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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

Los navegantes (41 page)

BOOK: Los navegantes
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Juan Sebastián Elcano acercó la tea á la zona dañada y asintió.

—Me temo que tienes razón. Tenemos dos problemas en uno: cómo sacar el barco de aquí y cómo impedir que se hunda como un plomo al hacerlo.

—Si mucho no me equivoco —dijo el contramaestre—, la pleamar será dentro de dos horas.

—Con eso no nos bastará —respondió el de Guetaria—. Nos haría falta un buen temporal. De todas formas, lo intentaremos; haré bajar a unos hombres con tablones para que estén al tanto y tapen el agujero si conseguimos mover el barco.

Los dos hombres subieron a cubierta y Elcano informó al capitán de la situación.

—¿Crees que podremos sacar la nave de este aprieto? —preguntó Carballo humedeciendo nerviosamente unos labios resecos.

—No lo sé —respondió Elcano francamente—. Estamos en una situación muy difícil. Lo intentaremos, de todas formas.

El guipuzcoano se apartó del capitán bruscamente. No era rencoroso, pero el portugués era una persona que distaba mucho de caerle bien, y no sólo por el oro y las tres jóvenes que se guardaba para sí, sino por la flaqueza de su carácter y la indecisión que le atenazaba. El destino de la expedición no debía estar en manos tan débiles e incapaces.

Se dirigió al contramaestre:

—Juan, encárgate tú de que media docena de hombres preparen los tablones para tapar la brecha. Organiza también los relevos en la bomba de achique; que se releven cada media hora. Yo voy a ver si con la ayuda de la
Victoria
podemos mover este armatroste...

Poco antes de la pleamar, la dotación de ambos barcos había tendido una gruesa maroma entre los dos navíos. Juan Sebastián Elcano ordenó arriar todas las velas, pues el viento que soplaba de popa lo único que hacía era incrustarles más en el arrecife.

—Juan, ordena que todos los hombres disponibles bajen a la bodega. Hay que mover toda la carga a popa. Y quizá todavía mejor, pasarla a la
Victoria
.

—Eso nos puede llevar días —replicó el contramaestre.

—Lo sé, pero mucho me temo que dispondremos de todos esos días que necesitas. Dudo muchísimo que la pobre
Victoria
pueda movernos una pulgada.

Elcano tenía razón, el viento seguía soplando de popa, por lo que la pequeña
Victoria
no podía tirar de la
Trinidad
hacia atrás, sino que, navegando de bolina, tiraba bien a babor o bien a estribor. Todos los esfuerzos resultaron vanos.

Volvieron a intentarlo en la siguiente pleamar con parecidos resultados; aunque parte de los barriles habían sido ya movidos y la proa se veía así aligerada de su carga, todavía la nave se resistía a salir de su trampa. Durante los dos días siguientes los resultados fueron similares. Mientras tanto, día y noche seguía el bombeo para mantener el agua en la bodega a un nivel mínimo.

De repente, sin previo aviso, los vientos se pararon al tercer día y una densa calma cayó a plomo sobre las dos naves. Juan de Acurio oteó el horizonte, inquieto.

—Me parece que la tormenta que pediste se está fraguando, Juan Sebastián.

Éste asintió observando atentamente un cielo azul limpísimo, nada había en él que hiciera presagiar la llegada de las nubes. Sin embargo, por la experiencia que habían tenido en aquellos parajes, las tormentas más temibles estallaban en cuestión de horas. Unas nubes negrísimas aparecían de pronto, impulsadas por un viento huracanado, viajando a unas velocidades increíbles.

—Me parece que tienes razón. Habrá que avisar al capitán. Tendremos que estar todos preparados para abandonar la nave si las cosas van mal.

—¡Ya! —dijo el contramaestre con sorna—. Hay que decir a nuestro capitán que se desprenda de sus tres querubines y que las lleven a la
Victoria
, aunque, pensándolo bien, él mismo podía quedarse en el otro barco con ellas para que no nos estorbe aquí...

La tormenta se desató, tal como había predicho Juan de Acurio, antes de dos horas. Durante toda la noche un viento huracanado azotó la nave, levantando grandes olas que hacían crujir la nave como alma en pena. Todos los hombres estaban en cubierta, menos los que vigilaban la vía de agua en la bodega con los tablones preparados. Unos y otros seguían inquietos los movimientos revulsivos del buque, todos eran conscientes de que en cualquier momento la nave se podía partir en dos.

Juan Sebastián Elcano se agarraba fuertemente a la barandilla del puente de mando. Junto a él, Carballo contemplaba con ojos inquietos las enormes olas que parecían montañas en la oscuridad.

—¡Dios mío! ¿Qué es eso?

Elcano siguió con los ojos la mirada del portugués. La exclamación del capitán no era baldía, acercándose a la velocidad de un caballo al galope, se adivinaba una enorme sombra oscura que parecía sobrepasar la altura de las vergas. Aquella enorme masa de agua de veinte metros de altura sin duda sacaría a la nave de su encierro, pero lo más seguro es que a continuación la sepultara bajo toneladas de agua.

—¡Agarraos bien! ¡Allá vamos! —gritó el de Guetaria, consciente de que pocos podrían oírle.

—Santa María, madre de Dios...

La invocación a la Virgen, proveniente de medio centenar de labios temblorosos, llegó a los oídos de Elcano en el momento en que la masa de agua golpeaba un costado de la
Trinidad
. De pronto, el navegante se sintió ascender como impulsado por una mano gigantesca. La nave, durante un momento que le pareció una eternidad, estuvo colgada del infinito, al alcance de unas estrellas temblorosas en un cielo que estaba ya teñido con las primeras luces del alba.

Debajo del barco se había formado un abismo en el que se adivinaban, amenazadoras, las rocas del arrecife. Si la embarcación caí a aplano, se rompería en dos como una cáscara de nuez. Afortunadamente, para aquellos pobres diablos no había llegado todavía su hora. Milagrosamente, la nave se vio flotando libre a poca distancia de las puntiagudas rocas.

Elcano se precipitó al timón. Si otra ola les cogía de costado, ahora que estaban libres, el barco volcaría irremisiblemente.

—Échame una mano —gritó a Carballo—. Tenemos que enderezar el barco.

Por un momento, los dos hombres lucharon con la barra del timón, hasta que poco a poco el barco cogió el viento de popa por la vela del trinquete que Juan de Acurio, con media docena de hombres, estaba desplegando.

En la bodega, mientras tanto, tenía lugar una lucha contra reloj. Por la enorme brecha que había quedado al descubierto entraba una tromba de agua que había que parar como fuese. Un grupo de hombres se afanaba con desesperación en clavar unos maderos, que poco a poco iban frenando la furia del agua. Por fin, con grandes esfuerzos, consiguieron que la entrada de agua se redujera a un mínimo que las bombas de achique podían controlar.

Las primeras luces del día encontraron a una tripulación exhausta y empapada, pero sobre un barco que, de momento, no se hundiría.

—A ver si tenemos suerte y encontramos una isla pronto —masculló Juan de Acurio.

Después de tres largos días de zozobra, el ánimo de los hombres parecía haber subido muchos enteros. Y más subió cuando, dos días más tarde, se toparon con cuatro juncos cargados de mercaderías. Consiguieron atrapar uno que resultó llevar una carga de treinta mil cocos. Aunque evidentemente el acto era pura piratería, nadie puso ningún reparo. Una vez que subieron los cocos a bordo, permitieron marchar al junco ya su tripulación. En su errático deambular encontraron por fin una isla, que era justamente lo que necesitaban. Una pequeña ensenada con una playa de fina arena les serviría para llevar a cabo los arreglos que las dos naves, y sobre todo la
Trinidad
, necesitaban urgentemente.

De los oficiales que quedaban en la expedición el que más experiencia marinera tenía era Juan Sebastián Elcano, y, por lo tanto, sobre él cayó la dirección de las operaciones. El guipuzcoano organizó la dotación en grupos que tenían distintas misiones; unos se adentraban en la jungla para talar los árboles, trocearlos y transportar los tablones; otros llevaban a cabo los cambios de planchas en el barco. Se construyó una amplia cabaña al borde de la playa que servía como cocina y dormitorio para las tripulaciones, tal como habían hecho en San Julián. Carballo, por su parte, ordenó que le construyeran una pequeña cabaña aparte.

En sus ratos libres, Pigafetta seguía tomando nota de las curiosidades y animales exóticos que encontraba en sus largos paseos por el bosque.

Ayer, el grupo que tala árboles en el bosque consiguió matar a una pareja de animales que se parecen extraordinariamente a los jabalíes europeos. Entre los dos nos proporcionaron sesenta libras de carne. El macho tenía muy desarrollados los colmillos de ambas mandíbulas, retorciéndose los del superior hacia arriba para atravesar el labio y salir al extremo prolongándose en línea curva hasta describir casi un círculo. Nada con gran destreza y mide ochenta centímetros de altura y un metro diez de largo.

Abundan también las ostras y los mariscos, que son de gran calidad.

Por desgracia, no sólo abundan las cosas buenas sino también las malas. Hay muchas alimañas, como cocodrilos y otros depredadores, por lo que nadie debe adentrarse mucho en la selva a solas.

Algo que me ha llamado poderosamente la atención es la hoja de un árbol, semejante a los de la morera, que revolotea al caer, y, aunque parezca imposible, escapa al ir a cogerla. He guardado una en una cajita, y desde hace varios días la observo. Cuando abro la caja revolotea y trata de escapar. Opino que vive del aire.

Por su parte, el viejo Bustamante no desaprovechaba la ocasión para recoger hierbas medicinales, que serían de un valor incalculable durante la larga travesía que les aguardaba.

—Voy a pedirle a Carballo que te releve de todos los trabajos para que te dediques a recoger tus hierbas —comentó Elcano, viendo al viejo cirujano acercarse al campamento con un cesto cargado de verdolaga, tomillo, bellotas, hierbaluisa, eneldo, mirto, malva, cálamo, bayas de enebro y raíces de tejo.

El emeritense extendió las hojas y bayas a secar.

—El eneldo, la hierbaluisa y la verdolaga nos vendrán bien para las fiebres

—dijo señalando unas plantas medicinales de anchas hojas verdes con flor amarillenta—. En cuanto al altramuz, el mirto y la malva son buenas para cicatrizar heridas, aliviar erupciones y abrir abscesos.

—Ojalá hubiera algo para la «peste del mar» —dijo Elcano moviendo la cabeza preocupado.

—Esa peste es causada por una deficiencia del organismo. Ya vimos que en cuanto el enfermo come de forma normal, y sobre todo verduras, se cura en pocos días. Para la vuelta hay que recoger una buena provisión de ajos, que es la verdura que más aguanta.

—Va a ser una larga travesía de vuelta de las Molucas.

—Si es que llegamos alguna vez a las Molucas.

—¿Y por qué no vamos a llegar?

Bustamante se volvió hacia el guipuzcoano.

—Mira, hijo, hablando sinceramente, Carballo es incapaz de llevarnos a ningún sitio. Y eso lo sabe todo el mundo. Además, la dotación está hasta el moño de sus... digamos, lascivias y egoísmo. Cada vez que un grupo se aleja del campamento, el tema de conversación se centra en el capitán. En realidad, nadie le eligió, no hay un solo tripulante que le aprecie.

—Pues entonces sólo queda Espinosa.

—Espinosa será un buen soldado, pero no entiende de navegación. En toda la dotación solamente hay una persona que puede llevarnos de vuelta a España, y esa persona eres tú.

Elcano no respondió durante un momento, que permaneció con la mirada perdida en el horizonte.

—Es una gran responsabilidad. De todas formas, no tengo intención de provocar una revuelta para apoderarme del mando. Tendrían que pedírmelo los hombres de forma democrática.

—Lo harán, no te preocupes, y a no tardar mucho.

Tal como había pronosticado Bustamante, el desenlace tuvo lugar pocos días después. El detonante fue la negativa de Carballo a dar a conocer el rumbo que deberían seguir para llegar a las Molucas. El día había sido agobiante y caluroso como casi todos, el calafateado de la
Trinidad
había llegado a su fin y la gente ya se preparaba mentalmente para el comienzo de otra travesía. La pregunta era: ¿hacia dónde?, ¿dónde estaban las Molucas? A los hombres se les notaba inquietos, cada vez había más corrillos que hablaban en voz baja. En la memoria de todos estaba lo ocurrido en San Julián. ¿Se repetiría la historia?

Por fin, al anochecer, un grupo encabezado por Espinosa, Juan Bautista de Poncera, Martín Méndez, Bustamante y el bachiller Santiago Díaz se aproximó a la cabaña que el capitán habitaba con sus tres nativas.

—Carballo —llamó Espinosa—, queremos hablarte.

El portugués se asomó a la puerta de la cabaña subiéndose los calzones.

Evidentemente, el momento elegido no había sido el más apropiado para el capitán,

—¿Qué deseáis ahora? —preguntó malhumorado.

—Queremos hablar despacio sobre el viaje y los hombres que tengan que tomar el mando.

Carballo miró con una mezcla de preocupación y desconfianza a los hombres que iban creciendo rápidamente en número.

—Yo soy el capitán. Yo decido el rumbo a seguir.

—Ya no eres nuestro capitán —replicó Espinosa—, Te acabamos de destituir.

Carballo enrojeció de ira, pero, mirando a los rostros del centenar de hombres que se agolpaban a su alrededor, decidió que no era al momento de hacerse el héroe.

—¿Quién... quién ha decidido algo así...?

—Mira a tu alrededor, Carballo. ¿Ves un solo rostro, una sola mirada que esté a tu favor?

—No... no podéis hacer algo así. Esto es un motín, y los motines se castigan...

—Se castigan con la muerte, ¿no, Carballo?

El portugués asintió al tiempo que palidecía. El sonido de su voz cuando respondió estaba lejos de ser amenazador.

—Sí...

—Bien, pues habrá que esperar a que volvamos a España para que formules tus acusaciones, si así lo deseas. Aunque, claro está, también tendrás que explicar lo del oro que te apropiaste y el harén que has formado en tu cabina. El portugués no respondió. El bachiller Santiago Díaz levantó las manos e impuso silencio a los murmullos de toda la dotación antes de tomar la palabra.

—Parece que todos estamos de acuerdo en que debemos nombrar un nuevo jefe para la expedición. Si os parece, elegiremos también diversos cargos que de momento están vacantes. Haremos la elección a mano alzada.

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