Los navegantes (54 page)

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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
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Cuando todo estuvo preparado, portando novecientos quintales de clavo en sus bodegas, y tras una estruendosa salva de despedida, la
Trinidad
levó anclas, largó trapo y se hizo a la mar.

Tras una navegación de cuarenta millas, atracaron en la isla de Montay para aprovisionarse, y poco después emprendieron la ruta hacia el Panamá, distante unas dos mil leguas.

Dos meses más tarde, un terrible huracán les sorprendió a 42 grados norte. Los terribles vientos duraron cinco días y la nave, aunque consiguió superar la tempestad, quedó en un estado en el que la navegación se hacía muy difícil, con el palo mayor roto y las jarcias destrozadas. Por otro lado, la tripulación empezó a enfermar debido a la carencia de víveres frescos y sobre todo de agua potable. La situación llegó a ser tan crítica y desesperada que Espinosa decidió volver a una de las islas que pertenecían al archipiélago de las islas de los Ladrones.

Dos hombres saltaron a tierra, pero su informe no satisfizo a Espinosa. El islote tenía una superficie de sesenta y cinco kilómetros cuadrados, se llamaba Tinian y lo habitaban apenas cuarenta nativos. Había pocos recursos, y sobre todo escasa agua potable, pero los navegantes consiguieron llenar quince barriles de agua y recoger verdura y fruta fresca, lo que ayudó a los enfermos a restablecerse.

El contento de la tripulación se vio enturbiado por la deserción de cuatro hombres, una pérdida que, en una dotación tan escasa, suponía un quebranto de enorme consideración. Espinosa hizo pregonar por tierra el completo perdón de los cuatro desertores, indicándoles que sus vidas corrían grave peligro una vez zarpara la nave. Con este pregón consiguió que uno de los marineros volviera a bordo; no así el gallego Gonzalo de Vigo y otros dos hombres que se internaron en la espesura.

Espinosa puso rumbo de vuelta a las Molucas, de la cual les separaban trescientas leguas. Tras mes y medio de un navegar dificultosísimo a causa de las muchas muertes de la tripulación, consiguieron llegar a la isla de Doy, donde se enteraron por una nave malaya de que los portugueses habían llegado a Ternate con varios barcos y levantado una fortaleza.

La situación de los tripulantes de la
Trinidad
era desesperada, pues prácticamente todos se encontraban enfermos y tan débiles que resultaban inútiles para la maniobra. Tragándose su orgullo, Espinosa suplicó a los comerciantes malayos que llevaran al escribano de su nao, Bartolomé Sánchez, a Ternate con una carta para el comandante portugués. En ella le rogaba que les enviaran algún auxilio para evitar la pérdida de la nave y poder conducirla hasta Tidor.

Tras una vana espera de diez días, en los que la
Trinidad
permaneció fondeada con el ancla pequeña por falta de brazos para echar la grande, se levantó un fuerte viento que hacía temer que el barco se estrellara contra las rocas.

Espinosa ordenó largar trapo, lo que se hizo penosamente, y el barco, entregado al capricho de las olas, consiguió con el auxilio divino alcanzar el puerto de Banacorana, donde dejaron caer el ancla pequeña.

Al poco tiempo, aparecieron dos naves portuguesas, una fusta y una carabela, comandadas por García Manrique y Gaspar Gallo. La
Trinidad
no tardó en verse invadida por pilotos, marinos y soldados portugueses que se apoderaron de todos los mapas, astrolabios, cuadrantes, derroteros y cuantos instrumentos útiles tenían los castellanos para navegar. Espinosa intentó oponerse a semejante atropello, pero poco podía hacer con sus diecisiete hombres enfermos. No obstante, protestó enérgicamente por lo que calificó de acto de piratería y ultraje al rey de España, realizado en sus propios dominios, pues aseguró que aquellas islas pertenecían a la Corona de Castilla. Ante sus protestas, los asaltantes se limitaron a encogerse de hombros y manifestar que cumplían las instrucciones dadas por su rey y señor.

La indignación de Espinosa se hizo todavía mayor si cabe cuando, ya en Ternate, vio encadenados a los hombres que había dejado en la fortaleza de Tidor, Diego Arias, Alfonso Vota y Juan Campo. De los otros dos, el maestre Pedro había muerto y Luis de Molina andaba fugitivo. Treinta y dos tripulantes de la
Trinidad
habían muerto desde su partida de Tidor, entre ellos Juan Carballo.

Cuatro meses permanecieron prisioneros los castellanos, hasta que a últimos de febrero de 1523 Brito les envió a una de las islas de Anda, a excepción de un par de carpinteros cuyos servicios dijo precisar. Después de otros cuatro meses en Banda, los españoles fueron conducidos a Java; desde allí los enviaron a Malaca, donde el gobernador Jorge de Albuquerque les retuvo otros cinco meses durante los cuales murieron otros seis hombres. Llevaban los castellanos casi dos años de cautiverio cuando fueron embarcados para Ceilán. De Ceilán los llevaron a Cochín, distante cien leguas. En el trayecto naufragó un junco, a bordo del cual iban Bartolomé Sánchez y otros dos castellanos más, con lo que los medrados restos de aquella expedición parecían destinados a una completa y paulatina desaparición. En Cochín tuvieron que esperar todavía un año más para lograr un puesto en alguna nave que partiera hacia Portugal cargada de especiería.

Durante esta estancia, el maestre de la
Trinidad
, Bautista Poncero, y el marinero León Pancaldo se ocultaron en un barco lusitano, el
Santa Catalina
, que les dejó en Mozambique, donde fueron prendidos para ser embarcados de vuelta a las Indias. Sin embargo, antes de la partida de la nave, Pancaldo se ocultó en una nao que partía rumbo a Lisboa y, aunque fue descubierto a cien leguas del puerto de partida y metido en el cepo, al llegar a Lisboa le dejaron pronto en libertad.

Bautista Poncero fue menos afortunado y murió en Mozambique.

El resto de los hombres veía con amargura pasar los días en Cochín. La llegada de Vasco de Gama como virrey pareció alentar esperanzas de una pronta liberación, pero pronto sufrieron un tremendo desengaño. El que fuera una de las figuras cumbres en el arte de la navegación, lejos de acceder a la demanda de aquellos pobres navegantes tan injustamente tratados, se negó a ello.

Sin embargo, el azar quiso que el gran navegante muriera al poco tiempo de ocupar su puesto, y su sustituto, Enrique de Meneses, mantuvo idéntica negativa durante un año, pero la noticia de que la princesa doña Catalina, hermana del rey español, iba a contraer matrimonio con el rey de Portugal hizo cambiar de opinión a Meneses, quien finalmente accedió a que Espinosa, Ginés de Mafra y el lombardero Hans salieran para Lisboa.

No obstante, una vez alcanzado el punto final, lejos de ser puestos camino de España, volvieron a encarcelarlos en la prisión pública, donde murió Hans. Fue preciso una enérgica reclamación del rey Carlos para que se abrieran las puertas a Espinosa. Mafra tuvo que esperar otros veintisiete días para ver la luz del sol.

CAPÍTULO XXVII

DE VUELTA A CASA

Guetaria no había cambiado nada en los últimos tres años. El promontorio de San Antón seguía en pie, con su forma de gigantesco ratón, protegiendo la entrada del puerto. Las olas del Cantábrico seguían salpicando bravías al chocar violentamente contra las rocas del acantilado y en el puerto, protegidas por el malecón, medio centenar de pequeñas embarcaciones se mecían suave e incansablemente en el eterno vaivén de las olas.

Sobre el acantilado, la casa de los Elcano seguía recibiendo el fino rocío de la espuma del mar.

Por enésima vez, la voz de la madre de Juan Sebastián se oyó desde la cocina.

—¿Queréis algo más, hijos?

—Una botella de chacolí, si no te importa,
amatxo
—contestó Sebastián.

Mientras el coadjutor de la parroquia de San Salvador vertía el chacolí desde lo alto, dejando caer un fino chorro dorado en los anchos vasos de cristal, Martín seguía haciendo preguntas a su hermano Juan Sebastián.

—¿Qué ruta piensas seguir en la próxima expedición?, ¿irás derecho desde Sanlúcar hasta el paso ese de Todos los Santos o de Magallanes?

Juan Sebastián cogió el vaso que le ofrecía Domingo.

—Bueno, para empezar, yo no seré el que dé las órdenes. Me imagino que elegirán a uno de los Grandes de España.

Martín hizo un gesto como para quitar importancia al hecho.

—Eso ya lo sabemos, pero una cosa es el hombre que figure al mando y otra cosa será la persona que verdaderamente sepa lo que debe hacerse en cada momento y sea el verdadero jefe; y ése, mi querido hermano, eres tú.

—Indudablemente habría que ir derechos desde las islas Canarias hasta el paso. No merece la pena bordear el nuevo continente.

—¿Ni siquiera para hacer una visita a las nativas de Santa Lucía?

—preguntó burlón Martín.

Juan Sebastián sonrió ante la carraspera de Domingo, quien, como sacerdote, no aprobaba las libertinas costumbres de los marinos.

—Ni siquiera para eso —contestó—. En realidad, habría que hacer como los portugueses, levantar lugares de abastecimiento y astilleros para reparar los barcos a lo largo de la ruta.

—Tengo entendido que el rey ha creado una Casa de Contratación de las especias para que se ocupe enteramente de ese asunto.

—Así es —contestó Juan Sebastián—; la idea es separar la que se ocupa de las Indias y la de las islas de la especiería.

Otro de los hermanos, Antón, también estaba interesado en la expedición:

—¿De verdad hay tanta riqueza como todo el mundo dice?

Juan Sebastián sonrió divertido.

—Bueno, cada vez que oigo a alguien hablar de las Molucas, me entero de algo nuevo. Desde que las pepitas de oro surgen al golpear al suelo hasta que de los árboles cuelgan collares de perlas. La realidad es que hay islas en las que los nativos exhiben adornos hechos con pepitas de oro; en otros sitios abundan las perlas y por todas las islas crecen árboles de clavo, canela, pimienta y nuez moscada. También es verdad que los nativos no aprecian su fruto como nosotros y que por una chuchería como un espejo o un cuchillo barato te venden una libra de estas especias.

—¿Y el oro? —ésta vez era el cuñado de los Elcano, Santiago de Guevara, el que preguntaba—, ¿piden los nativos mucho por él?

Juan Sebastián se quedó pensativo unos segundos.

—Los nativos aprecian el hierro mucho más que el oro, que no tiene para ellos otro valor que el ornamental, mientras que el hierro es utilísimo. Imagínate lo que significa un hacha para ellos, o unas tijeras para cortarse el pelo o las uñas.

—Me gustaría acompañarte en una próxima expedición —musitó Santiago de Guevara.

—A mí tampoco me importaría cambiar de aires una temporada —exclamó Antón.

—¿El clima es tan templado como dicen? —preguntó Martín.

—Es increíble —respondió Juan Sebastián—. No conocen el frío ni la nieve. No hay estaciones, sólo hay temporadas de lluvia. Como ya he dicho muchas veces, todos andan desnudos.

—Incluso las mujeres, claro —dijo Martín.

—Claro —contestó Juan Sebastián—. Es curioso ver cómo asisten a la misa de los domingos tal como vinieron al mundo.

—¿Te imaginas eso en la parroquia de San Salvador? —preguntó irónico el menor de los Elcano, dirigiéndose a Domingo.

El cura no se dio por aludido y contestó sarcástico:

—¡Menudo catarro iban a coger! ¡Con el frío que se pasa en esa iglesia...!

Les interrumpió la llegada de la madre llevando en las manos una gran fuente de
txistorra
recién frita.

—Tomad, hijos, y tú, Juan Sebastián, come un buen trozo, todavía te veo demacrado.

—Me encuentro perfectamente,
amatxo
; ya me he recuperado del todo.

—¿Es verdad eso de que tuvisteis que comer ratas, hijo?

Juan Sebastián se encogió de hombros con una sonrisa.

—Bueno, tampoco estaban tan malas. Peor era cuando no quedaba absolutamente nada que llevarse a la boca y masticábamos trozos de cuero o de madera para distraer el estómago...

—¡Pobre hijo mío! ¡Cuántas penalidades has pasado!

Martín pasó un brazo por los hombros de su madre.

—Sí, pero míralo ahora; se ha convertido en un héroe. Tu hijo, madre, ha sido el primer hombre en dar la vuelta al mundo. ¡Nadie, jamás en la historia de la humanidad, podrá decir lo mismo! Algún día se le levantará un monumento en este pueblo, te lo digo yo. Seguro que es declarado hijo predilecto o algo así.

La anciana posó sus ojos preocupados en el semblante de su hijo.

—Poco importa la fama, hijo. Lo único que deseo es que volváis todos a casa sanos y salvos. De qué sirve la inmortalidad y la fama si echan vuestro cuerpo por la borda. Mira ese Magallanes, quizá bauticen el paso que descubrió con su nombre, pero, ¿de qué le sirve?

Juan Sebastián acarició el rostro arrugado de su madre.

—Todos tenemos que morir,
amatxo
. Creo que nuestro destino está ya escrito en las estrellas y, por mucho que hagamos por evitarlo, nada hará que cambien las cosas.

»Había a bordo un astrólogo y astrónomo llamado Andrés San Martín, de Vitoria, que sabía leer el porvenir en los astros. En ellos vio un fin violento para Magallanes y, aunque nunca lo reconoció en público, en privado también presentía que no saldría con vida de la expedición.

—¿Fuiste a visitar a su familia? —preguntó Martín.

—De camino para aquí paré en su casa para darle a su madre su testamento y posesiones. A mí me legó sus derroteros e instrumentos de navegación. Sentí en el alma su pérdida.

—Habrás visitado a muchas familias de fallecidos... —comentó Antón.

Juan Sebastián asintió lentamente.

—A muchas, a todas las que he podido he entregado personalmente las posesiones de los desaparecidos. He visto las lágrimas de muchas madres y esposas últimamente...

—¿Y has terminado ya con esa triste tarea? —preguntó Domingo.

El marino negó con la cabeza despacio.

—No. Todavía me queda, quizá, la más amarga. En su lecho de muerte, le prometí a Juan de Elgorriaga, el que murió a manos de Gaspar de Quesada, que iría a visitar a su madre a Irún.

—Eso está junto a Fuenterrabía —comentó Martín—, es un pequeño poblado en la desembocadura del Bidasoa; una iglesia a medio construir y unos cuantos caseríos.

—Lo conozco —intervino Domingo—. En tiempos de los romanos era conocido por Oiarso. Tenía minas de hierro y cobre. Hoy en día es poco más que un barrio de Fuenterrabía.

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