Los misterios de Udolfo (91 page)

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Authors: Ann Radcliffe

BOOK: Los misterios de Udolfo
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—Eso quiere decir que el demonio tiene una llave —dijo Dorothée—, porque no puede tratarse de nadie que no sea él. ¡Yo misma eché la llave a esa puerta!

La muchacha, corriendo por las escaleras y cruzando hacia la principal, había llegado hasta el pasillo, donde cayó gimiendo ante la puerta de Emily.

Reprimiéndola suavemente por la alarma que había despertado, Emily trató de que se avergonzara de sus temores, pero la muchacha insistía en que había visto una aparición, hasta que fue llevada a su cuarto, acompañada por todas las criadas presentes, excepto por Dorothée, quien, a petición de Emily, permaneció con ella durante la noche. Emily estaba perpleja y Dorothée aterrorizada y comentando cosas que habían sucedido en otros tiempos, que desde hacía años confirmaron sus supersticiones. Entre ellas, conforme a su creencia, había sido testigo una vez de una aparición como la que acababa de describir, y en el mismo lugar. Fue su recuerdo lo que la hizo detenerse cuando iba a subir las escaleras con Emily, y lo que la habían hecho dudar antes de abrir las habitaciones del lado norte. Cualesquiera que fueran las opiniones de Emily, no las dejó traslucir, pero escuchó atentamente todo lo que decía Dorothée, lo que le ocasionó profundas consideraciones y perplejidad.

Desde aquella noche el terror de los criados aumentó de tal modo que algunos de ellos decidieron abandonar el castillo y solicitaron al conde ser relevados. Si el conde tuvo alguna fe en el tema de su preocupación, consideró más propio desmentirla, y deseoso de evitar los inconvenientes que le amenazaban, lo consideró primero ridículo, y después argumentó para convencerles de que no tenían nada que temer de carácter sobrenatural. Pero el miedo había hecho que sus mentes fueran inaccesibles a la razón. Ludovico dio pruebas una vez más de su coraje y de su gratitud por las amabilidades que había recibido del conde y se ofreció a vigilar durante la noche las habitaciones que se consideraban embrujadas. Dijo que no temía a los espíritus y que si alguna forma humana aparecía, demostraría que las temía aún menos.

El conde accedió a su oferta, mientras los criados, al enterarse, se miraron unos a otros llenos de duda y sorpresa, y Annette, aterrorizada por la seguridad de Ludovico, trató con ruegos y lágrimas de disuadirle de su propósito.

—Eres un tipo extraño —dijo el conde, sonriendo—, piensa bien lo que te puedes encontrar antes de decidirte a ello. No obstante, si te mantienes en tu decisión, aceptaré tu oferta y tu intrepidez será premiada.

—No deseo premios, su
excellenza
—replicó Ludovico—, sino vuestra aprobación. Vuestra
excellenza
ya ha sido suficientemente bueno conmigo; pero deseo tener armas, para igualar a mi enemigo, en caso de que aparezca.

—Tu espada no te podrá defender contra un fantasma —replicó el conde, echando una mirada irónica a los otros criados—, ni los barrotes o los cerrojos; porque los espíritus, como sabes, pueden escurrirse a través de las cerraduras tan fácilmente como por una puerta.

—Dadme una espada, mi señor —dijo Ludovico—, y haré caer a todos los espíritus que me ataquen en un mar rojo.

—Bien —dijo el conde—, tendrás una espada y también ánimos, y tus bravos compañeros tal vez coraje suficiente para permanecer otra noche en el castillo, al menos hoy en que toda la malicia del espectro se concentra en ti.

La curiosidad alternó con el miedo en la imaginación de varios criados que decidieron esperar a que Ludovico realizara su hazaña.

Emily se sorprendió y se preocupó cuando se enteró de sus intenciones, y se sintió inclinada a mencionar lo que había contemplado en las habitaciones del lado norte, porque no podía liberarse de los temores por la seguridad de Ludovico, aunque su razón le decía que todo era absurdo. Sin embargo, la necesidad de ocultar el secreto que le había sido confiado por Dorothée y que hubiera obligado a mencionar que habían visitado secretamente aquella zona, le obligó a mantenerse en silencio, y trató únicamente de calmar a Annette, que estaba convencida de que Ludovico sería destruido y que se vio menos afectada por los esfuerzos consolatorios de Emily que por el comportamiento de Dorothée, que, cada vez que se mencionaba el nombre de Ludovico, suspiraba y elevaba los ojos al cielo.

Capítulo VI
¡Vosotros. dioses de lo seguro y del sue ño profundo!,
cuyo suave dominio rige sobre este castillo,
y sitúa a su alrededor todo su amplio silencio,
perdonadme, si mi pluma temblorosa expone
lo que nunca antes fue cantado en baladas mortales.

THOMSON

E
l conde dio órdenes para que se abrieran las habitaciones del lado norte y fueran preparadas para recibir a Ludovico; pero Dorothée, recordando lo que había visto últimamente, temió obedecer, y ninguno de los otros criados se atrevió a aventurarse hasta allí, por lo que siguieron cerradas hasta el momento en que Ludovico tuvo que retirarse para pasar la noche, momento que todo el servicio esperaba con impaciencia.

Después de la cena, Ludovico, por orden del conde, se reunió con él en su cuarto, donde estuvieron solos casi media hora. Al marcharse, su señor le entregó una espada.

—Ha sido utilizada en peleas mortales —dijo el conde jocosamente—, tú la usarás honorablemente, sin duda, en una espiritual. Mañana quiero que me digas que no queda ni un solo fantasma en el castillo.

Ludovico la recibió con una respetuosa inclinación.

—Seréis obedecido, mi señor —dijo—, lograré que ningún espectro altere la paz de este castillo después de esta noche.

Regresaron entonces al comedor, en donde los invitados del conde les esperaban para acompañarles, y también a Ludovico, hasta la puerta de las habitaciones del lado norte, y Dorothée, a quien habían pedido las llaves, se las entregó a Ludovico, que abrió el camino, seguido por la mayoría de los habitantes del castillo. Al llegar a la escalera trasera, varios de los criados se detuvieron y se negaron a seguir avanzando, pero el resto continuó hasta el último rellano, que por su amplitud permitió que todos lo rodearan mientras metía la llave en la cerradura, lo que contemplaron con enorme curiosidad como si estuviera realizando algún rito mágico.

Ludovico, que no estaba acostumbrado a la cerradura, no podía dar vuelta a la llave. y Dorothée, que se había quedado atrás, fue llamada y su mano abrió la puerta lentamente. Tras echar una mirada a la habitación polvorienta, tuvo un escalofrío y se echó hacia atrás. Ante esta señal de alarma, gran parte del grupo corrió escaleras abajo, y el conde, Henri y Ludovico se quedaron solos para continuar su marcha, entrando inmediatamente en la habitación. Ludovico, con la espada desnuda, que acababa de sacar de la vaina, el conde con la lámpara y Henri con un cesto con algunas provisiones para el valeroso aventurero.

Después de mirar por la primera habitación, en la que nada parecía justificar la alarma, pasaron a la segunda y, al encontrarse todo tranquilo, prosiguieron a la tercera con paso más decidido. El conde tuvo entonces ánimo para sonreír tras la alteración que había sufrido por la reacción de los demás y le preguntó a Ludovico en qué habitación pasaría la noche.

—Hay varias habitaciones después de ésta, su
excellenza
—dijo Ludovico señalando una puerta—, y en una de ellas hay una cama, según dicen. Allí pasaré la noche, y cuando me canse de vigilar podré echarme un poco.

—Excelente —dijo el conde—; sigamos. Como ves, aquí no hay nada, sino paredes sucias y muebles viejos. He estado tan ocupado desde que llegué al castillo que es la primera vez que las veo. Recuerda decir mañana al ama de llaves que abra estas ventanas. Las cortinas de damasco están hechas pedazos. Haré que las quiten y que se lleven estos muebles viejos.

—¡Señor! —dijo Henri—, aquí hay una butaca tan llena de polvo que más que otra cosa recuerda las que hay en el Louvre.

—Sí —dijo el conde, deteniéndose un momento para contemplarla—, hay una larga historia relativa a este sillón, pero no tengo tiempo ahora de contarla. Prosigamos. Son más habitaciones de las que pensaba, y han pasado muchos años desde que las vi por primera vez. Pero ¿dónde está la alcoba de la que hablabas, Ludovico? Éstas sólo son antecámaras del gran salón. Las recuerdo cuando estaban en todo su esplendor.

—La cama, mi señor —replicó Ludovico—, según me dijeron, está en una habitación después del salón, y en ella concluye todo.

—¡Oh!, éste es el salón —dijo el conde, según entraban en una habitación muy espaciosa, en la que Emily y Dorothée habían descansado. Estuvo un momento contemplando las reliquias de una grandeza pasada, la tapicería suntuosa; los sofás largos y bajos de terciopelo, con los bastidores picados y sucios; el suelo cubierto con pequeños cuadritos de mármol, en cuyo centro había una rica alfombra; las ventanas con vidrieras, y los espejos venecianos, de un tamaño y una calidad que no correspondía a los que se hacían en aquel tiempo en Francia, que reflejaban, por todos lados, la enorme habitación. Habían reflejado también anteriormente escenas alegres y brillantes, ya que había sido la habitación principal del castillo y allí se habían celebrado las reuniones de la marquesa que formaron parte de sus festividades nupciales. Si el arte de un mago hubiera podido reconstruir aquellos grupos desaparecidos, muchos de ellos incluso de la tierra, que en alguna ocasión cruzaron ante los brillantes espejos, ¡qué cuadro tan variado y contrastado habrían exhibido con el presente! Ahora, en lugar de las luces brillantes y de los grupos espléndidos y entretenidos, reflejaban únicamente los rayos de luz de una triste lámpara, que sostenía el conde y que con dificultad mostraba las tres solitarias figuras que continuaban recorriendo la habitación, y las paredes llenas de polvo que las rodeaba.

—¡Ah! —dijo el conde a Henri, despertando de su sueño—, ¡cómo ha cambiado todo desde que lo vi por última vez! Entonces era joven y la marquesa vivía sus mejores años; había aquí otras muchas personas, también, que ya no están en este mundo. Ahí estaba la orquesta; aquí nos movíamos en grupos, las paredes hacían eco de la danza.

Ahora sólo devuelven una débil voz e incluso, ¡no será oída por mucho tiempo! Hijo mío, recuerda que yo también fui joven como tú y que deberás morir como los que te han precedido, como aquellos que cantaban y bailaban en esta habitación en otro tiempo alegre, olvidando que los años están hechos de momentos y que cada paso que daban les conducía más cerca de la tumba. Pero estas consideraciones son inútiles, casi diría criminales, a menos que nos enseñen a preparaos para la eternidad, puesto que, de otro modo, nublarán nuestra felicidad presente, sin guiaos hacia la futura. Pero dejemos esto, sigamos.

Ludovico abrió la puerta de la alcoba, y el conde, al entrar, se estremeció con la apariencia funeraria que se desprendía de su oscuridad. Se acercó a la cama con emoción solemne, y al comprobar que estaba cubierta con un paño mortuorio negro de terciopelo, se detuvo:

—¿Qué es esto? —dijo contemplándolo.

—He oído, mi señor —dijo Ludovico acercándose y mirando las cortinas—, que la señora marquesa De Villeroi murió en esta habitación y permaneció aquí hasta que fue sacada para ser enterrada, lo que puede explicar, signor, la presencia de este paño.

El conde no replicó, y se quedó unos momentos sumergido en sus pensamientos, evidentemente, muy afectado. Entonces, volviéndose a Ludovico le preguntó en tono muy serio si pensaba que su coraje le permitiría permanecer allí toda la noche.

—Si lo dudas —añadió el conde—, no te avergüences de decirlo. Te liberaré de tu compromiso sin exponerte a las burlas de tus compañeros.

Ludovico hizo una pausa; el orgullo, y algo parecido al miedo, parecían debatirse en su pecho; sin embargo, el orgullo alcanzó la victoria; se puso colorado y cesó en sus dudas.

—No, mi señor —dijo—, seguiré adelante con lo que he empezado y os agradezco vuestra consideración. Encenderé fuego en esa chimenea y con los buenos ánimos que obtendré de esa cesta, no dudo que saldré adelante.

—Que así sea —dijo el conde—, pero ¿cómo superarás el tedio de la noche si no vas a dormir?

—Cuando esté cansado, mi señor —replicó Ludovico—, no tendré miedo de dormirme. Mientras, tengo un libro que me servirá de entretenimiento.

—Bien —dijo el conde—, espero que nada te moleste, pero si algo serio te preocupa durante la noche, acude a mi habitación. Tengo demasiada confianza en tu buen sentido y en tu coraje para creer que puedas asustarte sin motivo o conmoverte por la tristeza de esta habitación, o por su situación alejada, para que puedas llenarte de terrores imaginarios. Mañana te daré las gracias por un servicio importante. Estas habitaciones serán abiertas y el servicio se convencerá de su error. Buenas noches, Ludovico, ven a verme por la mañana temprano y recuerda lo último que te he dicho.

—Lo haré, mi señor. Buenas noches a vuestra
excellenza,
permitidme que os acompañe con la luz.

Iluminó el camino del conde y Henri a través de las habitaciones hasta la puerta exterior. En el rellano de la escalera había una lámpara abandonada por uno de los criados asustados, y Henri, tras cogerla, volvió a desear buenas noches a Ludovico, quien, después de haber correspondido respetuosamente al deseo, cerró la puerta tras ellos y echó la llave. Al regresar a la alcoba examinó las habitaciones por las que pasaba con más minuciosidad que lo había hecho antes, porque pensó que alguna persona pudiera haberse escondido en ellas con el propósito de asustarle. Sin embargo, no había nadie salvo él en las distintas cámaras, y tras dejar abiertas las puertas de todas por las que pasaba, regresó al gran salón, cuyo silencio y tamaño le impresionaron. Se quedó durante un rato mirando hacia atrás la serie de habitaciones que había recorrido, y se asustó al volverse, al descubrir una luz y su propia figura reflejada en uno de los grandes espejos. Otros objetos se veían oscuramente en su superficie, pero no se detuvo a examinarlos y entró rápido en la alcoba. Al ver la puerta del mirador, la abrió. Todo estaba tranquilo en el interior. Miró a su alrededor y recorrió con la mirada el retrato de la fallecida marquesa con gran atención y alguna sorpresa, y tras revisar el vestidor, regresó a la alcoba. Encendió la chimenea y la luz brillante de la misma reanimó su espíritu, que había empezado a decaer ante la tristeza y el silencio del lugar, interrumpido a intervalos por los golpes de viento. Abrió una pequeña mesa y una silla cerca del fuego, cogió una botella de vino y algunas provisiones del cesto y se entretuvo comiendo. Cuando terminó el refrigerio dejó la espada sobre la mesa y, al no estar dispuesto para dormir, sacó del bolsillo el libro del que había hablado. Era un volumen de viejos cuentos provenzales. Después de remover el fuego, avivó la lámpara y acercó la silla a la chimenea, comenzando a leer, y su atención se vio pronto sumergida en las escenas del libro.

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