Todos estos pensamientos se vieron interrumpidos por un altercado que se estaba produciendo abajo. Efectivamente, hasta nosotros llegaban los gritos airados de un guardián de la puerta, y también los gritos de protesta del conductor del carro de mercancías. Dirigí la mirada a la parte inferior de la muralla. A pesar de la manifiesta desesperación del conductor, no pude evitar sonreír al ver que la rueda trasera del enorme y pesado carro se había salido de su eje. El carro se había inclinado bruscamente, y en un momento el eje tocaba la tierra y se hundía en ella.
El carretero bajó de un salto y se puso a gesticular alocadamente al lado de la rueda caída. Después, de forma irracional, puso su hombro bajo el carro e intentó levantarlo con todas sus fuerzas. Pero por mucho empeño que pusiera, era una tarea imposible para un hombre solo.
Varios guardias parecían divertirse con este hecho, y lo mismo ocurría con algunos de los que pasaban por allí en aquel momento, que se reunían para contemplar las reacciones desesperadas del carretero. Finalmente, el oficial de la guardia, que estaba casi fuera de sí, rabioso, ordenó a varios de sus hombres, que no cesaban de reír, que pusiesen también sus hombros bajo el carro. Pero incluso entre todos ellos no pudieron levantarlo ni un ápice, y parecía que iban a necesitar algunas palancas.
Absorto, puse los ojos en la lejanía. Dina seguía contemplando el lío que se había armado allí abajo y se divertía, pues el carretero se mostraba muy afligido, y pedía toda clase de disculpas, agachándose, arrastrándose y bailando en torno al oficial, que seguía muy enfadado. En ese momento percibí, allá a lo lejos, una polvareda casi invisible que se levantaba hacia el cielo.
Los guardias y las gentes aquí y allá parecían exclusivamente preocupados por lo que ocurría con el carro atascado.
Volví a fijarme en el carretero. Era un hombre joven, bien formado. Su pelo era rubio, y algo en él me resultaba familiar.
Adelanté la posición de mi cuerpo y me agarré al parapeto. Sí, ahora era evidente: la polvareda se acercaba a la puerta principal de Turia.
Sujeté a Dina bruscamente.
—¿Qué pasa?
—¡Vuelve a tu casa y enciérrate dentro! —le susurré con vehemencia—. ¡Y no se te ocurra salir bajo ningún concepto!
—No te entiendo. ¿De qué hablas?
—¡No preguntes, y haz lo que te digo! —le ordené—. ¡Venga! ¡Vete a casa, cierra con candado las puertas, y no salgas!
—Pero Tarl Cabot, ¿qué...?
—¡Aprisa!
De pronto, ella también miró por encima del parapeto, y vio la nube de polvo. Se llevó la mano a la boca, y los ojos se le agrandaron a causa del miedo.
—¡No puedes hacer nada! —le dije—. ¡Venga! ¡Corre!
La besé ávidamente y luego, volviéndola, la empuje para que se decidiera de una vez a caminar. Dina avanzó unos cuantos metros dando traspiés y se giró para mirarme.
—¿Qué vas a hacer tú? —me preguntó gritando.
—¡Corre! —le ordené por toda respuesta.
Y Dina de Turia empezó a correr por el amplio camino de ronda que bordeaba las altas murallas.
La túnica de los panaderos, que no lleva cinturón, me ayudaba a ocultar bajo mi brazo izquierdo una espada y una quiva. Además, por encima llevaba también una pequeña capa marrón que borraba cualquier vestigio de mis armas. Sin prisas, las saqué de mi túnica y las envolví en la capa.
Volví a mirar por encima del parapeto. El polvo seguía acercándose. En unos momentos podría contemplar a las kaiilas, y los destellos producidos por las hojas de las lanzas. A juzgar por las dimensiones de la nube de polvo y por la velocidad a la que se aproximaban, la primera oleada de jinetes, compuesta quizás por centenares de ellos, cabalgaba en una estrecha columna y a todo galope. La formación de los tuchuks, que se desplazaban colocando delante un primer centenar seguido de un espacio libre equivalente al que ocupa esta formación, y luego otro centenar, y así sucesivamente, les permitía disminuir la polvareda provocada por su avance, pues ésta tenía tiempo de disiparse entre uno y otro centenar. Además, de esta manera, cada centenar dispone del espacio necesario para desenvolverse sin entorpecer el avance de las demás formaciones. Ahora podía distinguir al primer centenar en fila de a cinco, el espacio abierto que había tras él, y al segundo. Se aproximaban con gran rapidez, y el sol empezó a provocar reflejos en las hojas de las lanzas tuchuks.
Con mucha tranquilidad, sin apresurarme, descendí de la muralla y me aproximé al carro encallado, a la puerta abierta, a los guardias. Estaba seguro de que muy pronto alguien daría la alarma desde lo alto de la muralla.
En la puerta, el oficial seguía regañando a aquel tipo rubio. Tenía los ojos azules, como ya había supuesto, pues le había reconocido desde arriba.
—¡Sufrirás por esto! —gritaba el comandante de la guardia—. ¡Torpe! ¡Estúpido!
—¡Piedad! ¡Piedad, señor! —suplicaba Harold de los tuchuks.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el oficial.
En ese momento se oyó un grito de horror desde lo alto del muro.
—¡Tuchuks!
Los guardias se miraban unos a otros, sorprendidos. Inmediatamente, dos personas más repitieron el grito allá arriba, señalando a la llanura.
—¡Tuchuks! ¡Cerrad las puertas!
El oficial miraba hacia arriba, alarmado, y finalmente gritó dirigiéndose a los hombres situados en la plataforma del torno:
—¡Cerrad las puertas!
—No sé si te habrás dado cuenta —dijo Harold— de que mi carro está justo en medio.
El oficial, que de pronto lo comprendía todo, echó mano de su espada, pero antes de que pudiese desenvainarla, el hombre joven ya había saltado hacia él para hundirle la quiva en el corazón.
—Mi nombre es Harold, ¡Harold de los tuchuks!
Se oyeron gritos en la muralla, y los guardias corrían hacia el carro. Los hombres del torno intentaban cerrar las dos pesadas puertas lo máximo posible accionando el lento mecanismo. Harold había extraído su quiva del pecho del oficial. Dos hombres, que empuñaban sendas espadas, se dirigían hacia él. Yo salté para colocarme frente al tuchuk y me hice cargo de ellos: uno cayó, y el otro resultó herido.
—¡Bien hecho, panadero! —gritó Harold.
Apreté los dientes y me enfrenté al ataque de otro hombre. Se percibían claramente los pasos de las rápidas kaiilas, que se encontraban muy cerca de la puerta, quizás a no más de un pasang de allí. Los dos batientes estaban ya casi cerrados, y el único obstáculo para que lo estuvieran completamente era el carro que se encontraba bloqueado entre ellos. Los boskos que tiraban de él, asustados por los hombres que corrían, por los gritos y por el ruido metálico de las espadas, bramaban y sacudían la cabeza, mientras pateaban la tierra.
Me deshice de mi enemigo turiano hundiéndole mi espada corta bajo el corazón. Apenas había sacado mi arma de sus entrañas cuando me atacaron dos más.
—Supongo que mientras el pan está en el horno —oí que decía detrás de mí la voz de Harold—, lo mejor que se puede hacer es intentar mejorar tu destreza con la espada.
Podía haberle respondido, pero en realidad tenía otras cosas a las que atender.
—Tenía un amigo llamado Tarl Cabot —seguía diciendo Harold—, que a estas alturas ya habría acabado con los dos.
Aparté en el último momento una espada que se dirigía directamente a mi corazón.
—Y lo habría hecho hace ya mucho rato —añadió Harold.
El hombre que estaba a mi izquierda empezó a desplazarse alrededor de mí, mientras que el otro continuaba presionándome desde enfrente. Retrocedí, mientras intentaba mantener la espalda protegida por el carro y al mismo tiempo rechazaba los aceros silbantes de los dos enemigos.
—La verdad —continuaba diciendo Harold—, entre mi amigo Tarl Cabot y tú existe un cierto parecido, pero decididamente tu destreza con la espada es muy inferior a la suya. También hay que decir que él pertenece a la Casta de los Guerreros, y no permitiría que nadie le viese sobre su pira funeraria con las ropas de una casta tan baja como la de los panaderos. Otra diferencia remarcable es el cabello, que en su caso es rojo, como el de un larl del sol; el tuyo en cambio es de un color bastante vulgar, o mejor dicho, de un negro más bien poco inspirado.
Por fin conseguí deslizar la hoja de mi espada entre las costillas de uno de los hombres. Me aparté para evitar la carga del segundo, y en un momento otro guerrero sustituyó al que había caído.
—Sería mejor que vigilaras también a tu derecha —remarcó Harold.
Me volví a la derecha justo a tiempo de desviar la espada de un tercer hombre.
—¿Lo ves? A Tarl Cabot no habría sido necesario advertirle de una cosa así.
Empezó a pasar gente cerca de nosotros. Todos gritaban y corrían. Los tañidos de las grandes barras de alarma de la ciudad, golpeadas por martillos de hierro, no cesaban.
—A veces me pregunto dónde debe estar el viejo Tarl Cabot —dijo Harold en tono melancólico.
—¡Estúpido tuchuk! —grité.
De pronto, vi que las caras de los hombres que se enfrentaban a mí cambiaban su expresión de rabia por una de terror. Inmediatamente dieron media vuelta y se marcharon a toda prisa.
—Ahora —dijo Harold—, lo conveniente sería refugiarse bajo el carro.
Y así lo hizo de un salto. Yo también me eché al suelo e hice rodar mi cuerpo hasta que me encontré a su lado.
Casi inmediatamente resonó un grito terrible. Era el grito de guerra de los tuchuks. En un instante, las primeras cinco kaiilas saltaron desde el exterior de la puerta hasta lo alto del carro: lo que yo había tomado por una simple lona para guarecerse de la lluvia resultó ser una tela extendida sobre una carga de piedras y arena. Ahora me explicaba el exagerado peso del carro. En aquel momento, las kaiilas que se encontraban en lo alto de la carga saltaron. Quedaron dos a cada lado del carro, mientras que el jinete de la quinta la había hecho saltar por delante del tiro de los boskos. En un instante les sucedieron otros cinco jinetes, y luego otros, y otros. De esta manera no tardaron en reunirse los jinetes del primer centenar, y luego los del segundo, a veces entre los bramidos de kaiilas encabritadas. A veces los hombres tenían que desmontar para descongestionar el espacio entre las puertas y el grupo que tenían delante. De esta manera, todo se hacía en medio de una gran fluidez, y las formaciones de tuchuks se precipitaban aullando al interior de la ciudad, con los escudos negros lacados en el brazo izquierdo y con la lanza sujeta en la mano derecha. Estábamos completamente rodeados por el estruendo del galope de las kaiilas, los gritos de los hombres y el entrechocar de las armas. Los tuchuks fluían incesantemente, saltaban sobre el carro y luego se lanzaban al interior de la ciudad aullando su estremecedor grito de guerra. Cada uno de los centenares que entraba tenía un punto al que dirigirse, cada uno tomaba diferentes caminos, y algunos desmontaban para escalar y tomar posiciones en los tejados, donde se harían fuertes con sus pequeños arcos. El olor a quemado empezaba a hacerse notar.
Con nosotros, bajo el carro, había tres civiles turianos que temblaban de terror. Uno era un vendedor de vino, el otro un alfarero, y finalmente una chica. El vendedor y el alfarero observaban despavoridos aquel desfile incesante de kaiilas desde atrás de las ruedas. Harold, que descansaba sobre sus manos y rodillas, tenía la vista puesta en los ojos de la chica, que también estaba agachada de rodillas, enmudecida por el miedo.
—Yo soy Harold de los tuchuks —le decía.
Hábilmente le desabrochó las sujeciones del velo sin que ella se diera apenas cuenta, hasta tal punto estaba aterrorizada.
—Sinceramente, no soy un mal chico, ¿sabes? —continuó diciéndole—. ¿No te gustaría ser mi esclava?
La chica consiguió sacudir ligeramente la cabeza para dar una respuesta negativa. Sus ojos se agrandaban cada vez más con el pánico.
—¡Ah, bueno! —dijo Harold volviendo a abrocharle el velo—. Da lo mismo, no te preocupes. Ya tengo una esclava, y dos chicas en un solo carro crean un montón de problemas... Eso si tuviera carro, claro.
La chica asintió.
—Es probable que cuando salgas de aquí te detenga algún tuchuk, alguno de esos tipos horribles que corren por ahí. Seguramente querrán ponerte un collar en tu bonito cuello, ¿entiendes a qué me refiero?
Volvió a asentir.
—Pues bien, tú diles que Harold el tuchuk ya te ha hecho su esclava, ¿de acuerdo?
Nuevo asentimiento.
—Eso será poco sincero por tu parte, pero es comprensible porque corren malos tiempos.
Las lágrimas resbalaban por el rostro de la chica.
—Así podrás irte a casa, y allí tendrás que encerrarte en la bodega. Pero ahora todavía no —dijo Harold al ver que en el exterior continuaban irrumpiendo los jinetes—. Será mejor que esperes un poco.
Ella asintió, y Harold le desabrochó el velo y la tomó en sus brazos, aprovechando el rato.
Yo seguía sentado con las piernas cruzadas bajo el carro. Mi espada reposaba en las rodillas mientras contemplaba las garras y las patas de las veloces kaiilas que iban pasando. Oí el silbido de una flecha de ballesta, y un jinete y su montura cayeron de la parte superior del carro, y quedaron extendidos. Enseguida les saltaron por encima otros jinetes. También oía los disparos de los pequeños arcos de los tuchuks y en algún lugar cercano al otro lado del carro, el rugido de un tharlarión y el bramido de una kaiila, acompañados del restallar de lanzas y escudos. Vi a una mujer, desprovista de velo, con el cabello suelto, que intentaba abrirse paso entre las kaiilas, zarandeada por todos lados hasta que consiguió su propósito de pasar entre dos edificios. El tañido de las barras de alarma se propagaba ahora desesperadamente por toda la ciudad. Se oían gritos a unos centenares de metros. El techo de un edificio a mi izquierda empezaba a arder, y el humo y las chispas subían hacia el cielo. El fuego no tardó en extenderse a los edificios colindantes por la acción del viento. Algunas docenas de tuchuks sin sus monturas habían llegado a la plataforma del torno y empezaban a abrir las puertas completamente. Cuando así lo hubieron hecho, los tuchuks empezaron a entrar en la ciudad en formaciones de a veinte, de manera que cada centenar solamente tenía cinco filas de profundidad. Los guerreros entraban en la ciudad aullando y agitaban sus escudos y lanzas. Ahora distinguía humo en más de diez lugares de la larga avenida que conducía a la puerta principal. Uno de los tuchuks a los que podía ver llevaba ya una docena de copas de plata atadas con una cuerda a su silla. Otro llevaba junto al estribo a una mujer sujeta por los cabellos que no dejaba de gritar. Y más tuchuks seguían entrando en la ciudad. El muro de un edificio de la avenida principal se vino abajo envuelto en llamas. En tres o cuatro lugares a mi alrededor oía el entrechocar de las armas, el silbido de los proyectiles de las ballestas y la respuesta de las ligeras y mordaces flechas de guerra tuchuks. Otro muro, en el lado contrario de la calle, se desplomó. Dos guerreros turianos quedaron al descubierto y empezaron a correr, pero los tuchuks les alcanzaron saltando por encima de los escombros con sus kaiilas.