Los misterios de Udolfo (85 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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Pasó algún tiempo antes de que Emily pudiera contener sus lágrimas y dominar sus emociones.

—Si deseas olvidar aquel viaje —dijo—, mi deseo también será olvidarlo. —Se detuvo y después añadió—: Me desasosiegas, pero no es el momento para hacer más preguntas; sin embargo. ¿cómo puedo evitar creer. aunque sea por un momento, que eres menos merecedor de mi estima que antes? Sigo teniendo confianza en tu candor para creer que cuando te pida una explicación me la darás.

—Sí —dijo Valancourt—, sí, Emily. Aún no he perdido mi candor, y si es así. haré mejor disimulando mis emociones. al saber cuáles sido tus sufrimientos, tus virtudes. mientras yo..., yo..., pero no diré más. Ni siquiera pensaba decir tanto. Me he visto sorprendido en autoacusaciones. Dime, Emily, que no olvidarás aquel viaje. que no desearás olvidarlo, y me calmaré. No perdería el recuerdo de aquello por todo el oro del mundo.

—¡Qué contradictorio es todo esto! —dijo Emily—, pero pueden oírnos. Mi recuerdo depende de ti. Estoy dispuesta a olvidar o a recordar, según lo que tú hagas. Regresemos con el conde.

—Dime antes —dijo Valancourt— que perdonas la inquietud que te he ocasionado esta tarde y que sigues amándome.

—Te perdono con toda sinceridad —replicó Emily—; tú mismo sabrás mejor si continuaré amándote. porque sabes si mereces mi estima. Por el momento, seguiré pensando que es así. Es innecesario que diga —añadió, observando su reacción— cuánto dolor me produciría pensar de otro modo. La señorita que se acerca es la hija del conde.

Valancourt y Emily se vieron acompañados por Blanche, y el grupo se sentó poco después con el conde, su hijo y el chevalier Du Pont, ante el banquete ofrecido en tan alegre compañía, bajo los árboles. También se sentaron a la mesa varios de los más venerables colonos del conde, y fue una comida festiva para todos excepto para Valancourt y Emily. Cuando el conde se retiró al castillo, no invitó a Valancourt a que los acompañara, quien, en consecuencia, se despidió de Emily y se retiró a su posada solitaria para pasar la noche. Emily regresó a su habitación, donde pensó con profunda ansiedad y preocupación en el comportamiento y en el modo en que el conde había recibido a Valancourt. Su preocupación era tan profunda que olvidó la cita con Dorothée hasta que ya había entrado la mañana y, sabiendo que la mujer no vendría, se retiro unas pocas horas a descansar.

Al día siguiente, cuando el conde se unió accidentalmente a Emily en uno de sus paseos, hablaron de la fiesta de la noche anterior, lo que le llevó a él a mencionar el nombre de Valancourt.

—Es un joven de talento —dijo—, me doy cuenta de que ya le conocíais. —Emily asintió—. Me lo presentaron en París —dijo el conde—, me agradó mucho en nuestro primer encuentro. —Se detuvo y Emily tembló entre el deseo de saber más y el temor a mostrar al conde que estaba interesada en el tema—. ¿Puedo preguntaros —dijo por fin— cuánto tiempo hace que conocéis a monsieur Valancourt?

—¿Me permitiréis que os pregunte las razones de vuestro interés en saberlo, señor? —dijo—. Después os contestaré inmediatamente.

—Ciertamente —dijo el conde—, es muy justo. Os diré mis razones. Me doy cuenta de que monsieur Valancourt os admira; en eso, no obstante, no hay nada extraordinario; cualquier persona que os vea haría lo mismo. Estoy por encima de halagos comunes, hablo con sinceridad. Lo que temo es que sea un admirador favorecido.

—¿Por qué lo teméis, señor? —dijo Emily, tratando de ocultar sus emociones.

—Porque —replicó el conde— no creo que sea merecedor de vuestros favores.

Emily, altamente preocupada, le solicitó una explicación.

—Os la daré —dijo— si creéis que nada que no sea el profundo interés en vuestra situación podría inducirme al riesgo de una afirmación.

—Eso creo, señor —replicó Emily.

—Descansemos bajo esos árboles —dijo el conde observando la palidez de su rostro—, aquí podéis sentaros, estáis fatigada.

Se sentaron y el conde prosiguió:

—Muchas señoritas, en vuestras circunstancias, pensarían que mi conducta en esta ocasión y tras tan corto conocimiento, es impertinente en vez de amistosa; por lo que he podido observar de vuestro temperamento y compresión, no temo que reaccionéis así. Nuestro conocimiento ha sido corto, pero lo suficiente para que me haya hecho estimaros y sentir un vivo interés por vuestra felicidad. Os merecéis ser feliz y confío en que lo seáis. —Emily suspiro levemente e inclinó la cabeza dándole las gracias. El conde hizo una nueva pausa—. Conozco circunstancias desagradables —dijo—, pero la oportunidad de haceros un importante servicio debe superar cualquier consideración inferior. ¿Me podréis informar de cómo conocisteis al chevalier Valancourt, si no os resulta demasiado doloroso?

Emily le relató brevemente las circunstancias de su encuentro en presencia de su padre, rogándole a continuación que no dudara en informarla de lo que sabía, advirtiendo su violenta emoción, contra la que luchaba, y cómo el conde la miraba con tierna compasión mientras pensaba cómo podía comunicar su información con el menor daño posible a su ansiosa auditora.

—El chevalier y mi hijo —dijo— fueron presentados en la mesa de un hermano oficial en cuya casa yo también le conocí, invitándole a la mía en cualquier momento en que estuviera libre de servicio. Yo no sabía entonces que él había conocido anteriormente a un grupo de hombres, desgracia de su especie, que vivían del expolio y que pasaban la vida en continuo libertinaje. Conocía a varios miembros de la familia del chevalier, residente en París, y lo consideré suficiente para llevarle a mi casa. Pero veo que os ponéis enferma, dejaré el tema.

—No, señor —dijo Emily—, os ruego que continuéis, sólo estoy angustiada.

—¡Sólo angustiada! —dijo el conde con énfasis—, sin embargo continuaré. No tardé en saber que aquellos hombres, sus compañeros, le habían llevado a una corriente de disipación de la que parecía no tener poder ni inclinación para separarse. Perdió grandes sumas de dinero en las mesas de juego, se dejó dominar por él y estaba arruinado. Hablé de esto con sus amigos, que me aseguraron que habían tratado de ayudarle, sin lograrlo. Poco después supe que en consideración a su habilidad para el juego, en el que tenía suerte generalmente cuando no se enfrentaba a los trucos de los villanos, un grupo de rufianes le había iniciado en los secretos de su negocio concediéndole una participación en los beneficios.

—¡Imposible! —dijo Emily de pronto—. Pero, perdóneme, señor, no sé lo que digo, disculpadme por la desesperación que me envuelve. Debo creer que no habéis sido informado de la verdad. Sin duda el chevalier tenía enemigos que han dado de él una imagen equivocada.

—Sería muy feliz si pudiera creerlo —replicó el conde—, pero no es así. Sólo el convencimiento de que es como os digo y mi preocupación por vuestra felicidad me han obligado a repetiros estos informes desagradables.

Emily guardó silencio. Recordó los comentarios de Valancourt la noche anterior, cuando descubrió los dolores de sus autorreproches y parecía que todo confirmaba lo que el conde le había contado. Sin embargo, no tenía fuerzas suficientes para atreverse a creerlo. Su corazón se sentía oprimido por la angustia ante la mera sospecha de su culpabilidad y no podía tratar de creer en ello. Tras un largo silencio, el conde dijo:

—Me doy cuenta, y lo comprendo, que necesitáis convenceros. Si es así os podría dar algunas pruebas de lo que he dicho, pero no puedo hacerlo sin incluir una en peligro, que me es especialmente querida.

—¿A qué peligro os referís, señor? —dijo Emily—. Si puedo prevenirlo, podéis confiar plenamente en mi honor.

—Estoy seguro de que puedo confiar en vuestro honor —dijo el conde—, pero, ¿puedo confiar en vuestra fortaleza? ¿Creéis que podéis resistir la petición de un admirador favorecido, cuando os ruegue, en la aflicción, que le digáis el nombre de quién le ha robado su bendición?

—No me expondré a tal tentación, señor —dijo Emily, con modesto orgullo—, porque no puedo favorecer a nadie a quien ya no estimo. No obstante, os doy mi palabra.

Las lágrimas contradijeron, al mismo tiempo, sus primeras afirmaciones, y se dio cuenta de que sólo el tiempo y el esfuerzo podrían erradicar un afecto que se había formado en una estima virtuosa y animado por la costumbre y la dificultad.

—Entonces confiaré en vos —dijo el conde—, porque necesitáis de la convicción para vuestra paz, y me doy cuenta de que no podréis obtenerla sin esta confidencia. Mi hijo ha sido bastantes veces testigo ocular de la conducta reprobable del chevalier. Casi fue arrastrado por ella, llegó a cometer muchas locuras, pero le rescaté de la culpabilidad y la destrucción. Juzgad entonces, mademoiselle St. Aubert, si un padre que casi había perdido a su único hijo varón por el ejemplo del chevalier, no tiene razones para avisar a los que estima para que no confíen su felicidad en tales manos. Yo mismo he visto al chevalier jugando con hombres ante los que casi temblaba sólo con mirarlos. Si seguís en duda, haré que os hable mi hijo.

—No puedo dudar de lo que habéis sido testigo —replicó Emily, hundiéndose en la desesperación—, o de lo que afirmáis. Pero tal vez el chevalier se ha visto arrastrado por una locura transitoria, que puede no volverle a afectar nunca. Si hubierais conocido la rectitud de sus principios anteriores, comprenderíais mi incredulidad presente.

—Puede ser —observó el conde— que sea difícil creer en lo que nos sume en la desesperación. Pero no me dejaré llevar por falsas esperanzas. Todos sabemos la fascinación que ejerce el vicio del juego y qué difícil es también salirse de él. Es posible que el chevalier se reforme por algún tiempo, pero no tardaría en volver a la disipación, porque me temo que no sólo ha caído bajo el poder de ese hábito, sino que su moral se ha corrompido. Y, ¿por qué he de ocultaros que el juego no es su único vicio? Parece que se ha inclinado por todos los placeres viciosos.

El conde dudó e hizo una pausa. Emily trataba de reanimarse, mientras, con creciente inquietud, esperaba lo que tuviera aún que decir. Siguió un largo silencio, durante el cual le vio visiblemente agitado. Por fin dijo:

—Sería una intención cruel el que me mantuviera en silencio. He de informaros que las extravagancias del chevalier le han llevado en dos ocasiones a las prisiones de París, de las que fue sacado, como fui informado por una autoridad de la que no puedo dudar, por una condesa parisina muy conocida, con la que seguía viviendo cuando salió de París.

Se detuvo de nuevo, y al mirar a Emily advirtió que había cambiado su rostro y que se caía del asiento. Consiguió cogerla, pero se había desmayado y gritó pidiendo ayuda. Sin embargo, estaban demasiado lejos para que pudieran oírle sus criados en el castillo y temía dejarla mientras acudía allí para pedir ayuda, aunque no veía otro modo de obtenerla, hasta que una fuente que estaba a poca distancia le sugirió la idea. Trató de apoyar a Emily contra el árbol, bajo el que habían estado sentados, mientras iba allí por agua. Se quedó de nuevo perplejo porque no tenía nada a mano con lo que traerla. Mientras la contemplaba con inquietud creciente, le pareció percibir en su rostro síntomas de recuperación.

Tardó mucho en reanimarse, y cuando lo hizo se encontró apoyada, no por el conde, sino por Valancourt, que la observaba con temor y que le habló en un tono lleno de ansiedad. Al oír su voz tan familiar, abrió los ojos, pero al miento los cerró de nuevo perdiendo una vez más el conocimiento.

El conde, con una mirada de reproche, le hizo una señal para que se retirara. Pero Valancourt sólo suspiró profundamente, llamándola por su nombre, según le acercaba a los labios el agua que había traído. Al repetir el conde su indicación, acompañándola de algunas palabras, Valancourt le contestó con una mirada de profundo resentimiento y se negó a abandonar el lugar hasta que se recobrara o a dejarla un momento al cuidado de cualquier otra persona. Un instante después su conciencia pareció informarle de lo que habían tratado el conde y Emily en su conversación y la indignación brilló en sus ojos; pero fue rápidamente reprimida y cambiada por una expresión de grave angustia, que indujo al conde a mirarle con más piedad que resentimiento, lo que fue advertido por Emily al revivir de nuevo, y la hizo ceder a la debilidad de las lágrimas. No tardó en contenerlas, llevando a efecto su decisión de recobrarse. Se levantó, dio las gracias al conde y a Henri, con el que Valancourt había entrado en el jardín para atenderla, y se dirigió al castillo sin prestar atención a Valancourt, que, conmovido por su actitud, exclamó en voz baja:

—¡Dios mío! ¿Cómo me he merecido esto? ¿Qué te han dicho para ocasionar este cambio?

Emily, sin contestar, pero con creciente emoción, aceleró su paso.

—¿Qué es lo que te ha causado todo esto, Emily? —dijo, caminando lentamente a su lado—. ¡Dame unos minutos para que hablemos! ¡Te lo ruego! ¡Soy muy desgraciado!

Aunque lo dijo en voz muy baja, fue oído por el conde, que replicó inmediatamente que mademoiselle St. Aubert estaba demasiado indispuesta para mantener conversación alguna, pero que se aventuraba a prometer que vería a monsieur Valancourt al día siguiente, si se encontraba mejor.

El rostro de Valancourt enrojeció. Miró altivamente al conde y luego a Emily con expresiones sucesivas de sorpresa, desesperación y súplica, que ella no pudo malinterpretar o resistir, y dijo lánguidamente:

—Estaré mejor mañana, y si deseas aceptar el permiso del conde, te veré entonces.

—¡Verme! —exclamó Valancourt, con una mirada mezcla de orgullo y resentimiento para el conde, y después, conteniéndose, añadió—: Vendré, madame; aceptaré el
permiso
del conde.

Cuando llegaron a la puerta del castillo, dudó un momento, porque su resentimiento se había borrado, y con una mirada tan expresiva de su ternura y dolor que el corazón de Emily casi no pudo soportar, le deseó buen día con la mano, e inclinándose ligeramente ante el conde, desapareció.

Emily se retiró a sus habitaciones con una opresión en el corazón como nunca había sentido. Trató de reconsiderar todo lo que había dicho el conde, examinar la probabilidad de las circunstancias en las que creía y considerar su futura conducta con Valancourt. Pero cuando intentó pensar, su mente rehusó cualquier control y sólo pudo sentir que era muy desgraciada. Por momentos se dejaba llevar por el convencimiento de que Valancourt ya no era el mismo a quien ella había amado tan tiernamente, la imagen que le había hecho hasta entonces soportar todas sus aflicciones y le había animado con la esperanza de días más felices, para pasar después a considerar que se trataba de una persona sin valor, de la que debía alejarse aunque no pudiera olvidarla. Después, incapaz de soportar esta terrible sospecha, la rechazó desdeñando creerle capaz de la conducta que había descrito el conde, a quien creía que le había informado algún enemigo resentido y hubo momentos en los que incluso llegó a dudar de la integridad del conde y a sospechar que estaba influido por algún motivo egoísta para romper su relación con Valancourt, pero esto último era confusión de un instante. El comportamiento del conde, del que tenía noticias por Du Pont y muchas otras personas, y ella personalmente había observado, le permitían juzgarle y destruir la sospecha. No parecía posible caer en la tentación de creerle capaz de una conducta tan. traidora y cruel. Tampoco la reflexión impidió la esperanza de que Valancourt hubiera sido mal interpretado por el conde, aunque había dicho que hablaba como consecuencia de sus propias observaciones y por las experiencias de su hijo. En consecuencia, debía apartarse de Valancourt para siempre, ya que su felicidad y tranquilidad no se podían confiar en un hombre cuyos gustos habían degenerado en tan bajas inclinaciones y para quien el vicio se había convertido en habitual, alguien a quien no podría seguir estimando, pese a que el recuerdo de lo que había sido y la costumbre de amarle harían muy difícil olvidarle.

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