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Authors: John Norman

Tags: #Ciencia Ficción, Erótico, Fantástico

Los nómades de Gor (13 page)

BOOK: Los nómades de Gor
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Cuando el juez cantó el quince, Albrecht, cuya boleadora ya giraba, se lanzó en persecución de Elizabeth Cardwell silenciosamente y a una increíble velocidad. Ella no debía haber calculado bien el ritmo de los latidos de la kaiila, o no conocería suficientemente bien la velocidad de su cabalgadura, y eso era normal si se tenía en cuenta que nunca había observado ese juego desde el poco envidiable punto de vista de la pieza a cazar. El hecho es que cuando se volvió para ver si el jinete había abandonado ya el círculo, se encontró con que éste estaba a su lado. Apenas tuvo tiempo de gritar: la boleadora había aprisionado sus piernas, y caía sobre el césped. Apenas habrían pasado cinco o seis latidos más, cuando Elizabeth, con las muñecas atadas cruelmente a los tobillos, volvía al interior del círculo y quedaba tendida a los pies del juez.

—¡Veinticinco! —anunció el anciano.

Una ovación se levantó desde la multitud, que aunque estaba compuesta en su mayoría por tuchuks, siempre disfrutaba con una buena marca, y ésta era espléndida.

Elizabeth lloraba, y al tiempo tiraba y se debatía entre las correas que la sujetaban, con desesperación, intentando aflojar algún nudo. Era inútil.

El juez inspeccionó las ataduras.

—Está bien amarrada —dijo.

Elizabeth sollozó.

—Alégrate, pequeña bárbara —dijo Albrecht—. Esta noche bailarás la Danza de la Cadena para los guerreros kassar, y te vestirás con la Seda del Placer.

La chica volvió la cabeza a un lado, estremeciéndose entre las correas. De su boca escapó un grito de desesperación.

—Estáte callada —dijo Kamchak.

Elizabeth obedeció, y luchando contra las lágrimas se resignó a permanecer quieta, esperando que alguien la liberara.

Corté las correas de sus muñecas y tobillos.

—Lo he intentado —me dijo, mirándome con lágrimas en los ojos—. Lo he intentado.

—Algunas muchachas han corrido ante la boleadora más de cien veces, y se entrenan para hacerlo.

—¿Te das por vencido? —preguntó Conrad a Kamchak.

—No, mi segundo jinete debe cabalgar.

—Ni siquiera pertenece a los Pueblos del Carro —dijo.

—Lo mismo da —respondió Kamchak—. Cabalgará.

—No podrá hacerlo en menos de veinticinco latidos —dijo Conrad.

Kamchak se encogió de hombros. Yo era el primero en saber que veinticinco latidos era una muy buena marca. Albrecht era un buen jinete, y poseía una gran habilidad. Esta vez, además, había contado con una presa que no era más que una pequeña esclava bárbara que nunca se había entrenado, y lo que es más, que nunca había corrido ante la boleadora.

—Al círculo —ordenó Albrecht a la otra muchacha.

Era una belleza.

Corrió hacia el círculo rápidamente, con la cabeza echada hacia atrás y respirando con profundidad.

Por su aspecto parecía una chica inteligente.

De pelo moreno.

Me llamaron la atención sus tobillos, que eran de complexión algo más fuerte de lo que se considera deseable para una esclava. Deduje que aquellos tobillos habían soportado el peso de ese cuerpo durante muchos giros rápidos, durante muchos saltos.

Deseé haberla visto correr anteriormente. Muchas chicas tienen una pauta para correr, un truco que se puede descubrir después de verlas actuar en varias ocasiones. No es nada fácil conseguirlo, pero se pueden prever los movimientos hasta cierto punto. Probablemente sea el resultado de la deducción de su manera de pensar por medio de su manera de correr; el paso siguiente consiste en pensar, o procurar hacerlo, como la chica, y conjugar este pensamiento con el movimiento de la boleadora para alcanzarla. La esclava se hallaba ahora respirando profunda y regularmente. Antes de que entrara en el círculo había visto que se movía y que corría un poco para desentumecer los músculos de las piernas y acelerar la circulación de la sangre.

Me figuré que ésta no era la primera vez que corría ante la boleadora.

—Si ganas para nosotros —le decía Albrecht sonriendo desde la silla de su kaiila—, esta noche tendrás un brazalete de plata y cinco metros de seda escarlata.

—Ganaré por ti, amo —dijo ella.

Encontré que esta respuesta era algo arrogante para proceder de una esclava.

—Nadie ha conseguido —dijo Albrecht mirándome— cazar a esta muchacha en menos de treinta y dos latidos.

Me pareció ver que Kamchak pestañeaba, pero por lo demás se mantenía impasible.

—Sí, parece una corredora excelente —dije.

La chica se echó a reír.

Después, para mi sorpresa, me miró con descaro. Parecía olvidar que llevaba el collar turiano, y que un anillo le colgaba de la nariz, y que no era más que una esclava marcada, una Kajira cubierta.

—Apuesto —dijo— a que alcanzo la lanza.

Esto me irritó. Para colmo, ella, una esclava, no se había dirigido a mí, un hombre libre, con el tratamiento de “Amo”, lo que era contrario a la costumbre. De hecho, no me importaba la omisión en sí misma, sino la afrenta que ello representaba. Por alguna razón, esta moza me parecía demasiado arrogante, demasiado desdeñosa.

—Y yo apuesto a que no lo conseguirás —dije.

—¿Cuáles son los términos? —me preguntó desafiante.

—¿Cuáles son los tuyos? —repliqué.

—Si gano —dijo sonriente—, me entregarás tu boleadora, y yo se la regalaré a mi amo.

—De acuerdo. ¿Y si gano yo?

—Eso no ocurrirá.

—Pero, ¿y si ocurre?

—Si ocurre, te daré un anillo de oro y una copa de plata.

—¿Cómo es posible que una esclava tenga estas riquezas? —pregunté.

Ella levantó la cabeza y no se dignó responder.

—Le he hecho muchos obsequios como ésos —dijo Albrecht.

Ahora entendía que la muchacha a la que me enfrentaba no era una esclava corriente, y debía existir una razón poderosa para que poseyera tales cosas.

—No quiero tu anillo de oro ni tu copa de plata —dije.

—¿Qué quieres entonces? —preguntó ella.

—Si gano, reclamo como premio el beso de esta muchacha insolente.

—¡Eslín tuchuk! —gritó con ira.

Conrad y Albrecht se reían.

—Eso está permitido —dijo Albrecht a la chica.

—Muy bien, tharlarión —dijo ella. Los hombros le temblaban de rabia—. Será tu boleadora contra un beso. ¡Yo te enseñaré cómo puede correr una kassar!

—Tienes un gran concepto de ti misma —comenté—. No eres ninguna kassar, sino solamente una esclava turiana de los kassars.

Ella apretó los puños, furiosa, y mirando a Albrecht y Conrad gritó:

—¡Correré como nunca antes he corrido!

Empezaba a desanimarme un poco. Recordé que Albrecht había dicho que nadie la había cazado en menos de treinta y dos latidos. Por lo tanto, debía haber corrido ante la boleadora varias veces, quizá hasta diez o quince veces.

—Por lo que veo —dije como sin darle importancia—, esta chica ya tiene alguna experiencia, ¿no es así?

—Sí —respondió Albrecht—, tienes razón. Probablemente habrás oído hablar de ella. Es Dina la Turiana.

Conrad y Albrecht golpearon sus sillas y empezaron a reírse ruidosamente. Kamchak también se reía. Tanto, que empezaron a resbalarle las lágrimas por los surcos de las cicatrices de su cara.

—¡Kassar astuto! —dijo señalando a Conrad.

Se trataba de una broma, e incluso yo no tuve más remedio que sonreír. Normalmente, a los tuchuks se les conoce como “los astutos”. Pero aunque ese momento podía ser muy divertido para la gente de los carros, e incluso para Kamchak, yo no estaba preparado para contemplar el problema ante el que me encontraba como una broma. ¡Con qué inteligencia había fingido Conrad burlarse de Albrecht cuando éste había apostado a dos muchachas contra una! ¡Qué poco sospechábamos nosotros que una de ellas era Dina de Turia! Naturalmente, esa legendaria corredora no iba a ser la presa del hábil Kamchak, sino la de su torpe amigo Tarl Cabot, que ni siquiera pertenecía a los Pueblos del Carro, un novato en la monta de la kaiila y en el manejo de la boleadora. Conrad y Albrecht habrían acudido al campamento de los tuchuks con este pensamiento en la cabeza. ¡Claro, seguro que sí! ¿Qué podían perder? Nada. Lo mejor que podíamos esperar de una confrontación con ellos era un empate en caso de que Kamchak venciese a Conrad. Pero éste no había sido el caso; la inteligente muchacha turiana que se las había arreglado para morder el cuello de la kaiila, aun con riesgo de su vida, nos había puesto las cosas muy cuesta arriba, Albrecht y Conrad habían venido con un propósito muy sencillo: ganar a un tuchuk y, de paso, llevarse una o dos muchachas. Lo que ocurría era que nosotros solamente disponíamos de Elizabeth Cardwell.

Incluso Dina, la turiana, muy probablemente la mejor esclava entre todos los carros en este deporte, se reía, colgada del estribo de Albrecht, mientras le miraba. Me di cuenta de que su kaiila estaba en el interior del círculo del látigo que marcaba la salida. Los pies de la chica estaban separados del suelo, y tenía la mejilla apoyada en la bota del kassar.

—¡Corre! —dije.

Ella gritó, sorprendida, lo mismo que Albrecht, y Kamchak se reía.

—¡Venga, corre, estúpida! —gritó Conrad.

La chica soltó el estribo, y sus pies golpearon el suelo. Cayó desequilibrada, pero corrigió su trayectoria y lanzando un grito salió corriendo del círculo. Al sorprenderla de esta manera habría ganado unos diez o quince metros.

Desaté la correa que llevaba sujeta al cinturón y me la coloqué entre los dientes.

Empecé a voltear la boleadora.

Para mi sorpresa, mientras la hacía girar en círculos cada vez más rápidos, sin dejar de mirar a la chica, vi que ésta rompía la dirección recta de su carrera hacia la lanza, y eso que solamente estaba a unos cincuenta metros del círculo de salida, y empezó a hacer desplazamientos a uno y otro lado, aunque sin abandonar nunca, naturalmente, su trayectoria hacia la lanza. Eso me confundió. No era posible que hubiera contado mal, porque era Dina de Turia, y no una principiante. Mientras el juez seguía contando en voz alta, observé la pauta de su carrera: eran dos pasos a la izquierda y luego uno largo a la derecha, para corregir la dirección hacia la lanza. Exactamente, dos a la izquierda, uno a la derecha, dos a la izquierda, uno a la derecha.

—¡Quince! —gritó el juez, y salí disparado a lomos de mi kaiila desde el interior del círculo del látigo.

Cabalgué a toda velocidad, pues no había ni un latido que perder. Incluso si por ventura lograba empatar con Albrecht, Elizabeth pasaría de todos modos a manos de los kassars, pues Conrad había ganado claramente a Kamchak. Es peligroso acercarse a toda velocidad a una muchacha inocente que corre, quizás aterrorizada, en dirección recta hacia la lanza, porque puede echarse a un lado repentinamente, y el jinete se ve entonces obligado a frenar su kaiila para que siga a la presa en su nueva dirección. Y eso cuando no es demasiado tarde para rectificar, y se ha sobrepasado tanto a la chica que ésta queda incluso fuera del alcance de la boleadora. Pero ése no era mi problema, porque podía prever la carrera de Dina y su pauta: dos a la izquierda, uno a la derecha. Así que hice que la kaiila corriese cuanto podía para alcanzar lo más rápidamente posible lo que parecía la cita inevitable de Dina con las correas de mi boleadora. De todos modos, seguía sorprendido por la sencillez de su carrera, y no entendía cómo podía ser que nunca la hubieran cogido en menos de treinta y dos latidos, ni cómo era posible que hubiese alcanzado la lanza en cuarenta ocasiones.

Lanzaría la boleadora en el siguiente latido, en el segundo salto hacia la izquierda.

Entonces recordé la inteligencia que se reflejaba en sus ojos, y la seguridad inherente a su carácter, y que nunca la habían cazado antes del trigesimosegundo latido, y que alcanzó la lanza en cuarenta ocasiones. Tenía que ser increíblemente hábil, y su coordinación de movimientos debía ser asombrosa.

Arriesgándolo todo a una sola carta, lancé la boleadora pero su objetivo no era el segundo salto a la izquierda, sino un quiebro inesperado a la derecha después del primer salto a la izquierda, es decir, la primera y sorprendente excepción a la regla del dos-izquierda-uno-derecha. Oí el grito de sorpresa que lanzaba la chica al sentir que las correas de cuero le rodeaban los muslos, las pantorrillas y los tobillos de ambas piernas y convertían las dos extremidades en una sola. Sin apenas reducir la velocidad la sobrepasé e hice girar a mi kaiila. Cuando tuve delante de mí otra vez a la chica, azucé mi montura que volvió a lanzarse a galope tendido. Distinguí por un momento una expresión de sorpresa en el bello rostro de la muchacha, que intentaba mantener el equilibrio con los brazos instintivamente. Los pesos de la boleadora continuaban girando alrededor de sus tobillos, en círculos cada vez más reducidos; en un instante caería al suelo. Sin darle tiempo a hacerlo, la cogí por los cabellos y la eché sobre la silla. Ella apenas había comprendido lo ocurrido, cuando ya era mi prisionera y la kaiila continuaba su furiosa carrera. Ni siquiera me había tomado el tiempo de desmontar. Até a la chica alrededor del pomo, y puede concluir los nudos que la apresaron cuando sólo faltaban uno o dos latidos para que la kaiila llegase al círculo. Una vez allí, lancé a mi presa a los pies del juez.

El juez, lo mismo que la multitud, había enmudecido.

—¡Tiempo! —gritó Kamchak.

El anciano parecía demasiado sorprendido. Era como si no creyese lo que acababa de ver. Apartó la mano del costado de la kaiila.

—¡Tiempo! —insistió Kamchak.

El juez le miró. Finalmente, en un susurro, dijo:

—Diecisiete.

La gente se mantenía en silencio y después, tan imprevisiblemente como el desencadenamiento de una tormenta, todos empezaron a gritar y a aplaudir, entusiasmados.

Kamchak daba golpes en los hombros a Conrad y Albrecht, que parecían muy desalentados.

Miré a Dina de Turia, que devolviéndome con rabia la mirada, empezó a retorcerse y a tirar de los nudos, debatiéndose sobre la hierba.

El juez le permitió hacerlo durante unos treinta segundos, y después inspeccionó las ataduras. Se incorporó sonriente.

—Está bien amarrada —dijo.

Otro grito surgió de los espectadores. Casi todos eran tuchuks, y estaban muy contentos por el resultado de la contienda, pero también los kassars y los dos paravaci y el kataii que la habían presenciado aplaudían entusiasmados. La multitud había enloquecido.

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