Los nómades de Gor (16 page)

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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

BOOK: Los nómades de Gor
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Nos habían invitado a un espectáculo de juegos malabares, acróbatas y tragafuegos. Uno de los magos había sido muy del agrado de Kamchak, así como un hombre que con el látigo había hecho bailar a un eslín.

De vez en cuando oía la conversación entre Kamchak y Saphrar, y por lo que decían deduje que negociaban el lugar de encuentro para llevar a cabo el intercambio de mercancías. Más tarde, bien avanzada ya la velada y encontrándome yo más ebrio de Paga de lo que debía permitirme, les oí discutir detalles que solamente podían concernir a un tema: lo que Kamchak había denominado los juegos de la Guerra del Amor. Eran detalles sobre las especificaciones de tiempo, armas, jueces, y demás. Y después oí esta frase:

—Si ella participa, deberás entregarnos la esfera dorada.

De golpe, me desperté. Ya no estaba medio dormido ni medio borracho. Me pareció que al recibir un impacto tan grande me despabilaba, y ya volvía a estar tan sobrio como de costumbre. Eso sí, la excitación me hacía temblar, pero me agarré a la mesa, y supongo que no revelé el estado de mis nervios.

—Puedo conseguir que la elijan para los juegos —decía Saphrar—, pero he de obtener a cambio algo que valga la pena.

—¿Cómo puedes estar tan seguro de que vayan a elegirla? —preguntó Kamchak.

—Mi dinero puede lograrlo —dijo Saphrar—, incluso podría lograr que la defendieran mal.

Distinguí un brillo en los ojos de Kamchak.

Después, la voz del mayordomo del banquete silenció a todas las demás, haciendo que cesara cualquier conversación, incluso la música. Los acróbatas, que en ese momento actuaban entre las mesas, se marcharon rápidamente. Enseguida volvió a alzarse la voz del mayordomo diciendo:

—¡Aphris de Turia!

Todos volvimos nuestras miradas hacia una amplia escalera de mármol que contorneaba la esquina izquierda de la sala donde tenía lugar el festín.

Por esa escalera de la Casa de Saphrar el Mercader, bajaba muy lentamente y con aires regios, Aphris de Turia, vestida de seda blanca con oro, los colores de los Mercaderes.

Sus sandalias eran doradas, así como los guantes.

Ocultaba el rostro tras un velo de seda con adornos de oro, y ni siquiera se podía percibir su cabello, pues se escondía bajo los pliegues de la Vestidura de Encubrimiento de las mujeres libres, que en su caso estaba hecho con los colores de los mercaderes, naturalmente.

Por lo tanto, Aphris de Turia pertenecía a esa casta.

Recordaba que Kamchak me había hablado de ella en una o dos ocasiones.

Mientras esa muchacha se iba acercando, volví a oír a Saphrar:

—Ahí tienes a mi pupila.

—La mujer más rica de Turia —dijo Kamchak.

—Lo será cuando alcance la mayoría de edad —remarcó Saphrar.

Hasta entonces, adiviné, las riquezas de la muchacha estarían en las competentes manos de Saphrar el Mercader.

Esto lo confirmaría más tarde el propio Kamchak. Saphrar no tenía ninguna relación de familia con la muchacha, pero los mercaderes turianos, sobre los que sin duda ejercía una considerable influencia, le habían concedido la tutela de la muchacha tras morir su padre en un ataque de los paravaci a su caravana, de eso hacía ya bastantes años. El padre de Aphris de Turia, Tethrar de Turia, había sido el mercader más rico de esta ciudad, la cual es una de las ciudades más ricas de Gor. No le había sobrevivido ningún heredero varón, y sus considerables riquezas eran ahora las de Aphris de Turia, quien al alcanzar la mayoría de edad, lo cual iba a ocurrir esa misma primavera, asumiría el control de toda la fortuna.

La muchacha, que sin duda se sabía blanco de todas las miradas, se detuvo en la escalera para contemplar con altanería al conjunto de la sala donde se desarrollaba el banquete. Presentía yo que enseguida habría notado la presencia de Kamchak y mía, los únicos extranjeros invitados. Por su actitud se podía decir que debía estar divirtiéndose.

Oí a Saphrar susurrarle a Kamchak, mientras los ojos de éste brillaban sin dejar de contemplar la figura vestida de blanco y dorado en la distante escalera.

—¿No crees que vale más que la esfera dorada? —preguntaba el mercader.

—Es difícil decirlo —respondió Kamchak.

—Sus esclavas me han dado su palabra —insistió Saphrar—. Dicen que es maravillosa.

Kamchak se encogió de hombros. Era un gesto característico en un astuto tuchuk cuando hablaba de negocios. Le había visto repetirlo varias veces mientras discutía en el carro con Albrecht sobre la posible venta de la pequeña Tenchika.

—Esa esfera no tiene demasiado valor —decía Saphrar—. En realidad no es de oro, solamente lo parece.

—De todos modos, es algo muy valioso para los tuchuks —dijo Kamchak.

—Yo solamente la deseo como una curiosidad.

—Tendré que pensarlo —respondió Kamchak, sin quitar los ojos de Aphris de Turia.

—Sé dónde la guardáis —decía Saphrar alzando los labios y mostrando sus colmillos de oro—, y puedo enviar a mis hombres a por ella.

Yo fingía no escuchar, pero naturalmente estaba lo más atento posible a su conversación. Poco importaba mi actitud, pues aunque no hubiese ocultado mi interés, nadie se habría dado cuenta, hasta tal punto estaban todos pendientes de la chica de la escalera, delgada y de tan pretendida belleza, con la cara cubierta por un velo, con el cuerpo escondido por las Vestiduras de Encubrimiento. Incluso me llamaba la atención a mí, y me habría resultado muy difícil, a pesar del gran interés que ponía en la conversación entre Kamchak y Saphrar, apartar la vista de Aphris de Turia. Descendió por los últimos escalones y empezó a aproximarse a la cabecera de la mesa, no sin hacer una inclinación con su cabeza a algún invitado. Los músicos, obedeciendo a una indicación del mayordomo del banquete, volvieron a empuñar sus instrumentos, y los acróbatas se colocaron dando saltos y volteretas entre las mesas.

—Sí, sé que está en el carro de Kutaituchik —decía Saphrar—, y podría enviar a algunos tarnsmanes mercenarios desde el norte, pero prefiero que no haya guerra.

Kamchak seguía mirando a Aphris de Turia.

Mi corazón latía a gran velocidad. Había averiguado, si Saphrar llevaba razón, que la esfera dorada, el último huevo de los Reyes Sacerdotes, estaba en el carro de Kutaituchik, el Ubar de los tuchuks. Al fin, si Saphrar no se equivocaba, sabía dónde se encontraba.

Mientras Aphris de Turia se iba acercando a la cabeza de mesa, noté que no hablaba con ninguna de las mujeres presentes, ni siquiera las saludaba, aunque las ropas de algunas de éstas revelaban gran riqueza y buena posición. No hizo gesto alguno que permitiera suponer que las conocía. Solamente algunos hombres habían recibido de ella una inclinación de cabeza y una o dos palabras. Supuse que quizás Aphris no estaba dispuesta a saludar a cualquiera de esas mujeres desprovistas de velo. Ella, naturalmente, no se había bajado el suyo. Lo que sí podía ver eran sus ojos, negros, profundos y almendrados. Su piel, o lo que de ella distinguía, era hermosa y clara. Su complexión no era tan ligera como la de Elizabeth Cardwell, pero parecía más delgada que Hereena, la muchacha del primer carro.

—La esfera dorada a cambio de Aphris de Turia —susurró Saphrar a Kamchak.

Kamchak se volvió hacia aquel hombrecillo gordo, y su cara marcada por las terribles cicatrices se transformó en una mueca, mientras miraba el rostro redondo y sonrosado del mercader.

—Los tuchuks —dijo Kamchak— guardan la esfera dorada como algo muy valioso.

—Muy bien —dijo Saphrar con impaciencia—. En tal caso, nunca obtendrás a esta mujer, yo me encargaré de ello. Y quiero que entiendas una cosa: de una manera o de otra, esa esfera será mía.

Kamchak volvió a girarse para contemplar a Aphris de Turia.

Aquella muchacha se nos acercaba por entre las mesas. Saphrar se puso en pie de un salto y se inclinó ante ella.

—¡Respetada Aphris de Turia, a quien quiero como si fuese mi propia hija!

La muchacha inclinó la cabeza y dijo:

—Respetado Saphrar.

Saphrar hizo un gesto a dos de las esclavas vestidas con un camisk, que trajeron unos cojines y una estera de seda que colocaron entre Saphrar y Kamchak.

Aphris hizo una inclinación de cabeza dirigida al mayordomo del banquete, y éste hizo que los acróbatas salieran haciendo piruetas de la estancia. Los músicos empezaron a interpretar tranquilas y suaves melodías, y los invitados volvieron a sus conversaciones y a degustar los platos que se les presentaban.

Aphris miró a su alrededor.

Levantó la cabeza, y pude percibir la bonita línea de su nariz bajo el velo de seda blanca bordeado en oro. Olió un par de veces, ostensiblemente, y después dio dos palmadas con sus manos pequeñas y enguantadas. El mayordomo acudió rápidamente a su lado.

—Huelo a estiércol de bosko —dijo ella.

El mayordomo se mostró sorprendido, y luego horrorizado. Finalmente pareció comprender, y con lo que quería ser picardía dijo a modo de disculpa:

—Lo siento mucho, Dama Aphris, pero bajo las presentes circunstancias...

—¡Ah! —exclamó al mirar a su alrededor y fingir que veía a Kamchak por vez primera—. Ya veo. Aquí hay un tuchuk, claro.

Kamchak, aunque estaba sentado con las piernas cruzadas saltó por dos veces en los cojines, y dio un golpe tan fuerte sobre la mesa que traquetearon los platos de ambos lados. Se reía a carcajadas.

—¡Soberbio! —gritó.

—Por favor, Dama Aphris —dijo Saphrar resollando—, si quieres unirte a nosotros...

Aphris de Turia, muy satisfecha de sí misma, ocupó su sitio entre el mercader y Kamchak, sentándose sobre los talones, en la postura de la mujer libre goreana. También a la manera goreana, mantenía la espalda muy recta y la cabeza alta. Mirando a Kamchak dijo:

—Por lo visto nos conocíamos ya, ¿no es así?

—Sí, hace dos años —dijo Kamchak—, en la misma ciudad y en el mismo lugar. Quizás recuerdes que entonces me llamaste “eslín tuchuk”.

—Sí, creo que lo recuerdo —dijo Aphris con la actitud de quien hace un gran esfuerzo para que el pasado acuda a su mente.

—En aquella ocasión te traje un collar de diamantes de cinco vueltas, porque me habían dicho que eras muy bella.

—¡Ah, sí! ¡Ahora lo recuerdo! —dijo Aphris—. ¡Ese collar que di a una de mis esclavas!

Kamchak volvió a golpear la mesa. Lo encontraba graciosísimo.

—Fue entonces cuando me volviste la espalda y me llamaste eslín tuchuk.

—¡Sí, eso es! —dijo Aphris riéndose.

—Y fue entonces —dijo Kamchak sin que se le pasara la hilaridad— cuando juré que te convertiría en mi esclava.

Las risas de Aphris cesaron.

Saphrar se había quedado sin habla.

En toda la sala reinaba un profundo silencio.

Kamras, el Campeón de la Ciudad de Turia, se puso en pie y se dirigió a Saphrar, implorante:

—¡Deja que vaya a buscar mis armas!

Kamchak bebía Paga, y por su actitud parecía que no había oído lo que Kamras decía.

—¡No, no, no! —gritó Saphrar—. El tuchuk y su amigo son nuestros invitados, embajadores de los Pueblos del Carro, y no han venido aquí a luchar.

Kamras, confundido, volvió a sentarse, y Aphris de Turia se echó a reír.

—¡Traed perfumes! —ordenó al mayordomo.

Éste hizo avanzar a una esclava ataviada con el camisk que portaba una bandeja de exóticos perfumes turianos. Aphris escogió dos o tres de los frascos y se los puso bajo la nariz, para luego escanciar perfume sobre la mesa y los cojines. Sus acciones divertían sobremanera a los turianos, que se reían.

Kamchak mantenía la sonrisa, pero habían cesado sus estentóreas carcajadas.

—Como castigo por esto —dijo—, pasarás la primera noche con la cabeza metida en el saco de estiércol.

Aphris volvió a reírse, y los demás comensales la imitaron.

Kamras mantenía los puños apretados sobre la mesa.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Aphris mirándome.

—Soy Tarl Cabot —respondí—, de la ciudad de Ko-ro-ba.

—Eso está muy al norte. Incluso más al norte que Ar.

—Así es.

—¿Y cómo es posible que un korobano se suba al apestoso carro de un eslín tuchuk?

—El carro no apesta —respondí—, y Kamchak de los tuchuks es mi amigo.

—Naturalmente, serás un proscrito.

Me encogí de hombros.

Ella rió, y luego se volvió a Saphrar para decirle:

—Quizás a nuestros invitados les apetecería un poco de distracción, ¿no crees?

Eso me sorprendió, pues durante la mayor parte de la velada se habían sucedido los espectáculos, y habíamos visto a malabaristas, acróbatas, tragafuegos, al mago que tanto había gustado a Kamchak, al hombre del eslín bailarín...

Saphrar había bajado la vista. Parecía contrariado.

—Sí, es posible —dijo.

Supuse que Saphrar seguiría irritado por las evasivas de Kamchak que evitaban llegar a un acuerdo sobre el asunto de la esfera dorada. No entendía qué motivaciones podía tener Kamchak..., a menos, claro está, que conociese la verdadera naturaleza de la esfera dorada, en cuyo caso sabría que no tenía precio. Pero deduje que no entendía su verdadero valor, pues había discutido con seriedad sobre el canje un poco antes. Lo que ocurría, aparentemente, era que por ese objeto quería más de lo que Saphrar le ofrecía, aunque se tratase de la mismísima Aphris de Turia.

Ella se volvió hacia mí. Señalando con un amplio gesto a las muchachas de las mesas y a sus acompañantes, preguntó:

—¿No son bellas las mujeres de Turia?

—Mucho —dije yo, pues era bien cierto que todas las presentes eran, cada una a su manera, hermosas.

Aphris se rió por alguna desconocida razón.

—En mi ciudad —dije—, las mujeres libres no permitirían nunca que un extranjero las viese sin velo.

La muchacha rió de nuevo y se volvió a Kamchak:

—¿Y tú, mi pintoresco pedazo de estiércol de bosko, qué opinas?

—Es bien sabido —respondió Kamchak encogiéndose de hombros— que las mujeres de Turia son unas desvergonzadas.

—¡Eso es mentira! —dijo indignada Aphris de Turia, con los ojos centelleantes por encima del borde dorado de su velo de seda.

—¡Pero si las estoy viendo! —dijo Kamchak extendiendo sus manos a ambos lados, sonriente.

—No, no las ves —dijo la muchacha.

Kamchak parecía confundido.

Con sorpresa, vi que Aphris daba dos palmadas, y que las mujeres que se hallaban hasta ese momento sentadas en las mesas se levantaban para colocarse frente a nosotros rápidamente. Los tambores y flautas resonaban, y de pronto la primera chica, con un gesto repentino y gracioso se quitó las prendas que la cubrían y las lanzó por encima de las cabezas de los invitados, que gritaban con deleite. Después quedó frente a nosotros con las rodillas flexionadas, respirando con profundidad, bellísima, con las manos levantadas por encima de la cabeza, preparada para danzar. Todas las demás hicieron lo mismo, y así, aquellas mujeres que yo había creído libres quedaron ante nosotros con sus collares de esclava, vestidas solamente con las diáfanas sedas escarlatas que llevan las bailarinas en Gor. Luego empezaron a danzar al ritmo de una música bárbara.

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