar un secreto como ése?

—Annette, me siento mucho mejor y puedes marcharte.

—¡Oh!, olvidé preguntaros, ¿cómo dormisteis anoche en esta sombría habitación?

Other books

Two for Three Farthings by Mary Jane Staples
The Marshal Takes A Bride by Sylvia McDaniel
Wickedly Dangerous by Deborah Blake
Forecast by Tara, Jane
Zombie Lovin' by Olivia Starke
A Lush Betrayal by Selena Laurence