Los niños del Brasil (13 page)

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Authors: Ira Levin

Tags: #GusiX, Ciencia ficción, Intriga

BOOK: Los niños del Brasil
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—Ni tampoco
era
hipotética, me imagino.

Liebermann quería contestar que sí, o colgar pero un impulso más fuerte sea adueñó de él: hablar abiertamente con alguien que estuviera dispuesto a creerle, aunque fuera su joven crítico alemán.

—No lo sé —admitió—. La persona que me habló de eso… ha desaparecido. Tal vez tuviera razón, tal vez se equivocara.

—Lo mismo sospeché yo. ¿Le interesaría saber que en Pforzheim, el 24 de octubre, un hombre se cayó de un puente y se ahogó? Tenía 65 años y estaba a punto de jubilarse como empleado de Correos.

—Müller, Adolf —confirmó Liebermann, recorriendo su lista de posibles—. Lo sabía, sí, y también tengo noticias de otros diez: en Solingen, Gladbeck, Birmingham, Tucson, Burdeos, Fagersta…

—¡Oh!

Liebermann sonrió a su bolígrafo.

—Tengo una fuente en «Reuter» —explicó.

—¡Estupendo! ¿Y se ha ocupado usted de establecer si es estadísticamente normal que once funcionarios públicos de 65 años mueran de muerte violenta en un período de… cuánto es, tres semanas?

—Ha habido otros —continuó Liebermann— muertos por sus allegados. Y otros, estoy seguro, de los que «Reuter» no se ha enterado. Y de todos ellos, creo que solamente seis en el mejor de los casos podrían ser… los que yo me temo. ¿Acaso seis por encima de la cifra normal demostraría algo? Además ¿quién se ocupa de esas estadísticas? Muertes violentas en dos continentes, en accidentes de, trabajo. Tal vez Dios sepa lo que es «estadísticamente normal». O una docena de compañías de seguros, todas juntas. Yo no perdería el tiempo en escribirles.

—¿No ha hablado con las autoridades?

—¿No fue usted, acaso, el que señaló que hoy en día no se interesan tanto por perseguir a los nazis? Hablé, pero no me escucharon. Y, en realidad, no se les puede culpar, cuando lo único que yo podía decirles es que probablemente matarían a unos hombres, pero que no sabía por qué.

Entonces debemos
encontrar
por qué, y la manera de hacerlo es meternos en algunos de estos casos. Tenemos que investigar las circunstancias de la muerte y, lo que es más importante, el carácter y los antecedentes de esas personas.

—Gracias —suspiró Liebermann—. Es el mismo planteamiento que yo me hice cuando no podía decir «debemos» ni «tenemos».

—Pforzheim está a menos de una hora de aquí por carretera, Herr Liebermann. Y yo soy estudiante de Derecho, el tercero de mi clase, y me considero muy capaz de hacer observaciones y de formular las preguntas pertinentes.

—Las preguntas pertinentes ya las conozco, pero es que realmente esto no es asunto suyo, amigo mío.

—Ah, ¿no? ¿Y por qué? ¿Acaso usted se ha asegurado de algún modo los derechos exclusivos para oponerse al nazismo? ¿Y en
mi
país?

—Herr Von Palmen…

—Usted planteó públicamente el problema; debería habernos informado de que tenía la propiedad exclusiva.

—Escúcheme. —Liebermann sacudió la cabeza: qué alemán éste—. Herr Von Palmen —continuó—, la persona que me planteó
a mí
el problema era un joven como usted. Más afable y respetuoso, pero por lo demás, no tan diferente. Y es casi seguro que ha sido asesinado. Por
eso
le digo que no es asunto suyo, porque es algo para profesionales, no para aficionados. Y también porque usted podría enturbiar las cosas de tal manera que cuando yo llegara a Pforzheim el trabajo me resultara más difícil aún.

—Yo no enturbiaré las cosas, y procuraré evitar que me asesinen. ¿Quiere usted que vuelva a llamarle para decirle lo que descubra, o me reservo la información?

Liebermann miró furiosamente a su alrededor mientras procuraba encontrar un modo de detenerle, pero no lo había, naturalmente.

—Por lo menos, ¿sabe usted la información que tiene que buscar? —preguntó.

—Claro que sí. A quién le dejó Müller su dinero, con qué gente estaba relacionado, cuáles eran sus actividades políticas y militares…

—Dónde nació.

—Ya lo sé. Todos los puntos que se sugirieron aquella noche.

—Y si podría haber tenido algún contacto con Mengele, ya fuera durante la guerra o inmediatamente después. ¿Dónde prestó servicios? ¿Estuvo alguna vez en Günzburg?

—¿En Günzburg?

—Donde vivía Mengele. Y trate de no actuar como un fiscal, que es más fácil cazar moscas con miel que con vinagre.

—También puedo ser encantador cuando me lo propongo, Herr Liebermann.

—Espero que me lo demuestre. Deme su dirección por favor, y le mandaré fotografías de tres de los hombres a quienes supongo encargados de las matanzas. Son retratos viejos, de treinta años atrás, y por lo menos uno de ellos debe de haberse hecho la cirugía plástica, pero de todas maneras podrían venirle bien para el caso de que alguien hubiera visto rondar a algún extraño. También le mandaré una carta diciendo que trabaja usted por cuenta mía. Aunque tal vez prefiera usted enviarme una donde conste que
yo
trabajo para usted.

—Herr Liebermann, me inspira usted la admiración y el respeto más profundos. Créame que estoy verdaderamente orgulloso de poder servirle en algo.

—Bueno, está bien.

—¿Ve cómo he estado encantador?

Liebermann tomó nota de la dirección y el número telefónico de Palmen, le dio algunas indicaciones más y colgó.

Conque ya «éramos» dos… Pero quizás el muchacho se las arreglara; bastante despierto parecía, indudablemente.

Terminó de hacer la segunda lista, la estudió durante unos minutos y después abrió el cajón inferior izquierdo de la mesa y sacó un gran sobre con fotografías que había separado de los archivos. Eligió las de Hessen, Kleist y Traunsteiner; una de cada uno, con su porte de jóvenes con uniforme de las SS, serios o sonrientes en las instantáneas ampliadas, de grano grueso… poco menos que inútiles, pero lo mejor con que contaba.

—¡Esther! —llamó mientras las ponía en la mesa. Hessen le sonreía con su aspecto lobuno y su pelo oscuro desde una fotografía en la que abrazaba a sus padres radiantes. Liebermann dio la vuelta a la foto y escribió una línea bajo el informe mimeografiado que llevaba adherido al dorso:
Actualmente pelo plateado. Se ha hecho cirugía plástica
.

—¿Esther?

Recogió las fotos, se levantó de su sillón y fue hacia la puerta.

Sentada ante la mesa, Esther se había quedado dormida, con la cabeza sobre los brazos cruzados. Junto al codo tenía una fuente llena de agua inmóvil.

Liebermann se le acercó de puntillas, dejó las fotos en un ángulo de la mesa y de puntillas atravesó la sala de estar para entrar en el dormitorio.

—Entonces, ¿adónde vas? —le llamó Esther.

Sorprendido de que estuviera despierta y de que se lo preguntara, Liebermann respondió:

—Al cuarto de baño.

—Lo que quería decir es adónde
te
vas. A investigar.

—Ah… A un lugar cerca de Essen… A Gladbeck. Y a Solingen.

*

Farnbach se detuvo fuera del hotel. Mientras admiraba el luminoso azul violáceo del crepúsculo —que se prolongaba durante horas, según le había asegurado el empleado—, se calzó los guantes, se levantó el cuello de piel y se acomodó el gorro de manera que le abrigara mejor las orejas y la nuca. En Storlien no hacía tanto frío como él se había temido, pero hacía bastante. Gracias a Dios, no tenía otra misión que cumplir más al Norte; evidentemente, Brasil le había convertido en una orquídea.

—¿Señor? —Alguien le palmeaba el hombro. Al darse la vuelta se encontró con un hombre con sombrero negro, más alto que él, que le presentaba en la palma de la mano un documento de identidad—. Detective inspector Löfquist. ¿Me permite una palabra, por favor?

Farnbach recibió la tarjeta protegida por una cubierta de cuero y plástico, y fingió que, en la penumbra crepuscular, su lectura le resultaba más difícil de lo que era en realidad, para darse al menos un momento para pensar. Devolvió la credencial al detective inspector Lars Lennart Löfquist, disfrazó con una cordial sonrisa (eso esperaba) la confusión y la alarma que se habían adueñado de él y contestó:

—Pero cómo no, inspector. Llevo aquí desde mediodía, y estoy seguro de no haber infringido aún ninguna ley.

—Estoy seguro de que así es —asintió el otro, sonriente, y se guardó en un bolsillo interior de la chaqueta de cuero negro su credencial—. Si le parece, podemos andar mientras conversamos.

—Estupendo —aprobó Farnbach—. Iba a echar un vistazo a la cascada, que parece ser lo único que uno puede hacer aquí.

—En esta época del año, sí —coincidió Löfquist, y los dos empezaron a atravesar el patio delantero del hotel, empedrado con guijarros—. En junio y julio tenemos un poco más de vida aquí —continuó—. Es cuando tenemos el sol durante toda la noche, y bastantes turistas. Pero para fines de agosto incluso el centro de la ciudad está muerto después de las siete o las ocho, y por este lado es prácticamente un cementerio. Parece usted alemán, ¿no?

—Sí —aceptó Farnbach—. Me llamo Busch, Wilhelm Busch. Soy viajante de comercio. No hay ningún problema, me imagino, inspector.

—No, ninguno. —En ese momento pasaban bajo la arcada—. Quédese tranquilo, que esto es totalmente extraoficial —le aseguró el otro.

Doblaron hacia la derecha y juntos siguieron andando por el borde del camino de piedras apisonadas. Farnbach sonrió antes de comentar:

—Hasta un inocente se siente culpable cuando un detective inspector le apoya la mano en el hombro.

—Me imagino que sí —admitió Löfquist—, y lamento si lo inquieté. Es que, simplemente, me gusta estar alerta con los extranjeros, y con los alemanes en particular. Me resulta… instructivo hablar con ellos. ¿Qué vende usted, Herr Busch?

—Equipos de minería.

—¿Ah, sí?

—Soy el representante en Suecia de la firma «Orenstein y Koppel», de Lübeck.

—No puedo decir que haya oído hablar de ella.

—Es muy importante en su campo —le aseguró Farnbach—, y yo estoy con ella desde hace catorce años. —Miró al detective, que seguía andando a su izquierda. La nariz respingada del hombre y su mentón afilado le traían a la memoria a un capitán de la SS bajo cuyas órdenes había servido y que solía dar comienzo a los interrogatorios exactamente con esa inocente tontería de «no hay por qué preocuparse, es algo completamente extraoficial». Después venían las acusaciones, las exigencias, la tortura.

—¿Y es de allí de donde viene? —siguió preguntando Löfquist—. ¿De Lübeck?

—No, yo soy originario de Dortmund, pero ahora vivo en Reinfeld, que queda
cerca
de Lübeck. Cuando no estoy en Suecia, claro. Aquí alquilo un apartamento en Estocolmo.

¿Cuánto sabría ese hijo de puta, se preguntaba Farnbach, y cómo demonios lo habría descubierto? ¿Se habría destapado toda la operación? ¿Acaso en ese mismo momento Hessen, Kleist y todos los otros estarían en la misma situación, o su fracaso sería propio y exclusivo?

—Doblemos por aquí —sugirió Löfquist mientras señalaba una senda que se abría a su derecha, adentrándose en los bosques—. Al final hay una vista estupenda.

Entraron por el angosto sendero y, en medio de una oscuridad ya casi nocturna, empezaron a trepar.

Farnbach se desabrochó la chaqueta para poder sacar el arma sin pérdida de tiempo en caso de que la situación empeorara.

—Yo también pasé algún tiempo en Alemania —evocó Löfquist—. Y una vez tomé un barco en Lübeck.

De pronto había empezado a hablar en alemán; más aún, en buen alemán. Desconcertado, Farnbach pensó que tal vez no
hubiera
realmente de qué preocuparse; ¿cabía la posibilidad de que lo que quisiera Lars Lennart Löfquist fuese sólo charlar en alemán? Parecía una esperanza demasiado descabellada. Él también habló en alemán:

—Su alemán es excelente —señaló—. ¿Por eso le gusta hablar con nosotros, para no perderlo?

—Yo no hablo con
todos
los alemanes —respondió Löfquist, en cuya voz vibraba una risa contenida—, sino únicamente con los antiguos cabos que han aumentado de peso y que ahora se hacen llamar «Busch» en vez de Farnstein.

Farnbach se detuvo y se le quedó mirando.

Con una sonrisa, Löfquist se quitó el sombrero, levantó la cabeza y se apartó para que la luz le diera en la cara; riendo ya sin disimulo, miró de frente a Farnbach mientras se ponía bajo la nariz, a modo de bigote, un dedo extendido.

Farnbach se quedó atónito.

—¡Oh, Dios mío! —balbuceó roncamente—. ¡Si hace apenas un segundo me acordé de usted! ¡El capitán Hartung!

Con entusiasmo, ambos se estrecharon la mano; riendo, el capitán abrazó a Farnbach y le palmeó la espalda; después volvió a calarse el sombrero hasta los ojos, apoyó ambas manos en los hombros de su interlocutor y le sonrió.

—¡Qué alegría, volver a ver uno de los rostros de antes! —exclamó—. ¡Si hasta me dan ganas de llorar, maldición!

—Pero… ¿cómo es posible? —preguntó Farnbach que para entonces ya no podía estar más confundido—. Estoy… ¡perplejo!

—Si usted puede ser Busch —rió el capitán—, ¿por qué no puedo yo ser Löfquist? ¡Tengo un acento! Escúcheme; si ahora soy realmente un maldito sueco…

—¿Y es también detective?

—Exactamente.

—Pues vaya susto que me dio.

El capitán asintió con un gesto de tristeza, apoyando la mano en el hombro de Farnbach.

—Sí, todavía seguimos temiendo que pueda derribarnos el hacha, ¿eh, Farnstein? Por muchos años que hayan pasado. Por eso me gusta estar alerta con los extranjeros. ¡Todavía hay noches en que sueño que me procesan!

—No puedo creer que sea usted —repetía Farnbach, sin acabar de rehacerse—. ¡Creo que en mi vida he estado tan sorprendido!

Siguieron trepando por el sendero.

—Yo jamás olvido una cara, ni un nombre. —El capitán echó un brazo en torno de los hombros de Farnbach—. En la gasolinera de Krondikesvägen le vi de pie junto a su coche y me dije: «Apostaría cien coronas a que el que está ahí con esa impecable chaqueta es el cabo Farnstein».

—Farnbach, señor, no «stein».

—¿Ah, sí? Bueno, «stein» se parece bastante, ¿no? después de treinta años. ¡Con todos los hombres que tuve bajo mis órdenes! Claro que tenía que estar absolutamente seguro antes de poder hablar. Lo que le vendió fue su voz, que no ha cambiado en absoluto. Y olvídese del «señor», ¿eh? Aunque debo admitir que es grato volver a oírlo.

—¿Cómo vino a parar aquí? —preguntó Farnbach—. ¡Y como detective!

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