Los niños del agua (21 page)

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Authors: Charles Kingsley

BOOK: Los niños del agua
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—Pero, por favor, ¿cómo se va al Muro Brillante? —preguntó Tom.

—Uy, tienes que irte, cariño, tienes que irte. Déjame ver... estoy segura... que es... de verdad, mi pobre cabecita vieja está muy confundida. ¿Sabes qué, querido? Me temo que, si quieres saberlo, tendrás que preguntárselo a cualquiera de esos pájaros vulgares, porque se me ha olvidado.

Entonces, la pobre alca empezó a llorar con unas lágrimas de aceite puro. Tom sintió mucha lástima por ella y también por sí mismo, pues ya no sabía a quién preguntar.

No obstante, apareció por allí una bandada de petreles, que son los pajaritos de la Madre Carey. Tom pensó que eran mucho más hermosos que la dama alca, y puede que así fuera, pues la Madre Carey había adquirido muchísima experiencia entre la época en que inventó el alca y la época en que inventó a los petreles. Iban revoloteando como una bandada de golondrinas negras y daban brincos y saltitos, levantando sus piececitos hacia atrás con tanta delicadeza y silbándose los unos a los otros con tanta ternura que Tom se enamoró de ellos instantáneamente y los llamó para averiguar cómo se iba al Muro Brillante.

—¿Al Muro Brillante? ¿Quieres ir al Muro Brillante? Pues ven con nosotros y te enseñaremos el camino. Somos los pajaritos de la Madre Carey, y nos manda por todos los mares para que enseñemos a los buenos pájaros cómo se vuelve a casa.

Tom se mostró encantado y, después de hacer una reverencia al alca, nadó hacia ellos. Sin embargo, el alca no le devolvió la reverencia, sino que se quedó erguida y lloró con lágrimas de aceite puro mientras cantaba:

Y la pobre roca sola se quedó
con una tra-la-ra-la-dama.

Pero en eso se equivocaba, pues la roca no se quedó sola: la próxima vez que Tom pase por allí verá algo que valdrá mucho la pena.

La vieja alca ya ha desaparecido; sin embargo, cosas mejores han ocupado su lugar. Cuando Tom vuelva, verá que hay cientos de barcas de pesca ancladas, de Escocia, de Irlanda, de las islas Oreadas, de las islas Shetland y de todos los puertos del norte, llenas de niños de los viejos vikingos nórdicos, que son los señores del mar. Los hombres recogerán grandes bacalaos, a miles, hasta que les salgan heridas en las manos debido a los cordeles; luego elaborarán aceite y guano con el hígado de bacalao y curarán el pescado con sal. Habrá un buque de guerra de vapor para protegerlos y un faro para mostrarles el camino. Quizás algún día tú y yo iremos a la Rocasola, a la gran feria marina del verano, recogeremos extrañas criaturas que el hombre jamás ha visto y oiremos a los marineros fanfarroneando de que no es la peor joya de la corona de la reina Victoria, pues hay ciento veinte kilómetros de cardúmenes de bacalao y comida para todos los pobres del país. Eso es lo que Tom verá, y puede que tú y yo también lo veamos. Entonces no deberemos sentir pena porque no podamos encontrar ningún alca para disecar, y aún menos porque no podamos encontrar suficientes alcas para llevarlas a las cercas de piedra y matarlas, como hacían los antiguos nórdicos, o porque no podamos conducirlas a cubierta por un tablón hasta que el barco esté bien avituallado, como solían hacer los antiguos trotamundos ingleses y franceses, de los que habla el querido Hakluyt. Sin embargo, hay que recordar lo que dice el señor Tennyson:

El viejo orden cambia; dando lugar al nuevo,
y Dios se realiza de muchas maneras.

Ahora Tom estaba muy ansioso por llegar al Muro Brillante, pero los petreles dijeron que no. Tenían que ir al Paraje de Todaslasaves y asistir a la gran reunión de todos los pájaros de mar, antes de partir hacia los lugares de cría del verano, muy lejos, en las islas del Norte. Estaban seguros de que allí encontrarían a algunos pájaros que irían al Muro Brillante; pero Tom tenía que prometer que nunca contaría a nadie dónde se encuentra el Paraje de Todaslasaves para que los hombres no pudieran ir a disparar contra los pájaros, ni disecarlos y ponerlos en estúpidos museos, en lugar de dejar que jugaran, criaran y trabajaran en el jardín de agua de la Madre Carey, donde debían estar.

Así pues, nadie debe saber dónde se encuentra el Paraje de Todaslasaves y todo lo que puede decirse es que Tom estuvo esperando allí muchos días. Mientras esperaba, vio algo muy curioso: en las madrigueras de los conejos que había en la costa se reunieron cientos y cientos de cornejas cenicientas, como las que se ven en Cambridgeshire. Hacían tanto ruido que Tom fue a la costa para ver qué ocurría.

Estaba teniendo lugar su gran comité, que organizan cada año en el Norte. Todos los oradores públicos pronunciaban sus discursos y, a modo de tribuna, el orador se ponía encima de la calavera de una oveja vieja.

Graznaban y graznaban, y fanfarroneaban de todas las cosas inteligentes que habían hecho; los muchos ojos de cordero que habían picoteado, los muchos bueyes muertos que se habían comido, los muchos urogallos jóvenes que se habían tragado enteros, los muchos huevos de urogallo que habían robado llevándoselos en la punta del pico mientras iban volando (lo cual es la hazaña más inteligente de la corneja cenicienta; se enorgullece tanto de ella como un gitano de ser un gran trolero, de lo cual yo no te voy a hablar).

Finalmente, hicieron salir a la dama cuervo más hermosa, fina y joven jamás vista. La pusieron en el centro y todos empezaron a insultarla, vilipendiarla, acusarla e intimidarla porque no había robado ningún huevo de urogallo y, de hecho, se había atrevido a decir que no pensaba robar ninguno. Así pues, había que juzgarla públicamente según sus leyes (pues las cornejas siempre juzgan a unos cuantos delincuentes en su gran parlamento anual). Allí estaba ella, en el centro, con un vestido negro y una capucha gris, con un aspecto dócil y pulcro como el de una cuáquera, y todos se pusieron a gritar contra ella a la vez (mientras ella suplicaba clemencia en vano): que no le gustaban los huevos de urogallo, que podía arreglárselas muy bien sin ellos, que temía comérselos por miedo a los guardianes de la caza, que no tenía agallas para comérselos porque los urogallos eran unos pájaros tan bonitos, amables y joviales... Y una docena de razones más.

Los demás cuervos se abalanzaron sobre la dama y en un instante la picotearon hasta matarla antes de que Tom pudiera acercarse a ayudarla. Luego se fueron volando, muy orgullosos de lo que habían hecho.

Y bien, ¿no fue eso un procedimiento escandaloso?

Sin embargo, estas cornejas son verdaderas republicanas; cada una hace lo que le apetece y que las demás hagan lo mismo, de modo que, teniendo en cuenta la libertad de expresión, pensamiento o acción que se permiten, podrían pasar perfectamente por ciudadanas americanas de la nueva escuela.

Entonces, las hadas cogieron a la buena cuerva, le dieron nueve juegos de plumas nuevos, uno tras otro, y finalmente la convirtieron en el pájaro más hermoso del paraíso, con un vestido verde de terciopelo y una larga cola, y la mandaron a comer fruta a las islas Molucas, donde crece el clavero y la mirística.

Después, la señora Hagancontigocomohiciste ajustó las cuentas con las malvadas cornejas. Cuando se fueron volando, ¿qué iban a encontrarse, sino un asqueroso perro muerto, con el cual se pusieron manos a la obra, mirándose de reojo, engullendo, graznando y forcejeando a sus anchas? Sin embargo, al cabo de un instante, todas levantaron sus picos y dieron un único chillido; luego cayeron hacia atrás, patas arriba, y se quedaron tiesas, ciento veintitrés a la vez. ¿Por qué? El hada le había dicho en sueños al guardián de la caza que llenara al perro muerto con estricnina, y así lo hizo.

Al cabo de un tiempo, los pájaros empezaron a reunirse en el Paraje de Todaslasaves, a miles y a cientos de miles, ennegreciendo todo el aire. Cisnes y barnaclas, patos arlequín y eiders, cercetas carretonas, mergos y somorgujos, colimbos, castañeros y araos aliblancos, alcas y alcas comunes, alcatraces y petreles, págalos y golondrinas de mar, e innombrables e incontables gaviotas. Chapoteaban, se lavaban, salpicaban, se revolcaban y se restregaban en la arena, hasta que la costa quedaba emblanquecida de plumas, y cuando hablaban de las cosas con los amigos y decidían adonde iban a ir a criar en verano, graznaban, cloqueaban, cotorreaban, chachareaban, chillaban y berreaban, hasta tal punto que se les podía oír a quince kilómetros. Tenían suerte de que no había nadie que los oyera, salvo el viejo guardián que vivía solo en el río Ness, en una cabaña de turba cubierta con brezo y bordeada con pedruscos colgados por todo el tejado con cuerdas, para que los vendavales de invierno no se llevaran la cabaña entera. Sin embargo, los pájaros no le interesaban ni les hacía daño porque no era temporada de caza. Efectivamente, sólo había dos cosas en el mundo que le importasen, su Biblia y sus urogallos, ya que era un escocés como Dios manda, que tejía calcetines en las noches de invierno. Cuando todos los pájaros partían, lo único que hacía era salir, saludarlos quitándose el sombrero y desearles que tuvieran un feliz viaje y un retorno seguro. Luego recogía todas las plumas que habían dejado y las limpiaba para venderlas, allá en el sur, para que hiciesen camas de plumas y la gente rechoncha pudiera tumbarse.

Entonces, los petreles preguntaron a los pájaros si podían llevar a Tom al Muro Brillante: pero un grupo iba a Sutherland; otro, a las islas Shetland; otro, a Noruega; otro, a las islas Spitsbergen; otro, a Islandia y otro, a Groenlandia. Ninguno iba al Muro Brillante. Así pues, los buenos de los petreles dijeron que le mostrarían parte del camino, aunque sólo llegarían hasta la tierra de Jan Mayen; después tendría que arreglárselas solo.

Seguidamente, todos los pájaros se elevaron y se fueron alejando —formando unas largas líneas negras— hacia el norte, el noreste y el noroeste, surcando el cielo de verano, reluciente y azul. Su griterío era como el de diez mil jaurías y diez mil campanas repicando. Los únicos que se quedaron atrás fueron los frailecillos, que mataron a los conejos y pusieron sus huevos en las madrigueras de éstos, lo cual, ciertamente, era una práctica burda (pero un hombre debe cuidar de su familia).

A medida que Tom y los petreles avanzaban hacia el noreste, el viento empezó a soplar con mucha fuerza, pues al anciano vestido con el sobretodo gris, que vigila el gran caldero de cobre del Golfo de México, se le había atrasado el trabajo, de modo que la Madre Carey le envió un mensaje eléctrico para que pusiera más vapor y ahora había más vapor en una hora del que tendría que haber en una semana. Soplaba, rugía, silbaba y se arremolinaba hasta tal punto que no se podía distinguir dónde terminaba el cielo y empezaba el mar. Sin embargo, a Tom y a los petreles no les importaba, porque el vendaval venía por detrás y ellos avanzaban por encima de las crestas de las olas, alegres como muchos peces voladores.

Finalmente, vieron algo muy feo: el costado negro de un gran barco anegado en el seno del mar. La chimenea y los mástiles estaban en el agua, y se balanceaban y ondeaban por debajo del lado de sotavento; las cubiertas estaban limpias como el suelo de un establo y no había ni un alma.

Los petreles volaron hacia el barco y se pusieron a gimotear a su alrededor, pues estaban realmente muy apenados; además, esperaban encontrar algún tocino. Tom recorrió toda la cubierta y buscó, asustado y triste.

Y allí, en una cunita bien amarrada debajo del macarrón, había un bebé profundamente dormido. Tom se dio cuenta al instante de que era el mismo bebé que había visto en brazos de la dama que cantaba.

Se acercó a él y quiso despertarlo, pero, mira por dónde, de debajo de la cuna saltó un pequeño terrier de color canela y negro, que empezó a ladrar y a dar mordiscos en el aire impidiendo que Tom tocara la cuna.

Tom sabía que los dientes del perro no podían hacerle daño, pero al menos lo obligaba a retirarse y lo conseguía. Entonces, él y el perro pelearon y lucharon, pues Tom deseaba ayudar al bebé y no quería tirar al pobre perro por la borda. Pero mientras luchaban, se precipitó un golpe de mar, alto y verde, que entró por el costado de barlovento y los arrolló a todos llevándolos hacia las olas.

—¡Eh, el bebé, el bebé! —chilló Tom. Pero al cabo de un instante dejó de chillar, pues vio cómo la cuna se quedaba quieta en medio del agua verde, con el bebé dentro, sonriente y profundamente dormido. Luego contempló cómo las hadas subían desde las profundidades: cogieron al bebé, lo sacaron suavemente y se lo llevaron. Tom sabía que todo estaba en orden y que habría un nuevo niño del agua en la isla de San Brandán.

¿Y el pobre perrito?

Bueno, después de toser y dar unas cuantas patadas, estornudó tan fuerte que se salió de su piel y se convirtió en un perro del agua; brincó y bailó alrededor de Tom, corrió por encima de las crestas de las olas, mordisqueó a las medusas y las caballas, y siguió a Tom a lo largo de todo el camino hasta El-otro-Lado-de-Ningún-Sitio.

De este modo prosiguieron la marcha, hasta que empezaron a ver el pico de la tierra de Jan Mayen: era como un pan de azúcar blanco, sobresaliendo casi cuatro kilómetros por encima de las nubes.

Entonces tropezaron con una bandada entera de fulmares que se estaba comiendo una ballena muerta.

—Éstos son los tipos que te enseñarán cómo se va —dijeron los pájaros de la Madre Carey—. Nosotros no podemos ir más hacia el norte. No nos gusta meternos entre las placas flotantes de hielo por miedo a que nos pellizquen los dedos de los pies; sin embargo, los fulmares se atreven a volar por donde sea.

Así pues, los petreles llamaron a los fulmares. Pero estaban tan ocupados y eran tan avariciosos, engullendo, mirándose de reojo, resoplando y peleándose por el esperma de la ballena que no les hicieron ni caso.

—Venid, venid —gritaron los petreles—. ¡Mira que sois palurdos, holgazanes y avariciosos! Este joven caballero va a ver a la Madre Carey y, si no lo atendéis, no conseguiréis que os deje libres, ¿sabéis?

—Seremos avariciosos —replicó un fulmar rechoncho—, pero holgazanes nanay. Y en cuanto a palurdos, no lo somos más que vosotros. Echemos un vistazo al chico.

Batió las alas hasta ponerse justo delante de la cara de Tom; lo miró fijamente de una forma muy insolente (pues los fulmares son unos tipos muy audaces, como saben todos los balleneros) y le preguntó de dónde provenía y qué tierra había visto por última vez.

Cuando Tom se lo contó, pareció complacido y aseguró que era muy valiente por haber llegado tan lejos.

—Venid, chicos —llamó a los demás—, y llevad a este mozo por las placas de hielo; hacedlo por la Madre Carey. Hoy ya hemos comido bastante esperma y, si lo ayudamos, incluso nos reducirá la condena.

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