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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (18 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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Kamchak la miró fijamente.

—De acuerdo —dijo—. Lucharé.

En la sala se hizo el silencio.

Vi que Saphrar, que permanecía un poco oculto, cerraba los ojos y negaba con la cabeza.

—¡Astuto tuchuk! —le oí murmurar.

Sí, Kamchak era un tuchuk muy astuto. Por medio del orgullo íntimo de Aphris de Turia, de Kamras, y de los turianos ofendidos, había logrado llevar a la chica a la estaca de la Guerra del Amor por su propia voluntad. Y eso era algo que no habría podido obtener de Saphrar, el mercader, ni con la esfera dorada. La astucia tuchuk lo había resuelto todo a placer. Pero suponía, naturalmente, que Saphrar, tutor de Aphris de Turia, no iba a permitir que las cosas llegasen tan lejos.

—No, querida —le dijo a Aphris—, no debes esperar que se repare esta espantosa ofensa que acabas de sufrir. No debes ni pensar en los juegos. Lo que ahora te conviene es olvidar esta desagradable escena, y no torturarte pensando en lo que se va a decir de ti a partir de este día. A pesar de lo que te ha hecho este tuchuk, debes dejar que la gente murmure. No puedes hacer nada, sólo dejarlo escapar impunemente.

—¡Eso nunca! —gritó Aphris—. ¡Me pondré en la estaca, te lo aseguro! ¡Lo haré! ¡Lo haré!

—No, no puedo permitirlo. Es preferible que la gente se ría de Aphris de Turia, y quizás dentro de unos años lo habrán olvidado todo.

—¡Te pido que me permitas colocarme en la estaca! ¡Te lo ruego! —decía llorando la muchacha—. ¡Te lo ruego, Saphrar!

—Sólo faltan unos días para que alcances tu mayoría de edad. Entonces recibirás tus riquezas, y podrás actuar como quieras.

—¡Pero eso será después de los juegos! —gritó ella.

—Sí —dijo Saphrar con aire pensativo—, eso es verdad.

—¡Yo la defenderé! —dijo Kamras—. ¡No perderé!

—Sí, lo cierto es que nunca has perdido —dijo Saphrar.

—¡Permítelo! ¡Permítelo! —gritaron varias voces.

—Si no me das tu permiso —susurró Aphris—, mi honor quedará manchado para siempre.

—Si no le das tu permiso —dijo Kamras con aire sombrío—, nunca tendré oportunidad de cruzar mi acero con este eslín extranjero.

De pronto me di cuenta de que según el derecho civil goreano, las propiedades, títulos, haberes y bienes de una persona a quien se reduce a la condición de esclavo, pasan directamente a las manos del pariente varón más próximo, o del pariente más próximo de no existir tal varón, o a las arcas de la ciudad o, si ello es pertinente, a las del tutor. De este modo, si por alguna razón Aphris de Turia se convirtiera en la esclava de Kamchak, sus considerables riquezas se asignarían inmediatamente a Saphrar, mercader de Turia. Más aún: para evitar complicaciones legales y poder contar con los bienes al cien por cien, y así invertir y realizar otras operaciones, esa transferencia es asimétrica, pues si por alguna razón el poseedor original recobra la libertad, no tiene ya ningún derecho legal sobre los bienes transferidos.

—De acuerdo —dijo Saphrar bajando los ojos, como si estuviera tomando una decisión contraria a su buen juicio—. Permitiré que mi pupila, Aphris de Turia, se coloque en la estaca durante la Guerra del Amor.

La gente gritó de alegría, pues todos estaban convencidos de que el eslín tuchuk iba a recibir el castigo adecuado por su atrevimiento con la hija más rica de Turia.

—Gracias, tutor —dijo Aphris de Turia.

Miró con odio a Kamchak por última vez, echó atrás la cabeza y se giró, haciendo que su vestido blanco y dorado se estremeciera, para empezar a andar altaneramente entre las mesas, abandonando la sala.

—Al verla andar —dijo Kamchak en voz bastante alta— cualquiera diría que lleva un collar de esclava.

Aphris se dio la vuelta para enfrentarse a él, con el puño de la mano derecha cerrado, y aguantando con la izquierda el velo ante su cara. Sus ojos brillaban de odio, y también brillaba el círculo de acero que apresaba la seda de su cuello.

—Solamente quería decir, mi pequeña Aphris —dijo Kamchak—, que te sienta muy bien este collar.

La muchacha gritó con desesperación y le dio la espalda para ponerse a correr dando traspiés. Subió la escalera agarrándose a la barandilla y mientras lo hacía lloraba. Se le había caído el velo, y con ambas manos tiraba del collar. Antes de que desapareciera por completo, oímos un grito.

—No temas, Saphrar de Turia —dijo Kamras—. Mataré a este eslín tuchuk, y lo haré tan lentamente como me sea posible.

10. LA GUERRA DEL AMOR

Habían pasado varios días desde el banquete de Saphrar. Aquella mañana, cuando apenas había salido el sol, Kamchak y yo, entre algunos centenares de hombres pertenecientes a los cuatro Pueblos del Carro, llegamos a la Llanuras de las Mil Estacas, que se encontraban a algunos pasangs de la arrogante ciudad de Turia.

En las estacas ya se encontraban los jueces y los artesanos de Ar, ciudad que quedaba muy lejos, a centenares de pasangs, al otro lado del Cartius. Las estaban inspeccionando, e iban preparando el terreno que había entre ellas. Por lo que sabía, esos hombres tenían garantizado el paso sin problemas por las llanuras del sur para que acudiesen cada año a este acontecimiento. Aun así, el viaje que debían llevar a cabo no estaba exento de peligros, por lo cual se les recompensaba de manera adecuada con fondos que lo mismo procedían de Turia que de los Pueblos del Carro. Algunos de esos jueces habían oficiado los juegos varias veces, y ahora eran ricos. Sólo con la suma que obtenían sus acompañantes los artesanos, un hombre podía vivir tranquilamente durante un año en la lujosa ciudad de Ar.

Avanzábamos lentamente, al paso de las kaiilas, en cuatro largas líneas compuestas por los tuchuks, los kassars, los kataii y los paravaci; había unos doscientos hombres de cada pueblo. Kamchak cabalgaba cerca de la cabeza de la línea tuchuk. El portaestandarte, que llevaba en lo alto de una lanza la representación de los cuatro boskos esculpida en madera, iba cerca de nosotros. El primero de nuestra línea, montado sobre una kaiila enorme, era Kutaituchik; iba con los ojos cerrados, la cabeza gacha, y se tambaleaba sobre el majestuoso animal. De la boca del antiguo guerrero colgaba una cuerda de kanda a medio mascar.

A su lado, y también como Ubares, cabalgaban tres hombres más, que suponía eran los jefes de los kassars, los kataii y los paravaci. También pude ver con sorpresa que cerca de la vanguardia de sus respectivas líneas cabalgaban los otros tres guerreros a los que conocí al llegar a los Pueblos del Carro. Se trataba, evidentemente, de Conrad de los kassars, Hakimba de los kataii y Tolnus de los paravaci. Todos ellos, como Kamchak, iban bastante cerca de sus respectivos portaestandartes. El símbolo de los kassars es una boleadora de tres pesos escarlata que cuelga de una lanza. Para marcar a sus boskos y a los esclavos utilizan el símbolo de una boleadora, o más concretamente, tres círculos unidos en su centro por unas líneas. Tanto Tenchika como Dina llevaban esta marca. Kamchak había decidido no volver a marcarlas, que es lo que se acostumbra a hacer con los boskos. Pensaba, a mi juicio muy acertadamente, que eso haría bajar su precio. Por otro lado, creo que también le complacía disponer de esclavas con la marca de los kassars en su carro, pues podía tomarse este hecho como una evidencia de la superioridad de los tuchuks sobre los kassars: tan superiores eran que les ganaban y tomaban a sus esclavas. De la misma manera, Kamchak se enorgullecía de tener en su manada a un buen número de boskos cuya primera marca había sido la boleadora de tres pesos. En cuanto al estandarte de los kataii, está formado por un arco amarillo atado a una lanza negra. La marca que utilizan también incluye el arco orientado hacia la izquierda. El símbolo de los paravaci, por último, es una amplia banda de joyas adornada con cuerdas doradas que dibujan la silueta de la cabeza y los cuernos de un bosko. El valor de este estandarte es incalculable. En cuanto a la marca de su ganado y de los esclavos, consiste en la representación de una cabeza de bosko, un semicírculo que descansa sobre un triángulo isósceles invertido.

Elizabeth Cardwell, descalza, vestida con la piel de larl, caminaba junto al estribo de Kamchak. Tenchika y Dina ya no estaban con nosotros. El día anterior, por la tarde, Kamchak había devuelto su esclava a Albrecht, por el increíble precio de cuarenta piezas de oro, cuatro quivas y la silla de una kaiila. Todo eso le había costado Tenchika a su antiguo dueño. Era uno de los precios más altos jamás pagados por una esclava entre esos pueblos. Yo comprendía que Albrecht había echado muchísimo en falta a su pequeña Tenchika, pero el altísimo precio que se había visto obligado a pagar era todavía más intolerable por las burlas de Kamchak. Efectivamente, este último no había dejado de reírse a carcajadas y de darse palmadas en la rodilla, pues resultaba demasiado obvio que Albrecht se preocupaba por ella, por una esclava. Al atarle las muñecas y ponerle el collar alrededor del cuello, Albrecht la abofeteó dos o tres veces y la insultó, llamándola inútil y estúpida, pero ella no cesaba de reír y de saltar al lado de la kaiila, e incluso lloraba de alegría. Cuando la vi por última vez, Tenchika no dejaba de intentar apoyar la cabeza en la bota de su amo mientras éste cabalgaba. En cuanto a Dina, la había hecho sentar en los cuartos delanteros de mi kaiila, aunque fuese una esclava, y así habíamos cabalgado separándonos de los carros, hasta que pude percibir en la distancia las murallas blancas y deslumbrantes de Turia. En ese punto la hice bajar de mi montura. Ella me miró desde el suelo, confundida.

—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó.

—Eso es Turia —dije señalando la ciudad—, tu hogar.

—¿Deseas que corra hacia la ciudad? —dijo mirándome.

Se refería a una cruel diversión a la que los jóvenes de los carros son muy aficionados: llevar a las esclavas turianas a las cercanías de su ciudad para después, mientras el jinete empieza a desatar su boleadora y sus correas, decirles que corran hacia su ciudad.

—No —le respondí—. Te he traído aquí para liberarte. La muchacha temblaba.

—Soy tuya —dijo mirando a la hierba—. Absolutamente tuya. No seas cruel.

—No lo soy. Te digo que te he traído aquí para liberarte. Ella me miró desde el suelo, y negó con la cabeza.

—Ése es mi deseo —dije.

—Pero, ¿por qué?

—Porque ése es mi deseo.

—¿Acaso no te he complacido?

—Sí, me has complacido plenamente.

—Entonces, ¿por qué no me vendes?

—Porque venderte no es mi deseo.

—Pero venderías a un bosko o a una kaiila, ¿no es cierto?

—Sí, es cierto.

—Entonces, ¿por qué no a Dina? —preguntó.

—Porque ése no es mi deseo —le respondí.

—Pero si soy valiosa...

Eso también era cierto, y ella no hacía más que constatar un hecho.

—Sí, eres más valiosa de lo que crees —le dije.

—No te entiendo.

Metí la mano en la bolsa que llevaba prendida a mi cinturón y le di una pieza de oro.

—Tómala y ve hacia Turia. Encuentra a los tuyos y sé libre.

De pronto, Dina empezó a agitarse y gemir, y cayó sobre sus rodillas junto a las garras de mi kaiila, mientras con la mano izquierda apretaba la pieza de oro.

—Si se trata de una broma tuchuk, más vale que me mates de una vez, y rápido —dijo entre sollozos.

Bajé de la silla de mi kaiila y me arrodillé junto a ella para tomarla entre mis brazos y apretar su cabeza contra mi hombro.

—No, Dina de Turia —le dije—, no estoy bromeando. Eres libre.

—Nadie libera nunca a las muchachas turianas. Nunca.

La sacudí dulcemente con mis brazos y la besé. Luego le dije:

—Tú, sí. Tú, Dina de Turia, eres libre.

Volví a zarandearla amorosamente y le dije:

—¿Qué quieres? ¿Que te lleve sobre la kaiila hasta las murallas y te lance por encima?

—¡No! —dijo riendo entre lágrimas y sollozos—. ¡No!

Hice que se levantara y ella me besó, por sorpresa.

—¡Tarl Cabot! —gritó—. ¡Tarl Cabot!

Ambos sentimos como si nos cruzara un relámpago: había gritado mi nombre como lo haría una mujer libre. Y así había sido, pues Dina había pasado a ser una mujer libre de Turia.

—¡Oh, Tarl Cabot! —sollozó. Después me miró con ternura y añadió—: Deja que sea tuya durante un rato más.

—Eres libre.

—Pero quiero servirte por última vez.

—No hay ningún sitio indicado —dije sonriendo.

—¡Venga, Tarl Cabot! —me dijo en tono de reprimenda—. ¿Acaso no disponemos de todas las Llanuras de Turia?

—Querrás decir la Tierra de los Pueblos del Carro.

—No —dijo riéndose—, las Llanuras de Turia.

—¡Niña insolente!

Pero no pude decir nada más, porque me estaba besando. Tomándola entre mis brazos, la tendí sobre aquella tierra cubierta por la hierba primaveral.

Cuando más tarde nos levantamos, percibí en la distancia un poco de polvo que se desplazaba desde una de las puertas de la muralla, y que se dirigía hacia nosotros. Probablemente se tratara de dos o tres guerreros montados en tharlariones altos.

Dina todavía no los había visto. Parecía muy feliz, y eso, naturalmente, me hacía feliz a mí. De pronto, se le ensombreció la expresión, y pareció muy angustiada. Se llevó las manos a la cara y con ellas se cubrió la boca.

—¡Oh! —dijo.

—¿Qué pasa?

—¡No puedo ir a Turia!

—¿Por qué no?

—¡No tengo velo!

Lancé un grito de exasperación, la besé, y agarrándola por los hombros hice que se diera la vuelta. Finalmente le di una palmada, que desde luego no correspondía a su categoría de mujer libre, para que empezara a caminar hacia Turia.

La polvareda que había percibido seguía acercándose.

Salté sobre la silla de mi kaiila y vi que Dina, después de haber corrido un trecho, se había girado. Le dije adiós con la mano, y ella hizo lo mismo, sin poder contener las lágrimas.

Una flecha pasó por encima de mi cabeza.

Solté una carcajada y con las riendas hice que mi montura girara y empezase a correr. En un momento había dejado a los jinetes muy atrás.

Después volvieron sobre sus pasos, para encontrar a una muchacha libre, aunque todavía vestida como una Kajira, que sujetaba en una mano una pieza de oro, mientras que con la otra decía adiós a un enemigo que huía, entre risas y sollozos.

Al volver al carro de Kamchak, las primeras palabras que éste me dirigió fueron:

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