Los niños del agua (23 page)

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Authors: Charles Kingsley

BOOK: Los niños del agua
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»Sin embargo, Epimeteo la acogió, a ella y a la caja, como acogía todo lo que llegaba y se casó con ella, para bien o para mal, como deberían hacer todos los hombres, incluso cuando sólo tengan la posibilidad de conseguir una buena esposa. Entonces abrieron la caja entre los dos, por supuesto, para ver qué había dentro; si no, ¿de qué podía haberles servido?

»De la caja salieron todos los males que la carne ha heredado; todos los hijos de los cuatro grandes espíritus malignos, la Obstinación, la Ignorancia, el Temor y la Suciedad. Por ejemplo: el sarampión, los monjes, la escarlatina, los ídolos, la tos ferina, los papas, las guerras, los conciliadores, las hambrunas, los curanderos, las facturas impagadas, los corsés ceñidos, las patatas, el vino malo, los déspotas, los demagogos y, lo peor de todo, los niños y niñas traviesos.

»Sin embargo, hubo una cosa que se quedó en el fondo de la caja, y era la Esperanza.

»Así pues, Epimeteo se metió en un buen embrollo, como hace la mayoría de los hombres. Sin embargo, salió ganando con las tres mejores cosas del mundo: una buena esposa, experiencia y esperanza. Mientras tanto, Prometeo se metió en un embrollo igual de grande, e incluso muchísimo mayor (como vas a oír), provocado por él mismo sin nada más que las imaginaciones tejidas a partir de su propio cerebro, del mismo modo que una araña teje su telaraña a partir de su estómago.

«Prometeo continuó mirando hacia delante, con la vista clavada tan a lo lejos que, cuando iba por ahí con una caja de cerillas (las únicas cosas útiles que inventó y que hacen tanto mal como bien), se pisó la propia nariz y se cayó (como le ocurre a la mayoría de filósofos deductivos), por lo que incendió el Támesis entero y las llamas todavía no han sido extinguidas. Así que tuvieron que encadenarlo en la cima de una montaña, con un buitre a su lado que le diera un picotazo cada vez que se movía, para que no pudiera girar el mundo del revés con sus profecías y sus teorías.

»Pero el bobo de Epimeteo continuó trabajando y ajetreándose, con la ayuda de su esposa Pandora, siempre mirando hacia atrás para ver lo que había ocurrido, hasta que realmente aprendió a saber de vez en cuando lo que iba a ocurrir más adelante. Comprendió muy bien dónde aprieta el zapato y aprendió a esperar a ver de qué lado caían la peras, por lo que empezó a hacer cosas que podían funcionar y que seguían funcionando. Cultivó y drenó la tierra, hizo telares, barcos, líneas de tren, arados de vapor, telégrafos eléctricos y todas las cosas que se pueden contemplar en la Gran Exposición. Previó la hambruna, el mal tiempo, el precio de las acciones y (lo más difícil de todo) el siguiente capricho del gran ídolo Tiovivo, a quien algunos llaman Opinión Pública. Hasta que al final se hizo igual de rico que un judío e igual de gordo que un granjero, y la gente se lo pensaba dos veces antes de meterse con él (pero sólo una vez antes de pedirle ayuda, pues, como ganaba tanto dinero, también se podía permitir gastarlo).

»Sus hijos son los hombres de ciencia que hacen un trabajo que perdura en este mundo, mientras que los hijos de Prometeo son los fanáticos, los teóricos, los intolerantes, los pelmazos y la gente ruidosa y verbosa que dice a los bobos lo que ocurrirá, en lugar de mirar hacia lo que ya ha ocurrido.

Y bien, ¿no te parece que el cuento de la Madre Carey fue maravilloso? Además, me hace feliz decir que Tom creyó todas y cada una de sus palabras.

Porque a él le pasó lo mismo. Fue puesto a prueba de un modo muy duro, ya que, aunque pudiera ver muy bien hacia dónde se dirigía el perro, teniéndolo enganchado a sus talones (o, mejor dicho, a sus pies, pues debía andar de espaldas), resultaba mucho más lento ir hacia atrás que hacia delante. Sin embargo, fue todavía más duro el hecho de que antes de que hubiera tenido tiempo de salir del Lagodepaz se le abalanzaran todos los magos, adivinos, astrólogos, profetas, los vaticinadores y prestidigitadores, tantos como había en esa zona (y hay demasiados por todas partes), la Vieja Madre Shipton sobre su escoba —con Merlín—, Thomas el Rimador, Gerbertus, Rabanus Mauras, Nostradamus, Zadkiel, Raphael, Moore, el Viejo Nixon y muchísimos más, vestidos con abrigos negros y corbatas blancas, y que, teniendo en cuenta el siglo en que nacieron, no hubiesen sido más sabios. Todos le vociferaban y le gritaban: «Mira hacia delante, sólo tienes que mirar adelante, y te mostraremos lo que el hombre no ha visto jamás y te llevaremos hasta el fin del mundo».

Pero me enorgullece decir que, aunque Tom no había ido a Cambridge —pues, si hubiera ido, seguro que habría sido un sénior wrangler—, como buen inglés, era tan obstinado, duro, áspero, y tan sincero y de confianza que no giró la cabeza ni una vez desde el Lagodepaz hasta El-otro-Lado-de-Ningún-Sitio. Por el contrario, no perdió de vista al perro y dejó que siguiera el rastro, fuera caliente o frío, recto o lleno de curvas, mojado o seco, cuesta arriba o cuesta abajo. Lo que significa que no cometió ni un error y que vio cosas maravillosas y por ahora aún no imaginadas por ningún mortal. Cosas que me encargaré de contarte en el próximo capítulo.

CAPÍTULO VIII

¡Venid, oh niños, acercaos!
pues oigo vuestros gritos al jugar;
y las cuestiones que me tenían desconcertado
del todo se desvanecerán.

Vosotros abrís las ventanas del este,
que miran hacia el sol,
donde el pensar es el canto de una golondrina,
donde fluyen los arroyos del albor.
Pues, ¿qué son todo nuestro ingenio
y la sabiduría de nuestros libros,
comparados con vuestras caricias
y la alegría de vuestros ojos?

Sois mejor que todas las baladas
que jamás se hayan cantado o recitado;
pues sois poemas con vida
y todos los demás están muertos.

L
ONGFELLOW

Aquí empieza la narración, que no hay que analizar demasiado, de una noningentésima nonagésima novena parte de las cosas maravillosas que Tom vio en su viaje por El-otro-Lado-de-Ningún-Sitio. Todos los niños buenos tienen que leerla para que, en el caso de que algún día vayan a El-otro-Lado-de-Nin-gún-Sitio, como muy posiblemente harán, no suelten una carcajada, ni traten de huir, ni hagan ninguna otra vulgar tontería que pueda ofender a la señora Hagancontigocomohiciste.

Pues bien, justo después de que Tom dejara el Lagodepaz, fue a parar al blanco regazo de la gran madre del mar —a diez mil brazas de profundidad—, donde pasa todo el día preparando la masa del mundo para que los gigantes del vapor la amasen y los gigantes del fuego la cuezan hasta que se levante, se endurezca y se convierta en panes de montaña y pasteles de isla.

Tom estuvo a punto de ser amasado en la masa del mundo y de ser convertido en un niño del agua fósil, lo cual habría asombrado a la Sociedad Geológica de Nueva Zelanda al cabo de unos cuantos cientos de miles de años.

Cuando iba andando por el suave y blanco fondo del océano, en el silencio del crepúsculo del mar, oyó un silbido, un rugido, un golpeteo y un bombeo, como si estuvieran juntas todas las máquinas a vapor del mundo. Cuando se acercó, el agua empezó a hervir, aunque no le hizo el menor daño; lo que pasa es que también era fétida como las gachas y a cada momento se tropezaba con conchas, peces, tiburones, focas y ballenas, todos muertos debido a la alta temperatura del agua.

Finalmente, se topó con la gran serpiente de mar en persona, que yacía muerta en el fondo. Como era demasiado gruesa para pasar por encima, Tom tuvo que rodearla durante más de un kilómetro, lo cual lamentablemente lo desvió de su camino y, después de hacer todo el rodeo, llegó a un lugar llamado Stop. Allí se paró, justo a tiempo.

Se encontraba en el borde de un vasto agujero en el fondo del mar, del cual surgía, claro y rugiente, suficiente vapor como para hacer funcionar todas las máquinas del mundo a la vez. El vapor era tan claro que por momentos se hacía transparente y Tom podía alcanzar con la vista casi hasta la superficie del agua, allá arriba, y hacia abajo podía ver dentro del hoyo hasta quién sabe dónde.

Pero al asomar la cabeza por el borde recibió tal apedreada de guijarros en la nariz que dio un salto hacia atrás. El vapor, al salir disparado, desmoronaba los costados del agujero, lanzándolo todo mar arriba en medio de un chorro de lodo, gravilla y cenizas; después se esparcía por todas partes y volvía a caer, dejando a los peces muertos tan enterrados que en menos de cinco minutos Tom quedó cubierto por el cieno hasta los tobillos y empezó a tener miedo de acabar enterrado vivo.

Habría podido ocurrir, pero, mientras pensaba, toda la parcela de suelo sobre la que estaba se despegó entera, salió despedida hacia arriba y lo arrojó un kilómetro mar adentro. Tom se preguntó qué sucedería a continuación.

Finalmente se detuvo —¡patapum!— y se quedó agarrado a las patas del espectro más maravilloso que jamás hubiera visto.

Tenía no sé cuántas alas que, como las aspas de un molino de viento, eran grandes y sobresalían en forma de anillo. Gracias a ellas se elevaba por encima del vapor, igual que una pelota que se mantiene sostenida encima del chorro de una fuente. Por cada ala en la parte de arriba tenía una pata en la parte de abajo, con una zarpa en forma de peine en la punta y un orificio nasal en la raíz; en el medio, no tenía barriga, sino un ojo; y en cuanto a la boca, la tenía apartada hacia un lado, igual que el tubérculo madreporiforme de una estrella de mar. Bueno, era una bestia muy rara, pero no más que unas cuantas docenas que puede que te encuentres.

—¿Qué quieres —gritó muy malhumorada—, por qué te cruzas en mi camino? —Entonces trató de deshacerse de Tom. Pero éste, pensando que lo más seguro era no moverse, se quedó agarrado a las zarpas.

Tom le dijo quién era y hacia dónde se dirigía. Acto seguido, la cosa parpadeó con su único ojo y afirmó con desdén:

—Soy demasiado viejo como para que me tomen el pelo así. Has venido a buscar oro, lo sé.

—¡Oro! ¿Qué es el oro?

Realmente, Tom no lo sabía, pero el desconfiado espectro no le creyó.

Al cabo de un rato, Tom empezó a comprenderlo un poco. Cuando los vapores subían por el agujero, el espectro los olía con sus orificios y los examinaba y los separaba con sus peines. Luego, mientras seguían subiendo, pasando por en medio de los peines y chocando contra las alas, se transformaban en chorros e hilos de metal. De un ala caía oro molido; de otra, plata; de otra, cobre; de otra, hojalata; de otra, plomo y así sucesivamente, depositándose en el suave lodo, entre las venas y las grietas y solidificándose. Por eso las rocas están llenas de metales.

Entonces, de repente, alguien allí abajo cortó el vapor, y el agujero se vació en un instante y el agua empezó a bajar formando tal remolino que el espectro dio vueltas y más vueltas a la velocidad de una peonza. Allí acabó su jornada de trabajo, igual que el bonito parto de una perra, así que todo lo que hizo fue decirle a Tom:

—Joven, si te lo has tomado en serio, que no lo creo, ahora es tu oportunidad para bajar.

—Te lo voy a demostrar muy pronto —aseguró Tom, y se lanzó, con la misma valentía que el Barón Munchausen, arrojándose por la precipitada catarata como un salmón de Ballisodare.

Cuando llegó al fondo, nadó y fue arrastrado hasta la costa, a buen recaudo, en El-otro-Lado-de-Ningún-Sitio. Como le ocurre a la mayoría, y para sorpresa suya, le pareció más bien Este-Lado-de-Algún-Sitio, algo muy distinto de lo que se esperaba.

Primero, pasó por el país de Papeldesperdiciado, donde se amontonan cuesta arriba y cuesta abajo todos los libros estúpidos como las hojas de un bosque invernal. Vio a gente hurgando y escarbando para hacer libros aún peores que los malos y separando la broza para aprovechar el polvo. Así hacían un buen negocio, sobre todo con los niños.

Luego anduvo junto al mar de las sensiblerías, por la montaña de los desastres y por el territorio de las golosinas, donde el suelo era muy empalagoso, pues estaba todo hecho de toffee malo (no como el toffee de Everton, claro) y estaba lleno de grietas y agujeros profundos, rellenos hasta reventar de fruta caída a causa del viento y de frutas confitadas, endrinas, manzanas ácidas, arándanos, escaramujos, marzoletas y todas las porquerías que los niños, si las encuentran, se comen. Pero en ese país, las hadas se esfuerzan al máximo para esconderlas, lo cual resulta un trabajo muy duro y sumamente inútil. Pues tan pronto como esconden los desechos viejos, la gente estúpida y malvada produce nuevos desechos llenos de cal y de pinturas venenosas. De hecho, roban recetas del gran libro de la vieja Madame Ciencia, inventan venenos para los niños y los venden en las verbenas, en las ferias y en las tiendas de golosinas. Perfecto. Que sigan así. El doctor Letheby y el doctor Hassal no los podrán pillar, aunque se pasen todo el día poniéndoles trampas. Sin embargo, el hada de la vara de abedul los pillará a todos a tiempo, los pondrá en sus tiendas, en una esquina, y les hará comer todas las golosinas que hay hasta la otra esquina. Y cuando acaben, tendrán un dolor de barriga tan fuerte que los curará de las ganas de envenenar a los niños.

Después vio a toda la gente pequeña del mundo, escribiendo todos los libros pequeños del mundo acerca de todas las demás personas pequeñas del mundo, seguramente porque no tenían ninguna gran persona sobre la cual escribir. Y cuando los libros no se llamaban
Squeeky,
The Pumplighter,
The Narrow Narrow World,
The Hills of the Chattermuch
o
The Children's Twaddeday
, tenían otros títulos. Las demás personas pequeñas del mundo leían estos libros y todas se creían igual de buenas que el presidente. Puede que tuvieran razón, porque allá cada cual con lo suyo. Sin embargo, Tom prefería un buen cuento de hadas alegre, sobre Jack el Matagigantes o
La bella y la bestia,
ya que aprendía cosas que todavía no sabía.

Después se acercó al núcleo de la creación (el centro, lo llaman allí), que se encuentra a 42,21 grados de latitud y a 108,56 grados de longitud.

Allí se encontró a todos los sabios, instruyendo a la humanidad en la ciencia del espiritismo, mientras se les quemaba la casa delante de sus narices. Cuando Tom los avisó de que había fuego, inmediatamente organizaron una reunión de indignación y decidieron unánimemente que había que colgar al perro de Tom por haber venido a su país con pólvora en la boca. Tom no pudo evitar decir que, aunque ellos creían que doscientos años antes se habían llevado toda la inteligencia de Lincolnshire, en el caso de que hubiera habido tan sólo un noble de Lincolnshire entre ellos, como el gran Lord Yarborough, éste habría llamado a los bomberos antes de colgar al perro de los demás. Sin embargo, no le sirvió de nada y al fin el perro fue colgado. No permitieron que Tom se quedara ni siquiera con el cuerpo muerto, pues en aquel país habían abolido la ley de quedarse-con-el-cuerpo por miedo a que pudieran aparecer hombres honestos cuando los granujas se pelearan. En ese caso se habrían salido con la suya sin ningún problema, como hacen siempre; lo que pasa es que (como hacen siempre) se equivocaron en un pequeño detalle, a saber: que el perro no podía morir porque era un perro del agua. Al contrario, les mordió los dedos tan abominablemente que se vieron forzados a dejarlo libre, y a Tom también, como subditos británicos. Luego reanudaron la sesión de espiritismo para llamar a los espíritus de sus padres.

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