Elizabeth Cardwell daba saltos de alegría y aplaudía.
Miré a Dina que yacía a mis pies, ahora ya sin intentar desembarazarse de las correas.
Saqué la boleadora de sus piernas, y con la quiva corté las correas, con lo que la muchacha pudo incorporarse.
Se quedó de pie frente a mí, vestida de Kajira cubierta, con las muñecas todavía atadas a la espalda.
Até la boleadora a mi silla y dije:
—Por lo visto conservo mi boleadora.
Ella intentó liberar sus muñecas, pero naturalmente no pudo conseguirlo.
Tuvo que quedarse quieta, sin poder hacer nada, frente a mí.
La tomé en mis brazos y recogí mi premio tomándome mi tiempo, y con sincera satisfacción, pues hice lo posible para que ese beso resultara tan sólo el de una esclava a su amo. Fui paciente, porque un beso no me iba a satisfacer, y no deshice mi abrazo hasta que sentí que su cuerpo me admitía involuntariamente, que reconocía mi victoria.
—Amo —me dijo con ojos brillantes, demasiado débil ya para luchar contra las correas que unían sus muñecas.
Con un azote cariñoso la empujé hacia Albrecht, y el kassar, rabiosamente, cortó las últimas correas que ataban a su esclava. Kamchak se reía, y Conrad también, y muchos de los presentes lo hacían. Pero para mi sorpresa vi que Elizabeth Cardwell parecía furiosa. Se había vuelto a abrigar con las pieles, y cuando la miré, ella apartó sus ojos de mí, enfadada.
Me pregunté qué podía ocurrirle.
¿Acaso no la había salvado?
¿No se había nivelado la puntuación entre Kamchak y yo, y la pareja formada por Conrad y Albrecht?
¿Acaso no había acabado el desafío con un resultado que le era favorable?
—Hemos empatado —dijo Kamchak—, y aquí se acaba la apuesta. No hay ganador.
—De acuerdo —dijo Conrad.
—¡No! —dijo Albrecht.
Todos le miramos.
—Lanza y tóspit —dijo.
—El desafío ha terminado —dije.
—No, porque no hay ningún ganador —protestó Albrecht.
—Eso es verdad —dijo Kamchak.
—Tiene que haber un ganador —insistió Albrecht.
—Yo ya he cabalgado bastante por hoy —dijo Kamchak.
—Y yo también —coincidió Conrad—. Venga, volvamos a nuestros carros.
—Te desafío —dijo Albrecht apuntándome con su lanza—. Lanza y tóspit.
—El desafío ha acabado —dije.
—¡La Vara Viviente! —gritó Albrecht.
Kamchak contuvo su aliento.
—¡La Vara Viviente! —gritaron algunos desde la multitud.
Miré a Kamchak. En sus ojos vi que debía aceptar el desafío. Ante estas cuestiones, debía comportarme como un tuchuk.
Aparte del combate armado, la lanza y tóspit con la vara viviente es el deporte más peligroso de los practicados por los Pueblos del Carro.
En este deporte, como ya se habrá sospechado, la esclava de cada uno debe esperar en pie. Esencialmente se trata del mismo deporte que el de la lanza y el tóspit, pero la variante consiste en que el fruto no está sujeto a una vara, sino que es una chica quien lo sujeta con su boca. El más mínimo movimiento para evitar la lanza significa su muerte.
No hace falta decir que bastantes esclavas han resultado heridas en el transcurso de estas crueles competiciones.
—¡Yo no quiero ser su vara! —gritó Elizabeth Cardwell.
—¡Sí lo serás, esclava! —rugió Kamchak.
Elizabeth Cardwell no tuvo más remedio que ocupar su sitio y ponerse de lado con un tóspit delicadamente aguantado entre los dientes.
Por alguna razón no parecía asustada sino más bien incomprensiblemente furiosa. Lo normal habría sido que temblara de puro pánico, pero solamente parecía indignada.
De todos modos se mantuvo firme como una roca y cuando la sobrepasé, la punta de mi lanza había prendido el tóspit pasando a su través.
La muchacha que mordiera el cuello de la kaiila y que había resultado con la pierna herida hizo de vara para Albrecht.
Casi con desdén, el kassar le arrebató el tóspit de su boca con la punta de la lanza.
—Tres puntos para cada uno —anunció el juez.
—Se acabó —le dije a Albrecht—. Hemos vuelto a empatar. No hay ganador.
—¡Habrá un ganador! —gritó sobre su kaiila encabritada— ¡Qué la vara viviente mire a la lanza!
—No cabalgaré —dije.
—¡Reclamo la victoria y la mujer! —gritó Albrecht.
—Serán suyas —dijo el juez— si no cabalgas.
Cabalgaría.
Elizabeth se puso de cara a mí a unos cincuenta metros y se quedó inmóvil.
De entre todas las modalidades de los deportes de ésta es la más difícil. La carga debe realizarse con exquisita ligereza, con la lanza suelta en la mano, sin sujetarla con la correa de retención y permitiendo que el arma se deslice hacia atrás cuando alcanza su objetivo. En ese momento hay que hacer un movimiento a la izquierda para así dejar atrás, si es posible, la vara viviente. Si se hace bien, el espectáculo resultante es de una gran belleza. Si por el contrario el ejercicio no se ejecuta con la delicadeza necesaria, la chica puede resultar malherida o incluso muerta.
Elizabeth permanecía frente a mí, y seguía sin parecer asustada, sino más bien molesta, Incluso apretaba los puños.
Esperaba no hacerle daño. Antes, cuando se había colocado de lado, incliné la fuerza de mi arma hacia la izquierda para que si se producía un error la lanza se desviase completamente. Pero ahora no cabía error posible: Elizabeth estaba frente a mí, y debía dirigir el golpe directamente al centro del fruto: no había otra alternativa.
El paso de la kaiila era ligero y equilibrado.
Cuando sobrepasé a Elizabeth con el fruto prendido en la punta de mi lanza, la multitud pareció lanzar una única exclamación.
Los guerreros golpeaban sus escudos con las lanzas. Los hombres gritaban. También se oían los chillidos nerviosos de las esclavas.
Me volví con la convicción de que vería tambalearse a Elizabeth, de que estaría a punto de desmayarse, pero nada de eso ocurrió.
Con rabia contenida, Albrecht el kassar bajó su lanza y empezó a cabalgar en dirección a su esclava.
Al cabo de un segundo la había sobrepasado, y llevaba el tóspit clavado en la punta.
La muchacha permanecía completamente quieta, y sonreía.
La multitud rugió y ovacionó también a Albrecht.
Pero después todo el mundo calló, porque el juez corría hacia la lanza de Albrecht, y pedía que se la enseñase.
Albrecht el kassar, confundido, entregó su arma.
—En esta lanza hay sangre —dijo el juez.
—¡No he tocado a la esclava! —gritó Albrecht.
—¡No me ha tocado! —gritó la muchacha.
El juez mostró la punta de la lanza. En ella se podía ver un pequeño rastro de sangre y también había una mancha roja en la piel del fruto de color blanco amarillento.
—¡Abre la boca, esclava! —ordenó el juez.
La chica negó con la cabeza.
—¡Hazlo! —dijo Albrecht.
Al fin obedeció, y el juez, sujetándole la boca con ambas manos, miró en su interior. Había sangre en su boca, pero la chica la había ido tragando. Prefería ocultarla antes de mostrar que la lanza de su amo la había herido.
Eso confirmaba mi impresión de que era una chica valiente y valiosa.
De pronto me di cuenta, pasmado, de que ahora ella y Dina de Turia nos pertenecían a Kamchak y a mí.
Ambas muchachas, mientras Elizabeth Cardwell continuaba pareciendo enfadada, se arrodillaron ante nosotros dos e inclinaron sus cabezas. Después extendieron los brazos con las muñecas juntas. Kamchak, riéndose entre dientes, bajó de su kaiila y les ató las manos rápidamente. Luego puso una correa de cuero alrededor del cuello de cada una de ellas y ató el otro extremo al pomo de su silla. Amarradas de esta manera, las muchachas permanecieron arrodilladas al lado de las garras de la kaiila. Vi que Dina de Turia me miraba, y en sus ojos distinguí que tímidamente me aceptaba como amo.
—No sé para qué necesitamos todas estas esclavas —dijo Elizabeth Cardwell.
—Calla —dijo Kamchak—. Calla, si no quieres que te haga marcar.
Elizabeth Cardwell me miraba furiosa, más que a Kamchak. Echó atrás la cabeza, alzando su pequeña nariz desafiante. Su cabellera castaña le caía sobre los hombros.
Por alguna razón que no acierto a explicar, le até las muñecas por delante y del mismo modo que había hecho Kamchak con las otras muchachas, le puse una correa alrededor del cuello, que luego até al pomo de mi silla.
Quizás fuese ésa mi manera de recordarle, por si lo había olvidado, que también ella era una esclava.
—Esta noche, pequeña salvaje —dijo Kamchak haciéndole un guiño—, dormirás encadenada bajo el carro.
Elizabeth ahogó un grito de rabia.
Entonces emprendimos la vuelta hacia nuestro carro montados en nuestras kaiilas y conduciendo a las chicas maniatadas.
—La Estación de la Hierba Corta se avecina —dijo Kamchak—. Mañana empezaremos a hacer avanzar a las manadas hacia Turia.
Asentí. Había acabado la Invernada. Ahora entrábamos en la tercera fase del Año del Presagio, en el Retorno a Turia.
Esperaba que en adelante podría encontrar respuesta a los enigmas que me inquietaban, y que averiguaría la procedencia del collar de mensaje y los muchos misterios que le habían rodeado. Quizás, finalmente, podría encontrar alguna pista que me indicase el paradero o la suerte de la sin duda dorada esfera que era o había sido el último huevo de los Reyes Sacerdotes. Hasta ahora no había tenido demasiada suerte.
—Te llevaré a Turia —dijo Kamchak.
—De acuerdo.
Había gozado con la Invernada, pero esa etapa ya había acabado. El bosko se volvía hacia el sur, porque llegaba la primavera. Yo y los carros iríamos con él.
Lo más probable era que yo, vestido con la túnica roja de guerrero, y Kamchak con el cuero negro de los tuchuks, pareciésemos un poco fuera de lugar en el banquete de Saphrar, mercader de Turia.
—Este plato se compone de seso de vulo turiano especiado —explicaba Saphrar.
Para mí era algo sorprendente que se nos recibiese en la Casa de Saphrar en lugar de hacerlo en el palacio de Phanius Turmus, Administrador de Turia. Al fin y al cabo, Kamchak y yo éramos de alguna manera los embajadores de los Pueblos del Carro. Pero mi amigo me dio una explicación satisfactoria a este hecho. Aparentemente, había dos motivos: el motivo oficial y el motivo real. El oficial, proclamado por Phanius Turmus, el Administrador, y por otras autoridades del gobierno, defendía que los representantes de los Pueblos del Carro no merecían que se les recibiera en el palacio de la administración; pero el motivo real, que casi nadie invocaba, era que en ese momento el poder de la ciudad de Turia, como el de muchas otras ciudades, estaba en manos de la Casta de los Mercaderes, cuyo jefe era Saphrar. De todos modos, el Administrador se mantendría al corriente de nuestra visita, y su presencia en el banquete quedaba simbolizada en la persona de su plenipotenciario Kamras, de la Casta de los Guerreros, un capitán de quien se decía que era el Campeón de Turia.
Me metí rápidamente el seso de vulo especiado en la boca, por medio de un pincho de oro, un utensilio culinario que, por lo que sabía, solamente se utilizaba en Turia y para obligarlo a bajar lo más rápidamente posible, bebí una buena cantidad de Paga, que me resultaba mucho más fácil de tragar. Este vino dulce de Turia está tan aromatizado y azucarado que casi pueden dejarse huellas en su superficie con el dedo.
Será bueno precisar, para aquellos que no conozcan este hecho, que la Casta de los Mercaderes no está considerada como una de las tradicionales castas altas de Gor, que son las de los Iniciados, los Escribas, los Médicos, los Constructores y los Guerreros. Lamentablemente, lo más frecuente es que sólo los miembros de estas cinco castas ocupen cargos en los Altos Consejos de las ciudades. Aun así, como es natural, en muchas ciudades el oro de los mercaderes ejerce su imponderable influencia, y no siempre por vías tan vulgares como los sobornos y gratificaciones, sino también, y más a menudo, en asuntos tan delicados como la concesión o el veto a los créditos solicitados por los Altos Consejos, después de estudiar cuáles son sus proyectos, deseos o necesidades. En Gor hay un dicho que gusta mucho a los mercaderes y que reza: “el oro no tiene casta”. Por lo que he oído, entre ellos se consideran en efecto la casta más alta de Gor, aunque nunca lo dirían así por temor a causar la indignación de las demás castas. De todos modos, esta pretensión no es del todo descabellada, pues los mercaderes son muy a menudo, y a su manera, hombres valientes, astutos y hábiles que realizan largos viajes, en los que se arriesgan a perder sus caravanas de mercancías, y que negocian acuerdos comerciales entre ellos, con lo cual desarrollan y refuerzan un conjunto de leyes mercantiles, siendo éstas las únicas disposiciones legales ordinarias que existen entre las ciudades goreanas. Los mercaderes son también quienes organizan y administran realmente las cuatro grandes ferias que tienen lugar cada año cerca de las Montañas Sardar. Y digo “realmente” porque en principio las ferias están bajo la dirección de un comité de la Casta de los Iniciados, pero éstos bastante trabajo tienen ya con sus ceremonias y sacrificios, y se alegran mucho de poder delegar la compleja organización de estas vastas y fenomenales Ferias de Sardar a los miembros de la Casta de los Mercaderes. A pesar de ser una casta inferior y menospreciada, lo cierto es que sin ellos las ferias no podrían existir, al menos en su esplendor actual.
—Y este plato —me decía el mercader Saphrar— tiene como ingrediente principal el hígado del pez cosiano, un pez volador azul provisto de cuatro púas, cocido a fuego lento.
Es éste un pez fino y delicado, de color azul, de tamaño semejante al de un discotarn, que tiene tres o cuatro púas venenosas en su aleta dorsal. Es capaz de saltar fuera del agua para después, mediante sus fuertes aletas pectorales, deslizarse en el aire. Normalmente utiliza este recurso para evadirse de los pequeños tharlariones de mar, que parecen inmunes al veneno de las púas. A este pez también se le conoce a veces como “el pez cantor”, pues en sus ceremonias nupciales tanto el macho como la hembra sacan la cabeza del agua y emiten algo parecido a un silbido.
Solamente se encuentra a este pez azul de cuatro espinas en las aguas del Cos. En profundidades más lejanas se encuentran variedades mayores. Este pescado de pequeño tamaño se considera un bocado exquisito, y su hígado es la exquisitez de las exquisiteces.