Los navegantes (62 page)

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Authors: Edward Rosset

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Los navegantes
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El frío es extremado, no hay ropas bastantes que nos puedan calentar. Muchos ríos y arroyos de buenas aguas entran en el estrecho; hay muchos robles y árboles de otras especies. Aunque estos árboles están verdes y frescos, al ponerlos al fuego arden bien. En el puerto de San Jorge los hay con hojas parecidas a las del laurel, su corteza tiene el mismo sabor que la canela. Se ven muchos fuegos en las dos costas, por lo que parece que ambas están pobladas por patagones. Hemos hallado muchas pesquerías: ballenas, toninas, marrajos, merluzas, sardinas y anchoas en gran cantidad. También hay ostras y mejillones grandes.

Las mareas del Océano Atlántico y las del Océano Pacífico, suben cada una cincuenta leguas o más, juntándose en la mitad del estrecho, donde hacen un gran estruendo, y tanto de creciente como de vaciante tienen una hora de diferencia en unas partes y en otras no.

Lentamente, y con muy encontrados sentimientos en la mente de sus tripulantes, las cuatro embarcaciones —la capitana
Santa María de la Victoria
, la
San Lesmes
, la
Santa María del Parral
y el pataje
Santiago
— se adentraron en el nuevo océano, por el que navegaron sin incidentes hasta el 31 de mayo. Durante este tiempo recorrieron ciento cincuenta y siete leguas. Sin embargo, esa noche fue aciaga para la expedición. De madrugada se levantó un viento sur tan fuerte que obligó a las naves a aferrar el velamen y correr con el papahígo del trinquete.

Por la mañana no había rastro de las demás naves. Y lo que era más preocupante, no tenían un punto de reunión hasta las Molucas, lo que significaba varios meses de navegación en solitarío. Loaysa atisbaba el horizonte con ojos febriles.

—No hay señales de las otras naves, maese Elcano.

El de Guetaria también estaba preocupado, aunque trataba de disimularlo.

—Todos los capitanes tienen el rumbo que deben seguir —dijo—, tarde o temprano nos encontraremos.

Otro motivo de preocupación era la vía de agua por la que entraba el mar a raudales. Con las dos bombas trabajando día y noche apenas se podía achicar.

La calamitosa situación se vio agravada por el acortamiento de las raciones, impuesto al pasar muchos hombres de la
Sancti Spiritus
a la capitana. En tales condiciones, no tardó mucho en aparecer la terrible «peste del mar».

Urdaneta, muy concienzudo en su diario, describía la siniestra enfermedad.

Todos los fallecidos mueren de crecerse las encías en tanta cantidad que no pueden comer ninguna cosa.

A menudo, los hombres se sacan con un cuchillo tanto

grosor de carne de las encías como un dedo, y al otro día las tienen tan crecidas como si no hubieran sacado nada.

Todos los enfermos sienten dolores en el pecho y en las articulaciones, de tal forma que no pueden moverse.

—¿Qué haces, joven?, ¿qué estás escribiendo ahora?

Andrés levantó la vista del pergamino.

—Describo la «peste del mar».

—Terrible, ¿verdad?

El joven guipuzcoano meneó la cabeza.

—Terrible y preocupante.

—¿Preocupante?, ¿a qué te refieres?

—¿Os habéis fijado en que el capitán Loaysa está cada vez más retraído?

Mucho me temo que eso es el primer indicio de la enfermedad. Apenas aparece por cubierta, se pasa el día encerrado.

Bustamante asintió.

—Sí, me he fijado, y lo que es peor, Juan Sebastián está también muy deprimido. No habla con nadie últimamente.

—A eso me refería cuando decía «preocupante». ¿Qué haremos si nos falta Elcano?

—Le aprecias mucho, ¿verdad?

El joven miró al navegante que estaba de pie en la popa atisbando el mar en un vano intento de divisar otra vela en el horizonte.

—Me ha enseñado muchísimo durante estos meses. Y no solamente sobre náutica y cosmografía, sino también a observar y tomar nota de todo lo que veo: la dirección de las corrientes marinas, la dirección e intensidad de los vientos, la composición de las algas, el comportamiento de las aves e incluso el ritmo de las olas.

El viejo emeritense asintió de nuevo.

—Sí, es una buena persona, y sin duda uno de los grandes navegantes que han surcado los mares, sólo comparable a Vasco de Gama, Magallanes y Colón.

Pase lo que pase, debemos sentirnos orgullosos de haber navegado con él.

Según pasaban los días, era evidente que el capitán de la expedición estaba acusando el golpe de perder la armada. Enfermó de dos dolencias graves, una física y otra moral.

También Elcano acusaba el peso de tanta pesadumbre. Trataba de aparecer imperturbable, pero se sentía tan minado, tan abatido y tan desesperanzado que resolvió hacer testamento. Fue el día 26 de julio de 1526, cuando, en pleno goce de sus facultades mentales, tranquilo y sin sentir el menor desfallecimiento, otorgó testamento ante el contador de la nave, Íñigo Ortes, firmando como testigos Joanes de Zabala, Martín Uriarte, Andrés de Gorostiza, Martín García de Carquizano, Andrés de Aleche, Hernando de Guevara y Andrés de Urdaneta.

Cuatro días más tarde moría Loaysa.

Había que decidir quién sucedía en el mando al comendador. Íñigo Ortes, en calidad de contador, abrió el sobre en el que estaban las órdenes del rey. La ansiedad se reflejaba en todos los rostros presentes. Con gran emoción, Ortes leyó el documento en el que se nombraba capitán general de la Armada Castellana a Juan Sebastián Elcano...

Por cuanto Nos enviamos al presente una nuestra armada a las nuestras islas de Maluco, e a otras partes de nuestra demarcación a la contratación e trato de la especiería, de que va por nuestro capitán general Frey García de Loaysa, comendador de la orden de San Juan, mi criado, el cual ha de quedar por nuestro gobernador de las dichas islas a la vuelta, conforme a nuestras provisiones e instrucciones; y porque podría ser, lo que Dios no quiera, que el dicho capitán general, e capitanes e oficiales nuestros que van en la dicha armada fallesciesen, así a la ida como allá y en la vuelta, mando que en su sucesión y elección se tenga e guarde la orden siguiente.

Muriendo o quedando el dicho comendador Loaysa

en la dicha tierra, mandamos que venga por capitán

general de la dicha armada Juan Sebastián del Cano
,

capitán de la segunda nave de la dicha armada.

Fecho en Toledo a trece días del mes de Mayo de

mil quinientos y veinte e cinco años.

Yo, EL REY.

Por mandato de su Majestad.

Francisco de Cobos.

Elcano escuchó impertérrito la lectura del documento. Se habían hecho realidad sus sueños e ilusiones. Alcanzaba el puesto ambicionado y anhelado. De humilde marinero, por méritos propios y sin ayuda de intrigas ni recomendaciones, había alcanzado la cúspide de su profesión. ¡No solamente había logrado el mando supremo, sino que se había igualado a los Grandes de Castilla, únicos señores a los que se encargaba tan altísimo puesto...!

En aquellas naves, que eran en realidad un pequeño pedazo de suelo hispano, y que se adentraban por mares desconocidos en demanda de unos territorios e islas para asentar en ellas el poderío nacional, el capitán general, era, después de Dios, el mismo rey... Sin embargo, este primer pensamiento se enturbió al pensar que toda su flota se reducía a una nao que hacía agua, y de la que todos los días se arrojaba por la borda algún cadáver. ¡Triste nombramiento de algo patético!, ¡de una armada inexistente! Era como si el destino se mofara de él dándole algo que había ambicionado pero que no podría disfrutar. El vasco rumió en silencio su amargura.

A partir de ese instante, Andrés de Urdaneta, que prácticamente no se apartaba de su lado, veía cómo el zarpazo de la muerte se hacía más fuerte y desgarrador por momentos.

—¡Debéis vivir, maese Elcano. Todavía tenéis que enseñarme muchas cosas sobre navegación!...

El guipuzcoano miró a su pupilo con ojos velados por el sufrimiento. Sus encías inflamadas apenas le permitían hablar.

—Me temo, mi buen Andrés, que lo único que podré enseñarte será a bien morir...

—No digáis eso —exclamó el joven con lágrimas en los ojos—, todavía tenéis que poneros bien y guiarnos a las Molucas...

Elcano negó con la cabeza; era evidente que le costaba un gran esfuerzo el hablar.

—Eres inteligente y has aprendido mucho... estos meses. Llegarás a ser famoso... Serás un gran hombre..., pero recuerda siempre este momento... Por muy altos que subamos terminamos siempre ante... nuestro Creador... Ama a tu prójimo..., respétate a ti mismo...

Andrés reprimió una lágrima.

—Siempre me acordaré de vos. Habéis sido un segundo padre para mí.

Elcano trató de sonreír, consiguiéndolo sólo a medias.

—Me gustaría confesarme con el padre Juan de Aréizaga...

Andrés se incorporó.

—Le diré que venga.

Juan de Aréizaga llevaba puesta una sotana raída y descolorida cuando entró en el camarote del capitán general; se la había puesto para la ocasión. Tras depositar una cajita con sumo cuidado sobre la mesa, dijo con un tono campechano:

—Bien, capitán ¿qué puedo hacer por vos?

Elcano respiró fatigosamente.

—Esto se acaba, padre... Quiero confesarme...

El clérigo puso una mano sobre el hombro del enfermo.

—Como quieras, hijo. He traído también óleo para darte la extremaunción si lo deseas.

Elcano asintió en silencio aceptando los ritos que la Iglesia administraba a los moribundos. Por un momento dejó vagar sus pensamientos de vuelta a su Guetaria natal, mientras el sacerdote arrimaba un taburete.

—Había una joven en mi villa natal... a la que tomé cuando ella todavía era virgen. Tuvo un hijo, Domingo...

El sacerdote asintió.

—No te atormentes, hijo. La carne es flaca y estas cosas suceden.

Arrepiéntete de lo que pasó y trata de enmendarlo.

El capitán general asintió levemente.

—Dejo cuatrocientos ducados... para su educación... En Valladolid tengo también... una niña, de noble cuna... le dejo una dote de la misma cantidad...

Después de descargar su conciencia en el confesor durante un largo rato, Elcano miró fijamente al techo de la nave, respirando afanosamente mientras el clérigo le suministraba los óleos haciendo la señal de la cruz en su frente, manos y pies.

—¿Cómo está el capitán, Andrés?

Urdaneta depositó el astrolabio en su caja, junto con el cristal ahumado con el que había estado mirando el sol.

—Muy deprimido —respondió mientras anotaba en un papel la latitud—.

Voy a echar la corredera; ayudadme, maese Bustamante.

El joven cogió un trozo de madera sujeto a un cable de nudos con unas clavijas y lo echó al agua desde la popa, soltando el cable a medida que se iba alejando el barco. En cuando el trozo de madera salió de la turbulencia de la estela del barco, el primer nudo se encontraba ya junto a las manos de Andrés; cuando éste notó que el nudo se escurría de entre sus dedos gritó «¡ya!». Bustamante dio la vuelta a un pequeño reloj de arena. Andrés contó en voz alta los nudos que iban pasando por entre sus manos y continuó hasta que se terminó la arena del reloj.

Después tiró del cable para subirlo a bordo.

—Cuatro nudos —dijo mientras marcaba en una carta de navegación la posición del barco con la punta de un compás.

Bustamante observó que en la carta había marcas a distancias de menos de un centímetro. Ésa era la distancia recorrida en una jornada de viaje normal.

—No puedo acostumbrarme a la idea de que nos va a dejar...

El joven Urdaneta se sentó al lado del viejo cirujano.

—No hay remedio para esta «peste del mar», ¿verdad?

—Le he dado todas las hierbas que llevo conmigo, pero no hay nada que cure esa dolencia. Además, el capitán está muy deprimido, ha perdido la ilusión de vivir. Me quedaré con él esta noche; no sé si llegará a mañana.

El joven enrolló lentamente la corredera pensando en el incierto futuro.

Juan Sebastián Elcano murió aquella noche del 5 de agosto de 1526 en los brazos de su amigo Bustamante.

Las exequias del capitán general fueron sencillas: Un padrenuestro y tres avemarías mientras el capellán trazaba lentamente en el aire la señal de la cruz.

Cuatro marineros levantaron una tabla, donde estaba el cuerpo sujeto con ligaduras, la apoyaron en la borda y dejaron que se deslizase al mar el cuerpo del capitán general de la armada castellana.

Juan Sebastián Elcano había encontrado la única tumba digna de un gran navegante, el mar, su gran amor.

El documento del testamento era largo y muy detallado y disponía que le hicieran aniversarios y exequias en la iglesia de San Salvador, en su villa de Guetaria, viniendo a continuación una larga serie de donativos a innumerables parroquias y ermitas del País Vasco.

En la parte terrenal comenzó por María Ernialde, madre de su hijo Domingo, a la que dejó cien ducados de oro «por cuando seyendo moza virgen hube». Luego siguió otra donación de cuatrocientos a la hija tenida en Valladolid con María de Vidaurreta en concepto de dote, y a la madre, cuarenta «por crianza e por descargo de su conciencia». Por último, una saya de cuatro ducados a su prima Isabel del Puerto. También donó diversas cantidades a todos sus hermanos y primos.

Todo ello había de pagarse de los mil setecientos cincuenta ducados que su majestad le debía, más otros mil que tenía de sueldo de capitanía, también por cobrar. De la larga relación de pertenencias que nombró en el testamento, destacaba el astrolabio y diversos libros de navegación que donó a Andrés San Martín.

Urdaneta, que apesadumbrado escuchaba al contador de la nave, Iñigo Ortes de Perea, leyendo la última voluntad del fallecido, puntualizó que Andrés San Martín había muerto en el convite de Cebú. El contador levantó la cabeza hacia el joven.

—Elcano nunca dio por muerto a su amigo —dijo—. Él creía firmemente que algún día volvería de donde estuviera, o sería encontrado en futuras expediciones. A propósito —añadió—, a vos os deja una fanega de trigo, otra de harina y tres barricas de quesos que hay en la bodega del barco.

CAPÍTULO XXXII

LAS MOLUCAS

Por votación general se nombró capitán de la
Santa María de la Victoria
a Toribio Alonso de Salazar, hidalgo montañés. Éste, a su vez, designó contador general a Martín Íñiguez de Carquizano, alguacil mayor a Gonzalo de Campo, y, como también había muerto el tesorero de la nave, designó para este cargo a Gutiérrez de Tunión.

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